José Luis Romero medievalista

CARLOS ASTARITA

Índice
1. José Luis Romero medievalista. Una consideración sistemática general
2. José Luis Romero medievalista. Las décadas de 1940 y 1950
3. José Luis Romero medievalista. Las décadas de 1960 y 1970
4. Romero medievalista. Balance, cuestiones metodológicas y perspectivas

1. José Luis Romero medievalista. Una consideración sistemática general

1.1 Introducción

La presente contribución forma parte de un estudio dividido en cuatro partes sobre la obra de José Luis Romero como medievalista. En esta sección inicial se brindará un panorama general, destacando sus períodos y el contenido esencial de sus elaboraciones. Es una introducción sobre cuestiones que en los trabajos siguientes se profundizarán, pero también puede ser un medio para conocer en general la materia, adecuado para el lector que no desee ahondar en el tema.

Las secciones siguientes están consagradas a un análisis de las dos etapas de su trabajo como medievalista en las décadas de 1940 y 1950, y en las de 1960 y 1970. En cada una de estas partes se harán alusiones al estado actual de los estudios sobre algunos de los problemas que Romero trató. La cuarta sección se dedica a puntos teóricos y metodológicos que surgen de un balance general de su obra; su conclusión se incluye al final de este texto. 

1.2 Panorama general de la obra de Romero como medievalista

Desde sus estudios iniciales la preocupación primordial de Romero fue descubrir las raíces medievales del desenvolvimiento burgués, empresa que concretó con una diferencia de énfasis en los sujetos históricos que retuvieron su atención. Sus primeros pasos por la Edad Media estuvieron destinados a dilucidar figuras relevantes (en especial intelectuales), mientras que en su libro cumbre (La Revolución burguesa en el mundo feudal, aunque también en el siguiente libro Crisis y orden del mundo feudo burgués el énfasis no fue puesto en las personalidades sino en colectivos sociales (clases, grupos, estamentos, etc.). Es posible que esta disparidad esconda un desigual dominio de la materia, porque mientras que el abordaje de la historia a través de la singularidad de un individuo descollante facilita el manejo de los testimonios, encarar el estudio de masivas prácticas sociales (de las cuales el operar político o docto fue solo una parte) exige un dominio más comprensivo de las partes en danza. Con este segundo tratamiento las masas generadoras de una nueva realidad (comerciantes, artesanos, funcionarios, etc.) que no estaban dibujadas con nitidez en los primeros estudios monográficos, en tanto aparecían de una manera global como elementos de la larga duración, se nos presentan en La revolución burguesa de manera más definida y con un protagonismo absorbente. Concomitante con este cambio por el cual el objetivo de investigación transitó desde las personalidades destacadas a los protagonistas anónimos, Romero dejó parcialmente de lado las ideas singulares para ver las ideas corrientes en su plasmación colectiva.

El desenvolvimiento de los actores en sus cambiantes escenarios se representa como la superposición de capas sociales en procura de sus objetivos. La situación la registra ya en una aproximación general en La Edad Media publicada en 1949, (apareció en la colección de Breviarios del Fondo de Cultura Económica) y adquiere una más acabada expresión en las obras posteriores. Este cuadro está presente en la descripción del período de las invasiones bárbaras cuando los pueblos germanos se acomodaron en el mundo romano dando origen a una intercalación de capas culturales, y se reitera desde el siglo XI en adelante cuando surgieron las ciudades y los burgueses. El condicionamiento general para estos cambios estuvo dado por las transformaciones del mundo externo a Europa.

Siguiendo las tesis del reconocido historiador belga Henri Pirenne, Romero consideró que a partir de los inicios del siglo VIII el dominio que los árabes alcanzaban en el Mediterráneo clausuraba el intercambio comercial, la economía se volvía natural y auto subsistente, transformaciones que coincidieron con la implementación de las relaciones de hombre a hombre en dos planos: por un lado entre señores de distintas jerarquías unidos por relaciones de vasallaje por las cuales un vasallo de la nobleza entregaba sus servicios militares a un superior a cambio de un beneficio en tierras, y por otro lado entre esos miembros de la nobleza y los campesinos. Posteriormente, a partir de la segunda mitad del siglo XI, con la crisis de la dominación árabe musulmana y la apertura de la navegación, se reactivó el comercio. Como había expresado Pirenne, los mercaderes ambulantes aparecieron en escena, con el tiempo se instalaron en burgos junto a las residencias señoriales, y con sus manufacturas y comercio reactivaron el conjunto social.

Sin embargo este desenvolvimiento de los nuevos protagonistas no fue pacífico. En ocasiones los señores (especialmente los eclesiásticos) les negaron a los burgueses el derecho a organizarse por sí mismos en comunas, actitud que produjo reacciones que en algunas plazas y en determinados momentos alcanzaron mucha intensidad. Es allí donde se le presentan al historiador los casos más notables de las revoluciones burguesas. En otras ocasiones los señores no ofrecieron esa resistencia a las  demandas burguesas, pero esa calma no debe engañarnos, porque por detrás de la tranquilidad de superficie discurrían tensiones. Estas últimas eran inevitables porque el burgués representaba una nueva mentalidad opuesta a las tradicionales de las aristocracias ancladas en la tierra y sus comportamientos conllevaban una matriz altamente contestataria.

En estos aspectos Romero exhibe una coincidencia con los historiadores franceses del siglo XIX como François Guizot o Augustin Thierry que veían en la Edad Media el inicio de la lucha de clases. Indica también como esa burguesía al acceder a posiciones de poder en la ciudad tendía a cerrarse como clase, adoptaba en forma creciente actitudes aristocráticas y se rehusaba a compartir el gobierno y sus privilegios con nuevos ricos. Junto a estas transformaciones se deslizaba hacia las cortes aliándose con sectores más elevados.

Esta nueva situación produjo nuevos conflictos. Los artesanos que se habían enriquecido aspiraron a tener su porción de poder y ante la negativa de los descendientes de los antiguos burgueses que se habían convertido en un cuerpo cerrado (era el patriciado) debieron enfrentarlos. Se originaron así las convulsiones urbanas de los siglos XIV y XV, problemática que Romero trató en principio en La revolución burguesa y de manera más amplia en Crisis y orden.

Las novedades que se desplegaron desde los siglos XI y XII en las ciudades con este nuevo sujeto social que fue el burgués tuvieron su repercusión en el nivel más elevado de la política.  Los monarcas vieron en estos actores urbanos un aliado para enfrentar la rebelde independencia de los señores, autonomía explicable porque en sus territorios tenían todas las condiciones para establecer sus políticas. Por consiguiente, gracias a esa alianza de conveniencia, en tanto la monarquía encontraba en los burgueses recursos para su sistema fiscal y los burgueses tenían en los monarcas un apoyo para sus designios, se terminaron por fortalecer los Estados. Eras éstos los basamentos de las monarquías absolutistas. En esta dinámica Romero también siguió los lineamientos de la interpretación clásica que caracterizaba a esas realezas como Estados burgueses o estados tendencialmente favorables a los burgueses.

Un balance general de los aportes de Romero nos inclinan a sostener dos conclusiones provisionales. En principio, esta interpretación con altas dosis de análisis y reflexión descansó en buena medida en el estudio de la totalidad social a través de sus manifestaciones culturales (entendida la cultura en un sentido amplio) y también se asentó en la perspectiva de largo plazo. En segundo término, y en la medida en que en la obra de Romero hubo tratamientos anticipatorios, es pertinente preguntarse si las renovaciones metodológicas en la historia cultural no tuvieron nacimiento en un ámbito geográfico mucho más extendido del que usualmente se admite.

1.3 Consecuencias prácticas

Esta modalidad de hacer historia, por la cual cada hecho significativo del pasado era un eslabón para pensar el proceso social, creó desde sus primeras exteriorizaciones una ruptura con la historiografía académica argentina de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, que sufría el doble efecto de la prolongada inmovilidad de su cuerpo docente y de las nocivas consecuencias culturales del primer período de gobierno peronista. El arribo de Romero a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en 1958 impuso una verdadera mutación que fue en cierta manera escandalosa para la tradición.

Desde el momento en que la objetividad pasaba a depender de la perspicacia del historiador para establecer los nexos causales entre diversos planos de la realidad (y cuanto más conexiones se descubrieran crecían las posibilidades de la objetividad en la medida en que la representación se tornaba más compleja, más próxima al movimiento real), la objetividad era un resultado de la actividad del historiador. Es entonces comprensible que quienes se refugiaban en la seguridad del conocimiento meramente factual, en la creencia de que el documento informaba a un observador pasivo e incontaminado por preocupaciones epistemológicas, observaran con decidida hostilidad este planteo, que debían encontrar en extremo paradójico. Los ecos de esos disgustados profesores llegaron a quienes transitamos por la Facultad de Filosofía y Letras en los años setenta. El exclusivo análisis interno del documento era la justificación académica para negar el empleo de la inteligencia. Ese estudio positivista (despojado en general de lo mejor que dio el positivismo) se esforzaba por el detallismo monográfico, la única forma que se creía válida para alcanzar un conocimiento fiable.

Esa objeción técnica que se ofrecía como resistencia gnoseológica a la historia global (aunque encubría en verdad divergencias más serias), fue tomada en cuenta por Romero que sugirió una retroalimentación equilibrada entre la investigación erudita y la exposición de la totalidad. Dijo entonces que a medida que se van desentrañando nuevos aspectos del conocimiento particular es posible alcanzar sucesivas síntesis comprensivas en las que se enhebran relaciones cada vez más complejas y superiores niveles de conceptualización, una y otra vez reajustados con la percepción de nuevas cualidades del fenómeno social. La riqueza de este tipo de trabajo debe retenerse, porque sin negar el análisis particularizado descartó la ilusión de que el conocimiento de la totalidad se logra por simple acumulación de monografías; se alcanza mediante una intervención muy activa del historiador para lograr en una síntesis la armoniosa complementación entre los distintos avances monográficos que ha realizado. Esta sistematización, que Romero confesaba como peculiar aproximación al objeto social por parte del historiador (y es lo que lo distingue del ensayista apresurado), es ilustrada por su propia trayectoria personal, en la medida en que sus obras de aliento fueron precedidas por estudios monográficos. Claramente esas monografías cubrieron gran parte de sus primeras dos décadas como medievalista mientras que en la segunda parte de esa trayectoria se consagró a las dos grandes síntesis ya mencionadas.

No puede completarse un cuadro general introductorio de Romero, sin referirse a su labor formativa de nuevos historiadores. No la concibió como una reproducción de discípulos a su imagen y semejanza, ni como un acoplamiento de escribas para el proyecto de un director de estudios sino como el delicado encargo de crear una atmósfera intelectual que alentara reflexiones personales, para que cada uno pudiera formularse un problema particular. En las conversaciones que mantuviera con Félix Luna a fines de 1976, Romero se preguntaba cuándo se empieza a ser un historiador. La respuesta sintetiza el criterio que guiaba sus enseñanzas: “Como en todas las disciplinas, el día en que se adquiere autonomía intelectual, el día en que se descubre su propio tema”[1]. Prueba evidente de este magisterio fructífero es que en la variedad de manifestaciones teóricas y metodológicas que crecieron al amparo de su cátedra de Historia Social General (sus miembros sólo se unificaban en la vocación por el pensamiento como ejercicio cotidiano), hubo discípulos que decididamente se enfrentaron con concepciones que Romero defendía (y un ejemplo de esto se verá en los estudios subsiguientes). En este aspecto se manifiesta su éxito como generador de nuevas autonomías; en ello radicó asimismo el secreto de la renovación intelectual de la historia académica argentina en los años sesenta.

En esa cátedra imprimió su estilo de trabajo “obstinadamente riguroso” e ilimitadamente abierto a nuevas fronteras del conocimiento, inaugurando una tradición historiográfica, que a pesar de los ciclos de intolerancia y de persecución política, permanece hoy no sólo vigente, sino que además ha ganado una batalla singular. El combate fue por concebir el oficio del historiador como una modalidad peculiar de reflexión sobre el hecho social.

1.4 Un balance general

Estos acercamientos indicados, que son también separaciones, nos llevan a plantear las influencias que recibió Romero, o sea, el alimento teórico de su trabajo. De acuerdo a Luis Alberto Romero, su padre estudió a Marx y a Weber, pero según hemos visto tanto uno como otro están y no están en sus obras, lo que quiere decir que es una presencia oblicua, que se vislumbra pero se escurre en cuanto la queremos aprehender porque está modificada por muchas otras lecturas: Dilthey, Simmel, Durkheim, Cassirer, Ortega y Gasset se unieron a los aportes que recibió de Alejandro Korn, de Pedro Henríquez Ureña y de su hermano Francisco Romero[2]. Pero por otra parte cada uno esos influjos se subordinó al historiador que bajo la tiranía de su estudio los desfiguró sin anularlos, y en este punto reaparece la centralidad que tuvo Clemente Ricci en la formación de Romero. Esto confirma que no hablamos de un filósofo ni de un ensayista (como a veces se lo consideró) sino de un historiador.

La primera y más inmediata conclusión que se extrae de este recorrido es que estamos ante una obra de extraordinaria importancia.

Es posible que esta valoración sorprenda al medievalista que ignora a Romero o que tal vez conozca su nombre pero no sus libros. Este reparo obedece a que, aun cuando no sea un desconocido, nunca alcanzó en la especialidad el reconocimiento que merece. En esto tenemos que considerar que la academia, inducida por razones no académicas, “construye” referentes de nota, como muestra el investigador burocráticamente superior dotado del más anodino de los ingenios. Cuentan aquí modas y posiciones, favoritismos y oportunidades.

Al respecto es un poco extraña la suerte que el azar le deparó a su obra. Si historiadores que cultivan la historia argentina y americana se renovaron con ella, y en especial con su subsidiaria parte no medieval, entre los medievalistas (salvo excepciones) casi se la ignoró, o en todo caso se lo leyó como un estímulo personal que no tuvo su reflejo en la cita bibliográfica. Este infortunio se explica posiblemente por el contexto en que se difundió la tesis de Romero. Por un lado su obra mayor, La revolución burguesa en el mundo feudal, apareció en 1967, cuando ya se anunciaba en el horizonte el influjo de los Studies de Maurice Dobb. Por otro lado recordemos que durante los años 1970 la historia sociocultural era dejada de lado y se investigaba sobre la economía rural del Medioevo. Esta serie de causas explica que el lector natural de Romero (el medievalista, y especialmente el de habla hispana) no se concentrara en su obra. Se lamenta la distracción porque la sabiduría de muchos colegas se hubiera ampliado con páginas imperdibles.

La dicotomía que vimos en la obra del medievalista argentino entre un modelo de mercado de aplicación acrítica y un tratamiento sofisticado de otros planos de la indagación, remite a una cuestión sustantiva. El objetivo de su estudio fue la formación de la burguesía medieval en una serie de planos significativos interrelacionados. El referido al nacimiento del burgués y a sus prácticas económicas no le ofrecía, a su entender, complicaciones intelectivas, porque allí estaba el aceptado esquema de Pirenne al que veía perfectamente aplicable. Los otros planos, el ideológico y el político, no considerados por otros autores, o tratados con las deficiencias del positivismo, sí los percibió como el terreno que debía atender. A partir del sujeto burgués valoró el aporte de un nuevo colectivo en el funcionamiento político, las ciudades, intervención que no fue el mero resultado de una coyuntura crítica (como condición de posibilidad de la revuelta económica) y por lo tanto inscrita en una pequeña historia regional, visión que compartieron muchos de los historiadores que analizaron las protestas del período, sino que fue un hecho sustantivo de la gran historia. Revelaba así a un nuevo protagonista del transcurso social que expandió sus acciones hasta América con una ordenación característica signada por lo que en la teoría política de Gramsci se llama sociedad política y sociedad civil. En este plano se apartó también de los medievalistas que estudiaron, en general con más descripción que análisis, grandes sucesos de los que no dudaban de su importancia, pero que vieron como fenómenos en sí, desprovistos de proyecciones en el largo plazo, como ser las cambiantes relaciones de las ciudades italianas con el papado y el imperio, las Hermandades de Castilla en lapsos de minoridades u otros similares.

Debe anotarse que este interés por el tema respondía a una inquietud política. Al respecto digamos que la revolución burguesa fue durante gran parte del siglo XX un programa polifacético de la agenda de socialistas y comunistas del Tercer Mundo con una serie de cuestiones vinculadas, como ser, las tareas democráticas y antifeudales a cumplir, las enseñanzas de 1789, el socialismo como heredero cultural del iluminismo y su conexión con culturas autóctonas (basta recordar a Mariátegui), el enlace dialéctico entre revolución burguesa y revolución socialista, la esencia de esta última como superación de la primera, la relación entre democracia y dictadura de clase, que incluía la dicotomía democracia formal y democracia real, la conveniencia de las libertades democráticas para el crecimiento político del proletariado (que necesita aire y luz como las plantas, según repetía un experimentado comunista), las experiencias revolucionarias que la burguesía había realizado para luego desdeñar, eran todas cuestiones que se planteaban cuando el jacobinismo, exánime en el socialismo real, volvía periódicamente en aventuras de la voluntad (como las del Che). Ese vínculo entre revolución burguesa y revolución proletaria era pues un horizonte de la gran tradición a la que Romero pertenecía, y en teoría su obra debió acompañar al movimiento social “de los sesenta y setenta”. Pero la realidad habló de otra manera, porque prescindiendo de los que obviaban la cuestión imaginando un socialismo sin etapas preparatorias, los militantes del momento hicieron política con muchas consignas y poca ciencia. Los tiempos de la acción no se pensaron como tiempos de estudio, e incluso dedicarse a la Edad Media podía ser considerado escandalosamente retrógrado.

A esto se agrega que sus enunciados fueron ensamblados en una estructura compleja, con párrafos colmados de aclaraciones y frases subordinadas para dar cuenta de la dialéctica de la realidad. Logró así una lectura insoportable para la persona que buscaba soluciones rápidas en fórmulas sintéticas. Por otra parte ese surco cauteloso en el que montó su renovación historiográfica, con un deliberado propósito de recostarse en la herencia clásica aun cuando no la nombrara (su intención manifiesta fue enfrentar al positivismo sin invocaciones a lecturas prestigiosas), no ayudó a que buena parte de la vanguardia intelectual lo reconociera. Debería reflexionarse sobre esto, porque a los que creen que la novedad es un objetivo que se busca de antemano les mostró que es un resultado que se encuentra, y a los que desean sorprender con invenciones les mostró que el cambio no está en la superficie sino en la profundidad del contenido.           

Esta sucesión de cualidades lleva a no disponer de casillero para clasificarlo. Esa no ubicación puede multiplicarse apenas seguimos observando atributos: Romero se ordena junto a Pirenne, pero solo lo utilizó como un soporte lejano; se relaciona con el historiador liberal, en tanto ubicó la secuencia revolucionaria en un similar entramado de largo plazo, aunque de ninguna manera se identificó con ese perfil historiográfico, y mucho menos se lo reconoce en el corte jurídico institucional o estrictamente político porque se preocupó por la dimensión social de las transformaciones; manejó la erudición pero no la ostentó como hace el erudito profesional; nos ofrece un contacto con Weber, pero se ha diferenciado de su método analógico y atemporal de análisis; la semejanza con el estructuralismo es demasiado endeble como para ser considerada; en la apreciación de los enfrentamientos de masas se acercó a la matriz de la lucha de clases, e incluso es similar a la escuela marxista de historiadores británicos su aprehensión de la dinámica de reivindicaciones y lucha, pero no es encasillable en el materialismo histórico, y en otros aspectos ninguna taxonomía de manual se acomoda realmente a lo que nos entrega. En consecuencia, fue un irreverente iconoclasta sin escuela que solo honró al rigor científico. Posiblemente ese rasgo contribuya decisivamente a explicar las dificultades que tuvo la recepción de su obra; pero, las cualidades que la eclipsaron son la riqueza que la siguen justificando.  

2. José Luis Romero medievalista. Las décadas de 1940 y 1950

2.1 Introducción.

La revolución burguesa en el mundo feudal (Buenos Aires, 1967) fue el punto culminante de la obra de José Luis Romero y selló un hito en la historiografía argentina. Teniendo en cuenta esta significación, la trayectoria medievalista de Romero en las décadas de 1940 y 1950 adquiere un especial interés, y es lo que se tratará en esta contribución. En su primera parte se reseñarán las publicaciones de ese período; en la segunda se verán las influencias que Romero recibió y los paralelos entre su obra y la de otros historiadores. 

Se aclara que las notas documentales y bibliográficas se han reducido en éste y en los siguientes ensayos a un mínimo indispensable. Dada la cantidad de temas que emanan de la obra de Romero, plantear referencias más o menos completas excedería en mucho los marcos de estos ensayos. Por consiguiente las notas que apostillan la exposición solo tienen el valor de indicaciones generales.  

2.2 Obras de Romero entre 1940 y 1960

2.2.1 Estudios sobre historiadores y cronistas medievales

Comencemos con el examen de los estudios sobre historiadores y cronistas de la Edad Media, tema al que le dedicó artículos especializados y de divulgación.  En este nivel, el de la divulgación, se incluye un artículo de La Nación de 1954 dirigido a la persona que había asimilado el prejuicio de una Edad Media intelectualmente oscura[3].  A través de una revisión de los historiadores medievales, esbozó Romero un panorama que permite valorar positivamente la cultura erudita del período. Se suceden en esas líneas muchos nombres, desde Eusebio de Cesárea y San Agustín hasta los representantes tardío medievales del género como Froissart, el canciller López de Ayala y los Villani, pasando por los de la era carolingia y por los de los siglos XI, XII y XIII, en sus distintas formas, desde crónicas locales a historias universales, desde la hagiografía a la biografía profana de un individuo. Exhibía entonces un dominio muy amplio del tema.

Agregaba que el tema era acaso uno de los ángulos desde donde podía emprenderse con más éxito la revisión de la Edad Media, ya que historiadores y cronistas nos proporcionan un conocimiento general del período, y ese conocimiento estaba unido a las concepciones de época que reflejaron en sus escritos. Estamos así ante un doble recurso, duplicidad que Romero puso en marcha durante toda su labor, más allá de que reiteró explícitamente este criterio en un artículo sobre Raúl Glaber, el cronista cluniacense que vivió entre 985 y 1047, y no es casual que cronistas e historiadores hayan constituido un material de primer orden para sus elaboraciones[4]. No solo los abordó en ensayos periodísticos sino también en monografías, y con esos historiadores incursionó en la doble perspectiva anunciada de estudiar el proceso histórico y las concepciones que brotaban de ese proceso.

Si nos guiamos por la línea del tiempo historiográfico medieval, la primera mención es para su estudio sobre San Isidoro de Sevilla, publicado en Cuadernos de Historia de España en 1947[5]. Es un análisis muy completo del personaje (o sea, de las escuetas noticias que tenemos sobre él) y del entorno que lo condicionaba y sobre el cual actuó modificándolo en parte con su actuación. No podía ser de otra forma porque San Isidoro fue, además de historiador, un gran protagonista de las postrimerías del siglo VI y del primer tercio de VII, lapso signado por la influencia del catolicismo, por la llegada de monjes orientales y por el desarrollo del monaquismo. Estos factores prepararon la unificación religiosa de España bajo el catolicismo a partir de la conversión de Recaredo en 589 (monarca que abandonó la fe arriana). Este cuadro imprescindible para conocer la trama esencial lo complementó Romero con el del ambiente cultural, signado por la herencia romana, la influencia de San Agustín o San Jerónimo, la bizantina y la que medió desde la Galia  (Sidonio Apolinar, Cesáreo de Arlés, Salviano de Marsella)  o desde Italia (Boecio, Casiodoro).

Todo esto permite comprender que si bien existían temas teológicos de interés, la conversión de Recaredo impulsaba al clero (y a su más elevado representante, San Isidoro) hacia la interpretación tanto del proceso histórico como del régimen político. Pero ese pensamiento no fue un mero producto de las circunstancias que lo llevaban hacia una determinada dirección, ya que Isidoro elaboró partiendo de la tradición helenística de Julio Africano, y se enfrentó así al gran problema de incluir la historia del Imperio Romano en una historia universal que englobara el cercano Oriente y en especial el pueblo hebreo. Otra problemática fue la historiografía regional, lo que llevó a San Isidoro a escribir su crónica de los reinos romanos germánicos de la península ibérica, inscribiéndose así en una corriente similar a las de Casiodoro y Jordanes para la zona ostrogoda, Juan de Biclara para la visigoda, Mario de Avenches para la burgundia y franca, Víctor de Tunnuna para la vándala y bizantina de África y principalmente Gregorio de Tours para la franca.

En el plano político la elaboración no es menos trabajosa desde el momento en que la Iglesia, a medida que adquirió más poder tuvo que resolver la esfera de su jurisdicción en relación con el poder secular. Los trabajos en esta materia de San Ambrosio, San Agustín y Gregorio el Grande, fueron recogidos por San Isidoro, aunque éste superó a sus predecesores en el terreno práctico conquistando una influencia para el episcopado católico que le permitió a la Iglesia asentar su futura dominio. Estas elucubraciones tuvieron su propia dinámica, como muestra la concepción de las dos espadas (la espiritual religiosa y la temporal) y la doctrina de que solo Dios por intermedio de su Iglesia poseía jurisdicción para otorgar el poder civil. San Isidoro no se negó a la utilización de autores gentiles, pero era la Biblia la que le proporcionaba el armazón de la historia universal y le permitía mantenerse dentro de la concepción providencialista. El Imperio era para San Isidoro un ámbito cultural creado por Dios  para el advenimiento de Cristo.

En lo antedicho se observa una contraposición entre la concepción universalista en el plano de lo espiritual y la concepción regional de los hechos históricos políticos.  En conexión con esto están presentes otras cuestiones como el proceso de constitución de la España visigoda, el fortalecimiento de la monarquía, la legitimidad del rey que obraba mal (que solo podía ser juzgado por Dios) y el nunca resuelto problema sucesorio (lo que ofreció la oportunidad para que los obispos intervinieran).

No es difícil constatar que en este extenso estudio se contienen elementos que, si bien tendrán en La revolución burguesa una más completa enunciación, ya eran visiblemente sólidos en su trabada contextura. En especial se destaca el entrecruzamiento de distintos influjos en la obra de San Isidoro, ya fueran estos de carácter doctrinario o político, dados por la tradición o por prácticas que se habían ido fijando a través del tiempo debido a las distintas capas de población que se superpusieron en la península ibérica. Es verdad que en esta obra no se mencionaron los elementos mágicos paganos o populares que atávicamente configuraban la psicología social del período y que estarán ampliamente presentes en La revolución burguesa (elementos que sin embargo tenía ya presentes, y que tratará someramente en su libro La Edad Media (1949) y en algunos de sus artículos)[6]. Pero aun circunscripto al perfil intelectual de San Isidoro, Romero no dejó de indicar la compleja aglomeración de lecturas de su autor en las que despuntaban elementos contradictorios. No es menos notoria la sabiduría que mostró en el rastreo de influjos de su analizado o en las comparaciones con sus contemporáneos.  

En el momento en que Romero elaboraba este artículo los especialistas en estudios visigodos estaban supeditados a una visión estrechamente jurídica e institucional, y una de sus tareas preferidas era comparar códigos de distintos países o normas de un mismo código, procedimiento que se repitió incluso en historiadores que décadas más tarde pretendían apartarse de esa concepción[7]. La circunstancia valora el aporte de Romero que, accediendo a la realidad histórica por un camino que no era el de la legislación, detectó estructuras de pensamiento que impulsaban acciones.

En el año 1944 apareció su estudio sobre la biografía española del siglo XV y los ideales de vida[8]. Señalaba entonces que en la Alta Edad Media el personaje de crónicas o canciones de gesta era un arquetipo de caracteres genéricos (cualidad que sin embargo no se expresó en el Cantar del Mío Cid), tendencia que se verá desplazada paulatinamente por otra distinta, hasta que en el siglo XIV López de Ayala, influido por ideas renacentistas, mostró interés en el individuo como tal. Esta predisposición se afirmó en el siglo XV, lo que demostró Romero detectando cómo la personalidad individual se filtraba por los resquicios de la imagen arquetípica (en esa centuria el caballero y el religioso constituían todavía los paradigmas predominantes en España). Ese armazón medieval por cuyas rendijas se colaban elementos renacentistas se repitió con la biografía que llegó a España a través del reino aragonés de Nápoles. Alrededor de este tema reflexionó Romero introduciendo matices que enriquecieron el cuadro, como el cortesano que se había tornado en la quintaesencia del caballero, la preocupación de éste por la honra y la fama, y en todo este recorrido vemos que sigue presente esa tensión indicada por la progresiva deformación de los ideales medievales en contacto con el Renacimiento italiano. 

Lo que se acaba de evocar nos sitúa ante una problemática actual como revela el estudio de uno de los medievalistas más renombrados de las postrimerías del siglo XX, Aaron Gurevich, que ha dedicado un libro al mismo tema que Romero había encarado en la década de 1940: la aparición de los rasgos del individuo por sobre las caracterizaciones tipológicas medievales en las que importaba la uniformidad de acuerdo a la clase social, al rango o a la función que se cumplía en la sociedad[9].     

En 1945 Romero consagró su estudio de Cuadernos a Fernán Pérez de Guzmán y su actitud histórica alimentada por una doctrina moral que vio perfeccionar en una indecisa concepción política[10]. Nuevamente el análisis giró alrededor de una figura que de por si organizó el tratamiento, pero éste se orientó hacia la concepción política del analizado, a lo que agregó su concepción de nación y su concepción de la historia. Esas concepciones se desarrollaron en una situación signada por la afirmación de la autoridad real, la insubordinación de la nobleza y el ascenso burgués, todo ello en el marco de la formación de grandes unidades nacionales. En consecuencia una compleja mixtura de factores de la realidad objetiva y de la mentalidad alejó al estudio de lo político de los simples hechos políticos para dar cuenta de elementos de profundidad. Esto no le impidió a Romero hablar de Fernán Pérez de Guzmán en términos más personalizados de su participación, como integrante de la nobleza, en las luchas entre facciones señoriales. Tampoco ignoró las lecturas que configuraron su dispositivo mental, ya fueran autores latinos, padres de la Iglesia y la Biblia.

Un tema distinto al del individualismo estuvo empero regido por una similar tensión, ya que el fondo medieval sufrió el cotejo con otros principios, y ese desarrollo le permitió a Romero detectar un nuevo orden para la vida política y social. Dicho de otra manera, el análisis singularizado le dio acceso a un horizonte más amplio en el que transcurría el tránsito de la España feudal a la España moderna.

La concepción de ese hombre de transición en una sociedad que se transformaba, fue organizada en algunos núcleos centrales. Uno de ellos fue el proceso por el cual el vínculo feudal que unía a un individuo con otro comenzaba a ser reemplazado por el que relacionaba a cada individuo con el cuerpo abstracto de la nación y cuya primera noción era el sentimiento de amor por la patria; otro fue la realeza como símbolo de la nación que delegaba funciones en individuos que solo valían por su capacidad o por su habilidad, y en relación con esta idea subyacía la necesidad de que la nobleza se le subordinara. Todo esto a su vez condujo a un concepto de nación sobre el cual Fernán Pérez de Guzmán discurrió remontándose a los antecedentes históricos. Por último, esa percepción de la comunidad nacional como algo distinto y superior a cada uno de los grupos se revela en la concepción de la vida histórica de Pérez de Guzmán. Según éste le faltaba a España una historia que testificara la pluralidad de virtudes patrias mostrándose equidistante de los valores estamentales para evocar la unidad de la comunidad. En suma, Romero nos muestra que Pérez de Guzmán aspiraba a un nuevo tipo de historia que podía contribuir a la construcción de un sentido de identidad colectiva.

El estudio que se acaba de reseñar marcó una línea de trabajo muy singular. La historia política de la Alta y la Baja Edad Media en la coyuntura en que esto se publicaba estaba constreñida por los mismos criterios jurídicos institucionales y políticos descriptivos que regían en estudios de los visigodos. Los especialistas se dedicaban con esas descripciones lineales de hechos a la curia regia, a los concejos o al origen del parlamento, y las incursiones hacia otros campos del conocimiento histórico recaían en el mismo principio puramente fáctico: por ejemplo la historia económica fue muchas veces una enumeración de productos y precios afanosamente extraídos de las menciones documentales[11].

2.2.2 Estudios sobre la burguesía medieval

Si individuos relevantes constituyeron el eje alrededor del cual Romero dispuso en la década de 1940 sus monografías con un consistente sostén en los discursos del analizado, en otros artículos se despegó de ese soporte para permitirse reflexiones más abarcadoras. Su leitmotiv fue el burgués, ese sujeto que vio desarrollarse desde los siglos XI y XII en un proceso que constituyó el desvelo de su vida intelectual.

 La burguesía medieval ya apareció como un tema principal en sus primeras elaboraciones sobre la Edad Media. En 1950 publicó en la revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias (Montevideo) un estudio sobre el espíritu burgués y la crisis bajo medieval, aunque esta última no la entendió como la declinación demográfica y económica del siglo XIV sino como la conmoción que la burguesía provocó en el pensamiento y en los valores sociales[12]. Siguiendo las huellas de Henri Pirenne y de otros historiadores Romero era consciente de la importancia que tuvieron las reformas que la burguesía realizaba desde el siglo XII en adelante[13]. Esas demandas no fueron enunciadas como un programa revolucionario fundado en una doctrina, sino que consistieron simplemente en un conjunto de soluciones viables para las necesidades inmediatas que derivaban de un modo particular de vivir. Comenzó el burgués a pedir la libertad para desplazarse con sus mercaderías, para poder venderlas y disponer de sus bienes, y sobre esa situación de hecho comenzó a reflexionar hasta esbozar un sistema de ideales que desembocaron en la aspiración de la libertad como condición propia del hombre. Ese ideal fue entonces una construcción progresiva, y por consiguiente al principio el burgués no se propuso destruir el orden institucional porque solo aspiraba a ciertos privilegios o libertades, como el derecho al uso del mercado, logrando finalmente organizar magistraturas para la defensa de sus intereses de clase.

El último término citado, el de clase social, fue también empleado por Romero de una manera peculiar, en tanto no daba cuenta de una precisa definición sociológica porque desde un principio se trató de una clase abierta que solo accidentalmente ha tendido a cerrarse. Esta cualidad del grupo remite a un proceso inacabado de formación, y por eso mismo dinámico, y deberá entenderse por formación de clase la adquisición de sus propios criterios.

En estrecho vínculo con esa forma de describir el proceso en su naturaleza dinámica y lejos del supuesto de que la contraposición entre la burguesía y los señores era un antagonismo irreductible, planteó Romero el matiz que corrige el absolutismo de esa contradicción. Era consciente (se lo decían los testimonios que interrogaba) que las actividades manufacturera y comercial no habrían podido desarrollarse sin la protección de los señores feudales, solidaridad que no era gratuita y requirieron esos señores préstamos de los mercaderes, y con esa práctica quebraron reiteradamente las divisiones entre los dos grupos.

Esta proposición nos advierte que el antagonismo entre señores y burgueses se inscribía en un escenario de interdependencia y requerimientos mutuos. El conflicto se desplegaba necesariamente en un ámbito cerrado del cual los burgueses no estaban dispuestos a salir por el momento. Aprehendiendo una disensión balanceada por apoyos mutuos que no vedaban las disputas, eludió Romero la resolución rápida y equivocada del mero antagonismo bipolar. Este logro fue una resultante de observar la evolución de estas dos clases desde el siglo XII siguiendo el proceso histórico real con un examen atento de los hechos que le impidió desbarrancarse por la especulación. En este rastreo se sirvió asimismo de un conocimiento histórico de larga duración, perspectiva que nos anuncia una de las cuestiones metodológicas que se desprenden de sus análisis.

Los matices indicados que amortiguaban el antagonismo entre señores y burgueses le permitieron abordar distintos fenómenos del Renacimiento, como los enlaces matrimoniales de burgueses que deseaban ennoblecerse y de nobles que buscaban en el propietario de dinero resolver sus problemas financieros. Es sugestivo que en este punto Romero se planteó una visión más aguda que la que tuvieron algunos historiadores célebres (como Fernand Braudel) que ante el comportamiento de los hombres de negocios del siglo XVI denunció la traición de la burguesía[14]. Si nos dejamos guiar por Romero, podemos afirmar que el burgués que en el siglo XVI se integraba a la nobleza no traicionaba su pasado sino que era fiel a su historia. Esa historia no era solo de vínculo con los que detentaban el poder sino también de diferenciación, porque esos hombres nuevos que se imponían por su propio esfuerzo acentuaban el individualismo. Quedó planteada así una dialéctica múltiple que se resume en que esa clase social que existía gracias a una profunda revolución se transformaba prontamente en una fuerza conservadora. Consolidar su prestigio la llevaba a la acumulación de riqueza que debía mostrar, así como la precipitaba al hedonismo y a las costumbres caballerescas, prácticas que Romero dedujo incursionando en crónicas y fuentes literarias. Algo similar indicó en otro plano hablando de la Vida de Dante de Boccaccio sobre el espíritu público que le había dado vitalidad a las comunas, espíritu reemplazado paulatinamente por el cortesano[15].   

Esos burgueses necesitaban el trabajo de los artesanos, y los más ricos de estos últimos se situaron cerca de la burguesía. Estas afirmaciones entrañan una ajustada distinción entre burguesía, que aquí está considerada como la clase que disponía de capital dinero, y el artesano, como la clase que vivía de su trabajo personal. Es una distinción que debe retenerse porque historiadores que años más tarde se consagraron al tema hablaron de artesanos y mercaderes de manera indistinta[16]. Esta diferenciación la establecía Romero teniendo en cuenta un enfoque económico, que era en realidad uno solo entre otros enfoques posibles: el burgués admitía en su criterio otras aproximaciones políticas, ideológicas o culturales que modifican su definición.

Acerca de esto, si se supera el nivel económico la noción de burgués cambia porque en las cercanías del grupo de propietarios de capital dinero radicaban otros individuos que ascendían como políticos de las ciudades italianas o como eruditos. Con este criterio resulta comprensible que Romero haya visto en Boccaccio a un burgués erudito aun cuando se había sustraído del mundo de los mercaderes en el que había nacido para refugiarse en las cortes mitad caballerescas y mitad burguesas. Por eso se filtra en el estudio el término más amplio de hombres nuevos, sector que se definiría por aquellos que adoptaban el espíritu burgués, y en esa adopción detectaba Romero un aspecto delicado de la investigación histórica cultural: saber cómo ese espíritu que había nacido en el seno de la alta burguesía se derramó luego sobre otros grupos sociales. Facilitó ese desbordamiento las mencionadas innovaciones de los burgueses que les permitieron acercarse a los grandes varones. Ese espíritu burgués fue también asimilado por los hombres de la Iglesia, grupo constituido por personas provenientes de todas las capas sociales, y por los asalariados que desde el siglo XIV hicieron saber con sus luchas que también deseaban mejorar sus condiciones de vida. Notemos también que de acuerdo con estos criterios, buena parte de los historiadores que Romero analizó, cuyos estudios se han reseñado en el primer acápite, deberían ser incluidos en este grupo.

En 1954, en un artículo publicado en Cahiers d’Histoire Mondiale retomó el concepto de espíritu burgués para precisarlo ahondando en sus atributos[17]. En este desarrollo asistimos a un procedimiento típico de Romero, que consistía en ir delineando un concepto, comprobar su correspondencia con la evolución de la historia a lo largo del tiempo, y ya confiado de su adecuación con la realidad volver sobre el concepto para profundizar en sus determinaciones. En el proceder se evidencia otra arista del trabajo: como en los grandes historiadores, su pensamiento se afirmaba en oposición. En este tema concreto el punto de partida fue Werner Sombart que reductivamente limitaba el tipo burgués a los finales del siglo XIV de Florencia, y por lo tanto si se califica de espíritu burgués al conjunto de tendencias ideales de que era portador ese tipo social, nos encontramos con un concepto analíticamente inservible. Era una restricción temporal que Romero rechazó porque le impedía comprender muchos fenómenos anteriores y posteriores para moverse con comodidad en esa larga duración que le atraía como objeto de análisis.

Esa objeción detiene nuestra marcha. Por una parte porque Romero se opuso a una autoridad como Sombart, cuya lectura acerca de Edad Media ofrece todavía hoy valiosísimas enseñanzas tanto sobre el señorío carolingio como sobre el maestro artesano[18]. Los medievalistas no conocen a Sombart (salvo alguna excepción como Pierre Toubert que lo valora muy positivamente)[19]; Romero por el contrario lo tenía muy presente y lo tomó como referencia medular para desarrollar su propia tesis. Por otra parte en esta crítica que llevaba a la superación de una obra clásica aflora el conocimiento universalista de Romero, esa forma de saber que rompía las fronteras entre países (la comparación se abría a la influencia del área mediterránea) y traspasaba las épocas para descubrir cómo en cada transformación se incluían continuidades profundas. Esa exploración presuponía analizar un fenómeno desde sus primeras y vacilantes manifestaciones, y es el proceder que adoptó para bucear en los orígenes del espíritu burgués. Este último no se presentó de manera acabada en la historia, sino que solo se anunció como “espíritu disidente” durante los siglos XII y XIII, como una aparición que no llegaba a constituir un sistema de categorías sobre el mundo y la vida, sino que se mostró como tendencias vagas que restringían ciertos aspectos del espíritu cristiano feudal. En esta caracterización volvemos a encontrar un criterio esencial de las elaboraciones posteriores de Romero: no apelar a categorías fijas sino seguir el desarrollo indeciso y hasta contradictorio de los procesos en observación. Esas insinuaciones de lo que nacía podían materializarse en la curiosidad por la naturaleza o por la astrología o en una presencia del hombre de carne y hueso que comenzaba a descubrirse en posesión de un mundo interior intransferible, lo que se relacionaba a su vez con una religiosidad diferente, que se adecuaba a ese interior.

La cuestión sobre una religión que como la poesía iba circunscribiendo el micro cosmos del individuo, remontaba en realidad a un tema clásico abordado por Karl Marx (en la forma de alienación religiosa) y por Max Weber (en la forma de la funcionalidad que tuvo esa interiorización de la religión en el espíritu del capitalista que “culturalmente” se apartaba del decurso instintivo natural). Pero mientras estos padres fundadores atribuían el acto fundacional de la nueva religiosidad interior a Lutero[20], Romero lo descubría en la plena Edad Media examinando la actitud de algunas figuras como San Bernardo y San Buenaventura. Este acierto no borra el hecho de que equivocadamente creyó que por otro andarivel empezaba a desarrollarse en ese entonces un discernimiento social alejado de la religión, pero no es ahora éste nuestro tema.

Al lado de esa expresión religiosa, ese espíritu burgués lograba sus primeros desenvolvimientos en el goce terrenal con el amor profano o en el goce intelectual de la poesía goliarda y el teatro satírico, pero también en la adhesión a nuevas formas de convivencia destinadas a despersonalizar el poder y a asentar las relaciones políticas sobre un conjunto de normas objetivas comunes a un grupo. Si la nueva religiosidad estuvo asociada a la actitud evangélica, esa forma de convivencia también innovadora se asoció al Estado monárquico y al derecho romano. 

En consecuencia no hubo una expresión rotunda de los ideales burgueses, sino que la burguesía comenzó a vivir según ese sistema de ideales, y con ellos tomó conciencia de sí misma, como prueba la exclusión de los nobles de las comunas güelfas. En este punto, la importancia que tuvo la experiencia en la formación de la subjetividad de una clase social, Romero anticipaba desarrollos que obtendrían sus credenciales historiográficas con autores como Edward Palmer Thompson[21].

Ese criterio de una mentalidad con mixturas por la incorporación de rasgos de otros momentos históricos, Romero la reconoció en la mentalidad transaccional feudo burguesa de los siglos XV y XVI, según planteaba en un artículo aparecido en Sur, año 1969, en el cual delineaba cuestiones básicas que asomarían en su libro póstumo (Crisis y orden del mundo feudo burgués)[22]. En esto tenemos una muestra de cómo ensayaba un concepto para una época, y reproducía el proceso de su construcción, dialéctico, no cosificado sino flexible, para dar cuenta de las contradicciones que encerraban los fenómenos sociales. Pero ese concepto que hacía referencia a un fenómeno de cambio con todos los elementos contrapuestos que le eran inherentes, podía ser trasladado de la caracterización de una mentalidad a la caracterización de una totalidad histórica. Así es que habló en ese mismo artículo de la sociedad barroca como una sociedad transaccional en la que convivían el burgués y el gentilhombre como los presentó Molière en el siglo XVII y Goldoni en el XVIII. Esta mixtura no era estable sino que variaba, porque el componente burgués seguía creciendo mientras decrecía el componente señorial a medida que la estructura mercantil se afianzaba y dominaba a la estructura feudal. En estas anotaciones rápidas condensaba la dialéctica de un cambio general.

Lo que se acaba de mencionar no es otra cosa que la génesis y desarrollo de los conceptos que Romero fue construyendo a medida que los necesitaba para dar cuenta de la realidad del pasado. Entre esos concepto no deja de llamar la atención el de facciones y actitudes facciosas que aplicó a la descripción de las parcialidades aristocráticas del siglo XV a las que se refirió en su estudio sobre Fernán Pérez de Guzmán. Es un concepto que reaparecería años más tarde (en 1957) en un artículo escrito por otro historiador heterodoxo, el belga Jan Dhondt (1915-1972), que utilizó categorías específicos para dar cuenta de la crisis política que se desencadenó en Flandes a partir del asesinato en 1127 del conde Carlos el Bueno[23].      

2.3 La primera síntesis

En el año 1949, en la conocida colección Breviarios del Fondo de Cultura Económica, Romero publicaba una síntesis general sobre la Edad Media. Un libro pequeño, destinado a un público de cultura media, que parece impeler por esas características a un sencillo tratamiento de superficie, nos ofrece por el contrario una admirable condensación problemática. Si consideramos que los inicios de su formación como medievalista se situaron en los años 1938 ó 1939 (según declaró el mismo Romero), tenemos aquí el balance sintético de la primera década de quehacer en la especialidad. Este libro constituyó también un punto intermedio en el camino que lo llevó a su obra mayor.

El tratamiento se presenta dividido en dos. Por un lado el desenvolvimiento histórico general, sección en la que desfilan los hechos trascendentes mediante un sobrio gobierno de la información. Romero logró así una historia política que se diferenció de las que entonces abundaban en los libros, marcadas por una árida e indigesta sobreabundancia de datos que le ocultaban al lector la entidad sustancial del proceso histórico. En este rasgo el libro recuerda a la Historia de Europa de Henri Pirenne, obra de la que se hablará más adelante. Por otro lado en una segunda sección se consagró a interpretar el proceso en sus interrelacionados planos político, social, económico y cultural. Es la parte que ofrece el mayor interés, y que también se diferenciaba de las historias usuales de ese momento en las que se separaban en secciones aisladas y autosuficientes las acciones de las monarquías y de la Iglesia, seguidas por descripciones de las instituciones, de la economía, de la sociedad y de la cultura. Además es necesario decir de entrada que Romero no se redujo al occidente, porque con clara noción del peso que tuvo el enlace entre culturas pasó revista a los mundos bizantino e islámico    

Como era usual en ese entonces, y lo continuó siendo hasta por lo menos la década de 1970 en el medievalismo de los países occidentales, el inicio de la Edad Media lo fijó en la crisis del siglo III. También evaluó la importancia de Dioclesiano, que cambió el orden tradicional del patriciado por el dominado, y en virtud de ese cambio los ciudadanos pasaron a la categoría de súbditos como en los imperios orientales, dando lugar a un Estado burocrático. A partir de este momento las tradiciones romanas comenzaron a hibridarse con las de origen oriental, preparando la difusión del cristianismo.

Pero aún con la importancia que tuvo este proceso para producir un vuelco social, el orden político tradicional fue destruido por los invasores germánicos a consecuencia de lo cual se consagró la división del imperio entre Occidente y Oriente. Con los invasores se procedió al reparto de tierras, y con ello la minoría de  guerreros quedó transformada en aristocracia rural. En este relato estaba contenida la tesis que en el siglo XIX había formulado Gaupp, que se admitía de manera generalizada cuando Romero escribía, y que fue mucho más tarde objetada[24]. No es cuestión ahora de internarnos por un tema que es objeto de controversias; solo indiquemos que Romero planteó que el inicio de los señores feudales se debió a la toma directa de tierras por los guerreros invasores, tesis que es hoy defendida por un especialista tan reputado como Chris Wickham[25].

En lo que se refiere a la cultura hubo en ese occidente germanizado una adopción de influencias orientales por vía bizantina, aunque no fue el único aporte. Los germanos habían llevado una concepción heroica de la vida, y también tenían vigencia las ideas políticas y sociales romanas, mientras que el cristianismo había impuesto por sobre la mentalidad naturalista de los germanos su propio pensamiento con repercusiones en la moral y en la convivencia social.

Se llegó así a una conciliación de ideales diferentes que supuso el abandono del ideal contemplativo cristiano y su acomodación al activismo constitutivo de la noción romana de la vida, aunque el ideal contemplativo siguió viviendo en la vertiente cristiana oriental. Si en muchos de estos puntos Romero había incursionado en su estudio sobre San Isidoro, en otros innovó. Especialmente fue novedosa su valoración de elementos paganos y germánicos cargados de componentes mágicos, de un irreductible politeísmo popular y de un panteísmo vago, descripción acompañada por la de elementos tradicionales en la que afloró el saber que tenía sobre la antigua civilización romana. En suma, valoraba aquí sustratos folclóricos populares a los que no fueron ajenos tratamientos de alta cultura como los de Plinio el Viejo o Lucrecio, y sobre ellos se superpuso la difusión de la doctrina cristiana.

Pero esa educación cristiana solo se pudo concretar en el elemento popular a costa de simplificaciones que dejaban preparado el camino para que se reavivaran los resabios paganos. Las fiestas cristianas se superponían a las de los paganos, los milagros se asimilaban a los viejos prodigios, y con ello se perpetuaba la concepción naturalista por debajo de la aparente adhesión a la concepción cristiana. El signo de esto fue la perpetuación de supersticiones y el culto a las imágenes que desembocaba cada tanto en el antiguo politeísmo. A pesar de todas estas dificultades, la Iglesia triunfaba y paulatinamente lograba imponer su doctrina, con lo cual se comenzó a afirmar el monoteísmo.

En este entramado, y con los citados antecedentes romanos y germánicos se afirmó la presencia del trasmundo, pero que fue alimentada también por ciertas lecturas como el Apocalipsis o los comentarios de la revelación de Juan el teólogo. Advirtamos que este tipo de elaboración en la que veía la imbricación de distintas culturas en un todo heterogéneo, en el que el historiador rescataba los componentes no cristianos era, en las décadas de 1940 y 1950 inusual. Por una parte los historiadores seguían en muchos casos las indicaciones del relato tópico del período en los que se decía que el santo, llegado a tal paraje, predicaba una primera semana y en la segunda bautizaba, con lo cual la cristianización se transformaba en una actividad plana sin complicaciones. Otra forma era develar el proceso de cristianización por la conversión de  los reyes, diciendo por ejemplo que el rey Esteban adoptó el cristianismo y los húngaros se hicieron cristianos. Por el contrario, recalquemos que percibir la complejidad de creencias en una ardua coexistencia era inusual[26].     

En otros puntos hubo confluencias. En un principio el cristianismo no se sentía solidario con el Imperio, actitud que luego permutó hasta sentirse consustanciado con éste. Con las invasiones los cristianos adquirieron aún más confianza, y en ese contexto conservaron la tradición de la unidad romana junto a la concepción universalista de la Iglesia, situación que posibilitaba el triunfo del ideal ecuménico. Sostenida por la Iglesia esa idea imperial sería realizada por Carlomagno que asumió la defensa militante del cristianismo y se benefició del apoyo de la organización eclesiástica.

No descuidó Romero a las masas serviles sujetadas a la aristocracia, pero declaró que ellas carecieron de relieve histórico y que las fuerzas actuantes fueron las aristocracias originadas en los germanos y en el Bajo imperio. Entre ellas se fijó cierto sistema de ideas en común y una concepción de vida que con alguna exageración podría denominarse nacional. En este punto afloran las elaboraciones más detalladas que Romero hizo en sus estudios historiográficos.

 La indecisa fisonomía de la cultura de esta temprana Edad Media se manifestó sobre todo en la idea del hombre. La concepción del hombre de la civilización romana clásica delimitada por el mundo terrenal y cuya única trascendencia estaba en la idea de la gloria, sufrió los embates de las creencias de origen oriental, cuya esencia era la trasposición del acento de esa vida terrenal a otra misteriosa que comenzaba con la muerte. Sin embargo el contacto con los pueblos bárbaros llevó a restaurar algo de la antigua concepción porque para el germano el guerrero representaba la forma más alta de la acción y el heroísmo era un valor supremo. Esta concepción de vida sostenida por las aristocracias dominantes despertó y vivificó la tradición romana oponiéndola al quietismo contemplativo del cristianismo. La actitud heroica fue entonces la que caracterizó a la élite de los reinos romanos germánicos y se desembocó así en una concepción señorial de la vida, en la que el heroísmo era el signo de una actividad relacionada con el poder, la gloria y la riqueza. Esta concepción estimuló la supervivencia del antiguo elogio retórico.

Mientras, la Iglesia siguió alentando la actitud contemplativa cuya expresión más acabada estuvo en el monaquismo. Entre el activismo de la aristocracia guerrera y la contemplación, se hizo su lugar la actividad intelectual a la que se dedicaron principalmente los hombres de la Iglesia. Comprendía dos saberes, el profano y el piadoso, pero todos se entregaron a la exaltación de la Iglesia. Ésta descubrió entonces la posibilidad de canalizar el ímpetu guerrero hacia la defensa de la fe.

Con la disolución del imperio carolingio y hasta la crisis del orden medieval del siglo XIV sobrevino otro período, el de la Alta Edad Media. Las fuerzas de disgregación que habían prosperado por debajo de la fachada imperial, ante la muerte de Carlomagno consumaron la división; se formaron entonces pequeñas unidades cuyos jefes establecieron su autoridad personal sobre situaciones de hecho. Esos señores territoriales no reconocían  con frecuencia otro límite espacial que el que surgía de sus propias fuerzas, las soberanías políticas tendieron a cerrarse  económicamente y la producción quedó confiada a los siervos. Solo en las ciudades comenzó a desarrollarse poco a poco otra actividad económica, y a pesar de que estaban controladas por los señores, de esas ciudades saldrían las fuerzas que carcomieron la posición de los señoríos.

Con el renacimiento del espíritu heroico se alentó la literatura que exaltaba a los caballeros, cuyas figuras eran Carlomagno, Rolando o Fernán González. Estamos ante la época feudal por excelencia, y en este medio nuevamente el cristianismo reconquistaría su ascendiente. En esta descripción Romero dirigió su mirada a los sectores humildes para destacar su exaltación con motivo de la predicación de Urbano II de la cruzada contra los infieles. Se forjaba entonces el espíritu de cruzada y al caballero se le imponía un ideal superior al que debía servir. El objetivo de la conquista del Santo Sepulcro trascendía al individuo y ampliaba la geografía de los medievales: se les abrían nuevos horizontes y se modificaba entonces la concepción heroica de la vida. También comenzó a aparecer el espíritu cortesano con un endulzamiento de las costumbres, y el héroe se transformaba en caballero cortesano, evolución que se reflejó en la épica y la lírica.

En este contexto comenzó a evolucionar la burguesía que, en su crecimiento, llevó al desarrollo de las ciudades. Para ella el trabajo y la riqueza eran valores supremos alimentados por cierto realismo, trabajo que también se orientó a la actividad intelectual. En este marco, Romero describió la vida cultural erudita, las realizaciones sobre la representación del trasmundo (que fue un hecho central del período) y los logros de la escolástica. El público al que iba dirigido el libro pudo enterarse de teóricos como Roscelino de Compiègne, Pedro Abelardo o Arnaldo de Brescia. También del orden universal de papado e imperio. En este punto, Romero expuso un concepto que mucho más tarde desarrollarían historiadores franceses, porque ante la inestabilidad ocasionada por la multitud de señoríos se elevaba la autoridad de la Iglesia capaz de inducir un principio regulador en la convivencia recíproca[27]. Obviamente el proceso no fue sencillo; hubo resistencias de los grandes poderes laicos y de las ciudades en los lugares donde éstas habían crecido, pero el papado terminó por consolidar su autoridad durante el pontificado de Inocencio III (1198-1216). Pero era una supremacía que tenía sus inconvenientes porque al pontífice le era cada vez más difícil controlar a los reinos nacionales que escapaban a su vigilancia.

Todo esto tenía razones consistentes. El imperio nunca fue una realidad ni una virtualidad verosímil; solo cabía la posibilidad de lograr la unidad espiritual de la cristiandad (por lo menos de la occidental) y esa responsabilidad le cabía al papado. Este último logró la instauración de cierto orden universal mediante la organización de la jerarquía eclesiástica, las órdenes monásticas, las universidades y las cruzadas. Sin embargo el papa fue derrotado cada vez que intentó disputar con la potestad laica. Fueron en efecto los reinos nacionales los que paulatinamente prescindieron de la autoridad de Roma, absorbidos por la tarea de someter a las fuerzas feudales.

Por su parte los que deseaban huir del mundo tenían a su alcance a los monasterios, y ante la enérgica actividad de los laicos, la actitud contemplativa no dejó de fortalecerse. El resultado fue la aparición de nuevas órdenes. Tan trascendente como este movimiento fueron las ciudades con sus manufacturas, el comercio, una nueva sociabilidad y con ello la posibilidad de un intenso desarrollo de la vida intelectual. La burguesía se desarrollaba en todos los sentidos. Sin embargo los señoríos siguieron teniendo importancia durante mucho tiempo, y desde el siglo XII la monarquía se esforzó por afirmarse limitando su alcance con el apoyo de las comunas urbanas. Éstas a su vez se unían en confederaciones o hermandades para hacer frente a otras unidades políticas, y finalmente el reino logró superponerse a los señores, a lo que ayudó la adopción del derecho romano.

El ideal de vida de este período estuvo enraizado en la imagen del trasmundo, porque nada de lo que existía en la realidad terrenal era comparable con la vida eterna. El caballero por su parte quería conquistar el honor y la gloria con el ejercicio de la guerra, y con ellos poder y riquezas. Esto es lo que cantaron juglares y trovadores, y en su exposición Romero exhibió una vez más su dúctil manejo del testimonio literario. Sobre esto y de manera gradual, la Iglesia recuperó terreno para encauzar esas energías de los caballeros en la lucha contra los infieles. Además, ese caballero debía, según la Iglesia, alcanzar la virtud propia del cristiano, y con este propósito se difundieron narraciones como las del Santo Grial. Se erigía un nuevo ideal de pureza masculina que ahora (en el siglo XII) arraigaba a su vez en el caballero cortesano. En esa vida, que nació de reunir tendencias, se introdujeron costumbres musulmanas y orientales, las cortes adquirieron lujo y grandeza, y el amor comenzó a ser considerado una alta expresión de la vida. Nuevamente, los testimonios literarios dieron cuenta de la situación.

La Baja Edad Media, desde mediados del siglo XIII hasta las postrimerías del XV, tuvo una más sucinta consideración. Fue el período de la crisis del orden medieval, aunque tuvo sus desfases de acuerdo a los distintos espacios. En Italia, por ejemplo, en el siglo XV ya se había producido una mutación profunda porque aparecían los primeros episodios de la modernidad. En otros lugares en cambio se perpetuó el espíritu medieval hasta bien entrado el siglo XVI, y esto le dificulta al historiador captar un cuadro de totalidad.

Como en otros momentos, Romero privilegió el documento literario. Esa crisis del orden medieval fue ahora captada en la Comedia de Dante Alighieri, obra que también consideró monográficamente y en la que veía un documento de la disolución de ese orden medieval. Las cruzadas fueron parte del proceso, pero en el plano de la vida real el hecho más significativo fue la renovación de la vida económica y el ascenso de la burguesía. Con esto la producción rural de los señores comenzó a declinar en beneficio de la circulación monetaria, y los viejos ideales del heroísmo y de la santidad comenzaron a ser reemplazados por los del trabajo y la riqueza mediante los que también se alcanzaba el poder. La monarquía a su vez encontró en esta clase en ascenso el apoyo necesario para combatir a los señores, con lo cual adquirieron vigor los reinos nacionales. En ellos los señoríos tuvieron cabida, pero debieron descartar la idea de que estaban en el sistema tradicional del feudalismo.

Al mismo tiempo declinó la idea de un orden ecuménico; al comenzar la Baja Edad Media el papado y el imperio ofrecían una imagen debilitada, y en la debilidad del pontífice mediaron las sectas heréticas, los movimientos renovadores como los de Wycliffe y Huss, y las Iglesias nacionales. También en el siglo XIV surgieron luchas de los burgueses y de los campesinos, nuevas concepciones económicas como el mercantilismo y nuevas direcciones estéticas, pero nada de esto triunfó definitivamente. En realidad la cultura de la Baja Edad Media se presentaba como un constante duelo  entre fueras opuestas, particularmente entre el espíritu caballeresco y el espíritu burgués, entre el sentimiento religioso y el profano. Esta historia marcada por contrastes enfocaba con acierto la situación compleja del período. También perduró el espíritu caballeresco, que perfeccionado y refinado, revalorizaron las clases señoriales para hacer frente a las innovaciones, aunque ese espíritu caballeresco tenía sus días contados. En este ambiente se valorizan los aportes de Roger Bacon al conocimiento experimental y los de Guillermo de Occam y Juan Duns Scoto que influidos por Averroes delimitaron entre teología como ámbito de la fe y filosofía como ámbito de la razón. Otra vez en el libro de Romero se nos presenta la cultura erudita del otoño medieval, desde los mencionados a los platónicos italianos Marsilio Ficino y Pico della Mirandola. En Italia percibió una ruta de evasión de la cultura medieval, pero nuevamente con fina perspicacia se negó a presentar el asunto como un cuadro de blancos o negros, sino que lo representó como una situación combinada, porque ni la transformación fue repentina ni tampoco desaparecieron los elementos de la tradición medieval. Es verdad que hoy se considera al humanismo como un movimiento cultural centrado en el estudio de las humanidades y no como un manojo de concepciones sobre el hombre y la naturaleza, como consideró Romero a este movimiento[28]. Pero así y todo, el haber percibido la continuidad de una ortodoxia tradicional le evitó caer en la representación modernista de Jacob Burckhardt[29].

En el campo de lo político las continuidades con las líneas que se habían trazado se evidencian en la descripción. En forma creciente las unidades políticas fueron los grandes reinos, las ciudades autónomas y el imperio que ya era pensado como otro reino, mientras que los antiguos señoríos perdían significación. Una vez más esta afirmación fue de inmediato puesta en términos relativos, porque los señoríos no perdieron su vigencia, y por consiguiente su trayectoria en descenso puede comprenderse en su exacta definición: lo que quiso mostrar Romero es que ya no podían enfrentar con algún éxito el ordenamiento de las monarquías que imponían sus jurisdicciones territoriales, y a ello correspondió la lenta formación de una conciencia nacional.

Un nuevo fenómeno fue la reacción de las capas inferiores del proletariado urbano y del proletariado campesino cuando descubrieron la significación de la burguesía e iniciaron la resistencia contra esa oligarquía de las ciudades. También reaccionaron los artesanos, como los tejedores de Gante y Brujas, y en esto contribuyeron las calamidades del siglo XIV (hambres, epidemias) cuya significación histórica recién se abría paso en el medievalismo[30]. Esas clases no privilegiadas intentaron entonces la revolución que constituyó el antecedente de las revoluciones burguesas de la Edad Moderna y que no lograron concretar por la inmadurez de sus ideales y de sus aspiraciones. En esta frase Romero anunciaba una idea capital de todo su sistema de pensamiento histórico situado en el largo plazo, sistema que le daba consistencia a su estudio de la Edad Media encarada desde la perspectiva del burgués. Pero estos nuevos sectores no eran inoperantes en la historia; sin ellos no tenía sentido la idea nacional porque sin su apoyo no podía implementarse la economía mercantilista

Algunos miembros de las clases aristocráticas por su parte descubrieron con lucidez la posibilidad de que las monarquías ayudaran a resolver los problemas. Fueron hombres de pensamiento como Fernán Pérez de Guzmán, y en este punto se ve de nuevo que Romero traspasaba de manera muy condensada una pesquisa monográfica a un texto de síntesis general. Lo mismo puede decirse cuando habló del papel que cumplieron las crónicas oficiales del período en las que poco a poco los ideales nacionales sobrepasaban a los intereses estamentales. 

2.4 Cuestiones de método

Las consideraciones precedentes en las que resalta la interpretación pueden llevar a la creencia de que Romero despreció la erudición, y eso es lo que a veces dijeron sus detractores o los que lo conocen defectuosamente. Es una falsa impresión, porque Romero consideraba a la erudición como el bagaje indispensable para avanzar en el razonamiento. Esta consideración no solo se desprende de los elogios que como veremos prodigó sobre Clemente Ricci (el padre del estudio documental riguroso en Argentina) sino que también se desglosa de  sus monografías, y bajo este precepto seleccionó recortes de los cronistas e historiadores analizados para certificar la reflexión que sobre ellos realizaba[31].

Pero ese escrutador de textos no se estancó en el escrito, sino que comprendió la importancia de otros lenguajes no verbales para hallar las claves de un suceso o de una época de la civilización. En un artículo de difusión que publicó en La Nación en 1954, llamó la atención sobre el tapiz de Bayeux (que se refiere a la conquista de Inglaterra por los normandos en 1066) para conocer el siglo XI[32]. Dijo entonces: “su valor reside en las escenas mismas, en las imágenes que ofrece, en la atmósfera que conserva”. Retengamos el alcance de este enfoque, porque para el medievalista actual el análisis de las imágenes se ha convertido en un recurso habitual de su pesquisa, pero cuando este artículo se publicaba conocer el pasado a partir de las imágenes era un método casi desconocido.  

En ese mismo artículo habló Romero de la importancia que tendría comparar ese tapiz con la Crónica anglosajona, mostrando sus muchos puntos de contacto. Pero en esta materia vuelve a sorprender al decir que para el “lector despreocupado” esa crónica era una mera enunciación de hechos, pero “una lectura más atenta suele corregir esa opinión”. Esto significa que mucho antes de que se hiciera habitual hablar sobre niveles de lecturas y ángulos de recepción de un texto, Romero pensaba que por debajo de la lectura epidérmica había otro acceso al texto, no de forma sino de contenido, o sea, una lectura en profundidad para detectar lo que estaba debajo de las palabras. Esta lectura que él mismo ha realizado (aunque no expuso las etapas de su análisis) lo llevó a sostener que en esa crónica había cierta crítica intencionada de las injusticias sociales, cierto escepticismo del papel de la Iglesia. Por otra parte en las dos fuentes se le presenta al historiador la correlación que los medievales veían entre los fenómenos naturales y los hechos sociales, porque en el año de la conquista de Inglaterra, en 1066, apareció un fenómeno prodigioso en el cielo (¿un cometa?): el tapiz de Bayeux y la Crónica anglosajona registraron a su modo el suceso. Las consecuencias metodológicas que se pueden extraer de este pequeño avance de Romero son inmensas. Repitámoslo: era el año 1954, una época en que esas aproximaciones a los testimonios del pasado eran desusadas.       

También analizó la problemática política a través de Dante Alighieri en un artículo aparecido en la Revista de la Universidad de Colombia en 1950[33]. La inestabilidad de Florencia hacía resaltar la importancia de un poder regulador, solución obstaculizada por el papado.

Nuevamente debemos destacar aquí la actualidad metodológica del estudio. En este artículo, al igual que en otros que se han reseñado, Romero descubría y explicaba concepciones de los autores analizados en relación con la situación histórica en la que se desempeñaban. Esto presupone una similitud con estudios que se han realizado en la actualidad, pero también una desemejanza que ubica a la elaboración de Romero en un peldaño superior. Esa analogía se debe a ciertos historiadores que se dedican a dilucidar las ideas que presentan cronistas de la Edad Media, pero concentran toda su atención en esa realidad del texto desestimando la realidad sobre la que el cronista hablaba[34]. Es ésta una indudable consecuencia del giro lingüístico, que si bien no tiene en estos momentos (2016) el pináculo de su ascendiente, conserva su influjo y en todo caso dio lugar a estudios que no se pueden desconocer. Por el contrario, como se observa en los trabajos que se han mencionado, Romero siempre diferenció entre la realidad histórica y su representación en aquellos que la registraban, y justamente el juego entre esos dos planos esenciales le confirió a sus análisis una gran riqueza.

Obviamente, sabía que una narración no era un espejo de lo sucedido. Es lo que señaló sobre el escritor y político Dino Compagni (c. 1255-1324) en un preámbulo de su crónica al decir que proporcionaba una interpretación quizá no muy objetiva, pero segura y meditada de los hechos[35]. Agregó que había concretado Compagni una aproximación predefinida y si se quiere sesgada porque veía la realidad desde un punto de vista moral más que político, y justamente esta connotación lo impulsó a Romero a no desestimar el ambiente y las condiciones en las que Compagni se desempeñó, y en este proceder establecía un claro contraste con lo que hoy hacen historiadores seducidos por el linguistic turn.

Estas anotaciones metodológicas al igual que los temas y la forma en que los encaró se relacionaron íntimamente con las influencias recibidas, con las formas de hacer historia que lo atrajeron y con el agrupamiento historiográfico medievalista en el que hoy se lo puede incluir. Pasemos a observar estas cuestiones.

2.5 Influjos, diferencias y paralelismos.

2.5.1 La importancia del positivismo en la formación de Romero

El tema tratado nos pone en contacto con aspectos formativos de Romero como medievalista. Sobre esto en sus Conversaciones con Félix Luna dijo que aprendió el oficio de historiador con Clemente Ricci, a quien siguió en “innumerables” cursos en la universidad de Buenos Aires. Afirmó que Ricci “manejaba las fuentes griegas y romanas de una manera extraordinaria”, y era “verdaderamente inexorable en materia de rigor metodológico”[36]. Concluyó con una frase categórica: “Creo que es la persona que más ha influido en mí”.

Ricci fue un historiador italiano nacido en 1873, que se formó con Cesare Cantù en Milán y se radicó en Argentina en 1893. Fue profesor de Historia de las Religiones y de Historia Antigua Clásica y Medieval en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires Desde esos cargos inauguró una nueva etapa en el estudio de la historia en Argentina, porque si Romero revolucionó la historiografía del país en base a complejas elaboraciones de totalidad, Ricci sentó las bases para el examen científico de la documentación, tarea que desde 1942 continuaría Claudio Sánchez Albornoz. Llamativamente, al igual que en otros lugares, la renovación historiográfica argentina fue ante todo un fruto de historiadores consagrados al estudio del feudalismo en distintas momentos de su desarrollo[37]

Ricci enseñó el arte de la investigación histórica en seminarios que condujo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA[38]. Fueron de dos tipos. Por un lado los de investigación, que llamaba de erudición pura, y por otro lado los de erudición doctrinaria (volcados a la historia de las ideas), cursos que consistían en aplicar un método “cartesiano” de indagación al documento no literario, al literario, a la inscripción, a la transcripción paleográfica y al aparato crítico. Ese método se destinaría, según su criterio, a dilucidar el hecho y la noción despojados de todo juicio interpretativo, lo que significaría indagar en la causa del suceso, en sus leyes y sus consecuencias económicas, sociales y políticas. En la exposición, o sea, en el momento de la generalización, podía  deslizarse la subjetividad, pero ésta no debía afectar la noción objetiva del hecho. Evitar el sofisma en las interpretaciones manteniendo  siempre la objetivación lograda por la erudición pura era un presupuesto del método propiciado. Esto tenía otras implicancias.

Ricci pensaba que existe lo real que es la Verdad absoluta, inaccesible a nuestra razón, y solo podemos captar sus aspectos fenoménicos a través de verdades relativas que caben en nuestras categorías mentales, y son éstas las verdades que busca el historiador con el método cartesiano. En este punto su pensamiento se nos manifiesta irrecusablemente tributario de Kant, y en historia ese método debería ser realista, concreto, sujeto al dato preciso tal como lo pone de relieve el análisis filológico. Todo lo demás según Ricci sería metafísico.

Dos temas de orden práctico complementaban sus preocupaciones.

La primera se refería a la repercusión que los estudios realizados en Argentina podían tener en otros centros de investigación. Esa inquietud lo llevó a destacar la afable acogida que sus seminarios tuvieron en autoridades de otros países como P. Taubler de la Universidad de Heidelberg, William N. Bates de la Universidad de Pensilvania o de R. P. Errandonea del Colegio de la Compañía de Jesús de Azpeitía (España).

La segunda era sobre la aptitud del estudiante argentino. Ricci aseguraba que los trabajos que surgían de sus seminarios podían sostener la comparación (en algunos casos con ventaja) con los que se llevaban a cabo en las escuelas de especialización de cualquier universidad americana o europea. Esos seminarios, según Ricci, contribuían “a probar la aptitud del joven argentino para la labor científica, y a destruir el renombre negativo que se le ha forjado de retórico, literario, imaginativo, reacio a la dedicación paciente, severa, sin vanidad y sin platea que la tarea investigadora requiere.” Agregaba que se ha repetido que el estudiante argentino “es libresco, repetidor, verbalista” y “que lee mucho pero estudia poco”. Negó Ricci de manera terminante esta creencia afirmando que “los resultados que nuestra juventud está dando en los varios Institutos de la facultad prueban lo contrario”.

Estas expresiones nos acercan a lo que Romero debió experimentar en su momento formativo, que era a su vez un momento de la formación historiográfica de nuestro país. Se pasaba entonces con Ricci de la historia poco rigurosa a otra científica basada en el examen escrupuloso de las fuentes mediante el apoyo de la filología y la comparación de textos.    

Por su parte no es visible ninguna influencia de Claudio Sánchez Albornoz en las elaboraciones de Romero, contrariamente a lo que a veces se ha supuesto, como tampoco se observan influencias de Romero sobre Sánchez Albornoz o sobre alguna de sus discípulas. Sánchez Albornoz había consolidado en los años posteriores a 1940 su concepción sobre la historia de España organizada a través de la Reconquista (despoblación y repoblación del valle del Duero y caracterización de Castilla como tierra de hombres libres en el mundo feudal con desarrollo de la hidalguía y debilidad de la burguesía), y ya se revelaba impermeable ante nuevas concepciones.

No obstante obró en Romero proporcionándole un espacio para publicar sus monografías. No fue un aporte menor. Apenas  instalado en la Universidad de Buenos Aires (después de un breve paso por Mendoza) fundó Cuadernos de Historia de España. En parte por el paupérrimo panorama del medievalismo español durante el franquismo, y en parte por la intensa labor que se desarrollaba en Buenos Aires, esa publicación adquirió un considerable reconocimiento, y ya en su primer número de apareció una contribución de Romero[39].

El contraste entre el análisis de Romero y el realizado por Sánchez Albornoz se englobó en otro más amplio dada por la distancia que separaba al primero de la generalizada descripción de hechos que predominaba entre los historiadores de las décadas de 1940 y 1950. Romero no se privó por otra parte de manifestar abiertamente sus convicciones en la materia: en el artículo sobre San Isidoro (1947), declaró que la temprana Edad Media era mejor conocida en la superficie de la historia externa que en su significado y en su valor dentro de la cultura occidental. La afirmación presuponía un tono impersonalmente crítico hacia una porción por lo menos de la obra de Sánchez Albornoz, aunque debe subrayarse de inmediato que no toda ella entra en ese tamiz. También es imprescindible destacar que Sánchez Albornoz tuvo la suficiente amplitud de miras como para aceptar la colaboración de un colega con una idea muy distinta a la suya sobre la indagación del pasado, y del mismo modo aceptaría más tarde monografías de otros historiadores que tampoco participaban de sus concepciones, aunque es obligatorio añadir de inmediato que esa tolerancia estaba acotada a los temas que él estudiaba y por el contrario desaparecía ante el historiador que cuestionaba (de manera explícita o sobrentendida) alguna de sus tesis[40]. Es ese último un matiz que debe tenerse en cuenta porque ayuda a entender las poco sencillas condiciones de preservación de la autonomía intelectual en ciertos contornos académicos.

No fue Ricci la única influencia que recibió Romero en su camino por el medievalismo. Otras, que le llegaron por medio de lecturas fueron decisivas a la hora de establecer su orientación. Dos se destacan especialmente: Augustin Thierry y Henri Pirenne.

2.5.2 Agustin Thierry

Cautivado por el trabajo de François Guizot, Augustin Thierry (1795-1856) perteneció a una escuela con inclinaciones constitucionalistas que veía en los códigos modernos un logro burgués. Debido a esto los sedujo a maestro y discípulo el modelo inglés y su Carta Magna, que no concibieron como un producto de la aristocracia, y a esto Thierry dedicó uno de sus más conocidos trabajos. Como Guizot, se interesó por la trayectoria de la burguesía hasta su victoria final, si bien a diferencia de su mentor, que ha sido calificado como representante historiográfico del “racionalismo experimental”, se inscribió en una línea narrativa que se ajustaba al material cronístico de las insurrecciones[41]. Como dijera Georges Lefebvre, Thierry y algunos más de la escuela narrativa influenciados por el romanticismo, pusieron en escena hombres que han vivido y no personajes eternos. Es una característica que también detectó José Luis Romero, que lo denominó discípulo de Walter Scott y Chateaubriand, aclarando que si bien no participaba “de los caracteres estrictos del pensamiento histórico del Romanticismo, sí [participaba] de una de sus peculiaridades más hondas: la búsqueda, el esbozo, la curiosidad”[42]. No es indiferente añadir que se había iniciado en el periodismo y combatió en las filas del partido liberal (ideología en la que fue introducido por la lectura de Saint Simon), lo que permite presumir sobre su adecuada preparación para seguir el desenlace vertiginoso de las luchas a través de narraciones. Por supuesto que no estamos ante un simple narrador de hechos, aunque efectivamente los ha narrado, sino ante un intérprete del desenvolvimiento burgués. Un intérprete que escribía desde la perspectiva dada por las revoluciones de 1830 y 1848, lo que llevó a comentar, no sin cierta exageración, que su lectura est plus passionnante encore pour la connaissance du XIXe siècle que pour celle du moyen âge[43]. Veamos esta construcción que incluyó en un lugar relevante a los movimientos comunales[44].

Ante todo la narración de Thierry tuvo como trasfondo y protagonistas a  las masas, ya que como producto de su accionar encuadró los resultados de las comunas del siglo XII: independencia municipal, igualdad ante la ley, elección de las autoridades locales y fijación de las rentas. Estas medidas que hicieron de la urbe una comunidad no se lograron por concesión de los reyes, a los que solo puede atribuirse una especie de no resistencia, de inactividad (que fue más forzada que voluntaria) ante estas transformaciones. Se debieron en cambio a una población urbana a la que no se había podido someter a servidumbre como sí fue sometida la población rural, y aquí radica una concepción que arraigó en la historiografía liberal posterior. En este punto interviene un concepto cuyo origen se rastrea en los humanistas. En efecto, el análisis de Thierry se organizó alrededor de la dicotomía entre la tradición romana, que se había conservado en las ciudades (de lo cual derivó una larguísima discusión historiográfica sobre la supervivencia o no supervivencia del municipio romano en la Alta Edad Media) y la tradición germana, dicotomía que a su vez generó otras controversias sobre el origen del derecho medieval. En esta división Thierry reprodujo el criterio de los humanistas del Renacimiento sobre una época oscura signada por la servidumbre, que se habría iniciado con las invasiones bárbaras, es decir, con el sojuzgamiento de una raza por otra. En ese contexto de opresión, la menos alterada de las tradiciones sería la que se conservó en aislamiento en las grandes ciudades, como observó en los habitantes de Reims que en el siglo XII recordaban el origen romano de su constitución municipal. De aquí habría derivado la desigual resistencia al poder señorial, porque allí donde, como en el norte de la Galia, la herencia germana tenía peso, aumentaba el poder despótico, aunque los burgueses con sus repetidos motines demostraron que su realidad era distinta a la del sector agrario. Ese condicionante (que dicho en un lenguaje actual sería en parte cultural y en parte congénito racial), no anulaba la gravitación que en el relato explicación confirió a la iniciativa de los individuos, en especial de los burgueses. Recalquemos sobre esto que para Thierry la cuestión no consistía en un simple devenir de las cosas, sino en una acción diligente de los habitantes de la ciudad que defendieron esa libertad y lograron conservarla con sus arqueros. Allí, tras los muros que separaban del campo donde regía la desigualdad y la violencia, surgió una asociación igualitaria que daba forma al estado político de estos combatientes por sus derechos.

Esto significa que el proceso tuvo precedentes en la Antigüedad, hecho que situaba a la urbe como un baluarte casi indestructible de la libertad, porque ya a fines del siglo XI en el sur de la Galia muchas ciudades reproducían hasta cierto punto las formas del antiguo municipio romano. El ejemplo se extendió hacia el norte, donde se formaron asociaciones unidas por juramentos en las ciudades menos fuertes y ricas, y a ellas llegaron los campesinos que huían de la servidumbre de la gleba para conjurarse con los vecinos y redimirse redimiendo a la ciudad.  Desde entonces esta última tomaba el nombre de comuna sin esperar a que le otorgue esa condición una carta monárquica o señorial. Los señores resistieron, hubo batallas y también transacciones, y en esa dialéctica tumultuosa se hicieron las cartas de franquicia. Una cierta suma de dinero terminó por sellar el tratado de paz, y esto habría representado el costo final de la independencia.

En ese devenir hubo para Thierry un hecho determinante sobre el cual conviene insistir para captar la sustancia de su tesis, y que fue la predisposición de los pobladores a defender su derecho a organizarse, ya que si no hubieran opuesto la guerra a los que le negaban esa potestad, no hubieran triunfado. La violencia de masas sobrevuela en este relato, aunque no como violencia vacía sino como contenido social y destinado a reivindicaciones sustanciosas, porque esa nueva organización significaba para reyes y señores perder tributos regulares y gravámenes por casamiento, herencia o justicia. La cuestión se relacionaba entonces con las cargas feudales, e implicaba una transformación del sistema legal. Por eso una ansiedad primordial de los ciudadanos fue lograr una constitución independiente, objetivo que alcanzaron con éxito, y por ello el establecimiento de las comunas en el norte de Francia puede ser considerado une conspiration heureuse, que era el nombre que los actores se daban a sí mismos, ya que los ciudadanos se llamaban conjurados. La tendencia hacia estas asociaciones llegó a los lugares donde prevalecía la servidumbre, y aquí estamos ante otra concepción que iba a tener una larga vigencia (y que repercutió en Romero), identificada por la ciudad como el principio transformador de un entorno atrasado e inmóvil. Con sus derechos legales se convertía en la plataforma de toda la innovación, ya que con esa libertad la persona se consagraba a la industria y con ésta se hacía poderoso, por lo cual la victoria jurídica abría la senda de la transformación económica y ésta transformaba el todo social. Se imponía entonces la fuerza de un contexto arrollador, al punto de que no faltaron los aristócratas que se vieron obligados a dar esas franquicias a las nuevas poblaciones.

Algo más daría su pleno sentido general a esta descripción. Ese algo era una lógica del proceso jurídico que determinaba una inalterable raíz programática del ascenso burgués, visión que se transmitió a la historiografía liberal posterior. En relación con esto la agitación comunal del siglo XII presentaba para Thierry similitudes con las revoluciones constitucionales de los siglos XVIII y XIX, en tanto estos dos grandes movimientos tuvieron un carácter de universalidad y progreso. Los medievales lucharon por una libertad que puede denominarse material, que implicaba el derecho de ir o venir, de vender y dejar en herencia (lo que es, digamos al pasar, un concepto de libertad que influyó largamente en los historiadores). En los siglos XI y XII se buscaba la seguridad personal, y ese objetivo se conectaba con las conmociones burguesas posteriores que complementaron y ampliaron ese designio. Más allá de que consideró diferencias (por ejemplo, en las revoluciones modernas tuvieron más peso las ciudades de realengo), el punto clave es que instituyó una continuidad categorial entre los dos ciclos revolucionarios, proceso en el que Thierry estaba comprometido, y ello no fue indiferente a que por momentos su prosa adquiriera un tono apologético que seguramente desagrada al sobrio historiador del siglo XXI, aunque no debería lamentarse que cada tanto las emociones nos zambullan en el océano político.   

Debe tenerse en cuenta también la similitud sustancial entre el discurso de Thierry y el de los humanistas del Renacimiento sobre las “libertades” urbanas del período. No es una proximidad que nos deba asombrar si se recuerda el hecho muy sabido de que historiadores como Jacob Burckhardt (1818-1897) popularizaron la imagen de una Edad Media oscura retomando un concepto de Petrarca en su poema África, en el siglo XIV, imagen que también cultivaron otros humanistas, y contra la cual, como vimos, Romero debió batallar. En esta apretada reseña se debe distinguir una forma de historia social (en la que participaba Guizot), que, como ha indicado Tulio Halperin Donghi, no surgió de la superación de la historia político militar constituida como memoria de la clase gobernante, sino que nació de una mutación de la problemática política a partir de las revoluciones democráticas, no planteándose esa historia social como alternativa de la historia política sino como su profundización[45]. Esa nueva dimensión de la historia política entrañó una reescritura francesa de la historia medieval posterior a 1815, en virtud de la cual se pasó a considerar una Edad Media dinámica e inestable, señalada como el inicio de la guerra de clases, y que se encaminó lentamente hacia la Revolución francesa promulgándose en consecuencia una noción esencialmente moderna del período[46].

2.5.3 Henri Pirenne

No obstante la importancia de Thierry en la obra de Romero, el historiador que más huellas dejó en sus elaboraciones ha sido seguramente Henri Pirenne (1862-1935)[47]. En especial retomó in toto su esquema de evolución económica y social sobre el cual fue apuntando sus investigaciones sobre la historia social a través de sus manifestaciones culturales. Esto de por sí obliga a revisar los postulados esenciales de Pirenne, a lo que se agrega el interés dado por ciertos aspectos de su desarrollo intelectual que exhiben ante el observador actual un llamativo paralelismo con las evoluciones de Romero. En esta revista de  conceptos básicos de Pirenne se verán algunas referencias sobre su vigencia en el análisis histórico social. 

Con Pirenne estamos ahora ante una figura cuya extraordinaria influencia se constata por igual en los que han seguido sus interpretaciones y en los que las han criticado, dibujando una oscilación pendular que ha seguido hasta hoy[48]. Formado en la rigurosidad hermenéutica del positivismo y en la explicación económica social que se abría paso desde Alemania a fines del siglo XIX con Karl Lamprecht (1856-1915), Pirenne representó una renovación de considerable impacto[49]. Sus esquemas de evolución, claros y coherentes (aunque contaminados con simplificaciones esquemáticas), se contraponían al documentalismo positivista y también a teorías estrambóticas como la que proclamaba que el feudalismo se originó por la introducción del caballo en el arte militar (sobre lo cual se llegaron a escribir tratados muy eruditos), uno de los cuales, y gracias a Sánchez Albornoz, se publicó en Argentina en 1942, justamente cuando Romero concretaba sus primeras publicaciones como medievalista[50]. Ante este panorama la innovación de Pirenne encontró una calurosa acogida en los que deseaban salir de ese encierro entre el no pensar y el pensar extravagante. En su éxito deben tenerse en cuenta también otros factores.

Inicialmente, gracias a la acomodada posición burguesa de su familia, Pirenne tuvo las mejores oportunidades para formarse y dispuso de una aceitada red de relaciones que le permitió primero ingresar y luego ascender en la carrera académica. Por otro lado su contribución más relevante en el medievalismo, su esquema sobre historia económica y social, fue enunciada cuando esta porción de la historiografía, en sus versiones más reflexivas, comenzaba a asomar con ayuda interdisciplinaria. Si Lamprecht, a quien Pirenne admiró, fue desacreditado por el positivismo alemán con el argumento ramplón de todo positivista (supuesta falta de rigor en la lectura de documentos o asuntos de detalle), desde 1930 aparecían condiciones más favorables para la recepción de una nueva forma de hacer historia. Lucien Febvre (1878-1956) y Marc Bloch (1886-1944) (que también ejercerían influencia en Romero) con los Annales fueron claves en este aspecto, y el autor belga se convirtió en un puente entre lo que se había generado en Alemania, con los ilustres antecedentes de Marx y Weber por un lado, y Francia por el otro. A partir de esa posición, el anhelo por el predominio ecuménico de la escuela de los Annales, fomentado por Lucien Febvre, Fernand Braudel (1902-1985) y sus sucesores, con su concepto de la historia como ciencia social, fue una vía indirecta para que Pirenne permaneciera vigente allí donde se estudiaba la época medieval o los orígenes del mundo burgués (y esto fue evidente en Argentina). En ese mismo sentido, la matriz ideológica y científica de sus teorías sustentó muchas y diversas interpretaciones del factor mercado que excedieron el marco del medievalismo. Los nombres de estos intérpretes: Paul Sweezy, Andre Gunder Frank, Immanuel Wallerstein, Fernand Braudel y muchos otros, hablan de la magnitud del enfoque[51]. Entre estos autores no faltaron los influenciados por el materialismo histórico, en especial por un concepto de explotación entre países ricos y países pobres que veían que se realizó (y seguía realizándose) a través del comercio a distancia. Esta influencia llega hasta hoy, cuando asistimos a la validación de algunas de las tesis de Pirenne por historiadores que adhieren a la ortodoxia neoclásica. Todo esto confirma la inconmovible actualidad de este historiador, se acuerde o no con él, y cuando a veces pareció que se lo desmoronaba con una avalancha de objeciones, su figura volvía a nacer de los escombros para reconstruir la doctrina del factor mercado en la historia. Recordemos los puntos esenciales de su interpretación que Romero retomó.

Hasta comienzos del siglo VIII, afirmó, hubo capitalismo en Europa porque, prolongándose la economía de la Antigüedad, circularon mercancías y dinero. Entonces ese régimen se desvaneció con la expansión musulmana por el Mediterráneo que interrumpió los lazos comerciales, lo que habría originado una economía natural sin intercambio que fue típica del período carolingio (de lo que surgió el concepto de que Carlomagno sería inconcebible sin Mahoma). El dominio, con su tendencia autárquica y su economía natural fue concebido, en esta dirección, como la antítesis del intercambio monetario y mercantil que definiría al burgués. Recién en el último cuarto del siglo XI reaparecieron los mercaderes, en principio vagabundos, y con ellos el intercambio, cuando la organización de los árabes declinaba y las naves volvían a transitar. Ese comercio necesitaba lo que el señor le negaba, independencia para comprar y vender, y ese engranaje de oferta y demanda socavaría inercialmente la economía de subsistencia hasta entonces predominante. Esa prerrogativa se debió ejercer en un ambiente particular al que no llegaban las restricciones que pesaban sobre los siervos: la ciudad. Sería ésta el reducto de los hombres libres, con lo cual rescataba Pirenne un aspecto de la tesis de Thierry. Ese burgués comercial de la primera instalación se dedicó a fabricar manufacturas para vender, y por eso se hizo artesano y fue comerciante por derivación. Empezaba entonces su larga epopeya respirando un aire ciudadano que lo inmunizaba de la servidumbre (Stadtluft macht frei) habilitándolo para la operación que concretaba su ser social. Por ello la definición inaugural del burgués fue jurídica e institucional, en tanto la ciudad era un îlot juridique, es decir, une veritable inmunité habitada por une classe juridique opuesta a las jurisdicciones señoriales[52]. Si en términos globales se ve una filiación conceptual con Adam Smith, la connotación que se acaba de mencionar (que lleva a pensar en un historiador menos “económico” y más “político social” de lo que usualmente se cree) empalma con la explicación neoclásica institucional tipo Douglas North sobre los orígenes del capitalismo[53]. Esta connotación le otorga, como dijimos, a la tesis clásica que Pirenne representa una inesperada actualidad[54].

Esos nuevos actores de la Edad Media que en calles y arrabales se consagraban a sus oficios crearon el burgo creándose a sí mismos, y procuraron organizarse en asociaciones juradas de carácter territorial llamadas comunas. Fue un alumbramiento no siempre deseado por el señor que a veces pretendió ser el Herodes del niño, y con ello las condiciones del enfrentamiento entre ámbitos sociales y económicos opuestos estaban dadas. No obstante, el creciente tráfico mercantil enriqueció a los mercaderes.

Es innegable que la atención que Pirenne le dedicó a Flandes influyó en su esquema, ya que efectivamente en Brujas, Gante o Ypres los mercaderes alcanzaron un gran desarrollo, emanación de una independencia que creyó ver en su apogeo durante el siglo XIII. Sin embargo el bosquejo se adoptó de manera general en coincidencia con las dos edades que Marc Bloch confería a la época medieval[55].

Este modelo dual de un principio activo (el comercio) disolviendo a otro sin movimiento propio (la economía natural), proceso conducido por el comerciante como verdadero operador revolucionario, fue la llave que abrió para Pirenne la explicación del período posterior al año 1050, explicación que impugnaba interpretaciones previas por las que se consideraba que las comunas tuvieron un origen militar y feudal (tomando este último término en el restringido alcance institucional y jurídico)[56]. Ese comercio era para Pirenne algo más que una forma de circulación: era capitalismo, y este concepto se instituyó en la categoría organizadora de su representación histórica (y de hecho, de ella depende el concepto de economía señorial y todo el proceso). Ello respondía a una concepción tomada de Adam Smith, y en esos actores que decidieron instalarse estaba la génesis de lo que serían las ciudades. La prueba contundente, respondiendo a criterios de exégesis positivista largamente instalados, podía ser filológica al afirmar que hasta principios del siglo XII los términos mercator y burgensis eran sinónimos[57].

Otro criterio se suma a los fundamentos de este modelo según advirtió Ronald Witt[58]: Pirenne no solo pensaba que el capital comercial se generaba por sí mismo en el comercio, sino que también postuló que una persona dedicada exitosamente a una actividad económica no podía dedicarse a otras con el mismo resultado, y de aquí deviene la importancia que le otorgó al comerciante que llegaba desde afuera del sistema, y en este punto coincidió con Marc Bloch que afirmaba que el señor feudal se convertía en el siglo XIII en un rentista con una débil capacidad para adaptarse a una economía comercial.  La concepción fue seguida por otros medievalistas, y en todos los casos esto remite a la tesis de lucha de clases sobre que una nobleza incapaz de transformarse se cerraba sobre sí misma para enfrentar a los burgueses, y se daba así una oposición ciudad campo o terratenientes comerciantes.

Contemplado el cuadro de Pirenne en perspectiva, el capitalismo pasa a ser la sustancia eterna que en su perduración conoce eclipses momentáneos de los que vuelve para mostrar que nunca abandonará la civilización, más allá de que cada período tendría “una clase distinta y separada de capitalistas”[59]. Esa sustancia se encarna en el imperecedero hombre de mercado, y con él se desplaza por todos los rincones donde se le permita transitar erosionando con la compraventa la economía estática natural, aunque al no suprimir automáticamente a las fuerzas tradicionales, los mercaderes medievales debieron afrontar esas fuerzas conservadoras. Para ello buscaron organizarse en las comunas y exigieron sus derechos logrando sus propósitos en diversos grados. Estas demandas, inscriptas en un accionar intensamente transformador (generador de capitalismo), aun cuando fueran muy modestas quedaron irremediablemente envueltas en una impronta revolucionaria. Asomó así la prehistoria de 1789, porque el ascenso social no solo no estuvo exento de luchas sino que fue en sí mismo conflicto, aun cuando no se expresara en las calles de la ciudad. El motín urbano que efectivamente se dio en distintos lugares era un episodio más, y posiblemente fue el de mayor significado de todos los que jalonaron el desenvolvimiento burgués, aunque en este tema se le puede aplicar a Pirenne lo que Claude Debussy dijo sobre Richard Wagner para enfatizar que más bien agotó lo existente y no abrió la modernidad, de que fue un ocaso que algunos tomaron por una aurora, ya que la concepción pirenniana representó un estadio declinante de la tesis liberal clásica sobre el carácter radical liberador de las luchas burguesas. En esta línea Pirenne mostraba, por ejemplo, el levantamiento de Cambrai, que largamente preparado se dio finalmente en 1077 cuando los burgueses aprovecharon que su obispo se había ausentado para ir a la corte del emperador[60]. Describió entonces, aunque en dosis homeopáticas, como se imbricó la denuncia contra el prelado simoníaco con el movimiento por la democracia urbana a través de la lucha. En ese contexto se organizó la defensa mediante la comuna jurada por todos, una organización que fue hecha para la lucha en una ciudad episcopal y que sería un instrumento de liberación económica de las ciudades del norte de Francia y de la Alemania renana. Los burgueses enfrentando al abad o al obispo representaban esos comienzos, y eran de la misma naturaleza que los que protagonizaron 1789, con lo cual diluyó toda diferencia sustancial entre pasado y presente, o bien esa diferencia la redujo a una magnitud cuantitativa, ya que el burgués entraba por la claraboya de la teoría a una especie de inmortalidad conceptual. Nos es dado conjeturar que ese lazo con revoluciones posteriores que se repitieron por Europa y América, debió nutrir la idea de que en la Edad Media el movimiento comunal habría sido un fenómeno histórico universal.   

Subrayemos que en las elaboraciones de Pirenne las luchas no desaparecieron pero han disminuido notablemente su importancia si se compara con el lugar que les había dado Thierry, en la medida en que la cuestión central del desenvolvimiento de la burguesía radicó en el engranaje económico a través de la circulación de mercancías y la organización jurídica que lograba con apoyo gubernamental. Es de importancia que retengamos estas diferencias, porque en este aspecto Romero representó un giro hacia la dimensión subjetiva (ideológica y política) de las transformaciones de los siglos XI y XII, en el cual el papel del comercio estuvo presente pero como medio que habilitaba la acción social.  En este aspecto puede decirse que Romero recuperó un aspecto sustancial del Thierry actualizado por la proposición económica general de Pirenne y por sus propias pesquisas sobre los testimonios del período. De ambos predecesores rescató también la contribución que en ese devenir recibieron los burgueses de un nuevo protagonista.

Efectivamente según Pirenne, el nuevo actor de la historia no estuvo solo. En el medio hostil que lo rodeaba contó con un aliado de peso al que supo agradecer, la monarquía, que le otorgó privilegios y le ofreció una contribución esencial para convertirlo en clase social adulta, en tanto que con su apoyo se impuso a los feudales. Su instrumento fue un Estado tendencialmente favorable al capitalismo, punto de vista compartido por investigadores de diversos países armonizados por la misma doctrina[61]. La burguesía surgió así de una integración fluctuante de altruismo (con nuevas ideas de justicia) y crudos intereses materiales, en un proceso por el cual si el mercado la creaba, el amparo jurídico e institucional permitió su desarrollo.

Notemos que en Pirenne la dicotomía económica que instalaba el negociante medieval lo situaba de por sí en un papel transformador. De aquí se desprende que el movimiento comunal en su conjunto, destinado a lograr la auto organización para tener el gobierno local y mejores condiciones legales habría sido connaturalmente revolucionario, aun cuando se haya dado de manera pacífica. En este entramado conceptual las sublevaciones violentas no se distinguen cualitativamente de otros procedimientos que apuntaban a lo mismo, en tanto fueron solo un momento agudo de ese curso general. Su tratamiento historiográfico en un plano equivalente con la formulación jurídica (las cartas de franquicias urbanas) o con la nueva organización comunal se justifica. Por todo esto, en el cuadro de Pirenne la economía, o para ser más precisos, el mercado, era determinante, y en este punto sus críticos hallarían el talón de Aquiles de la teoría.

Si bien Romero aplicó muy de cerca la tesis económica de Pirenne, no dejó de estar atento a los estudios que restringían o limitaban algunas de las proposiciones del historiador belga. Así por ejemplo, en el ya mencionado estudio de 1950 sobre el espíritu burgués y la crisis bajo medieval, llamaba la atención en nota de pie de página sobre la diferencia que Nicola Ottokar había establecido entre las ciudades italianas y las ciudades flamencas y francesas. Es un matiz de importancia, porque una de las cuestiones críticas que se le presentó a la tesis de Pirenne estuvo en los que la admitieron para las ciudades flamencas o alemanas pero no para las que ellos analizaban fuera de esas áreas. Ésta ha sido la posición del profesor de la Universidad de Florencia (de origen ruso) Ottokar que no creyó que la concepción de Pirenne pudiera aplicarse a la ciudad italiana y al surgimiento de su comuna[62]. En consecuencia la visión clásica de Pirenne aquí se admitió emplazándola en una tensión. Sus conceptos liminares funcionan para lo que Pirenne analizó, porque allí la condición civil de la población efectivamente se transformó, pasando de ser una masa inerte sujeta a los señores y sin individualidad cívica, a constituir un organismo político dotado de derechos y atribuciones. En este sentido la ciudad como ámbito económico diferenciado fue paralela a su diferenciación jurídica, aunque esa singularidad como fenómeno aislado fue un rasgo del centro norte de Europa, mientras que en Italia la función jurídica y política del organismo ciudadano fue más vasta, ya que trascendió el límite de la ciudad. Al mismo tiempo en Italia el elemento ciudadano era más heterogéneo y comprendía a los nobles feudatarios de la ciudad y del campo, con lo cual la figura del cittadino de una comuna era diferente a la del burgués de una ciudad del norte de Europa. En esta última zona sí había una neta diferencia entre ciudad y campo, o entre burguesía y nobleza terrateniente. En cambio en Italia la ciudad tenía la misión de unir y organizar el territorio circundante, con lo cual a diferencia de la ciudad de Oltralpe, no era un mundo aislado sino un núcleo de unidad y coordinación, reproduciendo en este punto un rasgo de la civitas romana. También fue un centro de atracción para los estratos superiores de la campiña circundante, no configurándose como en los ámbitos estudiados por Pirenne una isla burguesa. En conexión con esto, la comuna italiana tenía un atributo cittadino, pero no en el sentido de que se restringía a la ciudad, sino en cuanto era el centro que organizaba las relaciones de un mundo más amplio. De hecho los feudatarios vivían en la ciudad y a menudo participaban de su vida económica, y los elementos más estrechamente burgueses tenían siempre un pie en el labrantío donde eran propietarios e incluso tenían derechos feudales. Por lo tanto los intereses y las relaciones de la campiña eran parte de la ciudad, ya que los nobles y los propietarios de tierras no quedaban aislados en sus feudos y fincas, sino que vivían frecuentemente en las ciudades donde tenían sus casas y fortalezas, participando de la vida local. De esta manera se fue reconstruyendo la antigua unidad de la ciudad romana. Todo esto daba una sustancial diferencia con otras urbes europeas que tenían una población eminentemente burguesa, es decir de artesanos y comerciantes, constituyendo un ámbito cerrado y específico. Si allí habitaban otros elementos, eran completamente extraños a la organización interna. En conformidad con esto la comuna italiana en su primera fase era una institución aristocrática, aunque esto fue un rasgo común a todas las ciudades europeas. Pero mientras que en el norte esa aristocracia estaba formada por un estrato burgués, en Italia estaba formada en gran parte por elementos feudales, lo que incluso llevó a proponer la hipótesis sobre el origen señorial de la comuna italiana. Si bien esta última suposición fue rechazada en su momento (hacia 1940), admitió Ottokar que la dirección de la vida pública estuvo en manos de la aristocracia que había promovido la asociación comunal.

Gran parte de estos conceptos fueron compartidos por Edith Ennen, que agregaba que algunos de esos atributos italianos, como el ingreso de los nobles en la ciudad, fueron corrientes en el sur de Europa[63]. Debe considerarse al respecto que el clásico libro de Ennen sobre las ciudades medievales figuraba en la biblioteca de Romero, y su lectura necesariamente también debió haber matizado algunos de los esquemas que derivaban de Pirenne[64]. En otras aristas del asunto, Ennen participó de la gran visión de Pirenne y coincidió con los desarrollos que Romero concretaba en Buenos Aires.

Es así como en lo que respecta a nuestro tema siguió Ennen en parte las divisiones dadas por Pirenne entre un medioevo precomunal en el que prevalecía el poder señorial, y una segunda etapa que se iniciaba en el siglo XI de renacimiento comercial, división del trabajo y mercado[65]. En esta segunda etapa surgieron poderosos movimientos, que a veces se transformaban en revolucionarios y en ese caso estuvieron destinados a conseguir paz y libertad. La primera era una necesidad del comercio mientras que la segunda era una aspiración general de los habitantes que compartía la Iglesia en tanto ésta buscaba obtener su independencia del poder laico. Fue también la época de la comunidad y de la asociación en sus múltiples formas, en la medida en que frente a los señores no se formaban individuos aislados, y de esa oposición surgieron situaciones de una autonomía comunal que podía llegar a ser absoluta. Sin embargo advirtió que era falsa la opinión de que la comuna no tuvo antecedentes o que solo se constituyó en el transcurso de este último proceso, y en este aspecto formativo también su visión fue variada. Los precedentes de la comuna estuvieron en las corporaciones de mercaderes y en el derecho que éstos necesitaban, tanto como en funcionarios judiciales que eran nombrados por el señor al que le debían fidelidad y asimismo en agrupaciones de vecinos.

2.5.4 Paralelismos e inclusión en una vanguardia

Henri Pirenne señaló en muchos aspectos un giro de importancia en el medievalismo y su nombre se une al de Marc Bloch. Pero si el aporte fundamental de Pirenne estuvo en el gran proceso comercial urbano y el de Marc Bloch estuvo en el examen de la sociedad feudal, en la historia agraria comparada y en la antropología, el análisis de las estructuras políticas en su relación con distintas instancias de la sociedad civil tuvo otros cultores. Fueron las excepciones que se apartaron de la enumeración de hechos para incursionar por otras formas de análisis. Obviamente Romero  figura en una primera línea en este tipo de estudios, aunque hubo otras excepciones. Una rápida exploración sobre esos autores muestra que puede ser incluido en una vanguardia de hecho, es decir, en un grupo de historiadores que incursionaron en la mencionada problemática.

Una de esas excepciones fue Otto Hintze (1861-1940), que, bajo la influencia de Max Weber produjo una notable elaboración sobre elementos sistémicos del armazón político feudal en su relación con el constitucionalismo, línea de trabajo que fue retomada (por influencia de Frederic William Maitland) por algunos medievalistas de Estados Unidos de América[66]. Su criterio de que la estructura social condicionaba la constitución política, la comparación que estableció con el despotismo oriental (una problemática clásica del pensamiento político) y sus observaciones sobre las ciudades-estado griegas, le permitieron captar la peculiaridad de la organización estamental del feudalismo. En ésta fue característica la división entre el poder del rey y las autoridades particulares con un sistema de dominación personal cuyos antecedentes se remontaban a la organización germánica, cualidad que se complementó con la estrecha conexión entre Estado e Iglesia. Estos caracteres se explican a su vez por la síntesis romano germánica que sirvió de base al Estado franco, asunto sobre el que asimismo se explayó Romero. Con la evolución del vasallaje y las inmunidades comenzaron a formarse Estados dentro de un Estado que adquirió un rasgo patrimonial. En esta organización la constitución estamental de la Edad Media halló Hintze el origen histórico de la constitución representativa del mundo capitalista moderno, porque si bien entre una y otra hay una fuerte oposición de principio, ambas constituciones pertenecieron a un ciclo coherente de desarrollo histórico.

Hintze nos conecta con las elaboraciones de Romero en lo que atañe a instancias de gobierno que por debajo del Estado, y en virtud de individuos provistos de derechos subjetivos patrimoniales, anulaban cualquier posibilidad de concentración de poder en el centro. El estudio se orientó de esta manera hacia los fundamentos históricos de la conexión entre la sociedad política y la sociedad civil, es decir, entre el vértice que tiene hoy el monopolio de la coacción social y las organizaciones que acotan el ejercicio de ese monopolio en la forma occidental de gobierno y sociedad.

En una similar línea de trabajo aunque más cercana a la visión de Romero por la importancia que otorgó a la burguesía, se desarrolló la labor del marxista heterodoxo Leo Kofler (1907-1995), cuyo libro sobre la evolución histórica de la sociedad civil burguesa también figuraba en la biblioteca personal de Romero en su edición de 1948[67]. En este estudio se observan muchos elementos paralelos a los que Romero elaboraba entonces y que tuvieron su más acabada consumación en La revolución burguesa, incluyendo conceptos cercanos a los de formas transaccionales, aunque cabe decir que la cronología de publicaciones muestra que el historiador argentino desplegó sus reflexiones de manera independiente.

Historiador de Alemania oriental, no apeló Kofler a las citas canónicas del estalinismo y tuvo la audacia de basarse en un “historiador burgués” como Henri Pirenne para referirse a los inicios medievales de la burguesía. No obstante matizó la tesis del historiador belga otorgando más peso a la división social del trabajo entre ciudad y campo en el estadio inicial, lo que habría permitido la calificación laboral del artesano, y estableció una diferencia cualitativa entre la producción urbana artesanal para mercados distantes y la producción artesanal destinada a satisfacer la necesidad del productor, y en este aspecto el gran comercio habría representado un salto hacia el inicio del capitalismo. Sobre el movimiento social del período por un lado afirmó que los movimientos urbanos que se dieron desde mediados del siglo XI, y en especial durante el XII, representaron una lucha muchas veces exitosa contra el autoritarismo feudal que se ejercía a través del emperador, de los reyes, los señores o los obispos. Por ello hacia el 1100 se ingresó en la época en que los ciudadanos intentaron la emancipación con un nuevo régimen jurídico e institucional, y aun cuando no hayan obtenido los mismos resultados en todas partes, lograron en general obtener su propia administración, el derecho de mercado y el ejercicio jurisdiccional en su área, entre otras conquistas.

Por otro lado Kofler se desprendió de este esquema para dar más gravitación a una segunda oposición que se desarrolló en el interior de esa dinámica, y que se mostró de manera relativamente temprana: la antítesis entre el patriciado compuesto por la burguesía comercial que se apoderaba del poder municipal y los gremios de artesanos. Eran dos clases opuestas. El gran mercader, decía Kofler, apenas se interesó por el mercado local, ya que se concentraba en el tráfico de larga distancia del que obtenía una muy alta cuota de ganancia que le permitía aproximarse a la nobleza. De esto derivó que adoptara una concepción no revolucionaria, que se expresó en un racionalismo ideológico conservador (Rationalismus ideologischen konservativen) que fue característico de la burguesía renacentista y de los humanistas. Su enfoque estuvo orientado a detectar el papel no transformador de esa gran burguesía. Simultáneamente surgió entre esa oligarquía urbana y los trabajadores manuales una oposición de clase (Klassengegensatz), que se superpuso a las luchas entre la vieja nobleza y las nuevas clases burguesas en ascenso. Pero además en el Renacimiento se desplegó un individualismo radical junto a la concentración del Estado, lo que significó desplazar la oposición medieval entre la dependencia colectiva de los individuos y la fragmentación de la sociedad, y esa situación de comienzos de la Época Moderna la comprendería Maquiavelo como una específica mezcla (spezifische Mischung) de democracia y absolutismo. En algunos casos con apoyo del rey y en otros sin ese apoyo, las ciudades obtenían una creciente autonomía política opuesta al feudalismo, ya se tratara de las ciudades italianas del siglo XIII o de las flamencas del XIV, y en este punto también se manifiesta la cercanía con las elaboraciones de Pirenne. Incluyó esa proximidad el papel de las monarquías absolutas a las que vio jugando un papel de apoyo a los burgueses urbanos, y resolvió el carácter feudal que esas formas estatales develaron en épocas modernas diferenciando entre el absolutismo progresista (fortschrittlichen Absolutismus) inicial, aunque no revolucionario (aber er war nicht revolutionär), y el absolutismo reaccionario de los siglos XVII y XVIII.

El repaso por este contenido que se expuso aquí en su trazas primaria, nos afirma en la convicción de que no existió una influencia directa visible entre Romero que estaba elaborando sus cuestiones y Kofler, aunque es posible que la lectura del libro de este último haya contribuido para afianzar sus ideas, lo cual es un ingrediente nada despreciable cuando se inicia una excursión por parajes que la mayor parte de los historiadores no visita. Dejando las suposiciones de lado, concentrémonos en similitudes.

Ante todo la que fue dada por la hostilidad del medio, porque Romero padeció la proscripción política entre 1943 y 1955, a lo que se sumó la animosidad de los historiadores tradicionales que se prolongó más allá de la caída del gobierno peronista (algunos nunca renunciaron al insondable rencor que sentían por el historiador que con su sola presencia había perturbado sus cómodos sillones en el positivismo). Kofler por su parte padeció la beligerancia de las autoridades de la República Democrática Alemana, debiendo emigrar a Occidente poco después de la publicación del libro. Esos avatares de la existencia personal tuvieron sus ecos en la consideración historiográfica, porque ni Kofler ni Romero figuran entre los nombres que hoy manejan los medievalistas, a lo que debe añadirse que la vía de reflexión de Otto Hintze (y de otros historiadores alemanes) fue abandonada en la posguerra bajo la sospecha de que alimentaba las concepciones corporativas de los nazis[68].

En los tres historiadores mencionados resalta además otro rasgo compartido que no estuvo dado por las fuentes de sus pensamientos sino por el enfoque y los objetivos, porque Romero usó fuentes literarias y cronísticas, Kofler solo manejó bibliografía y Hintze combinó bibliografía con textos legales, pero los tres se distinguieron por una predisposición eminentemente reflexiva destinada a captar el armazón de ideas que impulsaban la actividad social. Mientras que Hintze veía esas ideas en las prácticas que las normas jurídicas traslucían e impulsaban, Romero y Kofler apoyándose en Pirenne se dedicaron a captar matrices de pensamiento que surgían de la meditación que sobre la realidad efectuaban los actores sociales para modificarla. Consagraron su atención en determinados individuos a los que creyeron representativos de ese proceder.

Esta incursión por una historia sustancial llevó de por sí a seleccionar de la multiplicidad caótica de hechos que se le presentaban al historiador los que éste juzgó significativos, y a partir de ese primer proceder avanzar en esa comprensión de la profundidad del proceso. Inevitablemente Hintze, Romero y Kofler prescindieron de muchos datos que el positivista se obligaba a registrar (la memoria fue durante mucho tiempo la cualidad más atendida por los historiadores), y en base a ese proceso abstractivo avanzaron hacia esa dialéctica entre ideas, acción y realidad que les interesaba develar a los dos últimos en el proceso bajo examen, mientras que el primero se inclinó preferentemente por detectar la objetivación institucional que surgía de esa confrontación entre realidad e ideas.

Ese régimen de trabajo que pasaba ante todo por escoger situaciones relevantes prescindiendo de muchas otras fue similar al que aplicó Pirenne para su Historia de Europa, redactada durante la primera guerra mundial[69]. Entonces prisionero de los alemanes, alejado de bibliotecas y ficheros, Pirenne sintetizó en esa obra treinta y cinco años de investigaciones privilegiando una interpretación global que obligadamente debió construir con las informaciones esenciales que había retenido. Ese relativo distanciamiento del dato para reflexionar mejor se reprodujo en la escritura de la Revolución burguesa, y posponiendo detalles pudo Romero concentrarse mejor en lo esencial[70]. En este camino otro punto de encuentro entre este último y Pirenne es que ambos prepararon sus libros fundamentales con monografías en las que examinaron los pormenores de problemáticas que luego integrarían en la obra mayor[71]. En esos estudios particulares la erudición fue un prerrequisito, como hemos señalado con respecto a Romero y como se puede constatar en Pirenne[72].

Otro aspecto que se denota en la comparación es la importancia que tuvieron las lecturas formativas en estos historiadores. Ya se habló aquí de Pirenne y la influencia que recibió de historiadores económicos, así como también el ascendiente que tuvo Weber en Hintze. Por su parte Kofler poseyó una sólida formación teórica en el marxismo (en sus escritos brota la fuerte presencia de G. Lukács) y Romero la tomó de un abanico muy amplio de lecturas filosóficas y literarias. Su caso es notable y al mismo tiempo sintomático de una forma de trabajo intelectual. Veamos un instante más su proceder.

El rastreo a través de los estudios de Romero que se han manejado en la presente contribución indica que las menciones de bibliografía interpretativa son sumamente escasas. Los estudios de erudición como los que realizó Menéndez Pidal destinados a apoyar su exégesis de textos son un poco más numerosos, pero la mayor parte de sus referencias se corresponden a fuentes primarias. Sobre ellas profundizó y con ellas ha comparado contenidos y formas para establecer razonamientos sobre la situación histórica. Las menciones de filósofos o de literatos han sido solo ocasionales y dispersas, pero además poco frecuentes. Sin embargo un vasto respaldo de lecturas se presiente en la densidad del análisis, en las proyecciones que estableció a través del tiempo y en el traslado de su mirada de una región a otra. El aspecto destacable es entonces la movilización de un bagaje muy amplio de cultura  que con extrema lucidez sirvió para llegar con el análisis histórico a los rincones del funcionamiento social donde el positivismo no llegaba. Es lo que hicieron Pirenne, Kofler y Hintze, así como antes los había hecho Thierry, autores que con Romero proporcionaron bases para avanzar en la comprensión histórica de nuestra sociedad civil en su relación con la sociedad política.

3. José Luis Romero medievalista. Las décadas de 1960 y 1970

3.1 Introducción

La revolución burguesa en el mundo feudal, libro publicado en Buenos Aires en 1967 en el que Romero aborda la historia social de la Edad Media con especial atención en el surgimiento de la burguesía en los siglos XI y XIII, marca un hito en la historiografía argentina. Con esta obra, que se complementa con Crisis y orden del mundo feudo burgués, publicado en 1980 después de su muerte (ocurrida en febrero de 1977), se llega a la parte culminante de su trabajo como medievalista. Recorreremos estos dos libros intercalando derivaciones hacia la investigación actual para concluir con una consideración sintética general.

No es ocioso reiterar lo que se precisó en el estudio anterior: las notas que apostillan estas exposiciones no son más que indicaciones generales; excedería los límites de ensayos como los presentes exponer una documentación y una bibliografía más o menos completa.

3.2 La revolución burguesa en el mundo feudal: reseña y actualidad

Vayamos entonces a esta obra.

Con las invasiones bárbaras se inicia el estudio. A las formas híbridas dadas por la confluencia del legado cultural de Roma y del cristianismo, se agregó la influencia germánica, y se dio entonces una yuxtaposición de ideas y creencias diversas (sistematizadas o no) junto a distintos grupos étnicos en lucha por el predominio. La economía y la sociedad no configuraban una estructura fija sino una situación cambiante por la acción social, y en ese cuadro inestable se delineó una nobleza de nacimiento y otra de servicio que se aprovechaba de las frecuentes mutaciones. Su ascenso era más político que económico, acarreando una diferenciación marcada por el estatus; a partir de esa disparidad estamental delineó sus intereses de clase. Esta presencia aristocrática limitó el poder de la monarquía, concepto que Romero había manejado en estudios previos. En términos generales este análisis concuerda con lo que dicen medievalistas actuales que (como Chris Wickham)[73] hablan del tránsito de una sociedad de rango a otra de clases, siendo la práctica política un instrumento básico del cambio.

Si bien decayó la antigua cultura erudita, los altos representantes de la Iglesia salvaron ese legado, cuestión cuya importancia es hoy considerada por los historiadores[74]. Revivieron asimismo convicciones paganas sobre las que se superpuso el cristianismo; se difundió la creencia en lo sobrenatural y se determinó la tendencia a no discriminar entre realidad e irrealidad. Afirmando la realidad de la irrealidad el cristianismo canalizó las tendencias a lo misterioso que obraban en los espíritus romano y germánico. Ese mundo de la irrealidad era muy rico, con seres celestiales y demoníacos que actuaban sobre el mundo sensible al que le daban su sentido, y ese valor que se le otorgaba a la irrealidad llevó a que fuera el objetivo supremo del conocimiento. Para los cristianos el trasmundo se conocía por la revelación; conocerlo era enterarse del destino del hombre determinado por la Providencia. Dios daba muestra de su ira a través del fuego, de la peste o de las enfermedades, y se creyó imprescindible operar para apaciguarlo. Los santos, y en especial sus reliquias, adquirieron importancia porque el cristianismo les trasladó poderes taumaturgos. Junto a esas prácticas litúrgicas, una gama de magos y hechiceros competía con los sacerdotes. Recordemos que ya desde su primera síntesis sobre la historia medieval advirtió Romero sobre el peso que tuvieron las tradiciones paganas en los primeros siglos medievales y aún después, situación que ahora tuvo un más amplio desarrollo expositivo. Una vez más el estudio actual avala estas elaboraciones[75] que por otra parte eran muy originales cuando se publicaron.

La Iglesia aportó también la concepción de un poder articulado en jerarquías, ordenamiento en el que esta institución se situaba en su cumbre dando un aporte estabilizador, y con el ideal de que lo terrenal se subordinada a lo divino trabajó para someter al poder civil. Este accionar de la Iglesia significa entonces que no estamos ante una mera situación folclórica compuesta solo por magos y hechiceros (a pesar de la importancia que tuvieron esas prácticas), y en consecuencia no se logra una representación adecuada si se considera a la Edad Media occidental como un espacio teñido por el primitivismo y solo accesible al estudio mediante la antropología como creyeron algunos medievalistas[76]. Romero por el contrario, con un acercamiento más general al material bajo escrutinio que el que se logró desde la antropología histórica (aun cuando se siente que haya carecido de conceptos antropológicos de importancia como el de don y contra don), puso en relación lo popular y lo erudito religioso para seguir la interacción de niveles sacros paganos y cristianos (del pueblo y de la elite), y en esto superó a mucho de lo que vino después.

Con los componentes que se han descripto, el esquema de aristocracia, monarquía e Iglesia quedó así esbozado, y fue el fundamento del orden cristiano feudal que sobrevino tras la disolución del Imperio Carolingio.

En el período feudal, entre los siglos IX y XI, los señoríos se convirtieron en unidades políticas casi autónomas, y ésta constituyó la etapa previa al período feudo burgués que se extendió entre los siglos XI y XIII. Empecemos por la era feudal.

La debilidad de los últimos carolingios permitió el fortalecimiento de la aristocracia y de la Iglesia. Adquirió importancia la lealtad personal fundada en el servicio de armas y la entrega de tierras; con ese vasallaje se consolidaron los linajes. Junto a la parcelación de fuerzas, la violencia adquirió relevancia y con ella sobrevino la inseguridad. En estas disquisiciones se detecta la aplicación de elementos conceptuales weberianos en lo que respecta a equilibrios de fuerzas sociales en pugna, a  los que deben añadirse otras cualidades emergentes del proceso, como ser los liderazgos carismáticos de los jefes. 

La sociedad feudal no se encerró en sí misma: muchos emigraron a nuevas tierras, pero esto no fue fortuito porque la lucha por la tierra había llegado a ser la causa fundamental de los conflictos. Esa tierra ocupada se poblaba progresivamente de señoríos. Es notorio en lo que hace al mecanismo de expansión el paralelismo que ofrece la descripción de Romero con la que en los últimos años propuso Robert Bartlett, que vio en el traslado de señores de segundo orden a nuevos territorios un dispositivo esencial de la ampliación geográfica del sistema[77].

La conquista aportaba violencia, pero también honor y riquezas al conquistador cuyas hazañas eran cantadas por trovadores y juglares. En  esas circunstancias se elaboraba la ideología característica de la sociedad feudal, establecida en base a “tres órdenes”: Adalberón, obispo de Laon, elaboró la imagen de una sociedad en armónica división entre los que oran, los que luchan y los que trabajan. La importancia de esta representación en los inicios del segundo milenio para el funcionamiento de la sociedad fue destacada por la historiografía posterior, y más allá de las controversias que suscitan otras representaciones más tempranas con ciertos matices que las diferencian de la versión eclesiástica de Adalberón y de su similar redactada por Gerardo de Cambrai, se mantiene en pie la matriz sustancial que Romero indicó sobre la centralidad que tuvo para la sociedad esta construcción[78].

Con la aristocracia hostil a la monarquía nacieron los “barones rebeldes”. Las tierras que todavía habían permanecido libres se convirtieron en feudos que un señor superior otorgaba a sus vasallos a cambio de servicio militar.  Los más humildes por su parte recibían sus porciones con la condición de dar trabajo o rentas. Los feudos se tornaron en jurisdiccionales, es decir, en distritos sobre los cuales los señores ejercían soberana y hereditariamente su autoridad. Esta importancia del señorío jurisdiccional (que los franceses llaman banal) la confirma la investigación posterior; por el contrario, cuando Romero escribía no faltaba el afamado especialista convencido de que había sido producto de una instauración tardía, lo que constituye un sorprendente error conceptual[79].  Pero a diferencia de los medievalistas que veían en el señorío banal el inicio del sistema feudal hacia el año mil, Romero concebía que ya en la época carolingia predominaba el régimen de producción del feudalismo, cuestión sobre la que coinciden hoy destacados investigadores[80].  

En este período surgieron otras tendencias. Los normados conquistaron Inglaterra y el reino de las Dos Sicilias, se activó la Reconquista ibérica, el dinero y las mercancías, que con la conquista de los árabes habían dejado de utilizarse, comenzaron a circular nuevamente gracias a la progresiva debilidad del califato. En esta descripción está contenida la tesis de Pirenne cuyos fundamentos se han reseñado en el trabajo que se dedicó a las primeras dos décadas de trabajo de medievalista de Romero.  

La Iglesia se organizó, infundió en la nobleza el espíritu de cruzada canalizando sus energías belicosas en la tarea de ensanchar la autoridad pontificia y la cristiandad; esas expediciones engrandecieron el poder nobiliario. Este estamento a su vez defendió sus prerrogativas ante los burgueses que surgían. Frente a ellos los nobles adquirieron un fuerte sentimiento de clase, y la entrada en sus filas fue cada vez más difícil para los advenedizos. El ingreso a la caballería se revistió de un ceremonial cortesano que se confundía con un ritual religioso destinado a exaltar el carácter misional del oficio. La nobleza pasó a ser una forma de vida visiblemente superior a la vida del común de las personas, pautada por un sistema de convenciones. Sobre esto medievalistas como Le Goff realizaron estudios antropológicos que confirman y perfeccionan el análisis que Romero le dedicó a los valores y comportamientos que diferenciaban socialmente[81].

La práctica del poder se desarrolló junto a dos concepciones enfrentadas, una autoritaria de origen romano, que renovó la Iglesia, y otra de un poder limitado, de origen germánico. Estos principios contradictorios acompañaron los desarrollos cambiantes de los reinos, y en esos avatares puede distinguirse la interacción entre teoría y práctica. Pero por detrás de todo esto estaba el problema de la legitimidad del poder, que se planteó cuando Pepino, procedente de un linaje nuevo, llegó a ser rey de los francos. La legitimidad le fue entonces otorgada por la Iglesia mediante el rito de la unción, originándose una fuerte interpenetración de lo secular y lo religioso. Se manifestó desde entonces una tendencia a confundir los fines del Estado con la Iglesia, proviniendo de este hecho la concepción trascendental del Imperio, y la existencia colectiva debía orientarse de manera correlativa hacia la redención eterna. También se afirmaron los poderes secular y religioso. Este último, materializado en el papa y los obispos, reclamó la supremacía por tener la responsabilidad de la salvación del hombre, un fin muy superior según los prelados a los fines terrenales, y los reyes debían someterse en consecuencia al sucesor de San Pedro. Esto fue coronado con la doctrina de que el poder civil provenía de Dios a través de la Iglesia, y ese poder civil debía servir a la Iglesia.

Las mentalidades tuvieron su trayectoria. Durante las convulsiones que siguieron a la disolución carolingia la actitud psicológica de la aristocracia fue semejante a la que tuvo durante las invasiones. Los terratenientes siguieron luchando por tierras, prestigio y poder, y su mentalidad baronial nacía de las necesidades de la acción. La fuerza fue un valor sobre el que se construyó la imagen del barón heroico, y aún después de que se impusieran los vínculos de dependencia, la figura del barón rebelde e individualista perduró.

Cuando la aristocracia aseguró su hegemonía, se desarrolló la mentalidad de tipo cortés (el lujo y la cortesía), a lo que no fue ajena la monarquía que coronaba el edificio feudal. Sobre esta base la Iglesia logró que los aristócratas adoptaran la defensa de la fe, surgiendo así la mentalidad caballeresca, que en su forma extrema desembocó en una concepción monacal y en las órdenes militares.

Esa caballería señalaba una duplicidad entre la acción que arrastraba a lo profano y el espíritu que conducía a lo sagrado. Esto se desplegaba sin abandonar otras actitudes, lo que llevó a una idea transaccional de los valores sociales. Este concepto de situación transaccional reaparece en otros momentos del análisis.

Junto a las formas de pensar y vivir reseñadas se desarrollaron la vida contemplativa de los monjes y la existencia más activa de los sacerdotes, administrando los sacramentos y predicando. En su manifestación más elevada, la del obispo, se conjugaban la defensa de los bienes terrenales de la Iglesia, la actividad espiritual y la eliminación de los herejes.  Esta milicia de Cristo lograría imponer en el hombre la certidumbre de que la existencia verdadera era la nacida de la fe. Esta militancia trajo la necesidad de la sabiduría, porque la revelación podía ser pasible de someterse al convencimiento racional. La necesidad de iluminar la fe con la razón condujo a la filosofía y al individualismo no exento de soberbia de un Abelardo, aunque también despertó la reacción adversa de los tradicionalistas que decían que bastaba con la fe.

Si bien estas cuestiones son hoy conocidas, en la década de 1960 apenas se vinculaba, como hizo Romero, esa actividad intelectual con el contexto social urbano, actividad racionalista consagrada a conceptualizar el ser e iluminar la fe que provocó encendidas reacciones[82]. En este flanco la obra que se comenta no solo establecía una culminación al recorrido de Romero sino que lo ubicaba en el estrecho grupo de los renovadores del tema.

Con la consolidación de la aristocracia y de la Iglesia surgió una sólida ortodoxia. No desapareció la creencia en seres extraordinarios (hadas o demonios) ni en lugares sobrenaturales, y se siguió conjeturando que la realidad sensible se explicaba por la irrealidad que solo podía ser revelada por designio divino a través de sueños o visiones.

El mundo aparecía ordenado con una jerarquía inmutable y un destino trascendental; rebelarse contra él era atentar contra Dios. Sin embargo ese mundo estaba en movimiento: avanzaban las fronteras del espacio feudal y el comercio irrigó la vieja economía natural de autoconsumo disolviéndola. Nuevos grupos de caballeros y de ministeriales (servidores de los señores) se incorporaron a la nobleza, los siervos adquirieron posiciones y en áreas de colonización se establecieron campesinos libres.

Los nobles que ocupaban nuevas tierras, los ministeriales enriquecidos y los burgueses en ocupaciones mercantiles se aliaban, y de esa alianza surgiría el patriciado. En las ciudades donde pululaban artesanos, comerciantes y asalariados se establecieron franciscanos y dominicos. Con este nuevo cuadro se generó el inconformismo social y los conflictos (a los que contribuyeron los herejes) se desplegaron desde las postrimerías del siglo XI. En especial en sitios mercantilizados se desencadenaron tensiones que cristalizaron en movimientos burgueses opuestos a los señores. Unidos por juramentos estos disidentes formaron grupos compactos que cobraban conciencia de sí mismos y desembocaban en una organización institucional (gremios o comunas). Estos alzamientos, intensos en el siglo XII, se inscribían en la crisis más general del período, la religiosa, que, al debilitarse el orden tradicional proporcionaba la oportunidad para el estallido. Las tensiones sociales se transformaron en tensiones políticas y en luchas por el poder, que fueron agudas en ciudades dominadas por los obispos, en las cuales los burgueses tuvieron que esforzarse por su autonomía.

Romero consideró que los movimientos urbanos que se desarrollaron desde fines del siglo XI, junto a los cuales incluyó tangencialmente las conquistas campesinas de nuevos territorios, se dirigieron contra los señores que no aceptaban a los burgueses y sus nuevas propuestas de organización. Esos señores eran principalmente eclesiásticos. La indicación sobre el matiz es aguda, pero juzgó que la comuna afectó al viejo orden en su integridad, y habría sido un cambio innovador que la nobleza solo aceptó resignadamente por obligación. Esta propuesta se inscribió en su tesis general sobre esos movimientos como disrupciones burguesas, tesis que en sus estrictas definiciones descarta cualquier posibilidad de que las comunas hayan participado en la reproducción del sistema, y por esto la repulsa específica de los eclesiásticos solo la interpretó, en este régimen interpretativo, como la expresión general del asunto: con el cuestionamiento a la Iglesia se cuestionaba a todo el ordenamiento social. Esta tesis, que no explica cómo podían entonces participar miembros del estrato de poder en expresiones anticlericales, remite a una conjetura: la Iglesia proporcionaba la ideología de la clase dominante. Se planteó así una procedencia única de la ideología que comparten hoy otros medievalistas, pero que deja de lado el hecho de que en realidad, siguiendo la conceptuación de Hintze (visto en la sección anterior), la clase dominante en la Edad Media estaba formada por una diarquía, y esto supuso diferencias entre laicos y eclesiásticos que ningún medievalista ignora. Si bien la problemática remite a su vez a un concepto que será necesario dilucidar con mayor detenimiento, el de la Iglesia como institución total, lo que ahora importa decir es que esas diferencias se expresaron en términos generales en los gobiernos burgueses que fueron aceptados por monarcas y rechazados por eclesiásticos. Esa desemejanza remitía a su vez  a que obispos o abades que residían en una ciudad no tenían necesidad de delegar poder para dominar y además deseaban mantener en sus manos todas las riendas del gobierno para ejercer una ajustada vigilancia contra herejes y cismáticos religiosos[83]. Por consiguiente podemos afirmar, modificando parcialmente la tesis de Romero, que esos movimientos comunales no se dirigieron contra todo el sistema imperante sino contra los que impedían la organización burguesa en los municipios. Es una interpretación a la que han adherido los que estudiaron el problema en los últimos tiempos[84].  

No obstante lo dicho, Romero reconoció que la violencia no se dio en todos lados porque en muchas ciudades los señores (particularmente los laicos) admitieron el gobierno burgués. Esta afirmación contradice el sentido más abarcador revolucionario con el que en términos globales consideró esos movimientos, y esto se debe en gran medida a la forma de exposición plenamente atada al seguimiento del fenómeno con muy transitorias plataformas de sistematización. En estas últimas los movimientos comunales son considerados como rupturas revolucionarias generales contra todo el régimen señorial, pero en cuanto llega a la inspección de casos particulares esa generalidad se acota. Aparecen entonces en el relato las mencionadas aceptaciones de aquellos poderosos (como los monarcas o los señores que tenían un poderío similar al de los reyes) que necesitaron del gobierno burgués para consolidar su dominio. En este punto se nos presenta la precariedad de un esquema desbordado por la riqueza del devenir en observación.

Concreciones como la indicada por Romero establecen un enunciado más rico y preciso que el dado por una supuesta e inexplicable diferencia en esto entre ciudad y campo como planteó por ejemplo Robert Fossier[85] (percepción que inercialmente adoptan muchos medievalistas). Dijo además Romero sobre esto que otorgar cierta participación en el gobierno a un grupo responsable de burgueses no importaba mayor riesgo político y ofrecía por el contrario ciertas garantías de sujeción y solidaridad. Eran iguales los móviles que tenían reyes y emperadores, porque ceder cierta jurisdicción de la ciudad comportaba la ayuda de un grupo social. Esta sagaz observación se complementa con otra que restringe el alcance de esa delegación de mandos, porque notó con acierto que en la medida en que la monarquía se sintió fuerte comenzó a recuperar parte de los poderes que había delegado. Esto último es confirmado por el intervencionismo de los corregidores en las urbes de España, lo que provocó con el tiempo algunas notables reacciones por parte de las oligarquías concejiles[86].

La burguesía necesitaba ese gobierno para obtener sus reivindicaciones: moverse libremente, tener seguridad en ferias y mercados o reducir los impuestos. Allí donde alcanzaba el gobierno se alteraba sustancialmente la relación tradicional con el señor, y en consecuencia se transformaba el orden vigente. Por esto al dejar de lado la solicitación de franquicias y exigir la comuna los movimientos burgueses se radicalizaban. No todos triunfaron; en algunos solo se lograron acuerdos transaccionales. Estamos aquí ante un tema clave de Romero, no tanto por la extensión con que lo trató en su libro sino por el significado que le otorgó tanto para el desarrollo de la sociedad de la última parte de la Edad Media como para la evolución posterior de Occidente. La aparición de la burguesía y su llegada a los gobiernos municipales adquiere aquí un valor histórico universal, y esta interpretación se alineaba en esos momentos con la tradición clásica. Sin embargo en los años posteriores a la publicación de La revolución burguesa los medievalistas se iban a apartar de esta interpretación de manera creciente. Dado que esta divergencia representa una problemática central para nuestro tema, será tratada específicamente en el último de estos ensayos.

La nueva situación de las ciudades tuvo su expresión más amplia en el reforzamiento de las monarquías. Los reyes que habían aminorado su poder por las concesiones que debían dar a los señores encontraron ahora un aliado para revertir ese debilitamiento. Nació así una alianza que beneficiaría a las dos partes, a los soberanos que marchaban hacia una autoridad que se concibió como absolutista, y a los burgueses que verían confirmadas legalmente las prerrogativas que habían conquistado de hecho. Esta interpretación, que se inscribía en la línea de pensamiento de Hegel, Marx, Weber y Pirenne, fue objetada desde los últimos treinta años del siglo XX. 

Las objeciones pueden dividirse en dos grupos. En el primero se ubican los que se han negado a hablar de cualquier forma de Estado para el las Épocas Medieval y Moderna[87]. Consideran que la monarquía en esos períodos no había logrado el monopolio del control legítimo sobre el conjunto del espacio (es una definición del Estado de Max Weber), lo cual era por cierto inevitable en el contexto de proliferación de soberanías políticas privadas. Es posible que en esta hipótesis haya mediado una influencia foucaultiana por la cual se ha desplazado un problema clásico de las ciencias sociales como es el del Estado moderno, por la más general e imprecisa cuestión del poder[88]. Al respecto es difícil saber cómo se compatibiliza la negación radical de toda forma estatal con atributos del Estado como el burócrata, el parlamento, la cancillería, las aduanas externas y una legislación que pretendía tener un alcance general y que coexistía con el derecho foral de los señores. Esos atributos son los que permiten decir que si bien el Estado tardío medieval todavía no existía en su plenitud, en la medida en que la burocracia apenas había comenzado su desarrollo, el rey conservaba tanto su base patrimonial como un derecho de arbitrio alejado de la impersonalidad de la jurisprudencia estatal, y no se había concretado la igualdad legal de los súbditos, además de persistir enclaves territoriales gobernados por señores con plenos poderes jurisdiccionales (lo que se sintetizó en la fórmula “de mero y mixto imperio”), el Estado había comenzado su existencia como Estado propiamente dicho, y esto se reflejó intelectualmente en Maquiavelo[89].     

Un superior interés tienen las tesis del otro grupo de historiadores. Son los que coinciden en que el carácter de clase de la monarquía bajomedieval y moderna ha sido feudal, tesis expuesta en su momento y de la manera más contundente por Perry Anderson[90].

Más allá de que los lineamientos esenciales de esta segunda caracterización que conducen a criticar la paráfrasis clásica sobre un Estado favorable a la burguesía deben ser admitidos, se imponen ciertos reparos en referencia a la posición de Romero. Por una parte, si bien consideró que los monarcas se aliaban con los burgueses para enfrentar a los señores, no desconoció sus inclinaciones aristocráticas ni sus alianzas con los linajes más encumbrados del reino ni tampoco su participación en la sociabilidad cortesana. En este carácter, y como lo había visto Pirenne, restringía la fase revolucionaria del burgués al período inicial de la ciudad (siglos XI y XII).

Por otra parte su concepción sobre el vínculo entre el rey y las elites urbanas no se revela equivocada. La superación de esa dinámica contradictoria por la cual el rey al buscar aliados en los señores se debilitaba por la concesión de feudos, ha sido explicada por Anderson mediante una incorrecta periodización sobre la génesis del Estado Absolutista, y una percepción instrumental del mecanismo de concentración de poder en el rey. Cuando Anderson afirmaba que la clase feudal para superar la crisis del siglo XIV decidió depositar el poder en manos del monarca y de sus funcionarios sostuvo por lo menos dos errores. En principio incurrió en un desajuste cronológico ya que los orígenes del proceso son anteriores a la crisis del siglo XIV. En segundo lugar, depositó en la aristocracia la iniciativa de concentrar el poder en el monarca, conducta que ningún documento revela. No es el momento para desplegar estas observaciones. Baste decir que sin negar la actual opinión sobre el carácter feudal de la monarquía (así lo demuestran los mecanismos tributarios y los señoríos que terminaron consolidándose con el mayorazgo), es necesario volver sobre los pasos en algún sentido rescatando la analítica expuesta por Romero. Es decir, se requiere valorizar una explicación sobre el sustento de la monarquía por fuera de la indicada contradicción del feudalismo. En este sentido la alianza entre la Corona y las comunas o los concejos urbanos recupera su pertinente estatuto explicativo, cuestión que Romero puso de relieve, y prácticamente todos los estudios que se han realizado en las últimas décadas sobre las ciudades han destacado el papel que jugaron las oligarquías urbanas en la fiscalidad y en el control del territorio circundante a la ciudad[91]. Igualmente es sabido que la presencia de los representantes de las ciudades en la curia plena del rey (a la que concurrían los grandes vasallos laicos y la jerarquía eclesiástica) transformó esa antigua institución en los parlamentos estamentales. Todas estas cuestiones son conocidas y de alguna manera de insoslayable tratamiento por los historiadores que no pueden dejar de reconocer que sin ese soporte de las elites urbanas la tributación del realengo no se hubiera podido implementar. De hecho, pretender aplicar el modelo de Anderson para dar cuenta no solo de la formación de Estado feudal centralizado sino también de su funcionamiento choca con los datos de la realidad.

Esta apoyatura de los monarcas en las ciudades (o en los concejos urbanos si se habla de la península ibérica) no significaba que el Estado haya tenido un carácter capitalista transformador; por el contrario, hoy se sabe que esa alianza se destinaba a preservar lo existente. No se desvinculaba de esta actitud el hecho de que esas oligarquías urbanas estaban compuestas por una variedad de individuos: podían ser artesanos enriquecidos o propietarios de tierras y ganados con residencia en la ciudad (aunque prácticamente todos los pertenecientes al estrato económicamente elevado de la ciudad tenían tierras), o bien podían ser funcionarios del gobierno central o comerciantes. Estos últimos eran entonces solo una parte de las oligarquías urbanas, proporción que podía variar de acuerdo con las diferentes ciudades (por ejemplo en Burgos era el estrato más importante mientras que en Ávila lo eran los caballeros villanos propietarios de tierras y ganado). Se sabe también que esos caballeros villanos coincidieron en sus actividades ganaderas con los grandes señores y que los artesanos procuraron preservar los privilegios de sus oficios, como lo mostró Romero, y su actitud fue más bien conservadora, no inclinada a la transformación de lo existente. Inevitablemente el panorama era mucho más variado de lo que surge de los estudios de Pirenne ensimismado en las ciudades flamencas donde el comercio tenía un gran peso.

Sobre esto notemos que Romero no apeló a una definición rígida de la burguesía, porque no solo la consideró formada por un grupo heterogéneo sumergido en la economía monetaria, sino que estaba sujeto a tensiones y cambios. En especial cuando llegaba al gobierno, nuevos artesanos enfrentaban su poder con insurrecciones de las cuales participaron los asalariados, tema que si bien lo desarrolló en Crisis y orden, lo atendió en la obra que se comenta. Los que se oponían a las oligarquías urbanas, dijo entonces, mostraban que era necesario ajustar periódicamente los mecanismos de poder en una sociedad de gran movilidad. Su objetivo era la política fiscal del patriciado, aunque también exigieron un papel en la conducción económica. Representantes de esos grupos lograron acceder a algunos gobiernos renovando al patriciado y esto es confirmado por la investigación actual tanto para la Época Medieval como para la Moderna[92].

Según Romero los burgueses constituyeron un grupo de presión en sus inicios, organizado bajo un principio de cohesión que les permitía a sus miembros sobrellevar sus diferencias. Operaban con realismo y agilidad para adecuarse a situaciones cambiantes con el objetivo de llegar al poder, pero solo algunos sectores de ese inicial grupo de presión lograban convertirse en grupos de poder político. Si bien terminaron por transformar ese poder en privilegios, y los viejos y los nuevos sectores enfrentados debieron buscar fórmulas transaccionales que les permitieran coexistir, sus luchas cuestionaron la autoridad de los señores.

Los párrafos consagrados a la praxis urbana nos proporcionan conceptos (fórmulas transaccionales, grupos de presión, grupos de poder, modos transaccionales, traslación de experiencias), que Romero creó para dar cuenta de una situación fluida y cambiante. Los historiadores posteriores no produjeron conceptualizaciones significativas para captar el hecho político de tiempos prepolíticos, y Romero tiene en esto una importancia compartida por Jan Dhondt (al que se hizo referencia en el estudio precedente).          

El gran protagonista de estos cambios fue la ciudad. Allí no solo se desplegó la economía monetaria con nuevas formas de vida social, sino que también se elaboraron nuevos hábitos políticos que se institucionalizaron y se transfirieron a reinos y señoríos. Una premisa de este desarrollo estuvo en los estatutos urbanos que instauraban vínculos contractuales entre los moradores provistos de garantías y derechos, con lo cual un cuerpo civil se transformó en un cuerpo político (cambio que se observa en la legislación y que justifica que se la mencione como sustento de la narración en un momentáneo alejamiento del protagonismo de las crónicas). Pero debe tenerse en cuenta que esas libertades fueron conquistadas a costa de conflictos o, en todo caso, a través de enérgicas tensiones. En esto radicó la base para que los grupos que se constituyeron como sociedad civil conquistaran con su rebelión un nuevo estatus en virtud del cual configuraron también un cuerpo político. La ciudad, antes gobernada por un señor, comenzó a depender ahora de un cuerpo colegiado asentado en un sentimiento comunitario, y de este modo constituyó una isla en un proceso de diferenciación política[93]. Esta trayectoria de los burgueses no fue planificada en el largo plazo sino que fue el resultado de una acción espontánea y de una forma de vida, fenómenos que obligaron al señor a ceder. No existió un gran proyecto inaugural sino experiencias que permitían elaborar propuestas inmediatas a través de un aprendizaje empírico que incluía avances, tanteos y reflujos momentáneos para reiniciar el emprendimiento.

Si el cambio político fue históricamente trascendental, no menos significativa fue la mentalidad del hombre nuevo. Era una mentalidad construida espontáneamente por mercaderes, juglares o simples viajeros que conocieron territorios, ideas y costumbres hasta entonces ignoradas, y por artesanos con oficios diversos. Todos ellos sustituyeron la imagen de un mundo inmutable por la de otro cambiante. Con esa experiencia nació también la imagen del hombre que dependía de sus propias fuerzas para hacer su vida, concepto que algún medievalista en nuestros días ha revalorado y que Eric Hobsbawm trataría para el mismo tipo social de siglos posteriores[94]. Con la elevación del individuo el artista procuró reflejar la psicología del retratado y otros examinaron en autobiografías su subjetividad[95]. Curiosamente, esta tendencia individualista convivió con otra que llevó a la formación de grupos urbanos en los cuales se encontraba protección. Entre esos grupos fue fundamental la constitución de la familia como grupo social. Romero solo indicó la cuestión sin desarrollarla, pero esta mera indicación de que allí había una problemática social no debe pasarse por alto si tenemos en cuenta que las investigaciones sobre las familias aristocráticas o plebeyas daban sus primeros pasos en momentos en que elaboraba su obra[96]. El detalle muestra la idoneidad del investigador que sin entrar en un asunto sabe que ha pasado por las puertas de un rico yacimiento para el trabajo empírico y teórico, como mostraron las investigaciones posteriores[97]. Prosigamos con nuestro examen.

La actividad mercantil y manufacturera se correspondió con un alejamiento de la naturaleza, y el significado de esa ruptura para la subjetividad (y en especial para la religión) se capta comparando: en el ámbito campesino hombre y naturaleza se compenetraban estableciendo a partir de esa íntima relación entre sujeto y objeto un fundamento para todo tipo de ritos (cristianos o paganos) destinados a influir sobre el entorno. De esas condiciones de vida derivaban la mezcla de prácticas religiosas y mágicas, porque como dijo un eximio historiador que continuó con esta línea de reflexión en tiempos posteriores a los de Romero, cuando el creyente veía al mundo con los mismos elementos que lo formaban a él, asumía que tenía una influencia inmediata sobre ese mundo[98]. En el fondo de esta relación dominante del entorno sobre el individuo sabemos hoy que estaba la debilidad de las fuerzas productivas sociales para dominar una acción atmosférica que se desplegaba por encima de su voluntad, una trama que expresó de manera literaria Jack London hablando de las inhóspitas condiciones del norte canadiense del siglo XIX: la naturaleza dispone de muchos trucos para convencer al hombre de su finitud (Nature has many tricks wherewith she convinces man of his finity)[99]. Importa destacar que esta problemática fue tratada por autores clásicos que Romero conocía, y es probable que alguno de ellos haya influido en sus elaboraciones[100].

El fenómeno de la naturaleza que dejó de parecer una condición de la existencia y comenzó a ser su marco o su escenario tuvo, a su entender, una causa a medias compartida en las condiciones de existencia y de reproducción material (incluyendo una economía del lucro) por un lado, y por otro en las condiciones de observación. Emana de esto una formulación jerárquica de las imágenes captadas tanto en la apreciación estética como en el conocer científico a través del método experimental, y personalidades como Bacon condensaron esas expresiones del “hombre nuevo”. Esto se combinó con la disminución de los vínculos de dependencia social resultado de la revolución burguesa. Entonces la naturaleza y la sociedad se vieron más independientes de Dios, y a Dios se lo imaginó más distante, como una instancia posterior de las fuerzas sociales y naturales, lo que Romero sintetizó como debilitamiento de la fe y aparición de descreídos.

Estas consideraciones presentan problemas diferentes.

Con ese distanciamiento del hombre con respecto a la naturaleza, ésta pasó a ser un objeto de estudio, cuestión que los medievalistas hoy corroboran. Reconocen que desde el año 1100 aproximadamente la naturaleza estuvo en la mira de los estudios según sus propios principios, con un programa de investigación sistemática. Pensadores como Adelardo de Bath, Guillermo de Conches y Thierry de Chartres que fueron entonces ignorados o se los consideró herejes, iniciaron ese reconocimiento munidos del raciocinio aristotélico al que aplicaron para desentrañar la lógica objetiva del universo, y con ellos se daría lugar a una personalidad intelectual característica del Medioevo[101].

Debe también medirse el alcance de estas indicaciones que Romero indicó sin desarrollar en todas sus consecuencias no solo en la pintura del Renacimiento, cuando la naturaleza pasó a ser materia de observación[102], sino también en la ciencia de la Época Moderna: limitémonos a  decir que el descubrimiento de Galileo (ayudado por un razonamiento escolástico como el de la “navaja de Ockham” (lex parsimoniae)) sobre que la naturaleza se expresaba en lenguaje matemático, tenía como presupuesto que se había abandonado la tradicional actitud pasiva hacia el cosmos natural permutándola por una observación activa. Se trataba de comprenderlo en su regularidad descubriendo su coherencia interna mediante una mente que examinaba las evidencias que proporcionan los sentidos. Aprehender ese comportamiento disciplinado era casi lo opuesto a la percepción del devenir caprichoso e inesperado de una naturaleza endiosada y palmariamente insondable en tanto entidad superior.

Además sobre este tema Romero estableció una situación homóloga entre esa actitud realista que se expresaba frente a la naturaleza conducente al saber experimental y el realismo político de los actores principalmente urbanos de la Baja Edad Media guiados por una predisposición empírica y pragmática. Agregó que esto supuso distinguir entre lo sagrado y lo profano, quedando situada la actividad política en este segundo campo. Hubo entonces un reconocimiento de que los fines de la acción política estaban relacionados con problemas prácticos inequívocamente terrenales, y para actuar sobre ellos era necesario contar con los datos de la experiencia. Un segundo distingo consistió entre el ser y el deber ser, entre modelos ideales y experiencias inmediatas, distingo que se tradujo en el reconocimiento de un divorcio entre moral y política, porque si el objetivo de la ética era suministrar prototipos ideales, el de la política consistía en operar sobre la realidad tal como ésta se manifestaba

Otro aspecto se refiere a los inicios del libre pensador.

El fino análisis de Romero no disimula que su punto débil radicó en inscribir la cuestión en una secuencia prefijada porque creyó que el intelecto comenzaba a liberarse de Dios y la sociedad iniciaba su ascenso hacia las cumbres luminosas de la razón atea que ya bañaba tímidamente el intelecto de la élite. La interpretación no sorprende porque la lógica evolucionista (que se infiltró en la profundidad de este razonamiento, aunque necesariamente se plasmó por la fuerza del hecho histórico en una variante no lineal del evolucionismo)[103] solo autoriza a percibir la repulsa del sacramento (tan común en herejes y disidentes de la Edad Media) como crisis de la fe.

Esta exégesis era común entre los historiadores más inteligentes de la primera mitad del siglo XX y en años posteriores. Entre ellos puede mencionarse a Leo Kofler que consideraba que con el Estado Absolutista la Iglesia comenzó a ser sustituida como principio de organización y cohesión de la sociedad y esto llevó a que la religión retrocediera en la conciencia de los hombres[104].

Anticipemos que la interpretación se malogra en lo que atañe al plano social masivo porque la actitud general en ese período estuvo lejos de ser opuesta a la religión. En otro plano, el de las individualidades sobresalientes, los primeros ateos se verificaron en tiempos algo posteriores componiendo un fenómeno social restringido. Ya Friedrich Engels (al que seguramente Romero leyó) había visto en el revolucionario alemán Thomas Münzer a un precursor con formulaciones muy cercanas a la irreligiosidad. Para Engels la doctrina teológica filosófica de Münzer atacaba los principios del cristianismo: consideró que había predicado, unter christlichen Formen, un panteísmo que tenía una notable similitud con el modo de ver especulativo moderno, y en algunas ocasiones incluso alcanzaría a rozar el ateísmo (stellenweise sogar an Atheismus anstreift)[105].  

Sin duda en el siglo XVI vivieron personas que manifestaron una creciente despreocupación por las creencias religiosas, y hacia 1530 algunos consideraron que las religiones eran invenciones humanas para someter a las capas inferiores de la sociedad[106]. En esa frase nada inocente se configuraba anticipadamente la élite alumbrada por la razón natural que, justamente con esa inversión de la que habló Marx (Dios no hizo al hombre; fue el hombre el que hizo a Dios), develaría en un giro copernicano el misticismo de lo sobrenatural. Empero hoy sabemos que esto era una cuestión de la élite. Dicho de otra manera, en la plena o en la Baja Edad Media el siglo de las luces solo se anunciaba in nuce escondiéndose en mentes selectas que ponían su razonamiento al servicio de la fe (desarrollándolo a veces de manera muy peligrosa para los ortodoxos, en especial si se abrazaba una variante averroísta)[107], y solo en el siglo XVI, como consumación de esa práctica (en esencia determinada por una contradicción inherente a la enajenación religiosa), unas pocas personas iniciaron lo que sería el avance librepensador de las dos próximas centurias[108]. Debe insistirse en que hacia el 1500 era cuestión de una pequeña parte de la población, ya que en el plano de la sociología religiosa se avanzaba hacia el lugar opuesto al que previó Romero, sencillamente porque Dios no se distanciaba del hombre sino que se le acercaba. Es una tesis que aceptan hoy la mayor parte de los historiadores.       

Efectivamente, ya en la década de 1960 comenzó a verse que las herejías que surgieron después del año mil cuestionaban el papel mediador de la iglesia, pérdida de influencia que no se debía a que la institución había caído en una fase de decaimiento moral, ya que episodios éticamente condenables habían existido antes, sino a la búsqueda de una nueva vida espiritual que discurría por la senda del cristianismo[109]. Esa evolución historiográfica se completó, y hoy se conviene en que con la impugnación del sacerdote se iniciaba una nueva religiosidad (se trata en verdad del concepto moderno de religión), en tanto el vínculo personal e intransferible de cada creyente con su dios se establecía en su conciencia, y esto nos lleva a un tema que supera la situación de coyuntura para remitirnos a una interiorización religiosa con abultada participación en la historia espiritual disidente[110]. Por ello Jacques Le Goff acertó cuando dijo que las revueltas contra la Iglesia ont presque toujours pris une allure en quelque sorte hyperreligieuse, y casi todas se tradujeron en herejías[111]. Ese sentir se difundió aún más a medida que se avanzaba hacia la Baja Edad Media, y como indicó Gordon Leff, este período constituyó an age of religious disturbance, fed not by unbelief but by an excess of belief [112]. En lo que se acaba de indicar hay dos aspectos complementarios. Por un lado que los movimientos comunales tuvieron un alto contenido crítico contra la Iglesia, y que desde este punto de vista se conectaron con las herejías o fueron sin más heréticos, afirmación que remite a Antonio Gramsci que dijo que in un certo senso può chiamarsi eretica quella civiltà comunale del Duoecento[113]. Es un aspecto que Romero había visto (y también vio Claudio Sánchez Albornoz refiriéndose a las revoluciones urbanas de España)[114], percepción que aún hoy no es avalada por muchos especialistas que se atienen a no calificar a esos movimientos españoles como heréticos[115] aunque en la práctica compartieron todos los rasgos de las herejías. El concepto de relación entre movimientos comunales y herejías estaba por otra parte vigente a principios del siglo XX en la obra de Gioacchino Volpe. Este notable historiador italiano, que seguramente Romero leyó, ha caracterizado la lucha de las ciudades medievales por independizarse del clero como una lucha de clases que tuvo su más elevada intensidad en la primera mitad del siglo XIII, cuando el popolo combatió al alto clero y a los nobles uniti ancora da molti vincoli di parentela e di interessi[116]. En tiempos más recientes los estudios sobre grandes disidencias religiosas europeas (estudios que han tenido un gran desarrollo en los últimos años), corroboran la indicada relación: las rebeliones de Sahagún y Santiago de Compostela del siglo XII se han atribuido a los mozárabes y a la política papal destinada a suprimir esa minoría a través de la colonización espiritual cluniacense[117]; se ha indicado la consonancia entre los dulcinianos, una secta herética que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XIII y principios del XIV y el movimiento de emancipación comunal en la zona montañosa de Valsesia (en la Lombardía)[118]; en 1429 en la ciudad de Lynn (Inglaterra) fueron condenados por lolardos tres burgueses miembros de la élite gobernante del municipio, hecho afín con la lucha de los vecinos contra el obispo, conflicto que se prolongó durante el siglo XVI[119], y se ha postulado que la herejía cátara fue patrocinada por las oligarquías urbanas que defendían su independencia oponiéndose tanto a la intromisión del pontífice como a los caballeros del norte[120]. Es de importancia retener este aspecto de los estudios por cuanto nos muestra que aun cuando se hayan dejado de lado en los últimos años las luchas comunales, el tema volvió forzosamente desde otro abordaje confirmando de manera indirecta la perspectiva de la gran tradición historiográfica.

Por otro lado está la espiritualidad, que puede inscribirse en un amplio diseño histórico que esclarece la interpretación de Romero.

Según el concepto usual la Edad Media fue el imperio de la religiosidad cristiana y el siglo XVIII el de la secularización, habiéndose constituido así dos polos disímiles unidos por el largo progreso de la razón, pero en realidad esa percepción corresponde mucho más al itinerario de la élite que al que recorrió  el pueblo. Esto se afirma de un modo general para remarcar la inversión medular del concepto tradicional, porque el siglo XVIII marcó una fase de descristianización de las élites siendo a la vez un período de elevada religiosidad cristiana del pueblo. Fue entonces cuando se dieron casos que se acercaban al esquema que Romero había planteado para la Edad Media sobre heterodoxos que llegaron al ateísmo, y es lo que sucedió con janseístas de la burguesía francesa que habían evolucionado desde el siglo XVII. Su oposición a los jesuitas y a la Iglesia, su rigorismo moral y su espiritualismo agustiniano emparentado con el cristianismo primitivo, condujeron a algunos de sus adeptos hacia el liberalismo de Voltaire y a la ruptura con la religión (y es posible que esas experiencias hayan influido para que los historiadores vieran en las herejías medievales una senda hacia el ateísmo)[121]. Con la industria moderna le tocó el turno al proletariado (o por lo menos a una buena parte de éste) volverle la espalda a la fe, y cabe decir que esa descristianización ilustrada tenía sus precedentes en los ámbitos urbanos del segundo milenio, aunque no como evolución lineal. En consecuencia, la imagen general del proceso que hoy podemos hacernos es la opuesta a la que tuvo la historiografía clásica liberal, y estuvo signada por dos procesos contrapuestos. A nivel del pueblo se avanzó del no cristianismo o del cristianismo a medias, resultado de una evangelización parcial y defectuosa en época temprano medieval, a un cristianismo dominante en la sociedad agraria europea de los siglos XVIII y XIX. Esa preponderancia la atestiguó Alphonse Daudet en Lettres de mon moulin apuntando que la Provenza católica dejaba descansar la tierra los domingos (notre belle Provence catholique laisse la terre se reposer le dimanche) porque los aldeanos concurrían masivamente a la misa (masividad que en época carolingia estaba lejos de alcanzarse)[122]. A nivel de la élite, por el contrario, se partió de una cristianización más o menos densa, aunque con claroscuros en el plano doctrinal, y se fue hacia una descristianización creciente caracterizada por la secularización iluminista. Ésta fue la expresión de la gradual disminución de la influencia ideológica de los eclesiásticos entre la clase dominante, lo que se correspondió en definitiva con la pérdida de posiciones de la Iglesia entre las fuerzas de la nueva clase capitalista.    

En suma, los historiadores concuerdan en que hubo un principio de compenetración popular con la fe cristiana en la segunda Edad Media, cambio que entrañó una révolution intérieure des consciences[123]. Detrás de esta opinión compartida, que fue el punto de llegada de un proceso no simple, se trastocó un concepto de religión cristiana como esencia atemporal (concepto que tenía Feuerbach) por otro de sistema cultural sujeto a cambios, variación en la que Engels tuvo participación[124]. Con esto se abrió la problemática a la consideración de diversas religiosidades de acuerdo a los diversos sectores sociales de creyentes, problemática de la sociología de la religión que sobrevuela en los análisis de Romero.

Esto significa que el concepto de religiosidad no se diluye en el conjunto de fieles y en consecuencia palabras como anticlericalismo o herejía ocultan más de lo que revelan si esta materia no se aborda por sector.  Como dijo Max Weber, los caballeros consagrados a la guerra, los campesinos, los capitalistas manufactureros o los comerciantes por un lado, y los que genéricamente llamaríamos humanistas por otro, tuvieron de manera natural distintas tendencias religiosas, y aun cuando esos grupos no determinaron el carácter psicológico general de la religión, sí influyeron en sus caracteres específicos siendo especialmente pronunciado el contraste entre los primeros sectores y los segundos[125]. Este criterio, que de una u otra manera aparece siempre en la obra de Romero, ya estaba en el análisis de Friedrich Engels sobre el movimiento campesino de fines de la Edad Media y principios de la Edad Moderna[126]. No dejó de aceptarlo Antonio Gramsci dándonos una muestra de su indefectible actualidad, al sugerir que la Iglesia católica siempre luchó para que no se formaran “oficialmente” dos religiones, la de los “intelectuales” y la de las “almas simples”[127]. Algunos historiadores, llevados por las evidencias o por la teoría, adoptaron de facto o conscientemente ese criterio sociológico que elude al “hombre religioso”, un símil del homo oeconomicus[128]. También evita la esterilidad conceptual de las tan habituales clasificaciones binarias, y como derivado natural de esta premisa no puede aceptarse que haya una única unidad de sentido en la religión.

En este punto enfrentamos el reduccionismo sociológico generalizante que tiene su simetría en algunas de sus oposiciones críticas. Una de ellas fue la que protagonizó el germano occidental Herbert Grundmann (1902-1970) cuando reaccionó contra lo que consideró excesos de los historiadores que trataron a las herejías como movimiento social casi proletario, oponiéndose así al trabajo realizado desde la República Democrática Alemana por Heinrich Sproemberg (1889-1966)[129]. Valorizó Grundmann la entidad específicamente espiritual de las herejías y las consideró un movimiento religioso (Religiöse Bewegungen) y no social. En gran parte su argumento se basó en la heterogeneidad del reclutamiento de los herejes, y de ello derivó la imposibilidad de atribuirles un origen social uniforme, como por ejemplo decir que todos provenían de los tixerans

Si se observa con atención, el argumento de Grundmann invalida más bien el sociologismo general abstracto pero no invalida el enfoque sociológico concreto en su nexo concreto con una espiritualidad determinada, sobre lo cual giraron las consideraciones de Weber y sus sucesores en el tema entre los cuales debemos contar a Romero, aunque mantuvo innegables diferencias con el análisis de Weber según veremos. Efectivamente, si se apunta a las múltiples dimensiones de la propuesta herética (lo que le permitía a sus portadores acercarse a variados actores del disenso religioso) junto a su unidad elemental dada por el rechazo de la mediación eclesiástica (lo que habilitaba la recepción de la herejía por todos aquellos que por distintas razones coincidían en cuestionar esa intermediación de la Iglesia con Dios), estamos en condiciones de dilucidar las razones específicas por las cuales esa propuesta heterodoxa podía ser aceptada por un tejedor o por un caballero. Cada uno podía tener sus propias razones sociológicamente fundadas para adherir a una propuesta de esa idiosincrasia, y de hecho la persecución de los lolardos llevó a que Enrique IV suspendiera los privilegios de la universidad de Oxford entre 1407 y 1411, lo que habla de que esta heterodoxia tuvo un punto inicial con Wycliff y sus discípulos en el medio intelectual para pasar luego a ser acogida por los caballeros (los lollard knights) y se difundió finalmente entre los artesanos[130]. Importa destacar aquí que la misma concepción fue asimilada por distintos sectores y cada uno de ellos pudo tener sus particulares razones para adoptarla. En esta mención se recorrió gran parte del arco iris sociológico visto a través de estratos bien delimitados, a lo que puede añadirse una categoría más amplia e imprecisa en algún aspecto como la de los marginados, categoría que hace referencia a los que habían perdido toda o gran parte de sus posesiones inmuebles, pero que también puede usarse con relación a los que, aun teniendo posesiones, por sus oficios o por su rol en algún estamento eran socialmente desacreditados.

No es ocioso señalar que teniendo en cuenta esto, el concepto de populus christianus originado por el bautismo no dejó de ser una fórmula de la epidermis ideológica que encubría diferencias y oposiciones. La precisión nos previene ante la Reforma de Gregorio VII que parecía adoptar a todas las clases, y que justamente por esa apariencia se desfigura si se la reduce conceptualmente amplificándola como un fenómeno genérico. Por cierto, si pasamos a enfocar a la religión sin desvaríos metafísicos como el que supone un único cristianismo o una Iglesia total (cuestión que veremos en la cuarta parte), la perspectiva cambia ante una pluralidad de religiones en la religión cristiana, surgiendo una diversidad incluso contradictoria en tanto expresión de antagonismos, sobre lo cual Hegel tuvo una discernimiento penetrante[131]. Dicho de otra manera, ni la Iglesia ni la religión cohesionaron a la sociedad sino que más bien implicaron agudas discriminaciones y enfrentamientos, a pesar de que tampoco establecieron una diversidad atomizada y estática. Más bien delimitaron grupos sociales que interactuaban, como ocurrió con las solidaridades religiosas de los artesanos.

Esto apoya al criterio weberiano, e incluso nos habla de no restringir los matices si con ellos se captan diferencias, porque aun eludiendo la simplificación de una sola iglesia, otras taxonomías de laboratorio pueden acotar con anteojeras predefinidas nuestra percepción, peligro que Romero evitó en sus descripciones por variadas facetas. Por ejemplo, es insuficiente dividir entre  religión clerical y letrada por un lado, y religión popular y oral por el otro (y aquí tenemos una de las más frecuentadas taxonomías binarias). Pero el meollo no está solo en la insuficiencia. Cuando se clasifica, la no adecuación entre un preconcepto rígido y lo observado no tarda en aparecer, porque las cosas no se dividen muchas veces como dictamina el fabricante de casilleros, y se afirma esto teniendo en cuenta que el número de alfabetizados aumentaba en las ciudades de la Edad Media y que hubo clérigos letrados que se fundieron con el pueblo común. En oposición a un encasillamiento absorbente, paralelo a la dicotomía (falsa en términos categóricos) de cristianismo o folclore, conviene aterrizar desde la imagen que sobrevuela en el éter del sociólogo devenido historiador a las sensibilidades religiosas socialmente determinadas, otorgándole a ese paradigma construido el mero papel de preceptor gnoseológico. Por este camino llegamos al racionalismo práctico diferenciado del que habló Weber, o más bien a prácticas razonables en su estado real y por eso mismo no liberadas de las impurezas de la historia, que es lo que desentrañó Romero. Esa praxis heterogénea de los actores del pasado y sus conexiones en profundidad con la estructura no se aprecia en tipos ideales sino en figuras típicas de la realidad (que es la operación de Romero y que es la operación característica del historiador), con lo cual este último aun habiéndose apropiado de una partícula de Weber se aleja de su formalismo especulativo para interiorizarse en matices que solo aparecen ante nuestros ojos con el examen que desagrega analíticamente lo que ante una primera mirada aparecía como compacto.

 Ahora bien, de las muy interesantes proyecciones sobre la interiorización religiosa que se hicieron en la interpretación de diferentes campos de la cultura (por ejemplo, desde la historia social del arte)[132], el análisis lógico sobre su determinación (lo que acarrea saber sobre su génesis) no ofreció la misma unidad de criterio, y los razonamientos se superpusieron sin resolver la pregunta. Escapa al objetivo de esta contribución recorrer esas respuestas insatisfactorias; es suficiente con decir que en la resolución de Romero, que remite a la práctica social, se encuentran fructíferas vías de razonamiento infinitamente superiores a las elucubraciones de muchos académicos actuales (que van desde hacer descansar el cambio de la religiosidad en las escuelas catedralicias en una sociedad en la que solo estaban alfabetizados unos pocos a hablar en general de la nueva espiritualidad colectiva sin saber cómo se generó). 

En Romero la densidad de su propuesta se debilitaba ante ese material empírico que develaba esa cercanía entre el hombre y Dios, y que como historiador riguroso le resultó imposible desconocer. Efectivamente, en su croquis de la larga marcha hacia el ateísmo se interponían manifestaciones de fe desde el año 1050 aproximadamente, algo que explicó por la vigilancia de la Iglesia sobre los signos exteriores de la creencia. Con ello la ritualidad se habría convertido en una obligación hacia la sociedad, independientemente de la fe que cada uno guardaba en su conciencia. Era un ritual persistente destinado a conservar una religiosidad que carcomía el naturalismo. Así, al no aceptar que la liberación de la naturaleza acercaba al hombre a Dios, lo que a primera vista parece paradójico, adjudicó las manifestaciones del cristianismo popular a una presión externa. Fue una explicación indigna de su talento.

3.3 Crisis y orden del mundo feudo burgués: reseña y actualidad.

En su obra póstuma como medievalista, dedicada a los siglos XIV y XV, Romero profundizó lineamientos que había establecido en La revolución burguesa. Las sublevaciones de los gremios contra el patriciado constituyen el tema predominante. Enunciar esos conflictos expone su relieve.

Ya en el siglo XII comenzaron en algunas ciudades, como Milán, las tensiones entre los patricios y los miembros del artesanado que presionaban para obtener mayor participación política. Ese tipo de conflicto aumentó en la siguiente centuria. En París en 1250 los artesanos medios y pobres se rebelaron contra los más ricos y encumbrados. En Lieja el motín estalló en 1253 y repercutió en muchos lugares de los Países Bajos y de Francia; la inquietud se extendió a Italia desde mediados del siglo XIII abarcando a Parma, Siena, Novara, Pistoia, Brescia y Pisa; en 1263 los oficios de Londres se alzaron contra los patricios. Hacia 1270 hubo conflictos en Caen, Orleáns y Beauvais; en 1274 se sublevaron los tejedores y bataneros de Gante; reprimidos por el conde de Flandes, la insurrección recomenzó en 1280 y se extendió a Douai, Ypres y Brujas, en Flandes, y en Provins y Ruán, en Francia.

 Retengamos la presión de los minuti de Florencia que en 1293 lograron una efímera participación en el gobierno; los avatares de la intervención del popolo minuto en el gobierno de Siena entre 1283 y 1377; el movimiento de los oficios contra el patriciado de Brujas en 1302 cuyas repercusiones se extendieron por ciudades de Flandes y Brabante (algunos historiadores consideraron esta ola como la probable primera revolución política y social de Europa); el alzamiento que dirigió Jacques van Artevelde en Gante en 1338, donde los tejedores fueron los más radicalizados; la sedición de Lieja de 1343 que estableció el gobierno de las corporaciones; la revolución de Estrasburgo, desatada en 1332 y que al cabo de dos años logró igualdad de derechos políticos para los artesanos; los logros parecidos alcanzados en otras ciudades alemanas como Colmar, Basilea y Zurich; la rebelión de artesanos de Magdeburgo en 1330; la imposición de Simón Boccanegra como duque de los sectores populares contra el patriciado de Génova en 1339; el movimiento de  la burguesía de París en 1356 a la cabeza de la cual se puso el preboste de los comerciantes Etienne Marcel; el de Cola di Rienzo (notario de la Cámara apostólica, es decir, encargado de las finanzas papales) contra el Papado en 1347; el nuevo levantamiento de Lieja en 1369 por el cual los gremios restablecieron su participación en el gobierno; el motín de Lisboa de 1371 dirigido por el sastre Fernando Vasques; la gran insurrección de Gante de 1379, que se extendió a Brujas e Ypres con los tejedores dirigidos ahora por Phillipe van Artevelde; la harelle, que fue una asonada contra el patriciado de Ruan de 1382; las violencias de Colonia en 1396, provocadas por los artesanos; los movimientos similares de Lyon a principios del siglo XV; las tensiones de Barcelona en ese mismo período entre la alta burguesía organizada en la biga, y los menestrales, los buscaires, que lograron imponerse en 1453.

Este tema ha sido considerado por los historiadores constituyendo ya un tópico del medievalismo en el cual el libro que comentamos ha tenido su influencia[133].

Ante todo subrayemos lo ya adelantado acerca de que las interpretaciones que se han realizado en los últimos tiempos coinciden con la elucidación global que ha realizado Romero, en el sentido de que se trató de nuevos estratos burgueses emprendedores que operaron para encontrar su ubicación en los gobiernos urbanos. En consecuencia la conquista del poder por la gente de los oficios representó la sustitución de una oligarquía por otra y nunca ese nuevo sector tuvo intenciones de ampliar la representación popular. Estas consideraciones llevan a decir que no se trató de una lucha de clases, a pesar de que ésta se insinuó en determinadas coyunturas debido a la participación del proletariado urbano. Por otro lado si bien estos movimientos significaron en el corto plazo una renovación de lo que existía, debe tenerse en cuenta que detrás de esas nuevas élites se movilizaron otras capas urbanas, con lo cual esas conmociones adquirieron otra significación política en el largo plazo.

Los componentes sociales y económicos en los que se insertaron estas luchas ocupan un lugar destacado en este volumen póstumo de Romero.

Crisis y orden se abre con un reconocimiento de la contracción económica del período, pero el fenómeno más característico de esa contracción no estuvo en el descenso demográfico, el tema que se iba a imponer en los estudios que de las décadas de 1970 y 1980, ni tampoco en la transición del feudalismo al capitalismo, sino en la mencionada agitación urbana.

Establecido este punto Romero reconstruyó los procedimientos por los cuales el patriciado se había constituido en una élite de las sociedades urbanas. Además de la formación de asociaciones de parentesco de la élite urbana (fenómeno que los medievalistas valorizaban en el mismo momento en que Romero escribía y que en años posteriores adquirió carta de ciudadanía en la especialidad)[134], el proceso se relacionó con una política transaccional que le permitió a esa élite aproximarse a los nobles originando así la sociedad feudo burguesa. Este proceso se verificó en el interior de otro más amplio de intensa movilidad social, aunque ésta no se concretó en todos lados por igual. Se muestra esta diferencia en la nobleza, porque en las tierras al este del Elba, donde fue débil la economía monetaria,  la nobleza acrecentó su poder, mientras que en muchas zonas de la Europa central y occidental sufrió cierto menoscabo, especialmente en las regiones más mercantilizadas. Este cuadro coincide con análisis que se proponían en esos años[135]. De igual modo coincide con estudios del período la afirmación de que en Inglaterra los nobles se adecuaron rápidamente a la nueva situación produciendo lanas para su industria textil[136].

Pero a Romero le concernió menos el aspecto económico que el sociológico cultural (la cortesía, el lujo, las refinadas formas del ocio, las fiestas y los torneos). Esa nobleza no era uniforme, porque nuevas capas de ella se incorporaban a sus filas, y además su estructura estaba diferenciada porque con las capas más elevadas convivían en ese estrato bastardos, segundones de una casa noble, y primogénitos de una casa pobre, grupos que buscaron en los ejércitos mercenarios demostrar sus cualidades para ascender. Algunos decidieron entrar abiertamente al mundo de los negocios, afirmación que rehúye la catalogación estereotipada del grupo social, lo cual confirma la investigación específica, y esta conclusión tiene consecuencias para la interpretación histórica general[137]. La existencia de capas de la nobleza, que implicaban su renovación en tanto había ramas ocupando los lugares de otras que se debilitaban o directamente se extinguían, fue una cuestión tratada por los historiadores a partir de análisis concretos[138]. Por su parte un tema que le preocupó a Romero como la sociabilidad aristocrática relacionada con las formas culturales y con la dinámica política (que comprendía el rol de los bastardos) había sido estudiado por Norbert Elias en un libro publicado en 1938 y que recién en la década de 1980 entraría en la consideración admirativa del mundo académico[139]. Las fechas importan aquí porque seguramente Romero no conoció la obra de Elías y sin embargo se revela un paralelismo en el argumento, porque si Elias puso de relieve el papel autoritario que tuvo la corte francesa para imponer hábitos, Romero habló de reglas rigurosas e inflexibles, así como de tácitas sanciones destinadas a condenar a quienes las incumplían marginándolos.

Pero la semejanza esconde diferencias. Elias asentaba su exploración del aprendizaje de los modales aristocráticos en un esquema en parte evolucionista (el individuo interiorizaba reprimir una conducta instintivamente emocional aprendiendo a dominar sus impulsos a partir de la coacción que sobre él ejercía el medio en el que se desempeñaba), y en parte difusionista (de la corte de París se extendía a las otras cortes europeas y de allí a las distintas capas de la sociedad). Romero por el contrario, sin atarse a un esquema prefijado, se movió en el análisis de manera más desenvuelta. No profundizó en comportamientos como lo hizo Elias (basado en testimonios prestigiosos como el de Erasmo) pero al liberarse de los esquemas evitó simplificaciones que, en defensa del modelo, aminoran la complejidad del proceso histórico real (por ejemplo, Elias subestimó las resistencias que esa difusión encontró en distintos lugares, y olvidó plataformas secundarias de difusión cultural como la que representó Inglaterra sobre el resto de Gran Bretaña o Alemania sobre países de Europa Oriental). Esta cuestión de no atarse a ningún anteproyecto sino a lo que el proceso histórico le dicta al historiador (lo que supone por parte de éste capacidad de captarlo en su complejidad) es de capital importancia metodológica.

En ese contexto, nos dice Romero, se afianzó el patriciado que también se cerró como clase, y aceptando la tradición de la sociedad feudal institucionalizó sus privilegios demostrando que tendía a formar un bloque con la nobleza. A partir de esta ubicación socioeconómica el lector de Crisis y orden se interna en los rasgos culturales, y podrá advertir en ciertos momentos una más profunda afinidad parcial con Elias. Esto se da especialmente cuando Romero describe cómo el patriciado adoptó de la aristocracia no solo usos económicos (como el señorío) sino también la dignidad del porte y del trato, del lenguaje, del sentimiento y de la sensibilidad, de los altos sentimientos. Pero a su vez la concepción de vida burguesa se deslizó hacia la vida cortesana, y por consiguiente, a diferencia de Elias, su tratamiento no es un flujo en una sola dirección (de arriba hacia abajo para apelar a una imagen un tanto vulgar pero expresiva), sino de interacción entre las partes en la medida en que el burgués aportaba su cuota de sociabilidad en el ámbito aristocrático que frecuentaba. Todo esto a su vez ampliaba la separación sociológica, porque en las ciudades la desigualdad entre ricos y pobres que había abrazado a toda la sociedad se repetía intensificada, así como también se repetían las diferencias sectoriales entre un patriciado noble de origen señorial y otro burgués, distinción que han confirmado los especialistas al hablar de cuestiones sociológicas o económicas, pero que no siempre se tuvo en cuenta al hablar de la situación cultural[140]. En este sector estaba el mercader conocedor del mundo y en consecuencia provisto de una nueva sabiduría viva y espontánea, que era hija de la experiencia[141].

Ante esta situación solo los oficios organizados lograron tener una consistencia social comparable a la del patriciado, y actuando solidariamente desafiaron su autoridad. No obstante su punto débil era su falta de cohesión, inevitable porque maestros, compañeros y aprendices pertenecían a diferentes estratos sociales. Los maestros artesanos sobre todo lograron constituir una oligarquía en muchas ciudades, y en consecuencia, como ya había adelantado en La revolución burguesa, sus luchas por llegar al gobierno se deben entender en esa mecánica de renovación de las élites. Pero además este movimiento político y social arrastró a otras agitaciones motorizadas por sectores medios y populares, y que eran ocasionadas por la concentración de la riqueza y por las calamidades del siglo XIV.

Con la actividad comercial en auge los recursos del Estado monárquico aumentaron gracias a la fiscalidad; la economía monetaria tuvo un renovado impulso e impactó sobre el campo favoreciendo la sustitución de las prestaciones de trabajo por la renta dineraria así como la acumulación de dinero por campesinos que podían adquirir tierras, todo esto en un contexto de debilitamiento de las relaciones de servidumbre. En estas transformaciones Inglaterra ocupó un lugar de excepción en tanto se comenzaron a cercar campos para dedicarlos al pastoreo, práctica que, como bien se sabe, ha sido una parte esencial del análisis de Karl Marx sobre la llamada acumulación originaria de capital, y nos es dado conjeturar que en este tema Romero tuvo la influencia directa del fundador del materialismo histórico[142]. Esta serie de cambios es lo que permitió una salida ordenada de la crisis y abrir una nueva etapa de expansión a partir de la segunda mitad del siglo XV.

Con esta comprensión del fenómeno eludió Romero la explicación homeostática maltusiana que se impuso en el análisis de las economías anteriores al capitalismo, esquema basado en la alternancia de fases A y B de expansión y contracción demográfica. Esta dinámica sin transformaciones se basa en la sencilla relación entre población en crecimiento y recursos declinantes, desequilibrio que se corregiría con una mortalidad catastrófica, que al estabilizar las variables en juego daría origen a un nuevo crecimiento. Cuando Romero elaboraba sus libros mayores (y en especial el que ahora comentamos) ese esquema había ya ganado adeptos de nota y se convertía en la explicación preponderante entre los medievalistas y los modernistas[143]. Romero tuvo en cuenta la caída demográfica del siglo XIV con sus relacionados efectos calamitosos así como también consideró la recuperación posterior (desde 1450 aproximadamente), pero en ningún momento aludió al mencionado esquema que lleva inserto una connotación estructural funcionalista en la cual el alcance de las acciones de los individuos se reduce a su mínima expresión, en tanto el ciclo está regido por impersonales fuerzas sistémicas. En otros términos, dejó de lado la moda historiográfica que se imponía para concentrarse en las acciones de grupos o clases que respondían a sus propios impulsos, obviamente motivados o condicionados por las circunstancias en las que se desempeñaban. La cuestión revela independencia de criterios y será de importancia tenerla en cuenta a la hora de examinar su análisis de las mentalidades.    

La explicación tiene algunas falencias, como por ejemplo, no haber hablado de la industria rural a domicilio, pero no es ésta una falla de sus estudios sino una mera expresión del estado de la disciplina en el momento en que frecuentaba estos problemas. No se pretende decir que la industria rural a domicilio era desconocida entonces, sino precisar que se la conocía en lugares y tiempos  en la que ese tipo de producción había ya florecido y era indudable su peso en la economía, es decir, en las áreas de protoindustria de la Edad Moderna. Pero el descubrimiento de esta forma de producción fue tardío para tiempos anteriores. Basta mencionar que recién en el año 1974, y gracias a una monografía específica, pudo saberse que en Castilla habían existido “señores del paño” y Verlagsystem en los siglos XIV y XV[144]. El carácter rural de esa industria, generada por aldeanos enriquecidos que han dejado pocos rastros en la documentación, explican las dificultades que el tema le ofrece al investigador.

Si bien las luchas urbanas figuraron en el centro del estudio, no desconoció Romero los conflictos campesinos, y sobre éstos mostró dos facetas en alguna medida contradictorias. Una de ellas está presente al hablar de la jacquerie de 1358, una insurrección del campesinado francés en una coyuntura especialmente crítica en la que se superponían las adversidades naturales de la peste negra a las que ocasionaba la Guerra de los Cien Años con Inglaterra (derrota de Poitiers y prisión de Juan II entre otros avatares). Romero trató esta insurrección como un movimiento emocional que llevó a vengativas actitudes irracionales y no logró organizarse como movimiento político porque los campesinos no tenían claridad acerca de sus objetivos. Esta caracterización es hoy rechazada en lo que se refiere a la irracionalidad de la conducta, aunque en su momento era medianamente aceptada. La otra faceta, que aplicó a la sublevación del campesinado de Flandes  que empezó en 1323 y duró hasta 1328, a la revolución inglesa de 1381, así como a los grandes movimientos del siglo XV de los payeses de Cataluña y Mallorca y de los irmandiños gallegos, fue identificar el objetivo de estas insurrecciones: anular la servidumbre con sus múltiples avasallamientos humillantes y buscar fórmulas igualitarias. Este análisis fue suscripto por los mejores especialistas sobre el tema, y especialmente hoy se ha hecho hincapié en  las luchas por la dignidad de la persona y contra la dependencia señorial[145].    

Uno de los aspectos relevantes en la descripción es el acontecer político, lógicamente despojado de detalles que molestan a la conceptualización y atento a los episodios significativos. Desfilan en las páginas del libro el conflicto entre papado e imperio, la posición de las burguesías urbanas, el enfrentamiento entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso de Francia (en los años iniciales del siglo XIV el monarca rechazó la intromisión papal apoyándose en todos los sectores de la sociedad), la marcha del papado a Aviñón, la crisis de 1378 que llevó a constituir dos sedes pontificias, el movimiento encabezado por Juan Gerson que propició la superioridad conciliar por sobre el papa (como declaró el concilio de Constanza del 6 de abril de 1415), el afianzamiento de las ciudades y de los estados territoriales a medida que se debilitaba el papado y se desvanecía el imperio. En estas condiciones hicieron su aparición tratadistas como Marsilio de Padua y Guillermo de Occam que defendieron la autonomía del poder civil y dejaron indicado el principio de la soberanía popular. Las ciudades tuvieron la prioridad en este avance porque en ellas se realizó el primer intento de crear un Estado impersonal objetivo. En un devenir lento se llegó a la generalización del concepto de vasallo en los estados territoriales, concepto que alcanzaba a la totalidad de los individuos en relación directa con el soberano. Se definía así el primer sentimiento de patria y surgía la política

El realismo político que apareció en este período (al cual ya se hizo referencia) se vinculaba a la vez con la conciencia de clase que adquirió la burguesía, en tanto estos grupos urbanos cuando necesitaron defender su poder o recuperarlo, estrecharon filas y comprendieron el alcance de sus objetos lo que les permitió orientar sus acciones. Muchos testimonios prueban esa conciencia de clase que adquirió una forma oligárquica.

Desde un punto de vista conceptual, estamos aquí frente a una comprensión sobre el mecanismo por el cual se adquiere conciencia de clase por experimentación directa, en el transcurso de enfrentamientos, y que por lo tanto no podía surgir más que como conciencia de oposición a otras clases, explicación que no es muy diferente en este aspecto de la que los historiadores marxistas ingleses aplicaron para el nacimiento de la conciencia de la clase obrera[146].  Sin embargo es posible que el criterio de adquisición de una identidad grupal por experimentación directa sea de más llana aplicación para la situación descripta por Romero que para la moderna clase obrera. Mientras que en esta ultima la relación social se desarrolla en la forma de intercambio entre propietarios de mercancías jurídicamente iguales, y por lo tanto ese mismo intercambio oculta el origen de la plusvalía, la situación descarnadamente desigual que los poderosos defendían llevaba de por sí, vivencialmente, a la conciencia de oposición entre clases. En imposible saber si Romero tuvo en cuenta estas condiciones diferenciadas entre la sociedad moderna y la medieval, pero es evidente que captó que ese acceso inmediato y visible a la desigualdad era ayudado por la visibilidad del estatus, y esta transparencia de situación contribuyó para que la gente de los oficios que estaban postergados se sintiera explotada y sobre todo se sintiera pobre frente a los ricos con lo cual fue adquiriendo también conciencia de sus intereses y deseos. Con todo, la diversidad de actividades debilitaba la cohesión de los subalternos y la claridad con que percibían sus objetivos, y por eso era más difusa su conciencia de clase en relación con la conciencia de los grupos oligárquicos.

Ese pragmático realismo burgués, que adoptaron también los sectores populares, tuvo su repercusión en Maquiavelo que teorizó sobre situaciones políticas reales, caracterización sobre el fundador de la ciencia política que hoy es avalada por los especialistas[147]. Esa disposición realista se puso plenamente de manifiesto cuando el autoritarismo comenzó a predominar en las ciudades y el poder pasó a ser concebido como un fin en sí mismo, como hicieron los condottieri que basados en milicias por ellos organizadas se encargaron de los gobiernos urbanos de Italia, deviniendo luego en signori que actuaron a voluntad aplastando a las sociedades contractuales establecidas en un principio. Este cambio coincidió con la transformación de los estados urbanos en estados territoriales. Estos últimos fueron sociedades transaccionales feudo burguesas, y en ellos imperó el mencionado realismo, lo cual obviamente nos conecta una vez más con Maquiavelo. Las monarquías por  su parte acusaron cada vez más la influencia de las burguesías urbanas que les proporcionaron consejeros y funcionarios, y en esta situación desarrollaron el derecho romano, las ramificaciones estatales y la burocracia correspondiente.

Con las monarquías fortalecidas afloraron los problemas fiscales que llevaron (en otra muestra de realismo político) a auscultar en cada momento la capacidad económica de la sociedad. Pero esa actitud realista se muestra acaso con más claridad en la aceptación y manejo de situaciones duales, como las que daban la conservación de los privilegios de la nobleza y el reconocimiento de los derechos de los nuevos grupos sociales, la formación de ejércitos que respondían a las monarquías o las tropas mercenarias y la subsistencia de las viejas mesnadas feudales. En esa heterogeneidad, las clases nobles si bien sufrieron el debilitamiento de las relaciones de vasallaje se aferraron al vejo sistema, y en ocasiones si éste no funcionaba lo reemplazaron por alianzas facciosas ocasionales. Castigadas por la crisis se lanzaron sobre los campesinos en actos de bandidaje dando lugar al Raubritter estudiado tradicionalmente por los historiadores alemanes y que la investigación ulterior confirmó para otras áreas[148]. Asimismo se aliaron a la monarquía para aplastar los levantamientos del campesinado, pero en cuanto se enfrentaron con las ciudades se encontraron solos porque las burguesías tenían el apoyo del poder central. Sobre ese poder monárquico actuó a su vez la nobleza presionándolo a veces, enfrentándolo otras y procurando en todos los casos conservar sus privilegios, descripción que reduce en mucho el supuesto carácter moderno de un Estado burgués.  

El libro admite otras reflexiones.

Como en estudios anteriores, las fuentes literarias y las crónicas que le permiten la reconstrucción general de la vida social ocupan un lugar central, y con ellas vuelve a observar, junto a la realidad objetiva, la forma en que ésta era asimilada por los actores. Así con el paso del tiempo, mientras algunos repetían el viejo esquema de oradores, defensores y labradores, otros, despreocupados de los esquemas, mostraban un conjunto social más complejo y variado. Esos testimonios le sirvieron a Romero para develar la trama gruesa de la historia, los comportamientos socioculturales, y atributos vitales  de la economía. En esta última materia se observan algunos cambios.

El primero y más notable es que la descripción es más extensa, abarcando desde el comercio internacional a la sucesión de quiebras de casas comerciales, y desde la moneda de oro a la racionalización de las actividades.

En segundo término Pirenne perdió la centralidad que había tenido en otros estudios a lo que se añadieron algunas fuentes, como el tratado de Francesco Balducci Pegolotti (La pratica della mercatura) o la colección de documentos sobre el comercio que pasaba por Amberes, aunque en este ítem privilegió también las crónicas y los testimonios literarios. En el manejo de estas fuentes muestra una singular perspicacia[149].

Un tercer atributo estriba en una indagación que sin llegar a la magnitud del especialista, supera lo que en otros estudios le había asignado a la economía. Indica que los mecanismos elementales de la oferta y la demanda han comenzado a esbozarse, pero también ve que el Estado o las corporaciones interfirieron en el mercado sometiéndolo a regulaciones: se dispuso sobre la compraventa, se vigiló la calidad y se controlaron precios junto a salarios. No es ocioso decir que estas connotaciones políticas e institucionales fueron ignoradas por notables historiadores económicos como Michael Postan o Guy Bois que escribían en  los mismos años en los que Romero elaboraba, omisión que los llevó a aplicar modernas especulaciones de mercado a una situación como la medieval que, justamente por los procederes que Romero indicó, no la admitía. El hecho es a primera vista sorprendente, porque en ningún momento Romero exhibió un dominio de doctrinas económicas (como sí lo hicieron los medievalistas citados) cuyos esquemas presentan evidentes aproximaciones a Marx, Ricardo o Chayanov. Pero si se mira con más atención la sorpresa se torna revelación (y es una revelación que nos lleva a un lugar que se reitera): la explicación modernizante no tiene cabida si se sigue el proceso histórico real y se soslayan las interposiciones apriorísticas. En consecuencia Romero no llegaba a la teoría desde una plataforma teórica y a través de hipótesis especulativas abstractas sino que se circunscribía a una inteligente descripción fenomenológica que emanó de la lectura e interpretación de las fuentes. Esto conduce a que el lector reciba un permanente flujo de descripciones significativas y en ellas está depositada la totalidad, pero no como sucesión de esquemas sino como discurrir de la historia. Esa totalidad en devenir desmiente las visiones demasiado catastróficas sobre la economía de los siglos XIV y XV. Esto reclama nuestra atención.

Los historiadores de las estructuras agrarias y de la demografía constataron desde la primera crisis agraria de 1314-1318 hasta la salida de la larga recesión hacia 1450 un panorama de dramática mortalidad y de retracción de cultivos. A esa imagen de marasmo se le adjudicaron explicaciones que variaron según las preferencias doctrinarias, y con la atención puesta en las mencionadas variables se prescindió de transacciones comerciales y manufacturas, porciones de la actividad que si se tienen en cuenta reemplazan el retrato de una crisis terminal por otro más matizado. Es lo que hizo Romero y lo que también hicieron algunos destacados historiadores que en la Baja Edad Media detectaron crecimiento del comercio, de la división del trabajo, de la especialización y de nuevas industrias[150].

Este seguimiento del proceso histórico le permitió también amenizar formulaciones demasiado tajantes y con ello responder al carácter no unívoco de la realidad. Así por ejemplo, el poder monárquico absoluto lo consideró expresión de las clases feudales en algunos países y de las burguesías patricias en muchas ciudades, con lo cual corregía una anterior caracterización excesivamente modernizante del Estado. Un análogo procedimiento le permitió rodear con gradaciones a los sectores medios y populares urbanos que constituyeron el grupo más equívoco de la nueva sociedad, el que en unión con los campesinos constituía “el pueblo”. Eran los individuos que podían en las ciudades galvanizarse en brevísimo tiempo como una fuerza temible capaz de producir tumultos e incendios o agredir a las personas de rango superior. Esos sectores urbanos con un talante mucho más reactivo que los campesinos eran pasibles de ser seducidos y utilizados por nobles o patricios como fuerza de choque. Se aprecia en consecuencia aquí de la manera más diáfana que la definición de Romero no remite a una sustancia sociológica sino que está dada por acciones que acoplaban una diversidad de sectores en su oposición a otros componentes del tejido social.

Detengamos un momento la mirada en este tratamiento diciendo que la palabra “pueblo”, que los cronistas emplearon muchas veces con la despectiva connotación de turba multitudinaria y facinerosa[151], en las fuentes por un lado nombra a la “gente menuda” y por otro oculta la heterogénea constitución de los insurrectos urbanos que el mismo relator testigo en ocasiones denotaba, en tanto comprendía a todas las categorías de la población (“mayores”, “medianos” y “menores”)[152]. Estos dos sentidos superpuestos (no se excluyen en esta dilucidación otras acepciones) no son una incongruencia ni tenemos que desterrarlos del relato, porque cuando las fuerzas se unificaban en la acción se instauraba una unidad práctica que justifica su empleo: fue siempre una masa que en jerga sartreana se hacía, se deshacía y se rehacía para rehacerse no enteramente por sí misma sino con la mediación de individuos específicos (líderes de distinto tipo)[153]. En esta línea de consideración, presenciamos una no fijación cósica del pueblo; no fijación no solo porque fue un conjunto que se definía por su vínculo inestable con los dominantes (algo muy evidente en los burgueses) sino porque también se definía redefiniéndose en su articulación interna, es decir, en las múltiples y difíciles combinaciones de las parcelas de la masa. A esa composición inestable se anexaban a nivel de su concepto esos cuadros de mediación, los líderes, que si en apariencia eran externos, configuraron una de sus partes orgánicas. Es lo que Romero ha captado al ver avanzar de manera intempestiva a ese actor insoslayable de los conflictos.

3.4 Cuestiones generales que surgen del análisis concreto.

Estas elaboraciones se desplegaron en un marco cambiante del medievalismo que implicaba aspectos de adecuación de esta obra a ese contexto y aspectos en la cual ésta mostraba su independencia. Hacia 1960 y 1970 alcanzaban un desarrollo importante los estudios sobre estructuras agrarias (precedidos por la descripción geográfica regional) y en la medida de lo posible se incursionaba en las coyunturas captadas a través de precios, salarios y rentas. Esta corriente principal de estudios llevó a que posteriormente se hablara de un período de predominio de la historia económica orientada por el estructuralismo funcionalista. Sobre esto debe advertirse de inmediato que si bien ese análisis tuvo su peso no fue el único durante esas dos décadas, como lo muestran un rápido sondeo de estudios relevantes sobre movimientos sociales, y si bien la obra de Romero se inscribe en esta última familia, esos estudios estuvieron dedicados principalmente a las luchas sociales del campesinado o a las de los oficios (con preferencia sobre el Medioevo temprano o de sus últimos siglos) y no a las tensiones de los burgueses en surgimiento que fue su preocupación fundamental[154]. De esa combinación (historia agraria e interés por determinados conflictos) resultó que el tema de La revolución burguesa quedara paulatinamente relegado, situación que coincidió con las críticas a las tesis de Pirenne. 

Ese interés no se recuperaría en las décadas siguientes de 1980 y 1990, porque si bien las investigaciones sobre historia económica bajo el enfoque mencionado retrocedieron (aunque este retroceso fue también relativo), se desarrollaron los estudios de las mentalidades bajo un enfoque antropológico y estructuralista. No fueron los burgueses los que concitaron la atención sino las manifestaciones cercanas al primitivismo, a lo telúrico. Estos puntos exigen un tratamiento específico porque alrededor de ellos se resuelve la sustancia del aporte de Romero a la disciplina, y en consecuencia se lo tratará en la cuarta parte de esta exploración. Concentrémonos ahora en los problemas más generales que surgen de las dos obras reseñadas.

El primer aspecto a tener en cuenta es que este desarrollo en los dos volúmenes que se acaban de comentar lo dispuso Romero en un croquis muy amplio, porque franqueó la especialidad para observar el despliegue de la civilización burguesa en los siglos posteriores a la Edad Media, y desde esa perspectiva su revolución en el mundo feudal iniciaba un gran proyecto[155]. Éste comprendía el siglo XX, cuando esa sociedad que había visto nacer en textos medievales entraba en una crisis que no solo seguía por lecturas cotidianas sino que también reconocía en su militancia socialista. Ese proyecto enorme, desmesurado, al estilo de los que concibieron Marx, Weber o Schumpeter, quedó, como el de éstos, inconcluso.

Sus elaboraciones, regidas por la respuesta a ese interrogante sustancial sobre la génesis y el destino del mundo burgués, se representan mediante una arquitectura que sin excluir peculiaridades, brindan una visión globalizante y comprensiva. Lo que se vio en la comparación con la obra de Norbert Elias se repite en otras aproximaciones: nunca se dejó atrapar por el esquema, y aun cuando apeló al diseño general de Pirenne para enmarcar sus elaboraciones no se recluyó en ese diseño, simplemente porque ha buscado representar una totalidad en movimiento. La cualidad ha llamado la atención de sus colegas[156].

Modeló el relato describiendo las fuerzas sociales y culturales que se erigieron en una situación de crisis, donde lo creativo convivió con la preservación de elementos tradicionales; encuentro conflictual de creencias e intereses de grupos que desembocaron en equilibrios inestables de los que emergía la fuerza social renovadora. Es aquí donde tal vez se muestra más diáfana su maestría. Captó el origen y el ritmo de la vida sociocultural y sus factores (subjetivos y objetivos) en sus fases de cambio, para lo cual apelaba a la peculiar modalidad de aproximación al objeto del historiador que realiza su trabajo en el terreno de convergencias múltiples de cada plano de la vida histórica.

En el aspecto indicado hay puntos de encuentro, pero también diferencias, con respecto a los parámetros que predominaron desde los años cincuenta. En principio, utilizó un sistema de pares conceptuales para dilucidar los mecanismos sociales: equilibrio / inestable, coherente / en desintegración, cerrado / abierto, absolutamente novedosos; creación personal que se plasmaba en su discurso sin más justificaciones que su operatividad intelectiva evitando toda ortodoxia definida de escuelas. Por otra parte coincidió con la analítica de tipo braudeliana preocupada por la percepción de la totalidad en el largo plazo. Pero mientras buena parte de los estudios se deslizaban hacia una visión estáticamente morfológica o con un movimiento lentísimo (la dinámica estaba en niveles no estructurales como las coyunturas demográficas), Romero no renunciaba a percibir el movimiento de las estructuras, los ritmos diferenciados de su conformación en la política, la ideología o la actividad económica y sus interconexiones en la totalidad. Concibió el examen de la anatomía social solamente como un momento de la investigación, integrable en un análisis procesual que a su vez afirma y corrige, enriqueciendo los caracteres analizados.

En esta línea de trabajo, se negó a seguir los pasos de los historiadores que desde la renovación de los Annales (aunque con la excepción de Ferdinand Braudel) anularon de su campo de observación el hecho político. Tampoco el acontecimiento está ubicado en su exposición como movimiento corto con autonomía propia. Romero se propuso una operación de más sofisticada cualidad: encontrar su significación en el proceso social. En determinadas etapas de su representación, cuando era necesario evidenciar la conformación de un nuevo cuadro histórico, se prestó más atentamente al relato de los hechos políticos, no circunscriptos a espacios limitados, sino tratando de captar la incorporación de áreas de civilización. Describió cómo la asimilación cultural de un pueblo o el flujo comercial entre dos ciudades fue muchas veces resultado de una batalla, de un tratado, de un acontecimiento. En el estudio de la totalidad no expuso entonces la historia política como relato secuencial monocorde, sino que ésta adquiere una importancia desigual de acuerdo al significado que le descubría en las distintas etapas del trascurso de la historia.

Esta concepción de totalidad remite a una imbricación de la estructura real y de la estructura ideológica que denominó orden fáctico y orden potencial, instancias que en su desenvolvimiento no adquirían una supremacía definida. El antagonismo entre sujeto y objeto no fue eliminado mediante un desplazamiento reductivo del peso del análisis hacia un polo de la contradicción, sino que se nos presenta desplegado en la representación del proceso mismo. Esta flexibilidad de tratamiento no lo inhibió para reparar en un marco condicionante (su función en el discurso es sólo referencial), que en el caso concreto del desenvolvimiento burgués es el mercado.

Pero muy especialmente, se interesó por la relación que en el desenvolvimiento social se daba entre las circunstancias de hecho y las concepciones intelectualmente elaboradas para orientarlas. Este perfil se vinculó con la utilización de un tipo definido de fuentes (su apoyatura bibliográfica se exhibe siempre como secundaria): crónicas, textos literarios o de doctrina, que exponen el accionar de los grupos sociales en el conjunto del espacio europeo. Esta última característica es valiosa, ya que nos exhibe un conocimiento asombrosamente amplio de las fuentes medievales desde un extremo al otro de la civilización occidental. Llegaba así en el estudio de la totalidad a representar el entrecruzamiento de situaciones descubriendo la complejidad (no pasible de ser encerrada en un modelo) de la dialéctica entre organización material y orden ideológico. Al mismo tiempo, sin renunciar a la descripción de situaciones específicas, determinados ejes fueron sometidos a un seguimiento particularizado a lo largo del tiempo, como por ejemplo, la evolución de las dos concepciones de autoridad de tradición romana y germánica, o la interpenetración entre realidad e irrealidad, esquema que fue transformado por el progresivo discernimiento que entre una y otra lograba establecer la burguesía.

El problema de las clases sociales tiene una importancia clave en su obra. En su valoración del orden potencial, pero muy especialmente, en el surgimiento de nuevos cuadros históricos, una preocupación impulsó su encuesta: identificar al sujeto histórico, saber cuál era la clase social que imprimiría su peculiar sello a una época determinada, explicar su configuración a través del tiempo. Esta inquietud, que se inscribe en la tradición cultural socialista, se revela fundamentalmente en el análisis de la burguesía.

Cuando estudió las clases rehuyó las definiciones taxativas; más bien fue logrando aproximaciones cautelosas, rodeando al fenómeno estudiado con la descripción de sus determinaciones, poniendo en vinculación al grupo social con el conjunto de relaciones históricas y culturales que lo formaban en un acontecer cambiante y siempre inacabado, evitando su cosificación. En su imagen la burguesía surgió como grupo social inmaduro, vacilante, que trataba de encontrar su lugar entre las clases sociales ya establecidas, precisando sus formas de vida social y de mentalidad. La diferencia que se establece en este aspecto con la rigidez definitoria de la escuela jurídica institucionalista (que en muchos lugares prevalecía en el momento en que Romero escribía) es abismal.

Al colocar el acento en el estudio de la burguesía focalizó su atención en las formas de vida que se desplegaban dentro de las ciudades. Comprendiendo las relaciones que se daban en este espacio pudo ver la tendencia de evolución hacia el mundo moderno. En ese espacio urbano descubrió desde el siglo XI el nacimiento de una nueva experiencia psicológica que se contraponía a la que se había instituido en el espacio rural. En ese marco reconstruyó las peculiaridades de los comportamientos del nuevo actor en el escenario ciudadano, sus modales, sus costumbres, sus formas de goce y de erotismo, que incluyeron desde el tratamiento de reducidos medios populares como la taberna, el mercado o la plaza, hasta las expresiones artísticas refinadas de la arquitectura, la pintura o la literatura. En el conjunto de estas actitudes se permitió descubrir la disidencia de la burguesía, su accionar revolucionario en una dimensión que superaba el plano político para alcanzar una ruptura más abarcadora y profunda.

Como parte de las cualidades de los grupos sociales, ya sea de la nobleza o del patriciado, indagó en sus dimensiones subjetivas captando el conjunto de elementos (situación socioeconómica, creencias, formas de vida, experiencias, desafíos impuestos por circunstancias anteriores) que formaron la conciencia de clase. Pero este sentimiento grupal se definió también en la oposición entre estratos sociales; es por eso que en las coyunturas conflictivas descubría con mayor nitidez los perfiles socioculturales de las clases. En el juego de oposiciones entre grupos dominantes y subalternos desenmascaró sus antagonismos localizando, en la acción misma, procesos espontáneos surgidos de cada grupo social que reaccionaba según las exigencias de circunstancias inmediatas.

En su indagatoria sobre la conciencia de clase se reconocen dos perspectivas. En determinados pasajes la observación se situa desde el punto de vista del historiador que registró las experiencias de los grupos sociales con sus respuestas prácticas, las sistematizaciones ideológicas que posteriormente maduraban para proyectarse sobre la realidad y sus resultados operativos. En otros momentos cedió la palabra a los sujetos para sorprender su propia representación social. El mundo subjetivo de las clases se armó en la confluencia de estos puntos de vista combinados, y es así como la dimensión subjetiva de los actores no la vemos consumirse en sí misma. Por el contrario, tiene asignada una función activa en la disposición de nuevas realidades históricas, que surgían entonces de las resistencias y concesiones de los grupos, y que paradigmáticamente se reflejaron en el ordenamiento transaccional que denominó feudo burgués.

Estos desplazamientos continuos del análisis, que otorgan al relato un dinamismo absorbente, están a su vez atravesados por una bipolaridad complementaria. Es la que se dio entre la cultura madura de la élite que elaboraba líneas de pensamiento teórico y las imprecisables creencias atávicas, las normas consuetudinarias de los grupos sociales plebeyos. Estas dos tradiciones confluyeron por distintos andariveles en la hechura de una realidad múltiple y de difícil aprehensión. Estas tradiciones impusieron también la circulación de flujos culturales, que no sólo actuaron en forma horizontal dentro de una misma clase, sino por interpenetraciones verticales que pasaban de una clase a otra, de arriba hacia abajo y viceversa. Esta forma de estudio muestra su riqueza en la talentosa descripción de la mentalidad cristiana feudal, que fue fundada en la trascendencia, donde la causalidad natural no existió sin lo sobrenatural. Esta interrelación de los mundos, esta fuerza social de la irrealidad sobre la realidad, se construyó en base a la confluencia de tradiciones de distinto origen y complexión (romanas, celtas, germanas, hebreo cristianas, musulmanas; eruditas y populares).

En la actualidad, cuando una parte de los  medievalistas se ha inclinado por la antropología histórica desmembrando la totalidad en partículas descontextualizadas, esta concepción de Romero adquiere un valor programático. Las objeciones que ahora se formulan a la posibilidad de realizar una síntesis de las relaciones múltiples de la vida social, no son novedosas. Ya Romero había relativizado los argumentos de Dietrich Schäfer, quien en su libro Geschische und Kulturgeschichte, aparecido en 1891, había juzgado ese esfuerzo como irrealizable. La misma obra que aquí se examinó desmiente la pretendida imposibilidad de la historia total: su abandono como proyecto responde más bien a vocaciones empiristas, a la incompetencia para exponer las complicadas conexiones, a prejuicios culturales al gusto por la moda o a otros factores. Estas cuestiones, el encuadre metodológico y las perspectivas que para el medievalismo plantea la obra de Romero es lo que se verá en la cuarta y última contribución.

4. Romero medievalista. Balance, cuestiones metodológicas y perspectivas

4.1. Después de Pirenne.

La aceptación o el rechazo de las tesis de Pirenne a través de los años, nos introduce en la historia del problema.

En el acápite sobre las primeras dos décadas de Romero como medievalista se aludió a las débiles interpretaciones que el positivismo aportaba al conocimiento de la historia en los inicios del siglo XX, situación que explica en parte la aceptación de las tesis de Pirenne entre buena parte de los más lúcidos historiadores. Este condicionamiento historiográfico debe considerarse junto a los atributos personales, porque tanto por su situación económica y social como por su conocimiento de idiomas y su talento para trasmitir hipótesis audaces, adquirió Pirenne tempranamente una reputación mitológica a la que contribuyó el establishment belga promoviéndolo a figura nacional, fama que perpetuaron sus discípulos[157]. Todo esto contribuyó para que su tesis sobre el cierre y la apertura del Mediterráneo al comercio europeo con la sucesión de economía natural y economía monetaria y la correspondiente irrupción de la burguesía urbana fuera aceptada, en especial por los historiadores que no hicieron de la economía el centro de su interés y por los sociólogos históricos. Pero en otro plano, y prácticamente desde su mismo enunciado en 1923, este esquema fue objetado por los especialistas.

Como sucede a menudo en una disciplina de base empírica, el pequeño paradigma sobrevive precariamente ante el nuevo registro de hechos. De manera gradual algunos acorralaron a la tesis de Pirenne mostrando que en los siglos IX y X había más mercados de los que él creía, y desde la teoría se explicaron cuestiones del marxismo que los marxistas ignoraban. Comencemos por el cambio en la situación teórica, aunque aclaremos que ésta se basó también en informaciones históricas concretas, y por consiguiente incidencias doctrinales provenientes de la teoría y datos históricos se compenetraron en el cuestionamiento.

En el plano de la teoría económica la concepción de Pirenne, afín a la de la economía clásica de Adam Smith, fue objetada desde el materialismo histórico (el influjo de la ortodoxia neoclásica, extrañamente mezclado con analítica marxista, y que implica un limitado retorno a Pirenne, recién se inició en la década de 1990). Algunas de las cuestiones teóricas que los mismos marxistas del momento habían dejado de lado eran tan elementales para el sistema doctrinal de éstos como que el capitalismo se fundamenta en una relación social de producción que se desarrolló en un período determinado, y como tal no se confunde con el antiguo capitalismo comercial. El iniciador de este criterio en el estudio del pasado, cuya novedad se debía al olvido de Marx, fue Maurice Dobb.

Su conocido libro sobre el desarrollo del capitalismo se iniciaba con una crítica a los supuestos efectos revolucionarios del capital mercantil en el feudalismo[158]. Reveló que el comercio por sí mismo no había tenido efectos disolventes sobre el feudalismo, e ilustró su tesis con Europa oriental durante la Época Moderna. Allí hubo un intercambio muy activo entre los cereales y las manufacturas de Occidente, pero ese desarrolló llevó a lo que Engels denominó la segunda servidumbre en lugares como Polonia y Alemania Oriental, y también la ilustró con la zona de Londres donde hubo un mercado de importancia en la Edad Media sin que se eliminara el manor. A su convincente argumento le agregó la teoría de Marx sobre la fuente de ganancia del capital mercantil en procesos precapitalistas. El propietario de capital dinero en la Edad Media que no compraba fuerza de trabajo absorbía valor en el proceso de la circulación mercantil a través del intercambio de no equivalentes, e instalado en esa forma de percepción del beneficio no tenía ningún interés en cambiar las condiciones en las que se fundaba su ganancia. Dobb derribaba con una demostración contundente la ilusión de una gran burguesía comercial revolucionaria en el Medioevo, y en consecuencia el comerciante de la ciudad no determinó un foco del cambio hacia el capitalismo. Tampoco lo concretó el artesano, apresado por las limitaciones del gremio que impedía aumentar las cuotas de producción. Aun en el caso de que la ganancia se produjera, o que ésta estuviera en manos de un capitalista externo (un negociante de largo radio, por ejemplo), el sistema corporativo impedía la compra de más medios de producción o de más fuerza de trabajo que la que estaba en la unidad familiar. Por este lado empírico Dobb recordó que el modo de producción capitalista había nacido en el ámbito rural, con el Verlagssystem, o sea, en el sistema de cooperación que Marx también había tratado en su obra cumbre.

En todo esto en que predominaron evoluciones económicas cabe preguntar si  las luchas sociales habían tenido algún papel en cómo se vio entonces el proceso de transformación. La respuesta es afirmativa, pero esa lucha estaba encasillada en un rol definido. Así por ejemplo, Dobb interpretó la crisis del feudalismo como un resultado del funcionamiento del modo de producción, en tanto los gastos en permanente aumento de la clase de poder y la imposibilidad de satisfacerlos por una supuesta inmovilidad técnica de la producción, llevó a que aumentara desmesuradamente el nivel de explotación social para lograr el aumento de la renta señorial, lo que terminó por agotar a la fuerza de trabajo. En una imagen didáctica afirmó que el resultado del feudalismo fue extenuar a la gallina que ponía los huevos de oro para el castillo (to exhaust the goose that laid golden eggs for the castle), y la crisis se precipitó en el siglo XIV como un fenómeno endógeno, inherente al modo de producción, y no como fenómeno externo comercial[159]. O para ser más precisos, Dobb no negó esa influencia externa que Pirenne creyó venida desde afuera de Europa, sino que la resituó como una causa secundaria (y esto muestra la fuerza argumental de Pirenne). En esto retomó un aspecto conceptual genérico de Marx diciendo que the dissolving influence que pudo haber tenido el comercio sobre el viejo orden dependió del carácter de este sistema, de its solidity and internal articulation[160]. En esas circunstancias de declinación entraba a jugar la lucha de clases debido a que los señores podían reaccionar intensificando el feudalismo, es decir, imponiendo condiciones muy gravosas y bloqueando el proceso de transformaciones, o bien podían ceder ante la presión de los campesinos y liberaban relaciones hacia el capitalismo. El primer caso puede ilustrarse en la historia de España; el segundo en la de Inglaterra, ya que las reivindicaciones pedidas por los campesinos en 1381 terminaron por cumplirse en el mediano plazo, cuestiones que también fueron postuladas por distintos especialistas en la historia inglesa[161]. Hemos visto que Romero aludió a estas distintas reacciones.

Otro aspecto del problema estuvo en los fundamentos históricos del sujeto que protagonizó las rebeliones comunales, es decir, en el problema del origen del patriciado. En el cuadro histórico que diseñó Pirenne, la génesis no solo comercial del burgués sino también exógena al sistema, instituía la noción de extrañamiento del nuevo sujeto con respecto al señorío y su consecutiva oposición al mismo. Es por eso que las investigaciones que ubicaron ese origen en el interior del dominio, o en íntima ligazón con éste, conmovieron la estabilidad del patrón comercial admitido. Sobre esto en los diez años posteriores al final de la segunda guerra se planteó que la economía agraria feudal no fue ajena al origen del patriciado al que se incorporaron nobles en muchos lugares, proposición que fue luego compartida por Romero, y a esto se agregó que la base de esa élite estuvo formada (por lo menos en muchas ciudades) por dependientes con un estatuto cercano al de la servidumbre[162]. Tampoco la Iglesia había sido tan hostil al comercio, en especial cuando éste se desarrolló, e incluso terminó admitiendo el comercio del dinero (y se pasó de hablar de usura a hablar de créditos y finanzas)[163]. Por último algún caso coincidía con el mercader aventurero descrito por Pirenne. Era fácil concluir en una imagen de diversidad: desde un molinero o un recaudador del impuesto de la sal al caballero de una abadía o al aristócrata con tierras, entraban en el origen del patriciado un amplio surtido de contexturas sociales. Por otra parte las artesanías como fuente de riqueza urbana fueron indicadas por historiadores (como García de Valdeavellano)[164] en una línea más tradicional, con lo cual complementamos el cuadro historiográfico en este aspecto.

Sobre estas bases las investigaciones modernas por un lado confirman el origen social variado de las capas superiores de las ciudades así como también nos hablan de sus múltiples actividades económicas que incluían la posesión de bienes rurales en las cercanías del burgo[165]. Pero por otro lado el estudio revela que existían en el XII productores que sin anular la lógica tradicional de la economía de subsistencia, comenzaron a regirse por una lógica del lucro y por la reinversión del beneficio[166]. Nacía así, para permanecer durante un muy largo período, un sujeto social que juntaba comportamientos tradicionales con otros especulativos, embebiéndose de una dualidad de autoconsumo y mercado, gobernada esta última inclinación por el dinero. En este aspecto se podía operar una transformación, por la cual el individuo que comenzaba a vender lo que excedía de su consumo (como se constató para la Edad Media)[167], o sea, excedentes en el sentido estricto, estaba tentado a reducir ese consumo propio para aumentar la parte comercializable e incrementar la acumulación de dinero, lo que sería un paso previo y preparatorio de la producción directa para el mercado, actitud que registró Balzac en Eugénie Grandet[168] (lo que confirma la muy amplia presencia en el tiempo de este agente económico).

Esto nos acerca a Romero y a los historiadores clásicos, en la medida en que plantea la relativamente temprana vigencia de actores económicos que se consagraban de manera creciente a obtener beneficios monetarios, aun cuando no lo hacían como actividad exclusiva ni como único propósito (en general mezclaban los gastos por el estatus ligados a sus aspiraciones a la hidalguía con la inversión productiva). Esta información además corrige el enfoque de muchos historiadores de las décadas de 1960 y 1970 que veían el surgimiento del acumulador capitalista en los siglos XIV y XV en Inglaterra: ahora estamos en condiciones de decir que los inicios de ese acumulador han sido anteriores, que surgió con el crecimiento feudal, y que vivió largamente en distintos lugares de Europa.

Esa idea de que las transformaciones esenciales se dieron en la Baja Edad Media inglesa influyó para que los investigadores sobre las luchas sociales se concentraran en la revolución de 1381 (que se extendió desde el campo a Londres), y en especial esta lucha concitó la atención de Rodney Hilton, el medievalista del círculo de  historiadores marxistas británicos. Con los conceptos vigentes en las citadas décadas de 1960 y 1970 Hilton descartó la revolución burguesa en el Medioevo y dijo que los primeros gritos por la libertad fueron de los yeomen (campesinos ricos y acumuladores capitalistas) en esa conmoción del siglo XIV[169]. Por lo demás, en las elaboraciones de esa famosa escuela las revoluciones urbanas de los siglos XI y XII no figuraron como tema, lo que no es un dato menor teniendo en cuenta la importancia que estos historiadores asignaron a los movimientos sociales. De manera significativa, en las acreditadas polémicas sobre la transición al capitalismo, la de Dobb con Sweezy y el “debate Brenner”, la cuestión no fue tocada excepto de manera incidental para remarcar su nula significación en el proceso que se estudiaba, o se la trató de manera minoritaria por Sweezy, pero sin el respaldo de la investigación[170].  

Con todo en ese vacío debe notarse una excepción que ha sido planteada por Hilton: en la revolución antifeudal de 1381, los vecinos de St. Albans y Bury St. Edmunds, sometidos a señorío eclesiástico y que carecían de los derechos políticos que tenían otras ciudades (eran en el marco inglés “verdaderos anacronismos políticos”), se rebelaron contra sus prelados[171]. Algo similar sucedió en Cambridge en el mismo año contra las prerrogativas de las autoridades universitarias que gozaban del fuero clerical. El análisis de Hilton sobre estos sucesos conserva una gran importancia. Por un lado reeditó una cualidad indeleble de los estudios marxistas británicos, dada por la tarea unitaria de describir e interpretar, y en esa descripción no faltan las circunstancias económicas y sociales que llevaron a la revuelta. Por otro lado distinguió los componentes de clase, de fracción de clase y de sector social que con sus objetivos convergieron en el gran movimiento (campesinos ricos, campesinos pobres, menestrales, burgueses, clero bajo, etc.). Es así como Hilton diferenció el accionar de los campesinos que deseaban liberarse del sistema feudal del vecino rico de la ciudad que buscaba el autogobierno. A su vez este estudio nos abre otra cuestión que se refiere a cómo detectar la protesta comunal, porque puso en evidencia que esas luchas no solo se dieron en su forma pura, como enfrentamientos cuyo único objetivo fue organizar el gobierno urbano de los burgueses, tipo de lucha que tuvo su versión clásica en la segunda mitad del siglo XI y durante el XII, sino que también esos enfrentamientos burgueses pudieron mimetizarse con movimientos de otras características, como fue el inglés tardío medieval que tuvo una connotación económica favorable al capitalismo. Sobre esto, efectivamente, una lucha como la de Bury St. Edmunds muestra que en determinado nivel de evolución los objetivos institucionales del combate por el gobierno burgués pudieron unirse a más audaces metas antisistema[172].

Más allá de Hilton y de los historiadores marxistas se consolidó en los medievalistas de lengua inglesa el concepto de que la ciudad y el mercado, contrariamente a lo que había afirmado Pirenne, no eran impropios del sistema sino cualidades que los aristócratas alentaron, postura que coincidió con una depreciación del valor sedicioso de los movimientos comunales[173].

De las derivaciones de Dobb nos interesa ahora la de Reyna Pastor de Togneri. Por una parte porque le dedicó un extenso estudio a las insurrecciones de Santiago de Compostela y de Sahagún de principios del siglo XII (se disponen sobre estos acontecimientos de sendas crónicas muy detalladas), y por otro lado porque bajo la inspiración de Dobb cuestionó el modelo de Pirenne, que había seguido para el caso español García de Valdeavellano, y que en un plano más abarcador y con visiones más penetrantes había recogido Romero. Reyna Pastor, discípula de este último enfrentó las tesis de su maestro en una revista que éste dirigía, lo que expone la civilizada convivencia en la que pudo desarrollarse la crítica[174].

Debe advertirse que entre los medievalistas hispanos y latinoamericanos el influjo de Dobb no comenzó con la publicación de sus Studies (en 1946) sino con la tardía traducción al castellano de este libro (en 1971). A partir de entonces hubo un deslizamiento desde el ámbito inglés y europeo, que Dobb trató, a entornos que no había considerado. Entre esas nuevas miras estuvo la muy doctrinaria controversia sobre los modos de producción en América latina, mención que estaría de más aquí si no fuera porque sitúa en su contexto a Reyna Pastor, que conoció a Dobb en italiano poco antes de que saliera de la imprenta la versión para el mundo hispanoamericano.

Este contacto con producciones de otras latitudes se inscribía en las pautas que entonces seguían los que renovaban la investigación influenciados por Romero, que había impuesto en la carrera de historia de la Universidad de Buenos Aires desde 1959 el hábito de una lectura con alcance ecuménico. En ese ambiente la influencia marxista británica se mezcló con la de los franceses de los Annales, y en el caso que ahora analizamos estas influencias se combinaron con la más tradicional de Claudio Sánchez Albornoz. En fin, sugestionada por la lectura de Dobb Reyna Pastor aseveró en 1964 que no hubo una revolución burguesa en el siglo XII sino solo rebeliones que no alteraron en profundidad el sistema. Veamos esta interpretación.

Reyna Pastor adaptó a Dobb a la situación castellano leonesa a la que, sin embargo, siguió viendo con los ojos de Sánchez Albornoz como profundamente original debido a la Reconquista y a figuras sociales como los caballeros villanos que debían retener una especial consideración en su labor historiográfica. Importa ahora su análisis sobre esas rebeliones.

Su punto de partida estuvo en lo que Dobb había explicado: el burgués comercial de la Edad Media, lejos de aspirar a la superación del feudalismo, vivió de ese sistema ganando en la diferencia de precios entre lo que compraba y lo que vendía. El mercader solo ambicionaba apropiarse de una parte alícuota de la renta feudal a través de las transacciones que monopolizaba, y los movimientos urbanos del norte español se explican por esa matriz teórica. Desde un principio el burgués habría advertido que debía apropiarse de valor en circulación, y para ello necesitaba controlar el mercado. Advirtamos también que a diferencia de otros historiadores del momento que habían dejado de lado la cuestión urbana y sus conflictos, aquí Reyna Pastor la abordaba, y en esa elección del tema participaba la dirección general de Romero, aun cuando contradijera sus tesis.

La comprobación fáctica de Reyna Pastor fue francamente inapropiada. Para García de Valdeavellano, que siguió en todo a Pirenne, la causa de la rebelión era tan obvia que no necesitaba demostrarse, y omitió fundamentar su punto de vista más allá de la evocación de textos legales como los fueros buenos, demostrativos según su criterio de las primeras libertades burguesas. Pastor por su parte apeló a larguísimas transcripciones de las Crónicas de Sahagún y de la Historia Compostelana, pero el lector recorre en vano esas páginas esperando que le señalen algún indicio sobre el control del mercado. El resultado decepciona porque definitivamente la tesis de Dobb fue una petición de principios, aunque la severidad de este juicio no debe ocultar el aporte. Por un lado, y librándose al imperio de una sociología que hacia 1960 obtenía en Buenos Aires rango académico, demarcó una coyuntura geográfica y temporal estableciendo el cuadro de los sucesos. Por otro lado, y esto es más importante, con la aplicación de Dobb el medievalismo de los hispanistas dispuso de un punto de vista que habilitaba otro rumbo. El saludo recargadamente entusiasta a ese artículo por parte de algún historiador español que se abría hacia una nueva historia se disculpa.

Si se observan las cosas cuidadosamente, no cuesta advertir que Pirenne sobrevivía en Reyna Pastor cuando ésta afirmaba que la burguesía se originó por migración de los francos, aunque ese esquema de circulación reaparecía por inquebrantable fidelidad a Dobb, ya que para éste el comercio era tan ajeno al feudalismo como lo era para Pirenne. En consecuencia, ese mercado no perteneció según Dobb al sistema feudal porque le era exógeno, y la declinación del feudalismo se habría debido a las contradicciones internas del régimen de producción, es decir, a las relaciones forjadas alrededor de la explotación de la tierra. Reyna Pastor respetó entonces todos estos criterios por los que el mercado era expulsado conceptualmente del feudalismo, y en consecuencia el economista historiador que iluminaba su camino terminó por encandilarla sin dejarle ver los hechos. Comprendamos la cuestión examinándola de cerca.

El burgués de Sahagún y Santiago de Compostela, afirmó Reyna Pastor repitiendo lo que Dobb dijo sobre el mercader, se rebeló para lograr el control del mercado. El presupuesto era que los artesanos de esas villas eran capitalistas comerciales al mismo tiempo que aspiraban a serlo, lo que es un contrasentido, porque si se habían enriquecido con el comercio ya tenían derechos de monopolio para volcar a su favor los términos de intercambio, y si luchaban para conseguir el monopolio no se explica cómo se habían enriquecido con el comercio. A este desacierto se agregó el error de decir que el artesano era un burgués capitalista, un concepto que manejó García de Valdeavellano y es comprensible en su marco conceptual smithiano. En Reyna Pastor es más difícil establecer dónde radicó la fuente del yerro. Tal vez no se percató de que Dobb diferenciaba la economía del artesano destinada a lograr valores de uso, de la actividad del mercader orientada al valor de cambio. La cuestión aporta criterios para nuestras preocupaciones.

La no inclusión del artesano en la economía del beneficio fue explicada por Dobb por las regulaciones gremiales que mantenían al maestro en la condición de un capitalista potencial, como dijo por otra parte el padre de la teoría social crítica en un texto que permaneció prolongadamente desconocido[175]. Por consiguiente desde un punto de vista teórico no habría fundamentos para los objetivos de control de mercado que Reyna Pastor adjudicó a los artesanos de Sahagún y de Santiago de Compostela (en España esas regulaciones estuvieron a cargo de los concejos municipales). Esta observación se ajusta a lo que han sistematizado algunos medievalistas, y se cimentó en la igualación de los objetivos económicos de las dos grandes ramas de productores en dependencia señorial, porque tanto los campesinos como los artesanos buscaban en las transacciones satisfacer su consumo[176]. Si bien de manera marginal aparecía el objetivo del valor de cambio, lo que fue un fenómeno significativo por vincularse a la existencia de las oligarquías urbanas y (como se observará más adelante) por crear condiciones para el capitalismo, esa confluencia básica de intereses explica que la mayor parte de las  economías domésticas de ambos sectores convivieran de manera secular sin alterarse mutuamente, e incluso hubo muchos casos de formas mixtas. Esto lleva a postular dos niveles diferenciados, porque mientras el mercader establecía un comercio asimétrico con el campesino y con el artesano, estos dos productores establecerían entre sí un tráfico de equivalentes[177]. Una última y accesoria observación dirigida a evitar la tentación del anacronismo consiste en que es deseable soslayar la trasposición a la Edad Media de esquemas que se aplican a la sociedad moderna acerca de la redistribución de plusvalía del campesino entre los grupos no campesinos[178].      

Estas consideraciones permiten apreciar en Reyna Pastor una lectura de las crónicas sin densidad problemática[179]. Con el apuro por encontrar a Dobb alejándose de Pirenne y de Romero (actitud comprensible en la discípula que pretende hacerse de un nombre) obtuvo Reyna Pastor una inopinada permuta, ya que el artesano capitalista que halló en Sahagún o en Santiago de Compostela estaba más cerca de Weber o de Pirenne que del Marx que pretendía para guiar al medievalismo. Ese involuntario alejamiento del materialismo histórico derivaba tanto del procedimiento de aplicación de una teoría como de las condiciones teóricas de su aprehensión.

En el primer aspecto la concepción sobre monopolio del capital comercial e intercambio desigual pasó a ser en sus manos un modelo apriorístico que fijó sobre la realidad histórica, y solo le permitió mirar los relatos sin examinarlos. Ese proceder no figuraba en la lectura inspiradora, un rasgo que instruye sobre que investigar no se reduce a leer documentos: Dobb eludió el apriorismo del paradigma, de la idea impuesta a la realidad, con un razonamiento que no fundamentó en documentos sino en fuentes secundarias.

En el segundo aspecto, la aprehensión de la teoría por parte de Reyna Pastor estuvo signada por las condiciones de comprensión que imponía, a través de Pirenne, la doctrina del factor mercado. El espíritu de Adam Smith reaparecía en su cuadro sobre el principio de esa burguesía, teniendo aquí la palabra principio una doble connotación, porque era el comienzo (aceptaba que la burguesía llegó desde el exterior por los caminos del comercio) y era el fundamento mercantil lucrativo de toda persona que no era señor o campesino. El postulado dependió, efectivamente, de una presunción que fue central para Pirenne, que consideraba al señorío como una economía natural sin movimiento propio y por eso incapaz de crear circulación, residiendo en el mercado el componente dinámico que irrumpía por medio de los comerciantes vagabundos.

El supuesto compartido por Reyna Pastor y los autores que criticó es que el burgués de la época buscó invariablemente un beneficio monetario; las divergencias se concentraron en el modo cómo lo lograban, y el resultado no deja de ser curioso. Reyna Pastor estaba convencida de haber dado vuelta la interpretación tradicional sobre esas rebeliones españolas, aunque solo la reafirmaba desde otro punto de vista, fuera de permutar la noción de burguesía medieval revolucionaria por la de burguesía adaptada al sistema. Había dado un paso mucho más pequeño de lo que creía, pero esa moderación es lo esperable cuando las cosas se examinan con distanciada serenidad, ya que los historiadores avanzamos con jornadas más breves de lo que solemos presumir. Esto también nos indica el peso que Pirenne seguía teniendo aun en sus críticos.

Por otra parte la contribución que se acaba de examinar nos dice que sublimar el método elevándolo a la condición de llave que vence toda ignorancia (en este caso el método fue el uso de Marx a través de Dobb) conduce al pensamiento repetitivo, o sea, a las reproducciones del dogmático.

En esa elaboración sobre un tema hispánico desde la Argentina se establecía un molde que de cerca o de lejos se iba a seguir en España. En este país en los años posteriores a 1975 la influencia de Pirenne disminuyó considerablemente, y en la misma medida se vería un auge coyuntural del materialismo histórico[180]. El medievalismo ibérico se alineó con la historiografía general que pasaba a valorar atributos no comerciales de la evolución. En este punto la situación no era muy diferente de la que se dio en Francia, historiografía a la que ahora pasamos a ver, aunque a su vez en la década de 1960 y hasta por lo menos 1975 (fecha en la que se inició la superación del franquismo) las obras de Romero despertaban pensamientos  críticos en muchos de los jóvenes investigadores españoles[181]

Dobb fue tomado en Francia hacia los años 1960 y 1970, según descubre un muestreo rápido sobre obras relevantes dedicadas al feudalismo y a la transición, y en ninguna de esas obras se trataron las luchas burguesas de la Edad Media[182].  También se objetó la tesis de Pirenne sobre la existencia de una economía natural sin intercambios en la plena Edad Media y se valoró el comercio de los árabes en su época de esplendor, posición que fue compartida por historiadores de otros países[183].

Con prescindencia de estas críticas específicas, se dejó de lado la porblemática urbana y comercial y la atención se dirigió hacia la economía rural. Esta orientación se inscribía en una dirección global del medievalismo (muy pronunciada en Francia) por la cual en los treinta años que siguieron a la finalización de la Segunda Guerra Mundial los temas rondaron en torno a la demografía, las migraciones, los polos industriales, la transformación agraria, las coyunturas, el despegue económico, los ritmos de avance de los cultivos y los condicionamientos geográficos. Eran las obsesiones de la clase dominante en el capitalismo central y en el Tercer Mundo en descolonización y también eran los desvelos de la burocracia que impulsaba los planes quinquenales del socialismo, todo lo cual creaba un clima de época. Los historiadores delimitaban entonces una región para captar el movimiento de la sociedad siguiendo sus precios o sus rentas, y veían a veces en esas series la oportunidad para deslizarse hacia las relaciones sociales, las clases y las ideas, es decir, hacia una historia “total”. Una madura y elevada manifestación de ese estudio de variables en interdependencia se muestra en el análisis de Guy Bois de la Normandía oriental en la Baja Edad Media, estudio que se inscribió en una corriente más amplia de análisis demográfico en el largo plazo y que tuvo su influencia en autores (franceses y de otros lugares) que analizaron los orígenes de la industria rural, comentario que nos indica doblemente que la situación no se redujo a un mero aporte localizado, y que no se buscaba el cambio en las ciudades sino en el campo[184].

Atrapados por el análisis de las estructuras económicas, los historiadores sociales franceses omitieron la actividad política confundiéndola con el relato de hechos. Esa endeble preocupación por las luchas en general (lo que establece un clara diferencia con sus colegas ingleses), llevó a que los movimientos comunales casi no fueron tomados en cuenta. En ese alejamiento también intervino el concepto general de Braudel de movimiento lento de las estructuras en la larga duración, y también tuvieron su cuota de influencia algunas estupendas monografías regionales como la de Georges Duby, cuyo centro de análisis era el mundo rural[185].  Con este tipo de aporte el desarrollo de las ciudades en los siglos XI y XII fue visto como un anexo de ese crecimiento agrario fundamental. A esto se agregó que con la gravitación de Jacques Le Goff se fue hacia una investigación de las mentalidades de la Edad Media teñida de primitivismo, en la cual burgueses e intelectuales pasaron a ocupar un lugar muy modesto o directamente desaparecieron de la bibliografía[186]. Esto armonizó con la conversión de la historia en antropología histórica, con la idea de una muy larga Edad Media, con el interés por los temas religiosos y el menosprecio de toda transformación política revolucionaria. En estas condiciones los historiadores restringieron desde mediados del siglo XX los alcances del movimiento comunal[187], aun cuando se hayan considerado las instituciones, los conflictos urbanos y las nuevas ideas que podían envolverlos.

El desinterés por las luchas de los burgueses llegó de la mano de la crítica a Pirenne, como si una cuestión implicara necesariamente a la otra, y posiblemente a mediados de la década de 1980 se tocaba en el medievalismo galo el punto máximo de oposición al modelo del historiador belga. Se remataron sus tesis afirmando que los burgueses no rompían económicamente con el feudalismo y que tampoco la ciudad era un cuerpo extraño ante el mundo rural, y esto llevó a girar cada vez más la mirada hacia el régimen feudal de vasallaje. La posición de Alain Derville representó un contundente rechazo a Pirenne, lo cual tuvo una particular significación porque se basaba en las ciudades flamencas[188]. Hizo un llamado a terminar definitivamente con los presupuestos tradicionales, y denunció esas concepciones formuladas “a priori” impuestas por la autoridad de Pirenne, como la idea de que toda ciudad era una comuna, que las instituciones urbanas fueron hechas por y para los burgueses y los mercaderes, y que los funcionarios del municipio (échevins) eran administradores de la urbe y representantes de la comunidad lo que solo sería verdad para el siglo XIII.

En este recorrido por el abandono de la problemática no faltaron los que, posiblemente cautivados por el detallismo de las crónicas, se dedicaron al tema y quedaron aprisionados por los hechos. Alain Saint-Denis, por ejemplo, que se ocupó del levantamiento de 1112 de Laon, señaló que el descontento de los comerciantes por las trabas que la dependencia señorial les opuso a sus negocios fue una causa de la insurrección[189]. No obstante esto, el cuerpo de su estudio no estuvo en ese plano, ya que se concentró de manera casi exclusiva en las rivalidades aristocráticas que desencadenaron el motín de los burgueses contra su obispo. Reprodujo fielmente el relato extraordinariamente fecundo del cronista Guiberto de Nogent. En esos sucesos virulentos apareció la comuna, la cual no fue un régimen democrático como habían dicho los historiadores tradicionales, sino el resultado de la negociación de los aristócratas con los más ricos del pueblo que deseaban garantías para sus negocios y sus fortunas.  Para este autor la situación contextual fue económica, pero su estudio se resumió en narrar hechos políticos.

En suma, la atracción de los historiadores por el tema ha sido declinante en los últimos años. Podría esbozarse un esquema de aproximación a esta debilidad.

La primera causa radicó en un descrédito no parejo de la obra de Pirenne, pero que ha sido agudo en algunos reductos, como por ejemplo entre medievalistas del área hispánica y latinoamericana. Aquí Dobb ganó claramente la partida intelectual. Es difícil encontrar un medievalista de lengua castellana que ahora identifique el capitalismo a partir de la mera presencia de comercio, ni que conjeture que la circulación era la llave mágica que abrió la compuerta de la nueva economía sumergiendo bajo la irrigación monetaria a la antigua producción natural. Ese esquema dual revivió en otros lugares donde los historiadores se dejaron gobernar por manuales neoclásicos, lo que habla de una juiciosa sabiduría de los hispanistas. En Francia tampoco se recuperaron las enseñanzas de Pirenne. En parte ello se debió a la indicada influencia de Dobb (no siempre confesada) que se transmitió a través de algunas obras destacadas como ya se dijo (Vilar, Bois, etc.). En parte se debió a que ese modernismo capitalista que la concepción de Pirenne propiciaba para la plena Edad Media ha convivido mal con la antropología económica que sedujo al medievalismo francés influenciado por Karl Polanyi.

En términos generales el descrédito de una teoría económica arrastró al ostracismo historiográfico a la revolución comunal para concluirse en la convicción de que en el siglo XII no se cambió el modo de producción y por lo tanto ese combate careció de peso histórico. No se indagaron consecuencias en otros planos, como ser el de la constitución a largo plazo de la sociedad civil y su influencia sobre la sociedad política junto a las modificaciones ocurridas en esta última, con lo cual el viejo análisis unilateral que consideraba a las insurrecciones comunales tempranas como las primeras revoluciones burguesas fue reemplazado por otra similar unilateralidad rígida según la cual esos movimientos no habrían tenido el más mínimo efecto histórico. En las dos grandes interpretaciones opuestas (la que sostuvo la tesis revolucionaria y la que la negó) se absolutizó un solo aspecto de una realidad que fue multiforme en su presente histórico y en sus derivaciones. Esto significa que los componentes que hicieron a la evolución contradictoria del fenómeno han sido en ambos casos eliminados por una visión sesgada que fue empujada en el plano concreto de la investigación por la crítica a la tesis de la circulación. Esta crítica deseable tuvo pues efectos indeseados, como muestra la explicación de Reyna Pastor, que aun siendo medianamente aceptada por los medievalistas españoles no conoció desenvolvimientos ulteriores, aunque bien miradas las cosas pareciera que la reserva predominó sobre la aceptación, porque cuando se volvió sobre el tema en el terreno socioeconómico se regresó a los fundamentos de Pirenne[190]. En suma, más allá de esto, en términos corrientes las rebeliones del burgo en los siglos XI y XII fueron poco estudiadas en sí mismas. 

Otro aspecto estuvo dado por el contexto global de los conflictos. Esto se debe a que la organización comunal fue lograda en la mayor parte de los lugares a partir de un proceso evolutivo, en el cual los pobladores de los burgos lograron sus reivindicaciones (autonomía organizativa en distintos grados y modificaciones en los tributos) de manera pacífica. Allí prevalecieron los acuerdos y las concesiones del poder que se otorgaron de manera voluntaria, lo que en gran parte estuvo relacionado con estrategias de dominación. En el entendimiento de ese escenario los historiadores privilegiaron los antecedentes (costumbres orales, instituciones de paz, etc.) que prepararon el cambio gradual así como valoraron la posterior continuidad de las estructuras del feudalismo con las que se articularon sin grandes inconvenientes las élites urbanas que habían logrado su gobierno. Se separaron así de sus colegas del siglo XIX y  de los de buena parte del siglo XX, los cuales influenciados por el clima insurgente de 1830 y 1848, de la Comuna parisina de 1871 y de las conmociones de 1917-1922, pasaron por alto el significado de toda evolución[191]. El criterio fue (y sigue siéndolo) en parte cuantitativo al sostenerse que en la mayoría de los casos no hubo violencia, y en parte cualitativo al afirmarse que los cambios fueron menos profundos de lo que antes se había creído.   

Complementa ese descrédito la ensambladura que los historiadores tradicionales instituyeron entre esas rebeliones y la historia constitucional. En efecto, del choque con los señoríos eclesiásticos los burgueses construyeron las comunas o los concejos urbanos con sus ordenamientos legales, y éste fue un motivo más para dejar de lado el tópico cuando la crítica al tedioso formalismo clasificatorio del jurista arrastró consigo una problemática sustancial como fue la fundación de la comuna, y no faltó el historiador social que creyó que desmarcarse de cualquier sospecha de visión “jurídica institucional” era un asunto de principios[192]. El tema fue relegado como un acontecimiento prescindible y ese silencio se volvió mensaje[193].

Un reflejo de la debilidad de los estudios sobre estas rebeliones del siglo XII estuvo representado por la pobreza con que ha tratado el hecho Ignacio Álvarez Borge en un libro que consagró al período[194]. Si García de Valdeavellano estimulaba a discutir una tesis, ese incentivo aquí desapareció. Álvarez Borge nos hace saber que los movimientos comunales de España fueron realizados por burgueses sin decirnos nada de su perfil sociológico, como si la sola palabra hiciera prescindible su determinación. Los asoció a la inestabilidad política posterior a la muerte de Alfonso VI, aunque el lector no logra ver si esa circunstancia fue causa de la protesta o solo su condición de posibilidad; tampoco se preocupó por explicar qué incidencias llevaron a que los rebeldes contaran con el apoyo de un sector del clero. La hibridez argumental la combinó con una mezcla de casos muy diferentes, españoles y europeos, para terminar escribiendo que[195]

los conflictos de diverso tipo nos indican que la sociedad urbana pleno medieval era una sociedad desigual e injustamente jerarquizada, donde se dejaba sentir con frecuencia la opresión señorial y donde los grupos oligárquicos formados por los burgueses más ricos se hicieron con el control de los resortes del poder público y económico.

Afirmar que el conflicto reflejó una sociedad “injustamente jerarquizada” no es reprochable excepto por decir lo que nadie ignora sin explicar nada; concluir en que la burguesía (entendida en el sentido de la moderna clase social) llegaba al poder en el siglo XII es una primicia que debería demostrarse, y que por eso mismo, por su novedad, sorprende que se la enuncie como axioma.   

Otro ejemplo de esta tendencia declinante en los estudios sobre el asunto lo ha proporcionado José María Monsalvo Antón. En una obra sobre la ciudad europea, fundamentada exclusivamente en bibliografía (lo cual tiene la virtud de exponer un estado general del asunto, aunque en verdad su consulta no fue muy extensa), despachó el tema como un episodio más de la Querella de las Investiduras, cuantitativamente de poco relieve (“una veintena de casos”), y de trascendencia secundaria en la historia económica y social (afirmación que da por descontado que la historia de las prácticas políticas interesa poco o nada)[196].

Jêrome Baschet por su parte, en un extenso libro sobre la civilización medieval europea dedicó un apartado a la formación de las comunas, y no dejó de criticar la visión clásica tomando como prototipo la de Romero[197]. Desaprobó que esos autores hayan considerado a las comunas como el resultado de la lucha triunfante de la burguesía en su aspiración revolucionaria de libertad contra el orden feudal. Esas protestas pudieron ser violentas, pero no liberaron del sistema, y de facto, la formación de las comunas fue paralela a la formación de las comunidades campesinas. En general las aceptaron los señores, y la hostilidad principal provino de los obispos que controlaban ciudades. Tampoco, nos dice, representaron una conquista democrática, desde el momento en que surgieron de una colusión entre la aristocracia caballeresca y la porción superior de maestros y comerciantes. En suma, los conflictos urbanos enfrentaron a facciones de la élite, diferenciadas y sociológicamente cercanas, y si bien hubo movimientos antipatricios en la Baja Edad Media, los comerciantes y artesanos ricos retomaron el poder. En el plano económico sus razonamientos revelan muchos puntos ya vistos en la crítica de Dobb al dualismo de Pirenne, sobre el que no desatendió objetar lo que denomina su visión teleológica al proyectar en la llamada burguesía medieval una imagen del siglo XIX.

Podemos ver en esta línea de interpretación a Thierry Dutour, que se consagró a una síntesis de la ciudad medieval y atravesó por nuestro tema. En verdad pasó por él muy rápidamente diciendo que la comuna fue una institución de paz y un medio de presión sobre el señor. En este punto agregó una frase que define su concepto: “de ahí que a veces hubiera fricciones (como en Laon en 1112 donde el obispo fue asesinado, y en Colonia en la misma época)”[198]. Afirmar que un acto en el que pierde la vida el señor es una simple fricción, no mencionar otras acciones del mismo tenor, e ignorar cualquier consecuencia de sucesos de ese tipo, es excluirlos del proceso histórico.

Una similar tesis minimalista sobre los levantamientos comunales se presentó en la síntesis sobre la ciudad medieval que escribieron Patrick Boucheron, Denis Menjot y Marc Boone[199]. Declararon que el movimiento de emancipación urbana fue lento, progresivo, y raras veces tuvo las formas de insurrección de la revolución comunal que soñaron los románticos. En esta última proposición la energía rebelde disminuye con una fórmula paradójica. Se lee allí que las rebeliones violentas fueron situaciones minoritarias frente a una marcha general parsimoniosa, lo cual es muy aceptable, aunque debe decirse de inmediato que ese orden cuantitativo minoritario lejos de disminuir el interés por esos sucesos lo aumenta, ya que un episodio revolucionario es interesante porque es excepcional: el hecho de que haya sido una contingencia desacostumbrada (porque al fin de cuentas la gente no se alza todos los días y en todos lados contra el poder) estimula la curiosidad y justifica al historiador. Dicho esto, es menos fundamentada aún la proposición de que esas pocas insurrecciones solo fueron un sueño de los románticos. Interpretar de qué manera las insurrecciones escasas (se admite su realidad) terminan siendo en la redacción una ensoñación historiográfica es un misterio tan insondable como la virginidad de María. Por otra parte la mención de este libro es significativa, porque dos de sus autores (Boucheron y Boone) postularon, como veremos más adelante, una vuelta al tema urbano (lo cual en aspectos parciales representa una vuelta a Pirenne), pero desde ya vemos que es un regreso sin las tensiones sociales que estuvieron en el centro de la atención de Romero. 

Un último ejemplo lo brinda el reputado medievalista de la Universidad de Oxford Chris Wickham en un libro general sobre la Edad Media editado en 2016[200]. El lector apenas encuentra allí una referencia a que hacia el año 1100 las ciudades de Génova y Pisa eran gobernadas por una élite urbana (formada por propietarios de tierras, mercaderes y algunos señores) mientras que un poco más tarde lo fueron otras ciudades. Esto es prácticamente todo lo que figura sobre las comunas. Sobre las luchas o sobre la situación tensa de muchos lugares estas páginas enmudecen.

Si los movimientos de los siglos XI y XII fueron despojados de su connotación revolucionaria por interpretaciones críticas que los relegaron a un segundo plano en el interés historiográfico, sus réplicas en los combates contra el patriciado tampoco merecieron demasiada atención en los últimos años[201].

En este concierto de desaprobaciones a un materia que fue medular en otras épocas se escuchan de vez en cuando voces distintas. Por ejemplo en un libro de George Huppert, publicado en 1986, leemos que las revoluciones comunales de los siglos XI y XII marcaron un cambio decisivo en las ciudades, ya que de esa conmoción ha surgido una burguesía que declarando comunidades ciudadanas se independizó de los poderes vigentes[202]. Distinguir esta voz no importa tanto por marcar una continuidad clásica como por indicar el otro extremo de un límite que es tan necesario evitar como el de la denegación absoluta del tema. 

La súper especialización del medievalista encerrado en su coto de conocimiento, la micro historia cultivada por el que solo ve lo que tiene frente a sus ojos, la moda antropológica de observar pequeñas conductas separadas de su contexto, la sobrevaloración de los datos de estabilidad despreciando los del cambio o la valoración exclusiva del cambio a corto plazo, el examen monocular de “factores” estáticos o la renuncia a las visiones temporalmente amplias en las que los hechos encuentran su recóndito sentido histórico, son elementos que explican el abandono de una forma de entender la historia[203].

 Sobre esto la posición de Chris Wickham merece ser analizada, no solo por el peso que tiene esta autoridad del actual medievalismo sino también porque no representa una simple moda sino un juicio filosóficamente sustentado que comparten otros colegas[204]. El problema atañe a una cuestión medular del quehacer de Romero.

Wickham estima que las revoluciones comunales o la industria rural a domicilio no fueron fenómenos importantes en la Edad Media y por ende son temas que no trata en su historia general del período, lo que se vincula con su rechazo a lo que llama una visión teleológica de la historia. Esto supone prescindir de si esos eventos obraron en el nacimiento de la sociedad civil moderna y en la génesis del modo de producción capitalista. Con abstracción de que aquí se contiene un saludable consejo para no cometer inferencias aventuradas, el juicio rechaza una práctica habitual del historiador. Examinemos el asunto. 

El manual filosófico nos informa que la aproximación teleológica al objeto significa interpretar los fenómenos según una concepción finalista, lo que implica que en el concepto del objeto está el concepto de fin, y se relaciona con la intención de penetrar en su sentido íntimo. Esta concepción estuvo presente en Anaxágoras, Sócrates, Platón y Aristóteles, y fue rechazada por Bacon, Descartes y Spinoza, mientras que Kant la trató como un principio regulador y no constitutivo ni explicativo de la ciencia. En la aproximación teleológica el fin sería entonces hacia lo que tiende el ser en sus operaciones. 

Se recuerdan estos rudimentos para subrayar que la operación que el historiador ha realizado tradicionalmente, si bien no es la del finalismo teleológico por el cual hay en todo ser una intencionalidad dirigida a una meta, sí tiene una vaga proximidad con esa idea. De aquí proviene la equivocada identificación de esta noción idealista con la práctica del historiador, y de hecho el precepto de Hegel de que el estudio del pasado comienza en el presente fue trocado por algún intérprete en método teleológico. Esta confusión se explica: el historiador considera por oficio que cada hecho que estudia es parte de un proceso en el cual encuentra su sentido, y en consecuencia ese proceso integra de un modo u otro su interpretación. Lo que confunde es la magnitud de ese proceso. Pongamos un ejemplo. 

En agosto de 1903 se celebró el segundo congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, que fue un pequeño acontecimiento de poco más de cuarenta delegados. Lo mismo hicieron en esos años iniciales del siglo muchos otros socialistas en el mundo, pero mientras que la mayoría de estas reuniones son hoy solo conocidas por algún especialista muy erudito, ese segundo congreso del POSDR es universalmente conocido por toda persona algo informada en historia o en política. Lo que en su momento fue desconocido por todos los periodistas atrajo después la atención de todos los historiadores. La relevancia del suceso se manifestó obviamente en 1917, pero también en 1930, en 1956, en 1989 y continúa manifestándose en la era postsoviética. Los hechos posteriores permitieron comprender el significado que tuvo la escisión entre mencheviques y bolcheviques, el establecimiento de un programa agrario, el concepto de centralismo democrático o la importancia de los revolucionarios profesionales. Este ejemplo que casi nadie ignora revela que los historiadores usualmente descubren el significado de un hecho en sus consecuencias, y éstas nos hablan de la potencialidad de lo que estaba contenido en acto (por ejemplo, las posibilidades del centralismo democrático se revelan plenamente en Stalin y por obvia derivación en lo que sobrevino después de 1953). Esto es lo que hace naturalmente el historiador porque es su quehacer específico, y lo hizo (aun en su versión más limitada) mucho antes de que los lingüistas mostraran que el análisis sincrónico es imprescindible para comprender la historia de la lengua. 

Sobre esta base común se elevan los que provistos de una sabiduría amplísima enriquecen su estudio del fenómeno descubriendo en un desenlace muy ulterior lo que en el momento era casi imperceptible. Así, lo que se destaca en Romero (o en Marc Bloch cuando observaba el paisaje del presente para acceder a su configuración medieval) es haber extendido el volumen temporal de sus estudios hasta un punto en que el develamiento de lo que permanece en sustancia a través de los años se interpreta como apriorismo teleológico. Para volver al ejemplo que se acaba de dar: la actualidad rusa contiene al citado congreso y ayuda a explicarlo, aunque es en verdad difícil darse cuenta de su vigencia si no se retiene “cronológicamente” (a través de los años) la intimidad del proceso. Por el contrario, sobre acontecimientos separados por una inferior distancia temporal este principio cognitivo es evidente; por ejemplo, nadie duda que conocer ese pequeño acontecimiento de 1903 es conocer 1917. Esto remite a que en la longue durée las mediaciones que se suceden con el devenir encubren el carácter heredado de ciertos desarrollos (y cuando se desdeñan esas mediaciones que enriquecen y disimulan la continuidad alterándola al mismo tiempo, se manifiesta la insuficiencia del estructuralista que considera las estructuras como médulas siempre iguales a sí mismas o sujetas a cambios muy lentos y casi imperceptibles). Obviamente, nada de esto significa que todos los sucesos a los que se aludió con la lacónica mención de fechas hayan sido un mero desarrollo de 1903, ni que en esta fecha se encuentre la causa de lo que sucedió después. Ese congreso fue solo una de las determinaciones de la historia posterior.

 No es ocioso recalcar que en este pensamiento de Wickham se expresa una concepción que hoy frecuentan muchos historiadores. Su restricción a observar a través de las épocas se concentra en la larga duración (y por eso apenas se compara ahora entre sociedades preburguesas y modernas, salvo los que hacen sociología histórica), lo que es muy comprensible en tiempos de reacción contra el estructuralismo. En el campo de la historia esto se traduce en oposición a la historia braudeliana antes predominante para contemplar fragmentos estáticos o fenómenos de recorrido muy breve.

Otro factor que influyó en el abandono del tema fue el concepto de Iglesia como institución total. Ya se expuso aquí que Romero vio en la Alta Edad Media un poder articulado en jerarquías, ordenamiento en el que la misma Iglesia se situaba en su cumbre dando un aporte estabilizador. También se expresó en el estudio sobre Romero en las décadas de 1940 y 1950 que en estas concepciones había un punto de contacto con las tesis que una corriente de medievalistas sistematizó con el concepto de la Iglesia como institución total. Pero mientras que Romero aludió al asunto como una cuestión más en un conjunto heterogéneo, en el medievalismo francés se convino en la tiranía del concepto. No fue una expresión marginal: nombres muy conocidos como Jacques Le Goff, Alain Guerreau, Jean-Louis Biget, Joseph Morsel y Jérôme Baschet se alinearon detrás de esta idea[205]. En buena medida su posición obedeció a un análisis sobre textos de la Iglesia descartando documentación que les hubiera otorgado otra perspectiva. Cuando traspasaron esos límites necesariamente encontraron una realidad muy diversa en la que lo profano se mezclaba a veces con lo religioso, otras veces con la magia, y aún vivía por sí mismo sin sustento específicamente espiritual (por ejemplo, se podía razonar en forma económicamente pura como lo hicieron muchos individuos en cualquier época). Esta riqueza del brutum factum, que a algunos de estos historiadores les llegó por imposición del material examinado (otros como Guerreau nunca accedieron a esa heterogeneidad) no fue en Romero un accidente sino una búsqueda deliberada. Habló de la Iglesia sin encerrarse en sus claustros.   

4.2 Necesidad de otras aproximaciones

En ese monocorde paisaje francés de la actualidad medievalista, y tal vez como resultado de esa contradicción entre el paradigma y la realidad histórica que se ha filtrado en muchos estudios, una voz previno, a fines de 2015 y en un recinto central de la investigación, sobre la necesidad de revisar este concepto. Esa voz fue la de Patrick Boucheron: en su Leçon inaugurale en el College de France ofreció una perspectiva distinta sobre el tema[206]. Detengamos un momento nuestra marcha ante esta escena.

Boucheron mencionó por un lado al proyecto gregoriano pontificio que se elaboró en la segunda mitad del siglo XI, cuyo propósito era subordinar al mundo conocido, y por otro lado habló de la realidad política de las sociedades europeas que se opusieron a ese designio logrando que fracasara. El dominio total de la Iglesia fue, según este punto de vista, un programa incumplido, y en esta indicación resaltan dos aspectos.

El primero es que esa lección inaugural fue pronunciada el 17 de diciembre de 2015, poco después de los sangrientos atentados de los fundamentalistas islámicos en París. Con esos sucesos la oposición entre una sociedad laica y una sociedad teocrática se volvió dramáticamente actual, y los crímenes políticos teñidos de religiosidad estuvieron en el encabezamiento de la alocución, problema que remite a la Edad Media. El asunto nos lleva en consecuencia a pronosticar que la experiencia ciudadana del historiador pasa a ser un estímulo para que se replantee el camino histórico que llevó a una sociedad laica (o que descubra el camino que la impidió), y aun en un andamio político secular consolidado, sucesos como los de Francia del año 2015 o como los que estallan diariamente en Medio Oriente llevan a preguntar sobre el gobernante que es fiscalizado por una autoridad sacerdotal o por la vigilancia de ese sacerdote en tópicos como el aborto y la educación pública. Esa lección inaugural no vale entonces solo en sí misma sino como síntoma de un posible cambio en la historiografía.

El segundo aspecto se refiere a la especialidad de Boucheron, Italia entre los siglos XIII y XVI, lo que presupone un conocimiento íntimo del crecimiento urbano, de la experiencia comunal y del desafío laico. En esa Italia del Renacimiento las experimentaciones políticas (como denominó Boucheron a las prácticas que estudió en pinturas políticas) estaban a la orden del día, y esa realidad urbana no era del agrado de la Iglesia.   

Estas precisiones ayudan a ubicar el alcance que Romero le dio al concepto de Iglesia como institución total: su estudio de las ciudades y la progresiva afirmación del poder temporal le provocaban al esquema las suficientes fisuras como para que en ningún momento llegara a prevalecer como categoría organizadora del conjunto de la exposición. Dicho de otra manera, ese concepto aparecía para mostrar la importancia que tuvo la Iglesia en la estructuración social (un aspecto al que otros historiadores no le prestaban la suficiente atención), pero pasaba a un segundo plano cuando en el transcurso de sus elaboraciones hurgaba en otras aristas de la sociedad, y no es casual que en este punto haya coincidido con lo que dijo Boucheron: se trata de dos medievalistas que hicieron de la ciudad el centro de su atención.

Otros aportes se visualizan en el medievalismo que replantean el horizonte en un sentido similar. Pueden representarlos Marc Boone, distinguido investigador que dirige el grupo de estudios de historia urbana de la Universidad de Gante.

Boone coincidió objetivamente con los conceptos que expuso Boucharon en un artículo de 2005, en el que tomando como referencia básica las tesis de Pirenne (aunque no las examinó en detalle), trazó un panorama de la investigación actual sobre las ciudades flamencas[207]. Nos advierte que las élites y las corporaciones de los oficios actuaron en muchos planos de la economía (comercio, manufacturas, crédito y explotación rural), intervinieron en la política, la fiscalidad y las milicias, y también en la vida social o religiosa, mostrando sobrada capacidad de adaptación. Este rol activo (en su base estuvo la flexibilidad que daba la pequeña producción doméstica) lo siguieron cumpliendo después del año 1300 hasta fines del siglo XVI (los principios del siglo XIV habían sido fijados por Pirenne como el límite en que el desempeño del patriciado fue favorable al capitalismo), y por lo tanto no se trató de un advenimiento transitorio sino de toda una fase en el desarrollo económico y político de la ciudad. En este período hubo conflictos desencadenados por los oficios que buscaron el poder, y con sus prácticas políticas y electorales originaron un esbozo de republicanismo en los antiguos Países Bajos que llevó a la constitución de una verdadera república, la de las Provincias Unidas, que se constituyó en 1579, hacia el final de las guerras de religión. Recalcó así que el desenvolvimiento de ese boceto de pensamiento republicano preparatorio se alimentó de las actitudes y experiencias que las corporaciones de oficios adquirieron en la vida política de la ciudad. Allí defendieron los valores burgueses de defensa del bien público que entrañaba la defensa del interés privado, cultura política que buscó convivir con el poder del príncipe, pero que también se opuso a ese poder cuando amenazó a las ciudades.

Ciudades, artesanado, sociedad civil, república, son palabras que nos ubican en la problemática de Romero, aun cuando, como ya se adelantó, en estas afirmaciones no está contenida la centralidad del conflicto burgués, su costado revolucionario. No obstante reapareció como propuesta en el nuevo milenio parte de esa problemática luego de un prolongado ostracismo, y constituye una plataforma para fijar perspectivas en las cuales la obra que examinamos adquiere una nueva valoración. Esto apunta a que ese arsenal de prácticas (antropología histórica, micro historia, sospecha de teleología) que en Romero es saludablemente inhallable, ha impedido ver, por ejemplo, la connotación profundamente transformadora de la dinámica comunal en la moderna sociedad civil. Teniendo en cuenta estas perspectivas es hora de volver a la historia de los sujetos en su condicionamiento material, de volver a percibir sus prácticas estructurando la estructura y desestructurándola, y para esto es imprescindible tener amplitud de miras históricas. Es hora de volver a Romero y a otros autores clásicos. Definitivamente.

4.3 De la situación económica y social a la subjetividad

Abandono de los estudios sobre sublevaciones urbanas, desalojo de la centralidad de las comunas y preferencia por la historia agraria son tres ítems de un racimo conceptualmente unitario. El desenvolvimiento es pasible de ser sintetizado: durante toda una etapa del medievalismo se privilegió el crecimiento urbano y el comercio dejándose en la sombra la evolución rural (y estos estudios repercutieron en Romero). En esa etapa del medievalismo la ciudad era el principio activo contrapuesta a un entorno estático. Desde aproximadamente 1960 esa visión cambió. El examen se concentró en el ámbito agrario, y con un criterio justo se explicó que allí donde se producía la mayor riqueza estaba la causa del desarrollo urbano, y la ciudad pasó a tener una consideración secundaria. La tesis más aceptada sobre el crecimiento enfatiza el aspecto extensivo, y ello es así tanto en el esquema teórico de Guy Bois como en el más descriptivo que desde Georges Duby a Robert Bartlett ocupó a los medievalistas[208]. Corresponde al concepto de una economía con estancamiento técnico, defendido por historiadores económicos como Maurice Dobb, quien juzgó al feudalismo como esencialmente improductivo, por sociólogos históricos como Robert Brenner, que habló de un régimen tipo repetición o por medievalistas como Bruce Campbell que aun prestándole alguna atención a los cambios técnicos y al conocimiento privilegió el incremento económico lineal dándole mucho valor explicativo al nexo entre población y áreas de cultivo[209]. Debido a ese molde interpretativo, el desarrollo fue percibido como una reproducción celular de la economía familiar que al extenderse sobre tierras marginales llevaba a una productividad en baja[210]. Como ya se adelantó, en ese paradigma la acción política y las luchas comunales no tenían lugar.

En virtud de esto en las últimas décadas se habló de un progreso sin obstáculos desde el siglo XI hasta el freno del XIV, y el péndulo osciló hacia un posicionamiento desmedido e incorrecto. Ese error se debe a que si bien es verdad que en el campo estaba la clave del arranque, empezando porque el florecimiento de la ciudad presuponía alimentar a una creciente población no rural (Roma es un ejemplo bien patente de esa dependencia del campo circundante), la descripción que se impuso respondió a una visión rectilínea y agraria sin mayores conflictos. En especial para el período de los siglos XI-XIII (no se tienen en cuenta en este balance los análisis que se dedicaron por ejemplo a las manufacturas italianas de las dos últimas centurias medievales) se dejó de lado a la artesanía y al mercado, que pasaron a ser un simple corolario, frutos residuales e inocuos del crecimiento rural, y casi nadie se detuvo en su eficiente papel imbricado en la economía circundante. Apenas interesó el aporte que los negociantes le brindaron al desarrollo y tampoco se percibió la lucha por la elevación social de distintas clases y sectores, cuestión que remite a las luchas comunales, porque éstas se desencadenaron cuando los burgueses (ante todo los vecinos ricos del burgo) pretendieron organizar su gobierno y encontraron la oposición de algunos señores (principalmente eclesiásticos). Recién en años recientes un historiador cuya voz “se escucha” en el concierto del medievalismo como Richard Britnell (influido por la ortodoxia neoclásica) justipreció el desarrollo de las ciudades entre los siglos XI y XIII, así como la división social del trabajo, la especialización y el intercambio comercial. Algunos medievalistas, empujados por los estudios de Britnell, comenzaron a atender en los inicios del nuevo milenio estas cuestiones[211].   

Este cambio de orientación merece ser apreciado. Deberíamos en efecto mirar a las fuerzas productivas sociales no solo del campo sino también de las ciudades que se plasmaron en habilidades y fórmulas, en acopios de un saber que se transmitía y era aplicable a tareas creativas concretas (con el artesano aparecía el carácter teleológico del trabajo), en división social del trabajo que llevaba a una creciente interdependencia entre los productores; en fin, deberíamos indagar en la esfera subjetiva que hacía a la capacidad del individuo y que formaba la cardinal parte inmaterial de la materia económica. Todo esto era al mismo tiempo un nicho cultural y constituía una parte de la llamada base económica que presupone en ese carácter una profunda diferencia con respecto al desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo. El desarrollo económico del capitalismo anula las facultades racionales del trabajador por el dominio del trabajo muerto (la máquina) sobre el trabajo vivo (la complejidad de la máquina simplifica el trabajo humano), y con ello aparece el desmembramiento de la determinación humana en partículas inhumanas de actividad repetitiva que en su automatismo casi carece de reflexión[212]. Por esto mientras que en el capitalismo el desarrollo de las fuerzas productivas está dado por el desarrollo de la herramienta, es decir, de los medios de producción (cuestión que en el materialismo histórico se ha destacado hablando de medir la acumulación y la magnitud del capital fijo), en el feudalismo buena parte de ese desarrollo estuvo dado por la expansión de superficies de cultivo o de la ganadería por un lado (y por eso en este plano el crecimiento vegetativo de la población y la ausencia temporal de la periódica mortalidad agravada eran esenciales), y por otro lado el desarrollo de las fuerzas productivas fue dado por el conocimiento transmitido que se aplicaba a un trabajo manual cualificado sin intermediación mecánica, aunque toda una serie de factores, que incluían el tradicionalismo de las comunidades y la acción conservadora de los gremios, hayan obstaculizado el progreso técnico. Teniendo en cuenta esto se comprende que el crecimiento económico en el capitalismo necesariamente implica destruir un atributo esencial del modo de producción precedente: el trabajo manual que del principio al fin construía un bien como plasmación de una idea.

Esto remite a otro aspecto que se refiere al peso que ha tenido el artesano especializado para el desarrollo de la industria rural a domicilio, es decir, para la primera fase del modo de producción capitalista, que se dio en estrecha cercanía de los centros de manufacturas tradicionales desde los cuales se transfirieron conocimientos, prácticas y relaciones comerciales[213]

La destreza manual y la organización relativamente compleja del trabajo múltiple también configuraban la lucidez del individuo para reflexionar sobre los hechos aumentando su volumen de luchas en pos de sus aspiraciones, lo que no fue impropio de los movimientos comunales. Los prelados de sitios como Sahagún no se opusieron a todos estos modos de actividad, pero sí a algunos, como por ejemplo a la conquista de tierras por burgueses que proyectaban el éxito de su tienda hacia el campo circundante o se opusieron a la organización del concejo, institución que tendría una función no solo social y política sino también económica. Con su obstinado antagonismo esos monjes de Sahagún provocaron una dilatada lucha comunal. 

En suma, es imprescindible revisar las tesis de Pirenne, paso que se ha cumplido, pero esa revisión condujo a suprimir toda una esfera de la actividad medieval, a simplificar la estructuración del sistema económico y social, y a ignorar las luchas de carácter político que allí se originaron. Esa simplificación también condujo a que no se haya reconocido que en la labor del artesano surgía el trabajo con pleno carácter teleológico, que significaba (según la concepción de Aristóteles) que una casa material se originara en una casa inmaterial, y esto era el presupuesto para que el sujeto apreciara su pensamiento encarnado y, complacido, se apreciara a sí mismo como fuerza física y mental generadora, con lo cual tenemos que la teleología del trabajo en toda praxis genera idea de praxis como creación del espíritu[214]. Ese trabajo creador y diariamente repetido tenía un doble papel en el desarrollo psíquico social progresivo, en tanto ampliaba horizontes y producía un ordenamiento sistemático de una obra que se desarrollaba por fuera del ritmo impuesto por la naturaleza, más allá de que se concretara como fajina de sol a sol. Y en especial, el trabajo objetivaba pensamiento de manera constante. Por ello, y para expresarlo con lenguaje hegeliano, la conciencia del objeto era ya la posibilidad de la autoconciencia, es decir, la conciencia del objeto terminaba en la autoconciencia, siendo ésta inherentemente práctica, o más bien, siendo ésta un movimiento de la práctica (del pensamiento previo a la pericia de la mano que realizaba el objeto en el cual se contemplaba el pensamiento), y esa autoconcepción era la premisa del reconocimiento de lo que uno era y del reconocimiento al otro, del reconocimiento social[215]. La facultad esencial del artesano no era ya la mano de Dios que intervenía bajo la forma de accidente en la naturaleza (como intervenía el caprichoso dios del Antiguo Testamento en la vida del campesino mediante la naturaleza que hacía el trabajo básico anulando parcialmente el trabajo concreto del individuo), sino la mano metódica del hombre que había ocupado el lugar de Dios, e incluso ante una obra artísticamente maradoniana podía nacer el terrenal derecho al patriótico endiosamiento de esa mano (y no por nada la superbia fue parte de la autoconciencia del artesano como lo fue y lo es de la conciencia del intelectual, otro productor que objetiva pensamiento). Estas rápidas reflexiones se destinan a rescatar que con ese hombre de la ciudad surgía el sujeto en su plenitud, y en los libros de Romero pueden encontrarse muchas indicaciones sobre esto.

4.4 La nueva subjetividad

Sobre este tema Romero proporcionó, efectivamente, un formidable caudal de nociones que expuso describiendo la separación del hombre de la naturaleza, como se presentó en la tercera parte de esta contribución (su obra de las décadas de 1960 y 1970). También se citaron autores que posteriormente han coincidido con esta interpretación. En un resumen que surge de esas contribuciones y también de la lectura de muchos testimonios combinados, se puede decir que en la alta Edad Media y en gran medida en la cultura campesina de todo el período, no hubo una plena diferenciación entre sujeto y objeto. El individuo vivía entonces sometido a las condiciones naturales que lo rodeaban y que constituían la determinación esencial de su existencia. El trabajo de la naturaleza más que el trabajo humano regía su vida, ya que del éxito de una cosecha o de las condiciones climáticas dependía su subsistencia. En consecuencia la religiosidad se orientaba hacia los ritos propiciatorios y la rogativa se destinaba al imprevisible comportamiento de la naturaleza personificada en Yahveh, el antojadizo dios del Antiguo Testamento (o su sustituto en un santo local), que debía ser conformado con ofrendas para evitar sus alarmantes rabietas. Por el contrario, con el artesano el individuo dejaba de trabajar sobre la naturaleza y pasaba a trabajar sobre el producto de la naturaleza independizándose de ésta. En estas condiciones se presentaba la separación entre objeto y sujeto, y este último establecía una relación personal e intransferible con el Verbo Encarnado que se acercaba al hombre. El Nuevo Testamento hallaba entonces otras condiciones de recepción. En esta condensación problemática intervienen, como se dijo, autores modernos, fuentes de diverso orden, y lógicamente las elaboraciones de Romero que, como vimos, sobrevoló por el condicionamiento material para descubrir las nuevas circunstancias de la subjetividad social.       

Estas reflexiones nos proporcionan una guía de tres problemas al menos de orden teórico y metodológico: (1) el surgimiento de un nuevo sujeto social dispuesto a desenvolverse por sí mismo que tuvo sus evidentes expresiones políticas en el movimiento comunal cuando un nuevo colectivo social se hacía cargo del gobierno de la ciudad (o de una parte del gobierno) desplazando parcialmente a la autoridad señorial, acto que en la medida en que se trató del apartamiento de un obispo o de un abad supuso un avance en la secularización del poder; (2) ese nuevo sujeto entrañaba a su vez las bases de la subjetivación religiosa, cuestión que, como veremos presupone la internalización de Dios en los individuos. Estamos así frente a dos cuestiones conectadas, de las cuales una hace referencia al protagonismo de los nuevos hombres en la sociedad civil y sus proyecciones en la sociedad política, y la otra, íntimamente ligado a ésta, hace referencia a la religiosidad. Ambas nos ponen en contacto con (3) una resolución metodológica de la subjetividad social que sale de la esfera centrada en la mentalidad para buscar una respuesta en la ontología del trabajo, en la vida cotidiana de la gente de la ciudad y en su sociabilidad. Es la opción metodológica que eligió Romero y por la cual conviene volver al tema.

4.5 Las mentalidades

El rasgo más destacado de Romero es, seguramente, su análisis de las mentalidades, palabra que evoca, por la influencia del estructuralismo, además de un área de estudios, una concepción sobre el objeto y un método. En los años en que escribía lo mejor de su obra, la escuela de los Annales, hechizada por la pléyade estructuralista, se volcaba a las mentalidades; la coincidencia provocó que a Romero se lo asimilara maquinalmente a esta tendencia. Es una cuestión a revisar.

El concepto estructuralista de mentalidad puede aprehenderse de Jacques Le Goff, autor que en el tema goza de un vasto prestigio. En su propuesta se aprecian dos núcleos[216].

Uno de ellos lo establece un objeto de estudio prescrito por la vocación de trascender lo que Le Goff consideró el nivel superior, superficial, de la historia de las ideas, y alcanzar ese universo constituido por ideas deformadas, automatismos psíquicos, supervivencias y despojos, nociones vagas no pronunciadas y deseos no conscientes, nebulosas mentales e incoherencias, que no obstante están ordenadas en pseudológicas. El recurso imita en la exploración de la subjetividad la dicotomía acontecimiento y estructura del análisis socioeconómico.

El otro núcleo está en la dificultad para definir una problemática y una metodología clara, lo que se debería a la novedad de la cuestión, o lo que es lo mismo, a las dificultades que entraña el paso de una historia tradicional de lo evidente a una nouvelle histoire de lo oculto. Para el medievalista, fuera de lo que proporciona la doctrina cristiana, los sistemas de valores están implícitos y debe reconstruirlos a través de los textos. Así por ejemplo, sobre el problema al que se hizo alusión en párrafos previos, el del trabajo en la Edad Media, o más bien, sobre el silencio de los documentos de la Alta Edad Media acerca del trabajo en sí y de los trabajadores, algo ya significativo de una mentalidad, y los cambios posteriores que se sucedieron, el plan de Le Goff se organiza alrededor de grupos de textos. Postuló que entre los siglos V y VIII las actitudes se aprehenden en las reglas monásticas y en la literatura hagiográfica, ya que en el único sector donde el trabajo fue objeto de problema psicológico y teórico fue el eclesiástico. Entre los siglos VIII y X debe darse prioridad a los textos jurídicos, literarios e iconográficos, porque fue en el llamado renacimiento carolingio en que el trabajo tuvo una cierta promoción. A partir del siglo XI la mentalidad sobre el trabajo se apoyó en una ideología más o menos consciente que se expresó en sistemas de valor, como el de la ideología social tripartita (oratores, bellatores, laboratores). Con la comparación de textos, Le Goff procuró detectar persistencias y modificaciones, es decir, lo que correspondía a la tradición y a las innovaciones en cada ordenamiento mental.

Veamos ahora cómo situamos a Romero en esta disposición.

En primer lugar destaquemos la mentalidad como objeto de estudio, lo que permitió que el historiador dejara parcialmente de lado las ideas del gran personaje, manifiestas en las obras escritas o en las artes visuales, para atender a  los multiformes valores y concepciones de los colectivos sociales. La palabra mentalidad, y el método que está asociado a su misma índole, colaboraron para que se abandonara la más tradicional historia positivista, o sea, la mala historia de las ideas, a la que de todos modos habría que volver para atarla a la historia social. Esa mala historia, que a veces pareciera seguir siendo muchas veces la única forma de indagación en ese ámbito, se reduce con inmoderada frecuencia a una recopilación de citas textuales, y desde este punto es más provechoso ir directamente a las fuentes que leer sus fragmentos sin interpretación.

En ciertos aspectos el procedimiento de Romero sobre el tema coincidió con el programa de Le Goff, pero también se diferenció de éste superando sus limitaciones, porque si bien indagó en los colectivos sociales no renunció al análisis de personas destacadas que eran parte del discurrir de ideas y valores. El estudio tradicional que Le Goff desatendió porque en él no rescataba nada positivo, Romero lo recuperó parcialmente para resituarlo en la imbricación entre individuos y grupos.    

En segundo lugar Romero coincidió en su praxis con la necesidad “estructuralista” de desplazarse más allá de las ideas, porque detrás de lo que se expresa abiertamente subyacen atributos a revelar. Es un descubrimiento que realizó sobre tendencias masivas. 

Un tercer aspecto que acabamos de ver en Le Goff es la absorbente centralidad del texto que instaló el método estructural. Pareciera que el historiador que lo aplica reproduce al filósofo que rastreó en Das Kapital la teoría en funcionamiento que su autor no formuló (o la filosofía no explicitada que sí se había manifestado en 1845 en las tesis sobre Feuerbach) de la misma manera que el teólogo absorbe con lecturas la palabra de Dios. Esa matriz escolástica, especulativamente aprehensible en lo que se dijo, en lo que no se dijo o en lo que se dijo a medias, tuvo un equivalente en el no concepto de trabajo alto medieval, tanto cuando se lo reformuló teológicamente en sufrimiento penitencial como en su omisión sistemática. Los discursos resolverían entonces el dilema siempre y cuando se los examine con alguna clave preceptiva que inmunice del candor positivista[217]. Así lo hizo Georges Duby para desenmascarar en escritos de Gérard de Cambrai y de Adalberon de Laon (altas expresiones de la Iglesia) el significado recóndito de la imagen trifuncional de la sociedad, y en ese rastreo coincidió con Le Goff sobre la omisión del concepto de trabajo[218]. El mismo procedimiento aconsejó Jean-Louis Biget al decir que la religión de la Edad Media como fenómeno global social, en tanto era extensiva al conjunto de la sociedad, se expresó en los elaborados escritos que Pedro Damián nos ha dejado[219]. Como el pensador que apela al texto fundamental, el medievalista se afana por el suyo porque en él se le revelará la esencia buscada. Le Goff también lo estableció en la literatura clerical y religiosa, la que en su opinión es una fuente de primer orden para el historiador de las mentalidades de la Edad Media[220], y la consecuencia forzosa fue un predominio de la religiosidad en el discurso, el que a su vez irradió una mentalidad dominada por la religión. El pensamiento, según Le Goff, casi no habría tenido otra forma de expresarse (On pourrait presque définir une mentalité médiévale par l´impossibilité à s´exprimer en dehors de références religieuses). Esta inevitable consecuencia de la elección sería también un prerrequisito, ya que importa ensimismarse en una zona bien delimitada para aprehender el instrumental (l´outillage) mental: vocabulario, cuadros de pensamiento, normas. En este punto se llega al concepto de estructuras inconscientes del espíritu, hecho que nos plantea un paralelismo con las categorías apriorísticas del entendimiento de Kant, situando al científico social en una compañía filosófica que no disgustaba a Claude Lévi-Strauss, el verdadero padre de la criatura, como Le Goff ha reconocido. También acerca este precepto al psicoanálisis, que considera que el inconsciente está estructurado como un lenguaje.

Puede decirse que en el trasfondo de estas elaboraciones pilotea una distorsión que pareciera nacer de la unidireccional lectura religiosa, porque bastaría ampliar el abanico de fuentes para constatar que los hombres ordinarios de la Edad Media tenían preocupaciones muy prosaicas que no se limitaban a la Iglesia o la salvación eterna[221]. Esta es la apertura que hizo Romero y por eso si en ocasiones ha comenzado con el texto religioso rápidamente lo trascendió para dirigirse hacia los continentes extra textuales en los que el discurso se generó y se ha enmarcado[222]. Esto se corresponde a su vez con que no se restringió al escrito religioso: siempre lo desbordó con indagaciones en literatura profana, crónicas diversas o fueros. Su conocimiento de la vida social de la Edad Media lo había habituado a la diversidad porque la Iglesia no era todo.    

Además, y en contraste con el método estructuralista, para Romero las mentalidades no eran solo lo que se había asimilado por inercia sino que eran también construcciones en gran medida conscientes que el sujeto realizaba en laboriosa interacción con el medio. Las consideraba conjuntos de opiniones, ideas, imágenes, recuerdos, creencias, concepciones intelectuales, modos de pensamiento, todo en misceláneas inestables que llevaban a luchas de opiniones. Las mentalidades nunca dieron para él situaciones fijas sino cambiantes. Al  hablar de formas de subjetividad habló entonces de la praxis social múltiple impulsada por la subjetividad, praxis que a su vez formaba la subjetividad. Con esto se pretende decir que los modos de pensar y de sentir se traducían en apoyos o enfrentamientos entre grupos sociales y por lo tanto las mentalidades siempre han sido inseparables del conflicto y del cambio, y en este aspecto Romero se diferenció de las descripciones de Le Goff sobre la larga continuidad y el movimiento lento. Pongamos un ejemplo extraído de la obra que se examinó.

**La mentalidad que catalogó como baronial empujó a los guerreros normandos hacia el sur como empujó a los hispanos a la Reconquista. Se formaba en la lucha por la tierra, la riqueza y el poder, lo que implicaba enfrentar la realidad natural y social de la manera inmediata y directa que indicaba la acción. En el plano metodológico no introdujo esta mentalidad en “estructuras inconscientes del espíritu” sino que la derivó de acciones intencionadas que realizaban los individuos haciendo su experiencia frente a la realidad. En ese impulso nacía la codicia, el primado de la fuerza y de las situaciones de hecho, rasgos que señaló como característicos de este tipo mental sobre la que se formaba la imagen del barón heroico. Es lo que se desprende de las fuentes sobre la energía de acciones voluntariamente dirigidas bajo el informe de la realidad.

Dicho esto, notemos que la estructuralista parte rutinaria, impersonal y automatizada del comportamiento[223] no estuvo ausente en Romero, aunque no la vio en contraposición a la historia cultural de lo creativo y lo original (como se la vio en la visión del estructuralismo) sino en conflictiva juntura: lo revolucionario burgués operaba sobre creencias y conductas atávicas interiorizadas en las personas.

En suma, la nouvelle historiographie que impuso la relectura de documentos en una aproximación estructuralista contrastó radicalmente con el acercamiento fenomenológico estructural de Romero. Ni siquiera tomó prestado del estructuralismo francés el término: Fernando Devoto cierra el círculo de estas observaciones al mostrar que lo extrajo de Juan Agustín García y en especial de José Ingenieros[224].

4.6 Romero y las afinidades electivas de Weber

El nombre de Weber se acerca a Romero en determinados aspectos. Uno de ellos es la importancia que Weber le otorgó a las prácticas sociales, muchas veces en detrimento de su objetivación, una faceta que se ha señalado con un dejo de censura desde la Escuela de Frankfurt. En este punto existe un contacto que parece evidente con las elaboraciones de Romero, en la medida en que sus escritos son en gran parte una representación de prácticas intensas y significativas de grupos sociales definidos de manera un tanto laxa por la ubicación económica, y en especial por su relación con el mercado si se trata de la burguesía, o bien por el estatus si se trata de grupos emergentes de una economía no monetaria. A esta coincidencia se agrega que ambos adhirieron a la contraposición doctrinal entre economía monetaria y economía natural. Es una dicotomía central para la caracterización de Weber de la clase social: en la medida en que a ésta la definió por la relación de mercado, solo habló de clase al referirse a la sociedad capitalista. Para épocas anteriores (que creía sin mercado) juzgó conveniente utilizar el concepto de estatus o de situación estamental. Estas reflexiones abonan el empleo de los conceptos de acuerdo a la situación que se está tratando, y se sabe que Romero tampoco se ató a un único sistema conceptual.

Ese plano de acciones en Weber remite a la importancia que le otorgó a la subjetividad social en los mecanismos de dominación y consenso que habilitaban la reproducción normal de un poder, y justamente todo el aspecto de la subjetividad baña los trabajos de Romero en tanto las prácticas que describió estaban intencionalmente dirigidas hacia determinados fines. En este cuadro se inscribe la problemática de la religiosidad, que es lo que ahora nos interesa en la medida en que en este terreno se ven las similitudes y las diferencias entre los dos autores.

Cuando se habla de sociología histórica de la religión el nombre que de inmediato se presenta es el de Max Weber. Es un pavloviano reflejo gremial, porque nadie desconoce (aunque más no sea por un saber difuso) el vínculo que estableció entre capitalismo y ética protestante (vínculo que estaba en ciernes en intelectuales alemanes que lo precedieron[225]), aunque sus antecedentes los había detectado Weber en la devotio moderna, con lo cual estableció un parentesco muy directo con la problemática medieval. Sin embargo no todos acuerdan (o están al tanto) sobre el nexo real que implicó su tesis, y desde las caricaturas más ramplonas se abre un abanico de interpretaciones (y de preguntas). Esa diversidad nos advierte que la cuestión está tanto en los lectores como en el autor, porque Weber fue ambiguamente oscuro en formulaciones que solo se resuelven por agotadoras comparaciones entre sus escritos y por conexiones con lo que puede ser considerado su eje articulador filosófico. Esa dificultad de interpretación se reproduce sobre un concepto central de su sociología religiosa, el de “afinidad electiva”, inspirado en Las afinidades electivas, o sea, Die Wahlverwandtschaften de Johann Wolfgang Goethe. En su famosa novela sobre el irresistible enamoramiento de dos parejas, Goethe postuló que son afines aquellas naturalezas que se apoderan unas de otras y se arrastran mutuamente hasta formar un cuerpo nuevo. Es una afinidad que tiene similitud con procesos físicos y químicos, como la cal que manifiesta una gran inclinación hacia los ácidos[226]. En este punto el argumento señala una determinación que se eleva por encima de las personas, y lleva a la mutua inclinación de un hombre y una mujer durante una vida que sigue su curso habitual. El desarrollo puede darse con reflexión o sin ella, como dice en ciertos momentos de Las afinidades electivas, o como afirma, en forma parcialmente voluntaria y parcialmente involuntaria, pero en todo caso el desarrollo tiene una inclinación forzosa sobre la cual el individuo no ostenta capacidad de resistencia. Por ello en un aspecto esa fuerza que está por encima de las personas lleva a que la voluntad se limite a adaptar la conducta al destino prefijado. Desde otro ángulo de observación, y viendo el conjunto de la obra, se resalta la dirección consciente de las acciones, aun cuando las personas no podían sustraerse a la atracción mutua. Esto clarifica el uso que hizo Weber de esta novela, en gran medida basada en la experiencia personal de Goethe, que tuvo esa atracción irresistible en su momento para con Christiane, su esposa, y luego para con otras mujeres que lo llevaron a una duradera infidelidad.    

El concepto de afinidad electiva fue, efectivamente, empleado por Weber para la correspondencia entre la ética protestante y el espíritu capitalista que se extendió en Holanda, Inglaterra y Estados Unidos de América entre los siglos XVII y XIX[227]. En su acepción más general, la concepción puritana de la existencia habría favorecido una vida económica racional. De todas maneras esta relación íntima y famosa entre dos concepciones no agota el concepto que puede dar cuenta de otras parejas conceptuales, y que incluso formuló de manera negativa cuando aclaró que no hay una necesaria afinidad entre la economía capitalista y el sistema liberal burgués (aserto que ningún argentino seguramente discute, y que desde un principio comprendieron los capitalistas al advertir que el desarrollo de la democracia podía significar un peligro para su sistema económico). La cuestión gira así sobre las relaciones que se establecen entre una ideología o una religión y los intereses de una clase o de un estamento, y al respecto Weber se concentró más bien en los efectos que una forma de religiosidad tuvo en los orígenes y el desarrollo del capitalismo. Esto presupone que la utilidad funcional que objetivamente una religión tuvo sobre determinado desarrollo debe separarse de si fue creada para cumplir esa función. Weber se inclinó por la primera alternativa, porque cuando un sistema social y un “espíritu” cultural están ligados por un “grado de adecuación” y entran en afinidad electiva, ellos se adaptan o se asimilan recíprocamente.

En este entramado argumental no se ha dejado de ver un vínculo objetivo con el materialismo histórico, e incluso se afirmó que Weber tuvo una aceptación intencionada de Marx, si bien esa cercanía parece radicar casi exclusivamente en la correspondencia entre ideas e intereses materiales de los grupos sociales, más allá de que en los manuscritos preparatorios de Das Kapital Marx habló, como haría después Weber, de una asociación entre el protestantismo y el capitalismo en tanto esa corriente religiosa promovió el culto al dinero así como el ahorro y la frugalidad[228]. El concepto de esa cercanía conceptual entre Marx y Weber que se llegó a calificar como íntima es discutible, pero sin entrar en el asunto podemos interrogarnos sobre puntos fluctuantes, llamando así a cuestiones que esbozadas en la imprecisión, Weber solo definió borrosamente entre consideraciones dilatorias. La primera y más notable es cómo percibió el enlace entre religión e ideas económicas o sociales, y es representativo de esto la lectura de Michael Hill, que consideró “de vital importancia subrayar que la afinidad electiva no pretende describir la racionalización condescendiente de actividades dudosas, sino más bien señalar la convergencia espontánea y gradual de una ética religiosa y un espíritu materialista, con lo que se pone en marcha un fuerte impulso hacia el compromiso racional con una actividad económica”[229]. Es ésta una clave en la que coinciden los lectores, ya que los dos elementos no tuvieron para Weber una relación causal; solo existe congruencia y atracción recíproca, aunque no es de menor importancia constatar que este postulado, tal como lo captó el intérprete, abandona en una cuidada vaguedad el engranaje preciso de la congruencia. Se nos permitirá entonces introducir aquí la opinión de que esta aproximación de formas sin una relación de causa nos lleva directamente a un aspecto recurrente de la exposición de Romero, que en ningún momento deslizó una frase del tipo “el comercio produjo tal idea” sino que más bien modeló el concepto con una similar aproximación en la cual el comercio daba impulso a un agente para que actuando en la búsqueda del lucro estimulara la ampliación comercial, y con ésta se le aparecían las exigencias de la contabilidad, práctica que a su vez perfeccionaba toda su actividad. Esa forma de moldear las descripciones en que la causa se insinúa para nunca transformarse en causalidad mecánica nos plantea un paralelismo entre los dos autores, aunque esta similitud tiene sus límites, como veremos más adelante.  Por el momento el hilo de la maraña del formalmente complejo pensamiento de Weber nos lleva por otro andarivel.

En verdad pareciera que la mentalidad en su régimen doctrinario no puede resolverse más que como elección libre del sujeto, en especial si el analista no se recuesta como Goethe en la relativamente cómoda pero descaminada apelación a energías fisicoquímicas, y así es cuando Weber concedió explicarnos la forma concreta en que esa unión se realizó. La rational choice theory de la teoría económica asoma aquí revestida por la sociología para dilucidar cómo funcionaría el mercado de las religiones, y no está de más recordar que Weber coparticipó del abecedario de la especulación neoclásica. El verbo escogido para dar cuenta de esa opción teórica, “asoma”, pretende marcar que la adhesión al individualismo metodológico no ha sido completa sino distanciada, en la medida en que introdujo un matiz de practicidad.

Efectivamente, si bien el secreto de la afinidad electiva estaría en la elección racional, Weber diferenció entre un racionalismo más teórico (mehr theoretischen), que sería el de los intelectuales (en el sentido de los que, provistos de una cultura erudita reflexionan sistemáticamente sobre la cuestión), y otro más práctico (mehr praktischen Rationalismus), propio de los comerciantes y artesanos manufactureros (Kaufleute, Handwerker). Este último concepto pareciera que se aproxima (tímidamente) al criterio de reflexividad baja dado en un diferente contexto doctrinal de determinismo social[230]. En relación con esto notemos en un compendio provisional que Weber se distanció de cualquier ilusión de explicar esto atribuyéndole al actor un designio filosófico trascendente o asimilándolo a un místico, aunque le otorgó importancia a la educación religiosa que podía recibir el trabajador para lograr un dominio de sí y una frugalidad que aumentara magníficamente la capacidad productiva (Leistungsfähigkeit)[231]. Se orientó así a entender el comportamiento humano, y en esto radicó lo que con buena voluntad podría denominarse su explicación causal.

Con prescindencia del matiz, el sentido más profundo que otorgó a la cuestión, y que lo explicó sin dilaciones en su ensayo sobre la ética protestante y el espíritu capitalista, se vincula a la elección con plena consciencia. Para decirlo en términos sencillos, el capitalismo entraña que el individuo se aparte de un estado de naturaleza para consagrarse a una actividad racional legítima sistemáticamente orientada al lucro. No interesa en este nivel tanto la austeridad que pueda propiciar alguna ética particular, como el calvinismo o cualquier otra, sino la dirección de la conducta establecida por algún dios interior (y en esto sería indiferente si ese dios lo proporciona el cristianismo o el mercado). En este punto puede verse porqué para Weber el monaquismo anticipaba un prerrequisito del comportamiento capitalista (lo que es muy sorprendente en una primera mirada), en tanto la vida del monje, sometida a exigencias antinaturales, presagiaba la moderna muerte del proceder instintivo. El secreto de esa metamorfosis fue la elección racional, que pudo ser favorecida por precisas condiciones históricas[232]. Avala esta disquisición la impronta de todo el sistema explicativo de Weber, tanto por la ya señalada aquí jerarquía que le concedió a las prácticas como por el lugar prioritario que tiene en su representación el gobierno consciente de esa praxis (lo que enfatizaron unánimemente sus analistas). En ese accionar del individuo o de los grupos (la oscilación depende del nivel que está tratando) reaparece una vez más el paralelismo con Romero, porque cualquier actor que este último puso en danza en sus escritos no se nos aparece como un títere preso de fuerzas inerciales que no controla y que están escondidas en el inconsciente sino que se nos presenta como el dueño de acciones palmariamente elegidas y orientadas a determinados logros. Como en Weber, esos designios no son metafísicos trascendentes, o para decirlo en lenguaje político, no presuponen programas totales de largo alcance sino que son diseños realistas concretos destinados a la obtención de metas al alcance de la mano. Si los analistas que le atribuyeron a Romero una inclinación estructuralista hubieran reparado en esta similitud con Weber seguramente hubieran podido advertir un panorama distinto al que definieron. Dicho de otra manera, es muy posible que Weber haya tenido una efectiva influencia sobre Romero; la de algún estructuralista francés no se la adivina por ninguna parte más allá del superficial empleo compartido de la palabra mentalidades. Avala esta dirección del influjo el hecho de que Romero escribía cuando el estructuralismo estaba en proceso de surgimiento, es decir, cuando ya debió tener formado los criterios metodológicos para afrontar su desafío.

Lo que se acaba de describir constituiría en el sistema weberiano algo más que una religiosidad; sería la sustancia de una cultura, de su espíritu más precisamente, que se capta por intuición, y con esto Weber le otorgó al problema un rango de esencialismo que en este aspecto, como en su gnosis, le confirió al conjunto un colorante platónico[233]. La cultura puede ser comprendida en su unicidad si se reconoce ese carácter específico, y esto, que se traduce en la comprensión del espíritu del capitalismo, pareciera ser la versión idealista de la categoría modo de producción, la que le otorga al todo su colorido especial. Esta similitud con el materialismo histórico solo hace referencia a un aspecto muy parcial y secundario, porque las diferencias entre Weber y Marx fueron verdaderamente profundas.

La inversión materialista del segundo nos plantea, desde luego, una divergencia básica, y la cuestión alcanza al ya tratado problema de las clases y los estamentos. Obviamente no se terminan aquí las oposiciones, porque los soportes epistemológicos kantianos con los que trabajó Weber reaparecen, en tanto este último aplicaba a los datos de lo real una forma conceptual preconcebida, porque al igual que Kant, Weber no creía que se podía captar la realidad en sí misma sino solo como es para nosotros, paralelismo tanto más completo si tenemos en cuenta que en ese espíritu la causa es una atribución racional del sujeto cognoscente. De manera opuesta, el padre del socialismo científico, siguiendo el método de Hegel, aspiró a captar el desarrollo dialéctico del ser sin mediaciones categoriales trascendentes.

Esto no deja de ser muy conocido, siendo casi una lección elemental de las disparidades entre la lógica formal (propia de la combinatoria constructiva del tipo ideal), por un lado, y la lógica dialéctica de aprehensión de lo real por otro (que no es más que la lógica del proceso dialéctico objetivo traspuesto a la cabeza), y de hecho debiera ser omitida de esta exposición si no fuera por la persistencia con que se atribuye al concepto marxista de modo de producción el rango weberiano de tipo ideal. Esta confusión mostraría que el conocimiento filosófico de manual permanece muchas veces ajeno al saber del historiador, y por ello es imprescindible que estas cuestiones sean tenidas en cuenta, en tanto la exposición que sigue será una administración práctica de esta complicación profesional.

Desde ya, la naturaleza conflictiva del problema nos asalta, porque el modelo típico ideal del capitalismo, que es el que rige la indagación histórica de su origen en tanto sistema, lo llevó a Weber a plantear la pregunta sobre el objetivo y la motivación del capitalista que da propósito al sistema, logrando un recogimiento hacia el interior vital del empresario, con lo cual toda su explicación terminó rozando la metafísica social. Para esclarecer esto con un ejemplo concreto, significaría para el medievalista que estudia el anticlericalismo cambiar la pregunta acerca de la determinación del fenómeno por otra muy distinta que requiere presentir la motivación del sujeto, sus metas históricas particulares hacia las que tendería perspicazmente su conducta con sentido. Una sencilla forma obvia de captar ese sentido de la acción sería dejarse llevar por lo que la persona dice de sí mismo y de sus fines existenciales, un método que presupone un buen grado de candor para creerle todo lo que expresa, o bien para aceptar que tiene en su conciencia los objetivos patentemente delineados (algo que se ve en el individualismo metodológico).

Weber en parte incurrió en ese método y en parte se separó de él. Cuando se apartó, ese espíritu capitalista racional no fue más que un régimen de conducta o un perfil psicológico (cualidades que el mismo Weber atribuyó), y en verdad, nunca negó el alto grado de subjetividad, y por lo tanto de arbitrio personalizado, del modelo típico ideal. Aceptó llanamente que solo podemos ver las cosas de acuerdo a nuestros intereses, y ese subjetivismo deliberado estuvo presente cuando declaró haber seleccionado su modelo de acuerdo a su inclinación personal. Se desentendió así de los embarazos que veía en la interpretación del sentido, ya que era lo suficientemente lúcido como para saber que el testimonio del actor tiene siempre un valor relativo.     

Dejando atrás estas cuestiones teóricas, y traduciendo al utilitarismo práctico del medievalista el postulado pedagógico que Weber planteó, las escuelas urbanas del siglo XII podrían dilucidar el problema de la interiorización cristiana por el devoto si la educación se hubiera extendido realmente entre el pueblo. No fue el caso, y esto introduce una dificultad que abarca al sistema conceptual que analizamos.  Si ahora lo remarcamos es para decir que Romero en ningún momento cayó en ese costado meramente educativo para explicar la situación religiosa (con independencia de cómo la entendía) sino que se dedicó a examinar acciones en un sentido abarcador, lo cual incluía toda la praxis social. Tampoco se refugió en una pura indagación en el espíritu del sujeto grupal analizado, supuestamente estimulado por el advenimiento repentino de una idea religiosa como imaginó Weber, lo que implica una clara diferencia entre estos autores: si el sociólogo alemán se preocupó por comprender los resortes íntimos del accionar de un sector por vías culturales estrictas como la educación formal, Romero procuró comprender esa situación espiritual viendo los condicionamientos históricos en que se encontraba el sujeto bajo observación, y ese análisis lo condujo a encontrar sus enfrentamientos, como ser los que se desataron entre burgueses y señores. Esta problemática nunca apareció en los trabajos fundamentales de Weber.

Otro aspecto es que en el esquema de Weber las ideas religiosas no generaron de manera inmediata intereses económicos ni éstos generaron ideas religiosas. Como ya se insinuó en párrafos previos, se habría dado más bien una confluencia de los dos sistemas, confluencia en la cual la religiosidad actuaría desde una profundidad silenciosa apartando al hombre de su camino natural (o de su estado de animalidad primaria), y con ese distanciamiento no solo se eluden nexos de causalidad mecánica (en especial la conducta subjetivamente conducida la opuso Weber a la simplemente reactiva), sino que también se desemboca en un aparente indeterminismo que es en verdad un determinismo subjetivista que supo cosechar elogios. Esto remite a otra faceta del  sustento gnoseológico.        

La correspondencia entre la nueva religiosidad y el capitalista fue atribuida en el análisis de su libro sobre la ética protestante por comparación de casos. Fue una concordancia empírica similar a la que se puede establecer entre la sensibilidad religiosa del siglo XII y los artesanos con pautas que los guiaron en su existencia, como fue el caso de los umiliati, una categoría de fieles disidentes de Lombardía. El concepto de afinidad electiva sistematiza, generalizándola, esa correspondencia visible, y por eso mismo no sobrepasa la naturalidad fenoménica, limitándose a sugerir que existió una identidad entrañable entre los dos planos. Este carácter epidérmico del conocimiento, por el cual éste es ante todo un reconocimiento de evidencias, está mostrado por la comprobación realizada por Weber sobre si los dos planos (creencias religiosas e intereses económicos) se favorecían recíprocamente o no en el caso que analizó.

En todo esto el sociólogo reprodujo la forma como se ha presentado históricamente el fenómeno aunque separado de su proceso histórico. Para darle a la expresión una retórica que nos lleva a nuestro tema, la congruencia se habría establecido cuando una concepción evangélica preexistente se unió con los intereses económicos de un artesano originado por otra vía independiente de la religión, y la mediación fue otorgada por un racionalismo práctico. Este concepto de interacción significa representarse el suceso como una ecuación conformada, en una primera apreciación, por factores equivalentes para que todo fuera en definitiva concretado por la subjetividad (la que estableció el régimen de conducta); con esa subjetividad el artesano se habría inclinado a lograr beneficios. El ya mencionado rechazo al determinismo materialista es pleno y armoniza con todo el sistema cognitivo weberiano, con lo cual reaparece en nuestra exposición la gran diferencia que se establece con Marx.

Esto nos conduce a su vez a una diferencia con el método histórico y con Romero. En este último no hay tanto confluencias de influjos como se leen en los escritos de Weber, sino determinaciones concretamente situadas, como las que se dieron con la arranque comercial de los siglos XI y XII, lo cual como es obvio, no debe interpretarse como un automatismo causal. De nuevo las similitudes entre los dos autores, dada por su interés por captar la subjetividad de los grupos sociales, termina resolviéndose ante nuestro análisis en un camino divergente que se sintetiza en que a Weber le interesó la funcionalidad del suceso (por ejemplo el papel de la religión protestante en el advenimiento del capitalismo) sin siquiera otorgar una mirada rápida a las condiciones de su génesis. Hablar de esa génesis hubiera supuesto indagar en los antecedentes medievales de Lutero y preguntarse por las causas que llevaron a que la interiorización religiosa apareciera en delimitados sectores de la población europea a partir del siglo XI (antes esa interiorización había sido un patrimonio de espíritus escogidos como los místicos). Esas preguntas que no se formuló Weber sí figuraban entre las inquietudes de Romero.   

Por cierto queda claro entonces que las sucesivas aproximaciones razonables a las clases estamentales con formulaciones que dan cuenta de sus intereses lo apartó a Romero de raíz y sin consideraciones accesorias, del modelo de afinidad electiva por elección racional, como en definitiva lo apartó de la media no reflexiva de los historiadores. En este punto llegamos a los rasgos que visiblemente diferencian la labor de los dos autores, diferencia que produce una primera impresión de disimilitud radical cuyo carácter incontrastable deriva de formas por completo desemejantes de abordar el fenómeno.

Todo lector de Economía y sociedad tropieza de entrada con un método que recurriendo a la historia es por completo extraño al historiador, y que consiste en el empleo sistemático de la analogía ante cada uno de los conceptos a trabajar. De esta manera el carisma por ejemplo puede ser contemplado en un mismo párrafo en la persona de un predicador franciscano o en la de un líder político moderno, con el resultado de que la historia que sirve como fundamento de la construcción, al ser utilizada de ese modo, deshistoriza radicalmente lo construido. Esto es un producto si se quiere congénito de las bases epistemológicas con las que Weber afrontó la teoría: mediante la observación de casos a lo largo de toda la humanidad (lo que deja la impresión de una gran movilización de datos sin tratamiento erudito) y mediante la generalización de lo observado extrayendo los rasgos comunes de cada fenómeno. Como es obvio, esto nos aparta ya francamente de Romero.

Si como ya dijimos en este último se advierte una similitud con Weber en su intención de captar el armazón ideológico y psíquico de los grupos sociales escapando a cosificaciones causales, esa captación no lo lleva a tipos ideales sino a una tipología de grupos situados en circunstancias históricas concretas. El burgués de Romero no es un tipo social abstracto que atraviesa en la mente del analista todas las épocas en que hubo personas dedicadas a actividades lucrativas sino que es una figura con una fecha de nacimiento entre los siglos XI y XII, y que estuvo sujeto a desarrollos y cambios en su interacción con el medio. Esta diferencia remite a otra aún más decisiva y que está dada por el hecho de que Romero no apela a la analogía a través de la historia para extraer columnas teorizantes sobre prácticas (dominación legal, consenso, etc.) sino que, reproduciendo la premisa del historiador profesional, se consagra al seguimiento del desarrollo contradictorio del ser como diría Hegel, y ese seguimiento es lo que lo conduce a una representación dialéctica de la realidad histórica. Es ésta una diferencia muy profunda con Weber, desde el momento en que sus tipos ideales al derivar de construcciones que reúnen los rasgos comunes de lo que se observa a través del tiempo, despoja al constructo de sus perturbadoras cualidades contradictorias, y es esa situación contradictoria de lo real en que lo que es no es (de nuevo nos topamos con Hegel y su concepto de que el ser y el no ser son lo mismo: Sein und Nichts sind dasselbe) lo que se erige como obstáculo para los que, como Weber, optan por una vía kantiana de trabajo (basada en lo incognoscible del ser en sí). Llegamos así de nuevo a la contraposición entre Marx y Weber (o entre Hegel y Kant) y en este punto está clara las opción de Romero que es, repitámoslo, la del historiador profesional. En otras palabras, Romero no levantó figuras ni esquemas sino que por el contrario siguió el proceso histórico en su largo plazo captando sus contradicciones, y de aquí deriva ese discurso de afirmaciones matizadas, de negaciones que se intercalan en la afirmación para corregirla, de advertencias, de caminos secundarios que salen de la vía principal para enriquecerla. De aquí proviene en una palabra la complejidad de la representación en una narrativa diáfana, y en este punto se contrapone a la representación de Weber que, con prescindencia de sus muchas veces oscuras formulaciones abstrusas, nos ofrece la linealidad esperable del tipo ideal (que justamente para eso fue levantado). En contraposición, lo que Romero entrega en el plano teórico son pequeñas plataformas de reflexión que surgen al compás de sus descripciones pero que nunca sistematiza como teoría.

4.7 Acercamientos y lejanías

Esto lo acerca a Romero (de nuevo sin asimilarlo plenamente) a Edward Palmer Thompson (aunque no hay ninguna evidencia de que haya conocido The making of the English working class, que se publicó en 1963) y en menor medida a Eric Hobsbawm y a otros miembros de la escuela de historiadores marxistas ingleses[234]. Esta similitud se refiere a rasgos esenciales ya indicados (aproximación fenomenológica a las clases, observación de sus prácticas y de sus ideas, jerarquización de los conflictos), a lo que se puede agregar la indagación sobre los efectos de esas prácticas sobre la sociedad, un problema al que le prestó más atención que Thompson algún otro miembro de la escuela marxista inglesa de historiadores como Rodney Hilton. En otros términos, esto lo asimila al materialismo de Marx en la medida en que capta la objetividad como producto de la objetivación del pensamiento y de la acción del sujeto que a su vez se nutre con lo que él ha creado, procedimiento que lo distancia de cualquier tipo de materialismo metafísico. Para evitar un malentendido apresurémonos a decir que aquí hay paralelismos pero no identificación, porque como debe resultarle evidente a cualquier lector, Romero no apeló al materialismo histórico más que en forma extremadamente limitada.

En verdad esa similitud con la obra de Thompson sobre la formación de la clase obrera (aunque no con lo que posteriormente escribió en Costumbres en común[235] donde ya se presenta un empleo amplio de la antropología) está dada por un doble paralelismo, conceptual y de tratamiento del material primario.

En el ámbito de los conceptos, ambos autores se consagraron a la subjetividad de los actores que examinaron, respectivamente la burguesía y la clase obrera, imbuidos de una cierta empatía por la situación de los subalternos. En ambos, y con independencia de sus puntos de partida, la problemática económica fue deliberadamente soslayada para ser presentada solo como un contexto de la acción social. Era esta última la cuestión que les interesaba, entendiendo por acción social la praxis concreta (laboral o social en sentido amplio) que se traducía en experimentación cotidiana y en forzosos choques con la realidad del entorno. La acción era por lo tanto inseparable del conflicto, y en esa combinación se formaba la subjetividad. De manera necesaria, este seguimiento de las acciones construyendo subjetividad debieron lograrlo estudiando fuentes narrativas (como crónicas o periódicos). Esta aproximación se tradujo en un relato de la historia que aunó paralelismos y diferencias: en Thompson se ensamblan en una secuencia continua episodios significativos de la vida del artesano haciéndose obrero, mientras que Romero apeló más bien a diseños de mayor amplitud que alternó con la invocación de casos para mostrar en lo específico esa generalidad. Con este objetivo ambos autores nos hablaron de la formación de la clase, siendo esa formación un transcurso subjetivo, o más precisamente, un desarrollo de la conciencia de clase, entendida ésta como conciencia de los intereses del grupo en oposición a los intereses de otros grupos. En ambos autores esa formación de la clase se sustentó inevitablemente en una educación empírica inmediata no solo formal sino múltiple y experimental que podía reflejarse ocasionalmente en elaboraciones más refinadas (como las de Guillermo de Occam o las de William Morris,  a man working for practical revolution[80]). Estos presupuestos llevan a conectar a ambos autores en un develamiento  progresivo de los objetivos del sujeto en observación en una doble revelación: la clase descubrió sus objetivos realizables de manera paulatina, ensayando conflictivamente sus proyectos en la realidad, y el lector descubre también de manera paulatina, a medida que avanza en la lectura, esa progresividad histórica de la clase.

Dicho esto, las desigualdades entre Thompson y Romero son inocultables; su primera confirmación está en el lenguaje. En el primero las posiciones marxistas son explícitas y el compromiso político aflora en una obra que, como La formación de la clase obrera, tuvo una gran aceptación académica sin presentarse de una manera academicista (en Costumbres en común por el contrario el tono es otro, más doctoral, menos político si se quiere). Romero no apadrinó un determinado lenguaje; ya se dijo aquí que se posicionó de manera muy abierta incorporando heterodoxamente lo necesario para expresarse. Tampoco apeló a un definido sistema categorial, y todo esto configuró su tan peculiar fisonomía.

4.8 Un balance general

Estos acercamientos indicados, que son también separaciones, nos llevan a plantear las influencias que recibió Romero, o sea, el alimento teórico de su trabajo. De acuerdo a Luis Alberto Romero, su padre estudió a Marx y a Weber, pero según hemos visto tanto uno como otro están y no están en sus obras, lo que quiere decir que es una presencia oblicua, que se vislumbra pero se escurre en cuanto la queremos aprehender porque está modificada por muchas otras lecturas: Dilthey, Simmel, Durkheim, Cassirer, Ortega y Gasset se unieron a los aportes que recibió de Alejandro Korn, de Pedro Henríquez Ureña y de su hermano Francisco Romero[236]. Pero por otra parte cada uno esos influjos se subordinó al historiador que bajo la tiranía de su estudio los desfiguró sin anularlos, y en este punto reaparece la centralidad que tuvo Clemente Ricci en la formación de Romero. Esto confirma que no hablamos de un filósofo ni de un ensayista (como a veces se lo consideró) sino de un historiador.

La primera y más inmediata conclusión que se extrae de este recorrido es que estamos ante una obra de extraordinaria importancia.

Es posible que esta valoración sorprenda al medievalista que ignora a Romero o que tal vez conozca su nombre pero no sus libros. Este reparo obedece a que, aun cuando no sea un desconocido, nunca alcanzó en la especialidad el reconocimiento que merece. En esto tenemos que considerar que la academia, inducida por razones no académicas, “construye” referentes de nota, como muestra el investigador burocráticamente superior dotado del más anodino de los ingenios. Cuentan aquí modas y posiciones, favoritismos y oportunidades.

Al respecto es un poco extraña la suerte que el azar le deparó a su obra. Si historiadores que cultivan la historia argentina y americana se renovaron con ella, y en especial con su subsidiaria parte no medieval, entre los medievalistas (salvo excepciones) casi se la ignoró, o en todo caso se lo leyó como un estímulo personal que no tuvo su reflejo en la cita bibliográfica. Este infortunio se explica posiblemente por el contexto en que se difundió la tesis de Romero. Por un lado su obra mayor, La revolución burguesa en el mundo feudal, apareció en 1967, cuando ya se anunciaba en el horizonte el influjo de los Studies de Maurice Dobb. Por otro lado recordemos que durante los años 1970 la historia sociocultural era dejada de lado y se investigaba sobre la economía rural del Medioevo. Esta serie de causas explica que el lector natural de Romero (el medievalista, y especialmente el de habla hispana) no se concentrara en su obra. Se lamenta la distracción porque la sabiduría de muchos colegas se hubiera ampliado con páginas imperdibles.

La dicotomía que vimos en la obra del medievalista argentino entre un modelo de mercado de aplicación acrítica y un tratamiento sofisticado de otros planos de la indagación, remite a una cuestión sustantiva. El objetivo de su estudio fue la formación de la burguesía medieval en una serie de planos significativos interrelacionados. El referido al nacimiento del burgués y a sus prácticas económicas no le ofrecía, a su entender, complicaciones intelectivas, porque allí estaba el aceptado esquema de Pirenne al que veía perfectamente aplicable. Los otros planos, el ideológico y el político, no considerados por otros autores, o tratados con las deficiencias del positivismo, sí los percibió como el terreno que debía atender. A partir del sujeto burgués valoró el aporte de un nuevo colectivo en el funcionamiento político, las ciudades, intervención que no fue el mero resultado de una coyuntura crítica (como condición de posibilidad de la revuelta económica) y por lo tanto inscrita en una pequeña historia regional, visión que compartieron muchos de los historiadores que analizaron las protestas del período, sino que fue un hecho sustantivo de la gran historia. Revelaba así a un nuevo protagonista del transcurso social que expandió sus acciones hasta América con una ordenación característica signada por lo que en la teoría política de Gramsci se llama sociedad política y sociedad civil. En este plano se apartó también de los medievalistas que estudiaron, en general con más descripción que análisis, grandes sucesos de los que no dudaban de su importancia, pero que vieron como fenómenos en sí, desprovistos de proyecciones en el largo plazo, como ser las cambiantes relaciones de las ciudades italianas con el papado y el imperio, las Hermandades de Castilla en lapsos de minoridades u otros similares.

Debe anotarse que este interés por el tema respondía a una inquietud política. Al respecto digamos que la revolución burguesa fue durante gran parte del siglo XX un programa polifacético de la agenda de socialistas y comunistas del Tercer Mundo con una serie de cuestiones vinculadas, como ser, las tareas democráticas y antifeudales a cumplir, las enseñanzas de 1789, el socialismo como heredero cultural del iluminismo y su conexión con culturas autóctonas (basta recordar a Mariátegui), el enlace dialéctico entre revolución burguesa y revolución socialista, la esencia de esta última como superación de la primera, la relación entre democracia y dictadura de clase, que incluía la dicotomía democracia formal y democracia real, la conveniencia de las libertades democráticas para el crecimiento político del proletariado (que necesita aire y luz como las plantas, según repetía un experimentado comunista), las experiencias revolucionarias que la burguesía había realizado para luego desdeñar, eran todas cuestiones que se planteaban cuando el jacobinismo, exánime en el socialismo real, volvía periódicamente en aventuras de la voluntad (como las del Che). Ese vínculo entre revolución burguesa y revolución proletaria era pues un horizonte de la gran tradición a la que Romero pertenecía, y en teoría su obra debió acompañar al movimiento social “de los sesenta y setenta”. Pero la realidad habló de otra manera, porque prescindiendo de los que obviaban la cuestión imaginando un socialismo sin etapas preparatorias, los militantes del momento hicieron política con muchas consignas y poca ciencia. Los tiempos de la acción no se pensaron como tiempos de estudio, e incluso dedicarse a la Edad Media podía ser considerado escandalosamente retrógrado.

A esto se agrega que sus enunciados fueron ensamblados en una estructura compleja, con párrafos colmados de aclaraciones y frases subordinadas para dar cuenta de la dialéctica de la realidad. Logró así una lectura insoportable para la persona que buscaba soluciones rápidas en fórmulas sintéticas. Por otra parte ese surco cauteloso en el que montó su renovación historiográfica, con un deliberado propósito de recostarse en la herencia clásica aun cuando no la nombrara (su intención manifiesta fue enfrentar al positivismo sin invocaciones a lecturas prestigiosas), no ayudó a que buena parte de la vanguardia intelectual lo reconociera. Debería reflexionarse sobre esto, porque a los que creen que la novedad es un objetivo que se busca de antemano les mostró que es un resultado que se encuentra, y a los que desean sorprender con invenciones les mostró que el cambio no está en la superficie sino en la profundidad del contenido.

Esta sucesión de cualidades lleva a no disponer de casillero para clasificarlo. Esa no ubicación puede multiplicarse apenas seguimos observando atributos: Romero se ordena junto a Pirenne, pero solo lo utilizó como un soporte lejano; se relaciona con el historiador liberal, en tanto ubicó la secuencia revolucionaria en un similar entramado de largo plazo, aunque de ninguna manera se identificó con ese perfil historiográfico, y mucho menos se lo reconoce en el corte jurídico institucional o estrictamente político porque se preocupó por la dimensión social de las transformaciones; manejó la erudición pero no la ostentó como hace el erudito profesional; nos ofrece un contacto con Weber, pero se ha diferenciado de su método analógico y atemporal de análisis; la semejanza con el estructuralismo es demasiado endeble como para ser considerada; en la apreciación de los enfrentamientos de masas se acercó a la matriz de la lucha de clases, e incluso es similar a la escuela marxista de historiadores británicos su aprehensión de la dinámica de reivindicaciones y lucha, pero no es encasillable en el materialismo histórico, y en otros aspectos ninguna taxonomía de manual se acomoda realmente a lo que nos entrega. En consecuencia, fue un irreverente iconoclasta sin escuela que solo honró al rigor científico. Posiblemente ese rasgo contribuya decisivamente a explicar las dificultades que tuvo la recepción de su obra; pero, las cualidades que la eclipsaron son la riqueza que la siguen justificando.  

Textos de JLR

– 1943d. Las cruzadas, Atlántida.

1943k. Reseña de “Guerras civiles en Granada” de Ginés Pérez de Hita, en De Mar a Mar, nº 5.

– 1944b. “Sobre la biografía española del siglo XV y los ideales de vida”, en Cuadernos de Historia de España, tomos 1-2.

1944f. “Estudio preliminar” a Hernando del Pulgar, Libro de los claros varones de Castilla, Nova.

1944i. “La historia de los vándalos y suevos de San Isidoro de Sevilla”, en Cuadernos de Historia de España, tomos 1-2.

1944m. Reseña de “El Victorial” de Gutiérrez Diez de Games, en Cuadernos de Historia de España, tomos 1-2.

1945d. “Fernán Pérez de Guzmán y su actitud histórica”, en Cuadernos de Historia de España, tomo 3.

1945l. “La llamada Edad Media”, en La Nación, Buenos Aires, 1945.

1947f. “Estudio preliminar” a Boccaccio, Vida de Dante, Argos.

1947ñ. “Otero Pedrayo y la Galicia medieval”, en Galicia. Revista del Centro Gallego, nº 413, junio.

1947o. “El patetismo en la concepción medieval de la vida”, en Revista Nacional de Cultura, Caracas, nº 64, setiembre-octubre.

1947q. “San Isidoro de Sevilla. Su pensamiento histórico político y sus relaciones con la historia visigoda”, en Cuadernos de tHistoria de España, nº 8.

1947s. “Unidad y diversidad de la Edad Media”, en La Nación, 23 de febrero.

1948e. Reseña de “España en su historia” de Américo Castro, en Realidad, nº 11, setiembre-octubre.

1948f. “Estudio preliminar” a Dino Compagni, Crónica de los blancos y los negros, Nova.

1948h. “Las grandes líneas de la cultura medieval”, en Ver y Estimar, nº 5, octubre.

1950a. “La crisis medieval”, en Escritura, Montevideo, noviembre.

1950b. “Dante Alighieri y análisis de la crisis medieval”, en Revista de la Universidad de Colombia, Bogotá, nº 16.

1951d. “Imagen de la Edad Media”, en ADAYPA, Montevideo, setiembre.

1954a. “Burguesía y espíritu burgués”, en Cahiers d’Histoire Mondiale, París, vol. 2, nº 1.

1954b. “La crónica anglosajona y el tapiz de Bayeux”, en La Nación, 28 de noviembre.

1954d. “¿Quién es el burgués?”, en El Nacional. Papel Literario, Caracas, 18 de marzo.

1954e. “Historiadores medievales”, en La Nación, 5 de setiembre.

1955c. “Raúl Glaber y los terrores del milenario”, en La Nación, 9 de octubre.

1959a. “Sociedad y cultura en la temprana Edad Media”, en Revista Histórica de la Universidad, Montevideo, nº 1.

1959b. “Ideales y formas de vida señoriales en la Alta Edad Media”, en Revista de la Universidad de Buenos Aires, 5ª época, año 4, nº 2, abril-junio.

1960b. “Burguesía y renacimiento”, en Humanidades, Mérida, año 2, t. 2, julio-diciembre.

1963b. “Prólogo” a Carlos Visca, Los ideales y formas de la aventura en la Edad Media, Montevideo.

1969d. “El destino de la mentalidad burguesa”, en Sur, nº 321, noviembre-diciembre.

Notas:

[1] F. Luna, Conversaciones con José Luis Romero sobre una Argentina con historia, política y democracia, Buenos Aires, 1976, p. 20.

[2] L. A. Romero, “Prólogo”, en J. L. Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires, 2001, pp. I-XVI.

[3]     Romero, “Historiadores medievales”, ahora en J. L. Romero, ¿Quién es el burgués? Y otros estudios de historia medieval, Buenos Aires, 1984, pp. 126-130.

[4]   Romero, “Raúl Glaber y los terrores del milenario”, La Nación, 9 de octubre de 1955, ahora en ¿Quién es el burgués?, pp. 135-138.

[5]   Romero, “San Isidoro, su pensamiento histórico político y sus relaciones con la historia visigoda”, Ahora en ¿Quién es el burgués?, pp. 77-125.

[6]   El libro La Edad Media se verá más adelante. Entre los artículos ver por ejemplo en Romero, “Boccaccio y su Vida de Dantede 1947, ahora en ¿Quién es el burgués?, pp. 160-171, señalaba en Boccaccio el entrecruzamiento gradual de lo profano y lo sagrado.

[7]   A. Barbero y M. Vigil, La formación del feudalismo en la península ibérica, Barcelona, 1978. Se cita este caso porque Barbero y Vigil se propusieron renovar la interpretación del período con una perspectiva marxista (y de hecho fueron muy influyentes en los veinte años que siguieron a la publicación de su libro), pero en la base su estudio de fuentes legales no era muy distinto del que habían realizado historiadores institucionalistas que ellos criticaron.

[8]   Romero, ”Sobre la biografía española el siglo XV y los ideales de vida”, Cuadernos de Historia de España, I-II, 1944, ahora en ¿Quién es el burgués?, pp. 172-188.

[9]   A. Gurevich, Los orígenes del individualismo europeo, trad. cast. Barcelona, 1997.

[10]   Romero, “Fernán Pérez de Guzmán y su actitud histórica”, en ¿Quién es el burgués?, pp. 189-214.

[11]   Como ejemplo, C. Sánchez Albornoz, Una ciudad de la España cristiana hace mil años. Estampas de la vida en León hace mil años, Madrid, 1926.

[12] Romero, “El espíritu burgués y la crisis bajo medieval”, en, ¿Quién es el burgués?, pp. 77-126.

[13] Sobre la cuestión económica mencionaba en su trabajo a Pirenne, Doren, Sombart, Luzzato y Sapori, autores que se concentraron en el análisis de la situación urbana medieval de Flandes e Italia centro norte.

 [12]   F. Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, trad. cast. Madrid, 1976.

[14] Romero, “Boccaccio y su Vida de Dante”, citado.

[15] L. García de Valdeavellano, Orígenes de la burguesía en la España medieval, Madrid, 1969; R. Pastor de Togneri, “Las primeras rebeliones burguesas en Castilla y León (siglo XII). Análisis histórico social de una coyuntura”, en, R. Pastor de Togneri, Conflictos sociales y estancamiento económico en la España medieval, Barcelona, 1973, pp. 13-101.

[16] Romero, “Burguesía y espíritu burgués”, en ¿Quién es el burgués?, pp. 39-48.

[17] W. Sombart, Der moderne Kapitalismus, Vol. 1, Leipzig, 1919.

[18] P. Toubert, “La part du grand domaine dans le décollage économique de l’Occidente (VIIIe-Xe siècles)”, en, Croissance agricole du Haut Moyen Age. Chronologie, modalités, géographie, Flaran Nº 10, 1988, p. 75, n. 106.

[19] K. Marx, Zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, en K. Marx y F. Engels, Werke, 1. Berlin-RDA, 1976, pp. 378-391, en p. 386. Ver también M. Weber, Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus, en, M. Weber, Gesammelte Aufsätze Religionssoziologie, 1, Tübingen, 1986, pp. 17-206, análisis organizado en torno a Lutero y Calvino. Se volverá a este problema en el cuarto ensayo.

[20] E.P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, 2 vols., trad. cast.,  Barcelona, 1989; para una cierta sistematización de los conceptos de este autor ver en el tomo 1 el capítulo 6. La cuestión se verá también en el cuarto estudio.

[21] Romero, “El destino de la mentalidad burguesa”, Sur, Nº 321, 1969, ahora en ¿Quién es el burgués?, pp. 67-73.

[22] J. Dhondt, “‘Solidarités’ médiévales. Une société en transition: la Flandre, 1127-1128”, Annales. Économies, Sociétés, Civilisations, Vol. 12, N° 4, 1957, pp. 529-560. 

[23] Cfr. W. Goffart, Barbarians and Romans AD 418-584: The Techniques of Accomodation, Princeton, 1980.

[24] C. Wickham, Framing the Early Middle Ages. Europe and the Mediterranean, 400-800, Oxford, 2005.

[25] Muchos años más tarde se publicaría el libro de J. Le Goff, La civilisation de l’Occident médiéval, París, 1965, en el cual estos problemas, tratados bajo un enfoque antropológico, adquirían carta de ciudadanía en el medievalismo.

[26] Entre otros, A. Guerreau, Le féodalisme. Un horizon théorique, París, 1980, defendió el concepto de la Iglesia como institución total.

[27] P. O. Kristeller, Renaissance Thought and its Sources, Nueva York, 1979.

[28] J. Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, trad. cast. Barcelona, 1968.

[29] Entre los estudios que presentaban un primer panorama global del asunto centrado en la caída demográfica y la declinación económica merecen citarse a M. Dobb, Studies in the Development of Capitalism, Londres, 1946, pp. 33 y s.; E. Perroy, “À l’origine d’une économie contractée: les crises du XIVe siècle”, Annales. Économies, Societés Civilisations, Vol. 4, Nº 2, 1949, pp. 167-182, estudio que Romero citó en su ensayo sobre el espíritu burgués de 1950.

[30] Así por ejemplo al introducir la Vida de Dante de Boccaccio en 1947 (citado), no desdeñó aludir al problema erudito que derivaba de las tres versiones de la obra ni las cuestiones relativas a las fechas de la redacción.

[31] Romero, “La Crónica anglosajona y el tapiz de Bayeux”, en ¿Quién es el burgués?, pp. 131-134.

[32] Romero, “Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval”, en ¿Quién es el burgués?, pp. 139-151.

[33] Por ejemplo, A.V. Murray, “Voices of Flanders: Orality and Constructed Orality in the Chronicle of Galbert of Bruges”,  Handelingen der Maatschappij voor Geschiedenis en Oudheidkunde te Gent n.s., N° 48, 1994, pp. 103-119, e idem,  “The Devil in Flanders: Galbert of Bruges and the Eschatology of Political Crisis“, en, J. Rider y A. V. Murray, Galbert of Bruges and the Historiography of Medieval Flanders, Washington D.C., 2009, pp. 183-199.

[34] Romero, “Dino Compagni y su Crónica de los blancos y los negros”, artículo original de 1948, ahora en ¿Quién es el burgués?, pp. 152-159.

[35] F. Luna, Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia, política y democracia, Buenos Aires, 1976, p. 78.

[36] Eric Hobsbawm, Años interesantes. Una vida del siglo XX, trad. cast. Buenos Aires, 2003, p. 264: muchas veces la renovación de la historia provino de los medievalistas, es decir, de personas que por el período que estudian parecieran estar destinadas a una labor más bien conservadora. Hobsbawm aludió a la importancia que tuvieron Marc Bloch (1886-1944) para Francia y Michael Postan (1899-1981) para Inglaterra. Se pueden agregar otros casos que ningún lector de historia desconoce, como el de Henri Pirenne para Bélgica (lo veremos más adelante) y Aaron Gurevich (1924-2006) para la URSS. En Argentina al aporte documentalista de Ricci y de Sánchez Albornoz y a la revolución historiográfica de Romero, puede añadirse el admirable estudio de Tulio Halperin Donghi sobre los moriscos valencianos, estudio que inauguró en el país los análisis de historia económica y social.

[37] Para lo que sigue ver Seminario de historia de las religiones dirigido por Clemente Ricci, El origen de la religión, curso de 1933, Buenos Aires, 1939. 

[38] Romero, “Sobre la biografía española del siglo XV y los ideales de vida”, citado.

[39] Por ejemplo Tulio Halperin Donghi, Reyna Pastor, Marta Bonaudo y Susana Belmartino entre otros fueron historiadores que no compartían los criterios historiográficos de Sánchez Albornoz. Debe tenerse en cuenta que Sánchez Albornoz dirigía a voluntad la revista y el Instituto de Historia de España. Empero su actitud era muy distinta si alguien avanzaba sobre alguna de sus tesis. Ver sobre esto, F. J. Devoto, “Para una reflexión sobre Tulio Halperin Donghi y sus mundos”, Prismas, vol.19, N° 2, 2015, p. 16, Halperin Donghi eligió para su doctorado un tema que Sánchez Albornoz no conocía y no le interesaba para evitar la intolerancia de la que hacía gala con sus discípulas. Esta actitud de la década de 1950 se consolidó en los años posteriores y en los tramos finales de su producción académica Sánchez Albornoz sostuvo irritadas polémicas con jóvenes historiadores españoles como Mínguez Fernández o Estepa Díez que después de 1975 criticaron sus interpretaciones.  

[40] G. Lefebvre, El nacimiento de la historiografía moderna, trad. cast. Barcelona, 1974, pp. 190 y s.

[41] Romero, “Estudio preliminar”, en A. Thierry, Consideraciones sobre la historia de Francia, Buenos Aires, 1944, pp. 8 y s.

[42] J. Lestocquoy, Aux origines de la bourgeoisie: les villes de Flandre et d´Italie sous le gouvernement des patriciens (XIe-XVe siècles), París, 1952, p. 1.

[43] A. Thierry, “Sur la marche de la révolution communale”, en Lettres sur l´histoire de France, Oeuvres, 3, París, 1884, pp. 167-182 ; idem, “Sur l´afranchissement des communes”, en, Dix ans d´études historiques, Oeuvres, 3, París 1884, pp. 572-577; idem, Consideraciones sobre la historia de Francia, trad. cast. Buenos Aires, 1944.       

[44] T. Halperin Donghi, “La historia social en la encrucijada”, en, O. Cornblit (comp.), Dilemas del conocimiento histórico: argumentaciones y controversias, Buenos Aires, 1992, pp. 81 y s.

[45] S. G. Nichols, “Writing the New Middle Ages”, PMLA, Vol. 120, N° 2, 2005, p. 423

[46] H. Pirenne,  Les anciennes démocraties des Pays-Bas, París, 1910; ídem. Las ciudades de la Edad Media, trad. cast. Madrid, 1971; ídem, Historia económica y social de la Edad Media, trad. cast. Madrid, 1981; idem, “Estadios en la historia social del capitalismo”, en, La democracia urbana: una vieja historia, trad. cast. Madrid, 2009, pp. 27-55

[47] Las críticas que se hicieron fueron a su interpretación del capitalismo y el movimiento comunal. Cuestiones referidas a su historia de Bélgica o a su antigermanismo serán dejadas de lado. A pesar de ese extendido movimiento crítico hacia su obra, una franja de historiadores siguió tomándolo como referencia de manera casi ininterrumpida hasta hoy. Una aproximación a ese influjo puede verse en, B. Lyon, “Henri Pirenne: Connu or Inconnu?”, Revue Belge de Philologie et d´Histoire, N° 81-4, 2003, pp. 1231-1241.

[48] Sobre las circunstancias de su formación y sus vida académica ver con un enfoque crítico J. Dhondt, “Henri Pirenne, historien des institutions urbaines“, Annali della Fundazione Italiana per la Storia Administrativa, N° 3, 1966, pp. 81-129; en el otro extremo con una defensa cerrada se situó B. Lyon, “A Reply to Jan Dhondt’s Critique of Henri Pirenne”, Handeligen der Maatschappij voor Geschiedenis en Oudheidkunde te Gent, N° 29, 1975, pp. 1-25. Interesa decir que cuando Pirenne comenzó sus estudios en la Universidad de Lieja, en 1879, se introducían en Bélgica los métodos rigurosos de la hermenéutica positivista que se practicaban en Alemania. A esto se unió la apertura de la historiografía belga hacia otros centros con superior desarrollo, que Pirenne aprovechó con estadías en Francia y Alemania. Allí recibió, además de la formación paleográfica y diplomática de rigor, cursos de metodología, de instituciones medievales, de historia económica, de arqueología medieval, de arte y arquitectura. También recibió la influencia de la historia económica y social de Giry, Schmoller y especialmente de Lamprecht, y con ello la influencia de Marx. Con Lamprecht rompería relaciones cuando en 1915 buscó apoyo para la política alemana en la intelectualidad belga, actitud que Pirenne y sus discípulos rechazaron. Por otra parte cabe agregar que, como dijo N. F. Canton, Inventing the Middle Ages, Nueva York, 1991, p. 128, Pirenne fue elegido por la monarquía belga y por la Real Academia de su país en la década de 1890 para escribir una historia de Bélgica en cinco volúmenes, con la intención de concentrarse en la Edad Media y crear un adecuado pasado tomando en consideración al condado de Flandes y otros principados. 

[49] C. Sánchez Albornoz, En torno a los orígenes del feudalismo, 3 vols., Mendoza 1942. La teoría ecuestre sobre el nacimiento del feudalismo expone por si sola el avance que representaba Pirenne. Brunner había dicho que Carlos Martel para expulsar a los jinetes musulmanes formó una caballería expropiando tierras a la Iglesia, las cuales dio en beneficio a los nuevos caballeros para que se pudieran mantener. Habría nacido entonces un feudalismo repentino. Esta antigua especulación, que asombra al historiador de la actualidad, en su momento interesó a los más eminentes sabios del positivismo que discutieron sobre su pertinencia, discusión que incluyó el hecho inicial sobre si los árabes habían utilizado o no caballos cuando cruzaron el estrecho de Gibraltar. En esa lista de sabios se anotan los nombres de Lot, Voltelini, von Schwerin, Ganshof y Sánchez Albornoz, es decir, la flor y nata del medievalismo de las primeras décadas del siglo XX. Sobre el positivismo híper fáctico pueden verse tratados del estilo del que escribió Pedro Aguado Bleye (1884-1954), sobrecargado de un minucioso y descabellado relato de la historia política.

[50] Análisis crítico de estas posiciones en C. Astarita, Desarrollo desigual en los orígenes del capitalismo, Buenos Aires, 1992.

[51] Pirenne, Les anciennes démocraties, citado, pp. 47 y 60.

[52] M. Howell, “Pirenne, Commerce, and Capitalism: The Missing Parts”, Belgish Tijdschrift voor Nieuwste Geschiedenis/ Revue Belge d´Histoire Contemporaine, N° 3-4, 2011, p. 300. De acuerdo con D. C. North y R. P. Thomas, El nacimiento del mundo occidental. Una nueva historia económica (900-1700), trad. cast. Madrid, 1978, el surgimiento de una economía de mercado, es decir, de capitalismo, dependió de la capacidad de las instituciones para responder al cambio demográfico. Las instituciones significan, según North, un régimen legal que garantiza los derechos de propiedad individual.

[53] Son muchos los que actualmente oscilan en el análisis entre la importancia que tuvo la inclinación al lucro del eterno hombre económico, las opciones racionales que determinan la marcha de la economía y la importancia de lo institucional. Incluso hay combinaciones que ven ese peso institucional como obstáculo. Por ejemplo S. R. Epstein, “Regions and the Late Medieval Crisis: Sicily and the Tuscany Compared”, Past and Present, N° 130, 1991, pp. 2-50, ha postulado que la organización política de Florencia en la Edad Media entorpeció el capitalismo, mientras que este sistema fue favorecido por el menor control burocrático urbano en Sicilia. En el presente análisis no se hace una distinción esencial entre neoclásicos e institucionalistas atentos a los costos de transacción, porque se considera que parten de los mismos fundamentos.

[54] M. Bloch, La sociedad feudal. La formación de los vínculos, trad. cast. México D. F., 1979; ídem, La sociedad feudal. Las clases, trad. cast. México D. F., 1979.

[55]   Ver S. R. Packard, “The Norman Communes Once More”,The American Historical Review, Vol. 46, Nº 2, 1941, pp. 338-347, en la lectura de este autor, que defendió sus interpretaciones originadas en Pirenne contra sus críticos institucionalistas, se constata la renovación del entonces nuevo análisis social y económico. Ese mérito también lo tuvo García de Valdeavellano, Orígenes de la burguesía, citado, interpretación que siguió tanto en una obra dedicada a la historia general (Historia de España, De los orígenes a la Baja Edad Media, 2 Vols., Madrid, 1952) como en su tratado sobre las instituciones (Curso de historia de las instituciones españolas: de los orígenes al final de la Edad Media, Madrid, 1973).

[56] Pirenne, “Estadios en la historia”, citado, p. 39. Esta deducción la extrajo de un documento de 1092 por el cual el rey aragonés Sancho Ramiro le daba a David Bretón una tienda en Jaca con la prohibición de que la vendiera a la Iglesia o a infanzones, “nisi ad merkadante aut ad burzes”.

[57] R. G. Witt, “The Landlord and the Economic Revival of the Middle Ages in Northern Europe, 1000-1250”, The American Historical Review, Vol. 76, N° 4, 1971, pp. 965-988.

[58] Pirenne, “Estadios en la historia”, citado, p. 28.  

[59] Pirenne, Les anciennes démocraties, citado, pp. 40 y s.

[60] Ver por ejemplo J. Di Corcia, “Bourg, Bourgeois de Paris from the Eleventh to the Eighteenth Century”, The Journal of Modern History, Vol. 50, Nº 2 ,1978, pp. 207-233. Este artículo gira alrededor de los privilegios que recibieron los burgueses, primero de los señores feudales y luego de los monarcas, privilegios que los definían como grupo social. Los reyes de Francia se apoyaron en los burgueses de París otorgándoles derechos como tomar las posesiones de los deudores no residentes en la ciudad o dándoles el casi monopolio de navegación por el Sena, y muchos más: en los 331 años que van desde 1134 a 1465 los Capetos y los Valois otorgaron una gran cantidad de franquicias a los burgueses de París, que luego fueron reiteradamente confirmadas.

[61] Ottokar, “Il problema della formazione”, en E. Rota (ed.), Questioni di storia medioevale, Como-Milán, 1946, pp. 355- 383. Ídem, p. 382, en su comentario bibliográfico reconocía que Pirenne proporcionó la más notable visión de conjunto sobre la ciudad medieval, pero señaló los conocimientos débiles que tenía sobre la realidad italiana. Dijo textulamente: “l´Autore, assai competente nelle condizioni municipali dell´Europa oltramontana non manifesta uguale conoscenza delle città italiane”.

[62] E. Ennen, Frühgeschichte der europäischen Stadt, Bonn, 1953.

[63] Ennen, Die Europäische Stadt, Göttingen, 1972. Ver también, ídem, Frühgeschichte, citado, e, ídem, “Les différents types de formation des villes européens”, Le Moyen Âge, N° 62, 1956, pp. 397-411,   su esquema sobre el origen de las ciudades no se reducía a un  único carril formativo, sino que lo dividió en tres secciones geográficas de acuerdo a la mayor o menor importancia que habían tenido circunstancias de la época precedente.

[64] Ennen, Die Europäische Stadt, citado, pp. 105 y s., para nuestra cuestión.

[65] O. Hintze, Historia de las formas políticas, trad. cast. Madrid, 1968; N. F. Cantor, Inventing the Middle Ages. The Lives, Works and Ideas of the Great Medievalists of the Twenthieth Century, Nueva York, 1991, pp. 48 y s.; P. Freedman y G. M. Spiegel, “Medievalisms Old and New: The Rediscovery of Alterity in North American Medieval Studies”, The American Historical Review, Vol. 103, N° 3, 1998, pp. 677-704.

[66] L. Kofler, Zur Geschichte der bürgerlichen Gesellschaft. Versuch einer “verstehenden” Betrachtung der Neuzeit nach dem historischen Materialismus, Haale-Saale, 1948.

[67] Ver B. Guenée, Occidente durante los siglos XIV y XV. Los Estados, trad. cast. Barcelona, 1973, p. 234, sobre la escuela de historiadores alemanes, las implicancias políticas de la afirmación de que la sociedad medieval estaba organizada en cuerpos sociales y de que la sociedad del siglo XX debía estar organizada en esos cuerpos. Solo en tiempos recientes se vio a la problemática (y al mismo Hintze) en una obra de envergadura. Se trata de M. Mitterauer, ¿Por qué Europa? Fundamentos medievales de un camino singular, trad. cast., Valencia, 2008.

[68] H. Pirenne, Historia de Europa. Desde las invasiones al siglo XVI, trad. cast. México, 1942.

[69] No descartemos la posibilidad de que Romero haya seguido el ejemplo de Pirenne; ver al respecto, Luna, Conversaciones, p. 119, sobre la forma en que Pirenne escribió su Historia de Europa, Romero dijo: “Es un modelo de libro escrito sin notas […] y es un libro formidable”.

[70] Jacques Pirenne indica en el prefacio a la primera edición de la Historia de Europa que libros de su padre como Las ciudades medievales, La civilización occidental en la Edad Media y Mahoma y Carlomagno fueron solo desarrollos parciales de la Historia de Europa.

[71] Así por ejemplo, Pirenne realizó la edición y escribió la introducción y las notas de Histoire du meurtre de Charles le Bon, comte de Flandre (1127-1128) par Galbert de Bruges, “De multro, traditione et occisione gloriosi Karoli comitis Flandriarum”, París, 1891, pp. 1-176.

[72] C. Wickham, Framing the Early Middle Ages. Europe and the Mediterranean, 400-800, Oxford, 2005.

[73] Estas cualidades llevaron a hablar de Antigüedad tardía, concepto que da cuenta de realizaciones culturales relativamente elevadas más que de la situación económica, social o política. Un libro de referencia es el de P. Brown, The World of Late Antiquity, from Marcus Aurelius to Muhammad, Londres, 1971.

[74] A. Gurevich, Medieval Popular Culture. Problems of Belief and Perception, trad. ingl. Cambridge, 1990, p. 80, las creencias heredadas y el cristianismo representaban dos aspectos sincrónicos de la conciencia social popular. En este libro es central el estudio del culto al santo. También O. Giordano, Religiosidad popular en la Alta Edad Media, trad. cast. Madrid, 1983, p. 20: “se puede pensar en una superposición de zonas sacras, en una acumulación de entidades culturales diversas siempre confrontadas, muchas veces en conflicto más o menos latente, con la mediación de un lenguaje frecuentemente idéntico”.

[75] J. Van Engen, “The Christian Middle Ages as an Historiographical Problem”, The American Historical Review, Vol. 91, N° 3, 1986, pp. 537 y s., contraposición con las interpretaciones “primitivistas” de Le Goff y Schmitt.

[76] R. Bartlett, La formación de Europa. Conquista, colonización y cambio cultural, 950-1350, trad. cast. Valencia, 2003.

[77] G. Duby, Les trois ordres ou l’imaginaire du féodalisme, París, 1978. Para otra cronología sobre el surgimiento de esta representación ver D. Iogna-Prat, Ordonner et exclure. Cluny et la société chrétienne face à l’hérésie, au judaïsme et à l’islam. 1000-1150, París, 1998; los matices indicados abarcan la existencia de versiones en las que no se ponía al tope de las tres funciones a los obispos, como proclamaban los mencionados, sino a otras fuerzas, como por ejemplo la monarquía. El detalle se menciona pero no es el caso internarnos en él.

[78] La importancia del señorío banal fue destacada ante todo por G. Duby, La société aux XIe et XIIe siècles dans la région mâconnaise, París, 1988. La primera edición de esta obra fue del año 1953, y figuraba en la biblioteca del Instituto de Historia Antigua y Medieval de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. No se descarta entonces que Romero la haya leído. Este libro influyó después de 1971, año en que Duby fue nombrado profesor del Collège de France. Ejemplo de un medievalista que sostenía que el señorío banal recién comenzaba en la Baja Edad Media en J. A. García de Cortázar, La Época Medieval, en, M. Artola (director), Historia de España Alfaguara, Madrid. 1973. Este historiador reproducía entonces un concepto que en años anteriores habían defendido algunos historiadores alemanes. El error estriba en que al hablar del señorío jurisdiccional (o banal según la terminología de los medievalistas franceses) para solamente la tardía Edad Media se desconocía la importancia básica del dominio político sobre la persona como fundamento de la relación de dependencia señorial. 

[79] Seducidos por la ya mencionada tesis de Duby (La société, citada) una serie de medievalistas (Pierre Bonnassie, Jean-Paul Poly, Éric Bournazel, Ernesto Díaz de Garayo y Joseph Salrach entre otros) postularon que el surgimiento de la sociedad feudal se debía a la implantación del señorío banal. De alguna manera radicalizaron las concepciones de Duby dando origen a la teoría de la revolución feudal. Tuvo un carácter inaugural en esta concepción la tesis de P. Bonnassie, La Catalogne au tournant de l´an mil. Croissance et mutation d´une société, París, 1990, 1ª edic. 1975. Para la importancia del dominio carolingio en contraposición con los que lo minimizan ver P. Toubert, “La part du grand domaine dans le décollage économique de l’Occidente (VIIIe-Xe siècles)”, Croissance agricole du Haut Moyen Age. Chronologie, modalités, géographie, Flaran, 1988, pp. 53-86.

[80] Por ejemplo J. Le Goff, “Algunas observaciones sobre los códigos de la vestimenta y las comidas en el Erec et Enide”, en, ídem, Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, trad. cast. Barcelona, 1985, pp. 82-115.

[81] Un estudio pionero fue el de C. H. Haskins, The Renaissance of the Twelfth Century, Harvard, 1957, primera edición de 1927. Posteriormente tuvo ascendiente J. Le Goff, Les intellectuels au Moyen Age, París, 1957 y en el medievalismo de lengua inglesa especialmente R. W. Southern, La formación de la Edad Media, trad. cast. Madrid, 1955, 1ª edic. inglesa 1953.

[82] Un ejemplo de esa vigilancia en la ciudad y sus alrededores L. C. Bethmann y W. Wattenbach, Landulphi Senioris, Historia Mediolanensis, Monumenta Germaniae Historica. Scriptores, Vol. 8, Hannover, 1848, pp. 32-100; en pp. 65 y s., Heriberto, arzobispo de Milán, en el año 1028 descubría un reducto herético en el castillo de Montforte; asumía las tareas de policía y juez.

[83] Este cambio de percepción llevó a que los historiadores que analizaron estas cuestiones en general hayan disminuido sus alcances históricos, lo que entraña una toma de posición que debe ser revisada.

[84] R. Fossier, “Les communautés villageoises en France du Nord au Moyen Âge”, en, Les communautés villageoises en Europe Occidentale du Moyen Age aux Temps modernes, Flaran, 1984, p. 36: el movimiento urbano era insurreccional porque rompía con el estatus imperante; en el campo había una evolución lenta y negociada en el interior del cuadro señorial que se mantenía en el estatus tradicional. La primera y más obvia objeción que surge ante esto está en esa entumecida división entre campo y ciudad en un medio donde, como en Sahagún, abundaban los burgos rurales. Al respecto, recordar la tesis de R. Hilton, “Las ciudades en la sociedad feudal inglesa”, en R. Hilton, Conflicto de clases y crisis del feudalismo, trad. cast., Barcelona, 1988, pp. 106-122: puede situarse a la ciudad pequeña o mediana dentro de las estructuras de la sociedad agraria feudal.

[85] Ver por ejemplo A. Mackay, Anatomía de una revuelta urbana: Alcaraz en 1458, Instituto de Estudios Albacetenses, Serie I, N° 24, Albacete, 1985, pp. 41-78.

[86] B. Clavero, “Institución, política y derecho: acerca del concepto historiográfico de ‘Estado Moderno´”, Revista de Estudios Políticos, N° 19, 1981, pp. 43-57; A. M.  Hespanha, Vísperas de Leviatán. Instituciones y poder político (Portugal. Siglo XVII), Madrid, 1989; F. Schaub, Portugal na Monarquia Hispânica (1580-1640), trad. port. Lisboa, 2001; A. Guerreau, L’avenir d’un passé incertain. Quelle histoire du Moyen Age au XXIe siècle?, París, 2001.

[87] Cfr. A.  Giddens, Política, sociología y teoría social. Reflexiones sobre el pensamiento social clásico y contemporáneo, trad. cast. Barcelona, 1997.

[88] N. Bobbio, Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política, trad. cast. México D.F., 1989, p. 65

[89] P. Anderson, El Estado Absolutista, trad. cast. Madrid 1979. Las tesis de Anderson influyeron especialmente en cultores de la sociología histórica como R. Brenner o en historiadores que incursionaron por un andarivel teórico como J. M. Monsalvo Antón. Ver R. Brenner, “The Agrarian Roots of European Capitalism”,  Past and Present, 97, 1982, pp. 16-113 y J. M. Monsalvo Antón, “Poder político y aparatos de dominación de Estado en la Castilla bajomedieval. Consideraciones sobre su problemática”, Studia Historica. Historia Medieval, N° IV, 1986, pp. 101-167.

[90] J. M. Mínguez Fernández, “La transformación social de las ciudades y las cortes de Castilla y León”, en, Las Cortes de Castilla y León en la Edad Media, 2, Madrid, 1988, pp. 13-43, artículo que surgió de un importante coloquio sobre el tema al cual concurrieron buena parte de los más representativos medievalistas sociales de España. En este país se realizaron muchos análisis sobre el señorío colectivo de las oligarquías urbanas; entre los más renombrados, J. M.  Monsalvo Antón, El sistema político concejil. El ejemplo del señorío medieval de Alba de Tormes y su concejo de villa y tierra, Salamanca, 1988. Con puntos de vista más cercanos a los de Romero pueden citarse P. J. Heinig, “Städte und Königtum im Zeitalter der Reichsverdichtung”, en, N. Bulst y J. Ph. Genèt (eds.), La ville, la bourgeoisie et la genèse de l’Etat Moderne (XIIe-XVIIIe siècles), París, 1988, pp. 87-111, en el mismo volumen W. Blockmans, “Princes conquérants et bourgeois calculateurs“, pp.167-181.   

[91] Ejemplos de este tipo de estudios para la Época Medieval, J. A. Barrio Barrio, “El asociacionismo popular urbano en la segunda mitad del siglo XV. El procurador del pueblo de Orihuela en 1459-1460”, Anuario de Estudios Medievales, N° 36/2, 2006, pp. 687-712; M. Boone, “Urban Space and Conflict in Late Medieval Flanders”, Journal of Interdisciplinary History, Vol. 32, Nº 4, 2002, pp. 621-640; V. Costantini, “Macellai in armi nelle città medievali: note per un’indagine comparata”, Bulletino dell’Istituto Storico Italiano per il Medio Evo, N° 118, 2016, pp. 249-289. Para la Época Moderna P. Burke, “The Virgin of the Carmine and the Revolt of Masaniello”, Past and Present, Nº 99, 1983, pp. 3-21.

[92] El concepto de señorío colectivo por parte de las oligarquías urbanas de la Baja Edad Media es admitido por prácticamente todos los especialistas.

[93] D. Lepine, “England: Church and Clergy”, en S. H. Rigby (ed.), A Companion to Britain in the Later Middle Ages, Malden, Oxford, Melbaurne, Berlin, 2002, pp. 359-380; E. Hobsbawm, La era de la revolución, 1789-1848, trad. cast. Buenos Aires, 1997,  pp. 187 y s.

[94] Ya se indicó en el primer estudio la actualidad de este tema gracias a las elaboraciones de Gurevich. Notables autobiografías del siglo XII en las que el individuo exploró introspectivamente su vida y su pensamiento fueron la de Abelardo, Historia de mis calamidades, edición, J-P. Migne, Petri Abaelardi, Historia calamitatum, Petri Abaelardi, Opera Omnia, Patrologia Latina, Vol 178, París, 1878, col. 114-182, y la de Guiberto de Nogent, Autobiografía, edición, G. Bourgin, “Venerabilis Guiberti de vita sua sive monodiarium libri tres”, en, Guibert de Nogent, Histoire de sa vie (1053-1124), París, 1907.

[95] En 1961 Georges Duby invitaba a los medievalistas a proseguir las investigaciones que había realizado Léopold Genicot sobre familias nobles del condado de Namur, pero esa invitación se destinaba en realidad a  iniciar un estudio que estaba solo en ciernes. Ver G. Duby, “La nobleza en la Francia medieval. Una investigación a proseguir“, en, ídem, Hombres y estructuras de la Edad Media, trad. cast. Madrid, 1977, pp. 53-78, artículo publicado originalmente en Revue Historique, Nº 226, 1961, pp. 1-22; L. Genicot, L´économie namuroise au bas Moyen Age, II, Les hommes, la noblesse, Lovaina, 1960. Sobre las familias de gente común en tiempos anteriores a la sociedad burguesa los estudios comenzaron a desarrollarse hacia los mismos años. Debe tenerse en cuenta a Peter Laslett y el Cambridge Group for the History of Population and Social Structure. Retener sobre esto la fecha de publicación del fundamental libro de P. Laslett, The World We Have Lost Further Explored, Nueva York, 1966. Por sus alcances en la teoría sobre la transición ver W. Seccombe, A Millenium of Family Change. Feudalism to Capitalism in Northwestern Europe, Londres-Nueva York, 1995.

[96] En las investigaciones se aplicaron distintos esquemas de interpretación, ya fueran el evolucionismo de Morgan y Engels o el estructuralismo de Lévi-Strauss; también fueron variados los temas, que pudieron abarcar la legislación sobre matrimonio y parentesco o el estudio monográfico de un linaje. Una obra de referencia es la de J. Goody, La evolución de la familia y del matrimonio en Europa, trad. cast. Barcelona, 1986.

[97] A. Gurevich, Medieval Popular Culture, citado, p. 81.

[98] J. London, “The White Silence”, en J. London, The Son of the Wolf, Nueva York, 1900, on-line, cuento publicado por primera vez en febrero de 1899.

[99] F. Engels, “Der Ursprung der Familie, des Privateigentums und des Staats“, en, K, Marx y F. Engels, Werke, Vol. 21, Berlin RDA, on line, 1975, p. 97; M. Weber, “Die Wirtschaftsethik der Weltreligionen”, en idem, Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie, Vol. 1, Tübingen, on line, 1986, p. 255. Debería aclarase que esa no separación entre objeto y sujeto no presuponía negarle a la persona inmersa en ese medio sensación de sí misma sino afirmar su imposibilidad de contemplarse como esencia. Sobre esto último ver otro análisis clásico, el de L. Feuerbach, Das Wesen des Christentums, en especial, el primer capítulo, pp. 35 y s., “Das Wesen des Menschen im allgemeinen”.

[100] T. Stiefel, “The Heresy of Science: A twelfth-Century Conceptual Revolution”, Isis, Vol. 68, Nº 3, 1977, pp. 346-362. Ídem, Berenguer de Tours fue el primer medieval que reconoció la importancia de la dialéctica, es decir, del empleo de técnicas racionales para cualquier objeto de conocimiento. Esto implicó pensar que el universo creado por Dios opera con principios racionales, y en la medida en que el hombre es parte de la naturaleza racional está en condiciones de resolver como funciona el mundo natural. Los cosmologistas citados se esforzaron por reconciliar razón y revelación sobre la base de que la naturaleza tiene un fundamento lógico. Ver también Chaucer, Cuentos de Canterbury, edición, Mark Allen y John H. Fisher, The Complete Poetry and Prose of Geoffrey Chaucer, Boston, 2012, caracterización del clérigo de Oxford que desde hacía mucho tiempo se había consagrado al estudio de la lógica: 285-286, “A clerk ther was of Oxenford also/ That unto logyk hadde longe ygo.”

[101] E. Panofsky, Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, trad. cast. Madrid, 1975, p. 56.

[102] Esto se debe a que el pensar no religioso que el historiador veía avanzar en el Renacimiento (un concepto tradicional de la historiografía) lo veía retroceder en la Época Moderna con la Contrarreforma y las guerras de religión.

[103] L. Kofler, Zur Geschichte der bürgerlichen Gesellschaft. Versuch einer “verstehenden” Betrachtung der Neuzeit nach dem historischen Materialismus, Haale-Saale, 1948, p. 146: “An die Stelle der Kirche tritt der Staat als das organisierende und zusammenfassende Prinzip. Nicht zuletzt auch deshalb tritt der Bedeutung der Religion in Bewusstsein der Menschen zurück”.

[104] F. Engels, Der deutsche Bauernkrieg, en K. Marx y F. Engels, Werke, Vol. 7, Berlín-RDA, on line, 1960, p. 353.

[105] A. Tenenti, “Libertinaje y herejía a mediados del siglo XVI y comienzos del XVII”, en J. Le Goff (compilador), Herejías y sociedades en la Europa preindustrial (siglos XI-XVIII), Coloquio de Royaumont, 27-30 de mayo de 1962, trad. cast. Madrid 1987, p. 232.

[106] I. Illich, En el viñedo del texto. Etología de la lectura: un comentario al “Didascalicon” de Hugo de San Víctor, trad. cast., México D. F., 2002, p. 28, comentario de la oración de Hugo de San Víctor (“Didascalicon”, año 1128) de que la sabiduría ilumina al hombre para que pueda reconocerse a sí mismo (“sapientia illuminat hominem […] ut seipsum agnoscat”). Ídem: “La luz que ilumina en el uso metafórico de Hugo es la matriz de la luz de la razón del siglo XVIII”. Ver también J. Pérez, Historia de una tragedia. La expulsión de los judíos de España, trad. cast. Barcelona, 1993, pp. 31 y s., las tendencias averroístas entre los judíos de la Corte y de profesiones liberales como médicos, llevaban a una variedad de posiciones ante la religión que iban desde la tibieza a la indiferencia y el descreimiento, y de este sector provinieron los primeros conversos después de 1391, y con éstos y sus descendientes los que la Inquisición acusaba como personas sin religión que decían que el hombre había sido creado “solo para nacer y morir, como las plantas y los animales sin ninguna perspectiva espiritualista”. Esta última expresión (“solo para nacer y morir”) es la que se repite en el proceso inquisitorial que se cita en la nota que sigue. La relativa indiferencia religiosa de la élite judía que se convertía fue indicada también por Ph.Wolff, “The 1391 Pogrom in Spain Social Crisis or Not?”, Past and Present, N° 50, 1971, p. 6. Esto debió contribuir a las conversiones, como muestra por comparación el hecho de que muchas mujeres prefirieron morir antes de cambiar de religión. Sobre esto último, ídem, pp. 11 y s.

[107] J.M. Monsalvo Antón, “Herejía conversa y contestación religiosa a fines de la Edad Media. Las denuncias a la Inquisición en el obispado de Osma”, Studia Historica. Historia Medieval, N° 2, 1984, p. 120, de acuerdo a este estudio de un documento sobre visitas de la Inquisición realizadas entre 1490 y 1502 en el obispado de Osma y zonas limítrofes casi no aparecen muestras de ateísmo; el caso más evidente es el de un carnicero de Soria que habría dicho al testigo:  “No hay Dios”; ídem, p. 121, el autor concluye en que no había un ateísmo radical y razonado.

[108] G. Leff, Heresy and the Decline of the Medieval Church”, Past and Present, N° 20, 1961, pp. 36-51.

[109] J. F. Benton, Consciousness of self and of ‘personality’ in the Renaissance of the twelfth century, Pasadena, 1979, p. 264: desde la segunda mitad del siglo XI y durante el siguiente se renovó el pensamiento sobre la vida interior; J-L. Biget, Héresie et inquisition dans le Midi de la France, París, 2007, p. 173: ese cambio se caracterizó por “le rejet du ritualisme pour une vie spirituelle personnelle et interiorisee” ; E. Garin, El Renacimiento italiano, trad. cast., Barcelona, 1986, pp. 193 y s., relación entre la “interioridad de la fe” y los desarrollos de los humanistas; C. Hill, El mundo trastornado. El ideario popular extremista en la Revolución inglesa del siglo XVII, Madrid, 1983, pp. 24 y s.: Dios estaba adentro de cada creyente entre los “familistas”, los cuales formaron un movimiento radical inglés opositor a la Iglesia en Época Moderna; ídem, p. 84, esta posición llevó a que el pueblo conociera el Evangelio.

[110] J. Le Goff, “Métier et profession d´après les manuels de confesseurs du Moyen Age”, J. Le Goff, Pour un autre Moyen Age. Temps, travail et culture en Occident: 18  essais, París, 1977, p. 165.

[111] Leff, “Heresy and the Decline”, citado, p. 41.

[112] A. Gramsci, Gli intellettuali e l´organizzazione della cultura, Torino, 1955, p. 36.

[113] Esta conexión debe subrayarse porque Sánchez Albornoz mantuvo siempre un concepto extraordinariamente particularista del pasado ibérico. Ver al respecto  su España un enigma histórico, 1, Buenos Aires, 1971, p. 359: “aunque en forma atenuada, los cristianos españoles padecieron también la epidemia del anticlericalismo que azotó a la cristiandad occidental […] Y por ello fueron asimismo inundados por la marea de la pugna entre el poder civil y el poder eclesiástico, que había desbordado también sobre los pueblos de más allá del Pirineo”. Por su parte, H.S. Thomson, “Pre-Hussite Heresy in Bohemia”, The English Historical Review,Vol. 48, N° 189, 1933, p. 23: los movimientos de herejes que se desarrollaron desde mediados del siglo XI en adelante tuvieron principalmente un carácter ético y fueron anticlericales, adquiriendo su mayor fuerza en el norte de Italia, en el sur de Francia y en el norte de España.

[114] F. J. Fernández Conde, “Movimientos de pobreza evangélica e iglesia oficial: conflictividad interreligiosa”, en, J. I. de la Iglesia Duarte (coord.), XIVa Semana de Estudios Medievales de Nájera. Conflictos sociales, políticos e intelectuales en la España de los siglos XIV y XV, Nájera, 4 a 8 de agosto de 2003, Instituto de Estudios Riojanos, 2004, pp. 293-294; E. García Fernández, “Alonso de Mella y los herejes de Durango en el siglo XV”, en, E. García Fernández (dir.), Religiosidad y sociedad en el País Vasco (siglos XIV-XV), Bilbao, 1994, pp. 83-115; M. Diago Hernando, “El factor religioso en el conflicto de las comunidades de Castilla, 1520-1521. El papel del clero”, Hispania Sacra, Vol. 59, N° 119, 2007, pp. 91 y s.

[115] G. Volpe,“Chiesa e Stato di città nell’Italia medievale”, en, G. Volpe, Medio Evo italiano, Florencia, 1928, p. 207.

[116] H. Salvador Martínez, La rebelión de los burgos: crisis de Estado y coyuntura social, Madrid, 1992, relacionó este movimiento comunal español con el problema mozárabe y la voluntad del papado de aplastar toda disidencia. La oposición del clero de Sahagún a los cluniacenses fue mencionada por Pastor de Togneri, “La primeras rebeliones”, citado, p. 75, pero no desarrolló el tema.

[117] J. B. Pierce, “Autonomy, Dissent and the Crusade against Fra Dolcino in Fourteenth-Century Valesia”, en, K. Bollermann, T. M. Izbicki y C. J. Nederman (eds.), Religion, Power, and Resistance from the Eleventh to the Sixteenth Centuries: Playing the Heresy Card, Nueva York, 2014, pp. 195-213.

[118] M. Jurkowski, “Lollardy and Social Status in East Anglia”, Speculum, Vol. 82, Nº 1, 2007, p. 129.

[119] P. Labal, Los cátaros: herejía y crisis social, trad. cast. Barcelona, 1984, p. 105. J-L. Biget, Héresie et inquisition dans le Midi de la France, París 2007, passim; en p. 134: “dans le Midi languedocien la conquete des autonomies urbaines s’avere difficile et limitée. En outre, les pratiquants de la marchandise sont genes dans leur activite et moralement disqualifies, car l’Eglise reprouve le commerce de l’argent et le profit, definis “usure”, et condamne les “usuriers” qu’elle oblige a restitutions effectives, ce qui met en cause le maintien de leur statut social; enfin, les elites des villes ne beneficient pas de la reconnaissance que constituerait l’acces de leurs fils aux chapitres des cathedrales et des collegiales du Midi”. Idem, p. 174. Este punto de vista, que Biget defendió en muchos estudios, fue confirmado por J. Théry, “Les hérésies, du XIIe au début du XIVe siècle”, en, M-M. de Cevins y J.-M. Matz, (dir.), Structures et dynamiques religieuses dans les sociétés de l’Occident latin (1179-1449), Rennes, 2010, pp. 84 y s. Idem, p. 94: en la mayor parte de los casos, “la répression de l’hérésie se trouvait étroitément liée à celle d’un mouvement d’émancipation municipale”.

[120] Emile Clermont, Laure, París, 1913, on-line, cap. 1, descripción de una familia culta de la zona del Bourbonnais que habían sido “ardents jansénistes” en los comienzos del siglo XVIII. Más tarde, “devenus voltairiens et libéraux, ils avaient rompu avec la religion”. Una noticia de interés es que la religión se había mantenido “dans le coeur des femmes de la famille”.

[121] Alphonse Daudet,  Lettres de mon moulin, édition définitive París, 1887, on-line, “Le poète mistral”. Esa religiosidad popular dirigida por la Iglesia comenzó debilitarse en la segunda mitad del siglo XIX en las áreas industrializadas por el progreso del ateísmo en el movimiento obrero de las ciudades. Sobre la religiosidad de la Temprana y Alta Edad Media ver los ya citados Giordano, Religiosidad popular y Gurevich, Medieval Popular Culture.

[122] La expresión es de J. Le Goff, Saint Louis, París, 1996, p. 160. 

[123] M. Löwy, Michael, Guerra de dioses: religión y política en América Latina, trad. cast., Mëxico D. F. 1999,  p. 17, observación sobre la importancia que tuvo Engels en ese cambio, al recalcar los diferentes períodos históricos desde el cristianismo como religión de los esclavos, luego como ideología estatal del imperio romano, posteriormente amoldado a la sociedad feudal y finalmente a la burguesa, logro del análisis que nos remite a que cada clase utilizó su religión, aunque esto no implica desconocer que al mismo tiempo Engels incurrió en una “interpretación utilitaria e instrumental estrecha de los movimientos religiosos”. 

[124] Weber, Die Wirtschaftsethik der Weltreligionen, citado, p. 251: “Kriegerische Ritterklassen, Bauern, Gewerbetreibende, literarisch geschulte Intellektuelle hatten darin naturgemäß verschiedene Tendenzen, welche zwar für sich allein –wie sich zeigen wird– weit davon entfernt waren, eindeutig den psychologischen Charakter der Religion zu determinieren, ihn aber doch höchst nachhaltig beeinflußten. Und zwar war namentlich der Gegensatz der beiden ersten gegenüber den beiden letzten Schichten überaus wichtig“. En este texto los capitalistas serían los empresarios, y comprenden a los comerciantes y manufactureros; al respecto empleó el término “Gewerbetreibenden” aclarándolo con las denominaciones de “Kaufleute” y “Handwerker”. Con respecto a los intelectuales se tradujo el término como humanistas porque ése sería el sector al que Weber hacía referencia, y que se vincularía con el tipo de intelectual que encontramos en el renacimiento medieval del siglo XII; sería la persona consagrada a pensar sistemáticamente en la situación. Del contexto explicativo de Weber se deduce que esa diferencia pronunciada se establecía a partir de diferenciados grados de racionalismo en la elección del sistema de religiosidad, aunque esto presenta otros matices en su escrito como veremos más adelante.

[125] Engles, Der deutsche Bauernkrieg, citado, pp. 327-413.

[126] A. Gramsci, El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, trad. cast., Buenos Aires, 1958,  pp. 18-19.

[127] H. J. Cohn, “Anticlericalism in the German Peasants’War 1525”, Past and Present, N° 83, 1979, p. 25, dijo más o menos lo mismo que Weber: la oposición al clero unía a sectores que seguían sus propios impulsos. También J. Flori, Pedro el Ermitaño y el origen de las cruzadas, trad. cast., Barcelona, 2006, p. 287: la mentalidad religiosa de los caballeros no era igual a la de los clérigos; M. J. Da Motta Bastos, “La religión en la transición de la antigüedad a la Edad Media: una nueva mirada”, Anales de Historia Antigua, Medieval y Moderna, Vol. 37-38, 2004-2005, p. 127: la concepción de “valores compartidos” puede resultar útil para analizar grupos de cazadores recolectores pero no para sociedades de clase en las cuales la cultura y la religión expresan las relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza.    

[128] M. Borgolte, Sozialgeschichte des Mittelalters. Eine Forschungsbilanz nach der deutschen Einheit, Munich, 1996, pp. 15 y s. 

[129] O. Marin, “Des brèches dans la chrétienté?”, en, M.-M. de Cevins y J.-M. Matz, (dir.), Structures et dynamiques religieuses dans les sociétés de l’Occident latin (1179-1449), Rennes, 2010, p. 392. 

[130] C. J. Nederman, “Sovereignity, War and the Corporation: Hegel and the Medieval Foundations of the Modern State”, The Journal of Politics, Vol. 49, N° 2, 1987, p. 502, en la Fenomenología del Espíritu Hegel planteaba que la fuerza conductora en la Edad Media era la realización de la voluntad de Dios en la tierra y que todas las acciones eran tomadas en directa relación con la voluntad de Dios. Pero agregó que cada clase o facción podía tener una noción distinta acerca del mandato de Dios.

[131] Por ejemplo A. Hauser, Historia social de la literatura y el arte, 3 vols., trad. cast., Madrid,1969, 1, pp. 246 y s., en el arte de la segunda mitad del período románico, cuando se abría el campo al individualismo, apareció una tendencia emocional y expresionista; idem, p. 292 sobre el subjetivismo poético junto al análisis de los sentimientos que se desplegó en ese período. También G. Duby, Le temps des cathédrales. L’art et la société, 980-1420, París, 1976 y P. Burke, El Renacimiento italiano. Cultura y sociedad en Italia, trad. cast. Madrid, 1993, sobre el consumo de arte religioso popular de la Baja Edad Media que se masificaba en conexión con dos procesos convergentes: por un lado una creciente interiorización religiosa en la población urbana, y por otro la acción del capital que reproducía obras en serie para obtener ganancias monetarias.

[132] Un estudios ya clásico es el de M. Mollat y Ph. Wolf, Uñas azules, jacques y ciompi. Las revoluciones populares en Europa en los siglos XIV y XV, trad. cast. Madrid, 1989, pp. 46 y s., en el capítulo que tiene el expresivo nombre de “Los ´medios´ contra los ´grandes´” se condensa la tesis; una visión más actualizada en J. Dumolyn y J. Haemers, “Patterns of Urban Rebellion in Medieval Flanders”, Journal of Medieval History, Vol. 31, 4, 2005, pp. 369-393.

[133] Puede considerarse por ejemplo, J. Heers, Le clan familial au Moyen Age. Étude sur les structures politiques et sociales des milieux urbains, París, 1974. En años posteriores los estudios que se publicaron sobre ciudades de la Baja Edad Media reflejaron estas divisiones en grandes estructuras de parentesco y de clientes. En Castilla se han denominado bandos linajes. En ciertos lugares dieron origen a conflictos recurrentes; en otros se llegó a fórmulas de reparto del poder. 

[134] Con el impulso de Braudel el Istituto Internazionale di Storia Economica F. Datini, 10, Firenze, 1983, daba cuenta de los estudios que se habían desarrollado en los años 1960 y 1970 sobre el desarrollo desigual europeo con la participación de muy destacados historiadores como Ashtor. Aymard, Grekw y especialmente Immanuel Wallerstein, cuya obra El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía mundo en el siglo XVI, trad. cast. México, 1979, acaparó la atención de los historiadores económicos consagrados a la Baja Edad Media y a la Edad Moderna en la década de 1980. 

[135] Propició este punto de vista M. Dobb, Studies in the Development of Capitalism, Londres, 1946. El concepto se impuso en gran parte de los historiadores económicos que, por ejemplo, buscaron las causas por las que los señores ingleses suspendieron la exportación de lana en la Guerra de los Cien Años lo que permitió proveer de materia prima a sus industrias. En el estudio de las periferias, tanto de la península ibérica como de los países del este europeo, prevalecieron interpretaciones que hacían hincapié en las actitudes rentistas de los señores. Sobre estos temas discurrieron historiadores como Kula, Malowist, Topolski, Pastor de Togneri, Moreta Velayos, etc.

[136] Esta afirmación dicha al pasar encierra una revelación de interés, dada por señores feudales que incluso en ciertos lugares de Europa adoptaron comportamientos capitalistas. Es conocida la conducta del típico “Junker” prusiano que encabezó la transformación del capitalismo en Alemania por lo menos hasta después de la primera Guerra Mundial (Weber llamó a su reemplazo como cabeza política de la sociedad a la burguesía en esa coyuntura). Esta perspectiva teórica permite valorar informaciones de la Baja Edad Media como la que dio Romero. Sobre señores comerciantes de ese momento, y reduciéndonos a informaciones de España, puede señalarse la participación de los Velasco en el comercio del norte de Europa, de los Guzmán, condes de Niebla en los mares andaluces donde se dedicaban a la pesca, de los Manrique en el comercio de lanas o de miembros de la casa de Medina Sidonia que mantenían transacciones comerciales con África y las Islas Canarias. Ver sobre esto S. de Moxó, “La nobleza castellano leonesa en la Edad Media. Problemática que suscita su estudio en el marco de una historia social”, Hispania, Nº 114, 1970, p. 63, L Suárez Fernández, “Las ciudades castellanas en la época de los Reyes Católicos”, en J. Ruiz Asencio et al., Historia de Valladolid, II, Valladolid medieval, Valladolid, 1980, p. 116 y A. Collantes de Terán Sánchez, Sevilla en la Baja Edad media. La ciudad y sus hombres, Sevilla, 1977, p. 286. 

[137] Ver S. de Moxó, “La nobleza castellano leonesa en la Edad Media”, citado, que estableció un recambio entre la nobleza que protagonizó la parte más activa de la Reconquista española y la que accedió a las primeras posiciones con los Trastámara en el siglo XIV.

[138] N. Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, trad. cast. Buenos Aires, 1993.

[139] La diferencia entre una oligarquía urbana de origen caballeresco y otra de origen artesanal y comercial fue expuesta por C. Sánchez Albornoz, España un enigma histórico, citado, problema al que le atribuyó importancia al comparar la España que perdió el camino de la modernidad con el resto de Europa. Es probable que Romero haya tenido en cuenta esta obra y en términos más generales la situación española, marcada por los hidalgos y los caballeros villanos de la Reconquista, la que podía contraponer con la situación que estudiaba en otros lugares de Europa.  

[140]   Algo similar se encuentra en el ya citado libro de Duby, La société, citado, p. 310, sobre la importancia de los desplazamientos en el saber de los comerciantes.

[141] K. Marx, Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie, 3 Vols., 1, cap. 24, Frankfurt, 1976.

[142]  Limitémonos a mencionar a M. Postan, “Los fundamentos económicos de la sociedad medieval” en ídem, Ensayos sobre agricultura y problemas generales de la economía medieval, Madrid, 1981, ensayo que inauguró el modelo en 1950; G. Bois, Crise du féodalisme. Recherches sur l’économie rurale et la démographie au début du XIVe au milieu du XVIe siècle en Normandie orientale, Paris, 1976, sobre el Medioevo, y para la Época Moderna E. Le Roy Ladurie, Les paysans de Languedoc, 2 vols., París, 1966.   

[143] P. Iradiel Murugarren, Evolución de la industria textil castellana en los siglos XIII-XIV. Factores de desarrollo, organización y costes de producción manufacturera en Cuenca, Salamanca, 1974.

[144] J. Vicens Vives, Historia de los remensas (en el siglo XV), Barcelona, 1978 (1ª edic. 1945); I. Beceiro Pita, La rebelión irmandiña, Madrid, 1977; C. Barros, Mentalidad justiciera de irnmandiños, siglo XV, Madrid, 1990. Es especialmente significativo tener en cuenta esta faceta para la revolución inglesa de 1381, desde el momento en que durante cierto tiempo siguiendo las perspectivas dadas por R. Hilton, Siervos liberados. Los movimientos campesinos medievales y el levantamiento inglés de 1381, trad. cast. Madrid, 1978, se había visto la cuestión del acumulador capitalista descuidando las luchas contra la opresión. Ver ahora P. Freedman, Images of the Medieval Peasant, California, 1999, pp. 259 y s.; P. A. Franklin, “Peasant Widows’ ´Liberation´ and Remarriage before the Black Death, The Economic History Review, Vol. 39, Nº 2, 1986”, pp. 186-204; M. Mate, “The Economic and Social Roots of Medieval Popular Rebellion: Sussex in 1450-1451”, The Economic History Review, New Series, Vol. 45, Nº 4, 1992, pp. 671 y s.; C. Dyer, “Los orígenes del capitalismo en la Inglaterra medieval”, Broccar. Cuadernos de Investigación Histórica, Nº 22, 1998, p. 16.

[145] E. P. Thompson, E. P., La formación de la clase obrera en Inglaterra, 2 vols., trad. cast. Barcelona, 1989.

[146] J. Stephens, The Italian Renaissance. The Origins of Intellectual and Artistic Change before the Reformation, Londres y Nueva York, 1992, p. 129 y s.; R. Braun, “Reflexión política y pasión humana en el realismo de Maquiavelo”, en T. Varnagy (comp.), Fortuna y virtud en la república democrática. Ensayos sobre Maquiavelo, Buenos Aires, 2000, on line. Este punto de vista había sido postulado por A. Gramsci, Cuadernos de la cárcel, edición crítica del Instituto Gramsci, t. 2, Cuadernos 3, 1939;  4, 1930-1932; 5 (IX) 1930-1932, trad. cast., Puebla, 1999, 2 (Cuaderno 4), p. 143. Por estas consideraciones no se puede coincidir con A. Koyré, Estudios de historia del pensamiento científico, trad. cast. México D.F. 1973, p. 14, que dijo que con Maquiavelo estamos ante un mundo por completo diferente al medieval. Este desacierto muestra que no es apropiado estudiar un pensamiento fuera de su alimentación práctica.

[147] El tema fue tratado por O. Brunner, Land und Herrschaft. Grundfragen der territorialen Verfassungsgeschichte Österreichs im Mittelalter, Baden bei Wien, 1939 Entre los autores modernos ver W. Rösener, “Zur Problematik des spätmittelalterlichen Raubrittertums”, en, H. Maurer y H. Patze (ed.), Festschrift für Berent Schwineköper zu seinem siebzigsten Geburtstag, Sigmaringa, 1982, pp. 470-488 y  S. Moreta Velayos, Malhechores-feudales. Violencia, antagonismos y alianzas de clases en Castilla, siglos XIII-XIV, Madrid, 1978.

[148]   Así por ejemplo, la crítica que Pero López de Ayala efectuó al mercader en su Rimado de Palacio le permitió acceder a una descripción de la economía de mercado en la segunda mitad del siglo XIV.

[149]   J. Topolski, La nascita del capitalismo in Europa. Crisi económica e acumulazione originaria fra XIV e XVII secolo, Turín, 1979; S. Epstein, An Island for Itself. Economic Development and Social Change in Late Medieval Sicily, Cambridge, 1992. A esto deben agregarse los estudios sobre la industria rural a domicilio que se expandió en el período en muchas regiones.

[150] En ciertas contingencias se enumeraba a las distintas categorías y procedencias de hombres del común sublevado como una homogénea masa de malhechores. Por ejemplo sobre los comuneros de Castilla de 1520-1521, edición, Isidoro de Hernández Pacheco, Obras del ilustrísimo don Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, Las epístolas familiares, tomo 3, Madrid, 1782, letra para el obispo de Zamora don Antonio de Acuña, p. 241, los nobles que había adherido al movimiento estaban “rodeados de comuneros de Salamanca, de villanos de Sayago, de forandos [forajidos] de Ávila, de homicianos [homicidas] de León, de vandaleros [bandoleros] de Zamora, de pelayres de Segovia, de boneteros de Toledo, de freneros de Valladolid y de celemineros de Medina a los quales todos teneis obligción de contentar”.

[151] Los Códigos españoles, concordados y anotados, (12 volúmenes), Madrid 1872-1873, 2, en las partidas de Alfonso X, ver, Primera Partida, título 10, ley 1: “Cuidan algunos hombres que pueblo se llama a la gente menuda, así como menestrales y labradores, mas esto no es así, y antiguamente en Babilonia y en Troya, que fueron lugares muy señalados y ordenaron todas las cosas con razón y pusieron nombre a cada una según convenía, pueblo llamaron al ayuntamiento de todos los hombres comunalmente: de los mayores y de los menores y de los medianos, pues todos estos son menester y no se pueden excusar, porque se han de ayudar unos a otros para poder bien vivir y ser guardados y mantenidos”.

[152] N. Laurin Frenette, Las teorías funcionalistas de las clases sociales. Sociología e ideología burguesa, trad. cast. Madrid, 1985, p. 261, evocó a Raymond Aron y su concepto de clase expresado en el lenguaje de Sartre: “La clase solo es grupo, es decir, praxis unificada en y por la acción, pero no alcanza esta unidad total más que en los instantes de efervescencia, no reteniendo ninguna unidad”. Si se reemplaza el término “clase” por “pueblo” se llegaría a una representación aproximada de lo que es su constitución como situación de lucha, de cualidad transitoria, tal como se nos presenta a través de los relatos. Ver también J-P. Sartre,  “Respuesta a Claude Lefort”, en, J-P. Sartre, Problemas del marxismo II, Situations VII, trad. cast., Buenos Aires, 2005, pp. 6 y s., con referencia a las masas.

[153] Obras cronológicamente ordenadas del campo de estudio de un medievalista, muestran la continuidad sobre el problema: J. Vicens Vives, Historia de los remensas, citado, (1ª ed. 1945); E. A. Thompson, “Peasant Revolts in Late Roman Gaul and Spain”, Past & Present, N° 2, 1952, pp. 11-23; M. Mollat y Ph. Wolf, Uñas azules, jacques y ciompi, citado (1ª ed. 1970); J. Pérez, La revolución de las comunidades de Castilla(1520-1521), trad. cast. Madrid, 1977 (1ª ed. 1970); V. Rutenburg, Movimientos populares en Italia (siglos XIV y XV), trad. cast. Madrid, 1983 (1ª ed. ital. 1971); J. Macek, La revolución husita Orígenes, desarrollo y consecuencias, trad. cast. Madrid, 1975 (1ª ed. 1973); R. Hilton, Siervos liberados citado (1ª ed. 1973); J. I. Gutiérrez Nieto, Las comunidades como movimientos antiseñorial, Barcelona, 1973; J. Valdeón Baruque, Los conflictos sociales en el reino de Castilla en los siglos XIV y XV, Madrid, 1975; Moreta Velayos, Malhechores feudales (citado); P. Dockès, Sauvages et ensavages: revoltes bagaudes et ensauvagement ou la guerre sociales en Gaule, Lyon, 1980; G. E. M. De Ste Croix, The Class Struggle in the Ancient Greek World: From Archaic Age to the Arab Conquest, Duckworth, 1982; E, Sarasa Sánchez, Sociedad y conflictos sociales en Aragón. Siglos XIII-XV. Estructuras de poder y conflictos de clase, Madrid, 1981.

[154] Puede tomarse una referencia de J. L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, Buenos Aires, 1987, aunque en realidad también abordó la cuestión en sus ensayos sobre historia argentina y americana.

[155] R. Romano, “Introducción”, en J. L. Romero, ¿Quién es el burgués? Y otros estudios de historia medieval, Buenos Aires, 1984 ; A. Guerreau, El feudalismo. Un horizonte teórico, trad. cast. Barcelona, 1984, p. 107.

[156]   W. Prevenier, “´Ceci n’est pas un historien´. Construction and deconstruction of Henri Pirenne”, Revue Belge d’Histoire Contemporaine, Vol. XLI, Nº 3-4, 2011,  pp. 556 y s.; Prevenier también indica en este sentido a la biografía que escribió B. Lyon, Henri Pirenne. A biographical and intellectual study, Gante, 1974.

[157]   M. Dobb, Studies in the Development of Capitalism, Londres, 1946.

[158]   Dobb, Studies, citado, pp. 20 y s: “In this crisis the feudal mode of production based on serfdom was seriously shaken and reached an advanced stage of desintegration, the effects of which were seen in the “malaise” of landlord economy in the following century”. Idem, pp. 33 y s. La cita sobre la gallina, p. 46.

[159]   Dobb, Studies, citado, p. 42.

[160]   R. H. Tawney, The agrarian problem in the sixteenth century, Londres, Nueva York, Bombay y Calcuta, 1912, se planteó en esta obra de gran importancia para la historia económica del siglo XVI inglés, que como efecto de la lucha de 1381 surgieron pequeños capitalistas. También E. Kominsky, “Peut-on considerer le XIVe et le XVe siècle comme l´époque de la décadence de l’économie européene?”, Studi in Onore di Armando Sapori, Milano-Varese, 2 vols., 1, 1957, pp. 551-569, sostuvo que con la evolución de la propiedad de la tierra y de la lucha de clases, se dio en Inglaterra entre los siglos XIV y XV la caída del régimen de prestaciones de trabajo, el progreso de la renta dinero, la baja del nivel de explotación de los campesinos, el desarrollo de la producción de mercancías y el surgimiento de condiciones favorables para el desarrollo de una capa de arrendatarios capitalistas.

[161]   A. B. Hibbert, “The Origins of the Medieval Town Patriciate”, Past and Present, N° 3, 1953, pp. 15-27; J. Lestocquoy, “La thése. Les origines du patriciat urbain. Henri Pirenne s’est-il trompé?”, Annales. Economies. Sociétés. Civilisations, N° 2, 1946, pp. 143-148; R. S. Lopez, “Of Towns and Trade”, en R. S. Hoyt, Life and Thought in the Early Middle Ages, Minneapolis, 1967, p. 48; G. Espinas, “Les origines du patriciat urbain. Henri Pirenne s’est-il trompé?”Annales. Economies. Sociétés. Civilisations, 1946  N° 2, 1946, pp. 148-153, defendiendo los puntos de vista de Pirenne reconocía el carácter en buena parte hipotético de la génesis del burgués por el mercader errante. Hacía hincapié en el origen de la economía mercantil, que habría determinado la formación del patriciado, y aseveraba que esa economía surgió por le mercader aventurero. Ver también J. Lestocquoy, Aux origines de la bourgeoisie: les villes de Flandre et d´Italie sous le gouvernement des patriciens (XIe-XVe siècles), París, 1952, pp. 324 y s., incluía a los ministeriales y sectores de la nobleza entre los que formarían el patriciado. Ver, idem, p. 362: el patriciado no era un grupo compacto y homogéneo. Sobre la dependencia servil de los burgueses sirve de ejemplo el fuero de Sagaún dado por el rey Alfonso VI en 1085, en M. Herrero de la Fuente, Colección diplomática del monasterio de Sahagún (857-1230), 3, (1074-1109), Fuentes y estudios de historia leonesa, León, 1988, N° 823: “Ego Adefonsus […] cum voluntate Abbatis et monachorum do vobis hominibus populatoribus Sancti Facundi consuetudines et foros in quibus et serviatis Ecclesie et monasterii [….] Istas consuetudines et foros per voluntatem Abbatis et collegio fratrum dedi ego Adefonsus Imperator hominibus Sancti Facundi per quos serviant ei sicut Dominus in submissione et humiliate plena”.

[162]   J. Le Goff, “Métiers licites et métiers illicites dans l´Occident  médiéval”, en, J. Le Goff, Pour un autre Moyen Age. Temps, travail et culture en Occident: 18  essais, París, 1977,  p. 97. Una muy buena expresión de esto en L. K. Little, Pobreza voluntaria y economía del beneficio en la Europa medieval, trad. cast., Madrid, 1980, p. 249: los frailes en el siglo XIII,  “proporcionaban a los líderes de la sociedad urbana una teología moral revisada que aprobaba la acumulación de dinero en circunstancias cuidadosamente definidas”.

[163]   L. García de Valdeavellano, Orígenes de la burguesía en la España medieval, Madrid, 1969, el núcleo de este trabajo fue el discurso de ingreso a la Real Academia de la Historia, en 1960.

[164]   Pueden mencionarse por orden cronológico: R. G. Witt, “The Landlord and the Economic Revival of the Middle Ages in Northern Europe, 1000-1250”, The American Historical Review, Vol. 76, N° 4, 1971, pp. 982 y s.; A. Represa Rodríguez, “Génesis y evolución urbana de la Zamora medieval”, Hispania. Revista Española de Historia, N° 122, 1973, pp. 528 y 535; G. Cassandro, “Un bilancio storiografico”, en G. Rossetti (ed.), Forme di potere e struttura sociale in Italia nel Medio Evo, Bolonia, 1977, p. 162; P. Racine, “Communes, libertés, franchises urbaines: le problème des origines ; l’exemple italien”, Actes des Congrès de la Société des Historiens Médiévistes de l´Enseignement Supérieur Public, N°16, 1985, p. 36 ; M. Parisse, “Metz dans l´Eglise impériale (925-1238)”, en, F-Y. Le Moigne, Histoire de Metz, Toulouse, 1986, p. 123 ; A. Derville, “Les élites urbaines en Flandre et en Artois”,  Actes des Congrès de la Société des Historiens Médiévistes de l´Enseignement Supérieur Public, N° 27, 1996, p. 124 ; F. Sabaté, La feudalización de la sociedad catalana, Granada, 2007 p. 123, en los alrededores de Lérida, en la segunda mitad del siglo XII, los burgueses tenían el 54,5 % del total de las tierras;  M. Bailey, Medieval Suffolk. An Economic and Social History, 1200-1500, Woodbridge, 2010,  p. 13.

[165] Un caso concreto se detecta en J. A. Fernández Flórez (ed.), Colección diplomática del monasterio de Sahagún (857-1230), 4, (1110-1199),  Fuentes y estudios de historia leonesa, León, 1991, documento N° 1199, año 1117: Giraldo tenía una tienda en el burgo ( “I tenda quam teneo ad necessitas meas”); indican sus compras menciones del tipo: “alia uinea que fuit de Facundo Domenguet del Prato; alia uinea que fuit de Tauauita Citla […] I uinea que fuit de Pelagio Citiz […] alia uinea […] que fuit de Facundo Tordo”; en el acta en que se enumeran los bienes de este burgués de la villa, la aclaración de que cada casa estaba provista de “suo furno” indica la importancia que se le otorgaba al autoconsumo. Para Inglaterra ha indicado esta diferenciación social temprana C. Dyer, An Age of Transition? Economy and Society in England in the Later Middle Ages, Oxford, 2001.

[166] Dyer, An Age of Transition?, citado, p. 26, en 1329 caso de un campesino rico inglés.

[167] Un croquis de este tipo de persona lo proporcionó Balzac en Eugénie Grandet, versión on line de la edición de París, 1855. El padre de Eugénie era un tonelero con bienes agrarios, que había sido alcalde, y que aplicaba el cálculo capitalista en las más diversas facetas de su vida, incluyendo sus amistades y su familia. Podía talar árboles cuando faltaba madera blanca en Nantes para venderlos a treinta francos (“Couper vos arbres au moment où l’on manquait de bois blanc à Nantes, et les vendre trente francs”) y atender con idéntico empeño el consumo diario de la familia. Una imagen de cómo se combinaban estas actividades, así como también las relaciones económicas tradicionales con la racionalidad empresarial, lo poporciona una escena en la que su empleada doméstica había recibido las rentas de los campesinos (“fermiers”). En esas circunstancias debía aguardar las directivas del señor Grandet, que decidía lo que consumiría la familia y lo que se vendería. Este “hombre bueno” de principios del siglo XIX, como otros de las élites pueblerinas, se reservaba lo peor y vendía los mejores productos. (“L’habitude du bonhomme était, comme celle d’un grand nombre de gentilshommes campagnards, de boire son mauvais vin et de manger ses fruits gâtés”).

[168] R. Hilton, Siervos liberados. Los movimientos campesinos medievales y el levantamiento inglés de 1381, trad. cast., Madrid, 1978.

[169] R. Hilton (ed.), La transición del feudalismo al capitalismo, trad. cast., Barcelona, 1982; T. H. Ashton y C.H.E. Philpin, El debate Brenner: estructura de clases agraria y desarrollo económico en la Europa preindustrial, trad. cast., Madrid 1982.

[170] Hilton, Siervos liberados, citado, pp. 261 y s.; J. Whittle y S. H. Rigby, “England: Popular Politics and Social Conflict” en, S.H. Rigby (ed.), A Companion to Britain in the Later Middle Ages, Malden, Oxford, Melbaurne, Berlin, 2002, pp. 72 y s.

[171] En una segunda parte de la revuelta de 1327, que comenzó el 16 de febrero, se dio un nuevo paso que definió con superior profundidad el carácter antifeudal del movimiento, porque los burgueses asolaron los dominios del monasterio (las pérdidas fueron muy cuantiosas según revela un recuento final hecho por los monjes) y liberaron a los campesinos de las rentas que pesaban de manera consuetudinaria sobre ellos, así como los redimieron del diezmo y de las oblaciones eclesiásticas (ofrendas teóricamente voluntarias de vino, pan y otros bienes para asegurar el culto). Es lo que se dice  en Crónica de St. Edmunds de 1327, edición de Thomas Arnold, Depredatio abbatiae Sancti Edmundsi, en, Memorials of St. Edmund´s Abbey, Vol. 2, Londres, 1892, p. 334: “Unde villani praedicti renuentes, diabolo succensi, dampna et injurias continuarunt, et indies multiplicarunt, in pratis, pascuis, domibus, et redditibus debitas consuetudines impedientes, decimas et oblationes ecclesiaticas subtrahentes, et sub poena prohibentes.”

[172] W. C. Bark, Orígenes del mundo medieval, trad. cast. Buenos Aires 1972; S. Reynolds, Susan, Kingdoms and Communities in Western Europe, 900-1300, Oxford, 1984, en p. 97, afirmó: “Eleventh- and twelfth-century towns people seem to have resorted to violent revolution only when their rulers flouted the traditional norms of custom and consultative government.” En este aserto hubo una errada transposición de lo que sucedió en luchas campesinas, cuyo propósito era efectivamente no alterar el uso y costumbre cuando se elevaban las rentas, a la situación de las protestas comunales. Justamente estas últimas se desataban cuando había resistencia al cambio; su objetivo no era preservar el dominio temporal absoluto del señor.

[173] R. Pastor de Togneri, “Las primeras rebeliones burguesas en Castilla y León (siglo XII). Análisis histórico social de una coyuntura”, en R. Pastor de Togneri, Conflictos sociales y estancamiento económico en la España medieval, Barcelona, 1973, pp. 13-101. Este artículo se publicó originariamente en Estudios de Historia Social, año 1, N° 1, 1964, Centro de Estudios de Historia Social de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.

[174] K. Marx, El Capital. Libro 1. Cap. VI. Inédito, trad. cast., México D. F., 1973.

[175] R. Hilton, “Medieval Market Towns and Simple Commodity Production”, Past and Present, N° 3, 1985, pp. 3-23.

[176] R. Descimon, “Structures d´un marché de draperie dans le Languedoc au milieu du XVI siècle“, Annales. Économies, Sociétés, Civilisations, Vol. 30, N° 6, 1975, pp. 1414-1446.

[177] E. Wolf, Los campesinos, trad. cast. Barcelona, 1987, planteó que los campesinos transfieren excedentes a los dominantes y estos los redistribuyen al resto de los grupos de no cultivadores, una vez separada la parte que usan para mantener su nivel de vida. Este análisis ha tenido su influencia en estudios sobre campesinos actuales, y puede ser aplicado para entender la dinámica de explotación del campesino en el sistema capitalista. En formaciones económicosociales precedentes, donde el capitalismo no dominaba, parece inaplicable el enfoque. En todo caso habría que determinar el mecanismo por el cual los señores podrían realizar esa transferencia, y sobre esto solo surge la parte que iba al comerciante a través de la diferencia de precios. Del análisis de las economías artesanas corporativas, por ejemplo, no se desprende que el maestro poseedor del taller se apropiara de plustrabajo agrario. Por el contrario, a ese maestro artesano el mercader, que dominaba el intercambio, lo retribuía con lo necesario para reproducir sus condiciones de existencia sin modificaciones, negándole un fondo acumulativo, hecho que surge de la documentación de las grandes ciudades de paños..   

[178] Cuando se alude a esa carencia de problemática, no se condena el error, en definitiva necesario para el trabajo científico, y de hecho, Pastor de Togneri abrió con su tesis equivocada nuevas y fructíferas perspectivas. Más bien se objeta haber abdicado a una más sistemática reflexión sobre el problema. Por ejemplo, en la caracterización del artesano como burgués que explotaba por vía comercial pudo haber una (falsa) salida a través de la tesis mencionada de Wolf sobre la redistribución de excedentes, un concepto derivado de consideraciones de Marx y seguidores sobre el campesino que transfiere plusvalía al conjunto de la sociedad moderna. Sin embargo nada de esto aparece en la elaboración de Pastor de Togneri, que afirmó como un axioma que el artesano deseaba apropiarse de parte de la renta feudal por medio del mercado.

[179] Por ejemplo, la influencia de Pirenne no se observa en los escasos estudios en los que se trataron las rebeliones burguesas, y sí hay en mayor relieve de la cuestión agraria y del materialismo histórico para el estudio del burgo. Ver C. Estepa Díez, “Sobre las revueltas burguesas en el siglo XII en el reino de León”, Archivos Leoneses, N° 28, 1974, pp. 291-307; J. M. Mínguez Fernández, “Feudalismo y concejos. Aproximación metodológica al análisis de las relaciones sociales en los concejos medievales castellano-leoneses”, En la España Medieval, Vol. III, 1982, pp. 109-122.  

[180] Comunicación personal del historiador especializado en el período visigodo Luis García Moreno que en sus primeros años se formó bajo la dirección de Marcelo Vigil.

[181] P. Vilar, La Catalogne dans l’Espagne Moderne. Recherches sur les fundaments économiques des structures nationales, Paris, 1962; A. Soboul, Problèmes paysans de la révolution (1789-1848) Études d’histoire révolutionnaire, Paris, 1976; G. Bois, Crise du féodalisme. Économie rurale et démographie en Normandie Orientale du debut du 14e siècle au milieu du 16e siècle, París, 1976.

[182] R. Doehaerd,  “Au temps de Charlemagne et des normands.  Ce qu´on vendait et comment on le vendait dans le bassin parisien”, Annales. Économies, Sociétés, Civilisations, Vol. 2,  N° 3, 1947, pp. 268- 280. Este artículo conmovía a la tesis de Pirenne, como indicó Lucien Febvre en un prólogo a esa contribución (pp. 266-268) señalando justamente su significado para la interpretación del problema. Posteriormente, P. Toubert, Les structures du Latium médiéval Le Latium méridional et la Sabine du IXe siècle la fin du XIIe siècle, École française de Rome, Roma, 1973, mostró que la economía dominical de los siglos IX y X, que era compatible con la circulación mercantil, generaba espacios protourbanos y sus excedentes se comercializaban en mercados locales y a larga distancia.  Sobre el comercio con el munso musulmán, M. Lombard, “Les bases monétaires d´une suprematie économique. L´or musulman du VIIIe au XIe siècle”, Annales. Économies. Sociétés. Civilisations, Vol. 2, N° 2, 1947, pp. 143-160; ídem, “Mahomet et Charlemagne. Le problème économique”,  Annales. Économies. Sociétés. Civilisations, Vol. 3, N° 2, 1948, pp. 188-199; ídem, Espaces et réseaux. du Haut Moyen Âge, París, 1971. Ver también S. Amin, Sobre el desarrollo desigual de las formaciones sociales, trad. cast., Barcelona, 1976. Esta tesis fue aceptada por arabistas; F. Maíllo Salgado, “De la formación social tributaria ¿y andalusí?”, Anales de Historia Antigua, Medieval y Moderna, Vol. 35, 2003, pp. 175-184. La tesis fue objetada por M. Barceló, “Un estudio sobre la estructura fiscal y procedimientos contables del emirato Omeya de Córdoba (138-300/755-912) y del califato (300-366/912-976) ”, Acta Mediaevalia, N° 5-6, 1984-1985, p. 63. Refutó a su vez esta apreciación F. Curta, “Markets in Tenth-Century al-Andalus and Volga Bulgharia: Contrasting Views of Trade in Muslim Europe”, Al-Masaq, Vol. 25, N° 3, 2013, p. 306.

[183] G. Bois, Crise du féodalisme, citado. Su influencia se observa en las intervenciones y discusiones de Pierre Jeannin, Guy Bois, Peter Kriedte y otros organizadas por la Société d’Études du Féodalisme, premier seance 1978, (mecanografiado) y en P. Kriedte, H. Medick y J. Schlumbohn, Industrialización antes de la industrialización, trad. cast. Barcelona, 1986, Epílogo. A su vez la influencia de estos tres autores alemanes en la historiografía francesa se observa en la citada reunión y también en el número 5 del año 1984 de Annales que fue dedicado a la industria rural con la participación de muy destacados especialistas, aunque desde 1980 hubo en la revista muchas reseñas, artículos y referencias sobre la cuestión.

[184] G. Duby, La société aux XIe et XIIe siècles dans la région mâconnaise, París, 1988 (1a edic. 1953).

[185] J. Le Goff, La civillización del occidente medieval, trad. cast., Barcelona, 1969. p. 24: “Se extrañará no encontrar en esta sociedad medieval tantos de esos mercaderes y burgueses como se ha pretendido desde hace algún tiempo hacer pulular en las obras consagradas al mundo medieval”. Idem, p. 135: el movimiento urbano fue un aspecto minoritario en una sociedad campesina, y esto justifica que se lo deje de lado. Esta obra de una inmensa riqueza fue publicada en 1964 y marcó el rumbo antropológico de una buena porción del medievalismo.

[186] J. Schneider, “Libertés, franchises, communes : les origines. Aspects d’une mutation”, Actes des Congrès de la Société des Historiens Médiévistes de l´Enseignement Supérieur Public, N°16, 1985, p. 17.

[187] Derville, “Les origines des libertés”, pp. 193-215. El conjunto de ponencias de las Actes des Congrès de la Société des Historiens Médiévistes de l´Enseignement Supérieur Public, N° 16, 1985, son testimonio de una posición historiográfica compartida con respecto a puntos centrales de la tesis clásica liberal.

[188] A. Saint-Denis, “Laon du XIe au XVe siècle”, en, M. Bur (dir.), Histoire de Laon et du laonnois, Toulouse 1987, pp. 63-136. 

[189] Por ejemplo, H. Salvador Martínez, La rebelión de los burgos: crisis de Estado y coyuntura social, Madrid, 1992, estudio que como ya se dijo en la tercera parte estuvo consagrado a la relación entre movimiento comunal y porblemática mozárabe.

[190] R. Foreville, “Du Domesday book à la grande charte: guildes, franchises et chartes urbaines”,  Actes des Congrès de la Société des Historiens Médiévistes de l´Enseignement Supérieur Public, N° 16, 1985, p. 163. 

[191]   Un ejemplo se ve en C. Estepa Díez, “Sobre las revueltas burguesas en el siglo XII en el reino de León”, Archivos Leoneses, N° 28, 1974, pp. 291-307.

[192] Nos apropiamos aquí de una frase poética de Alejandra Pizarnik: con esa economía de medios estéticamente agradable podemos apuntar a la complejidad del mensaje que transmitió ese silencio.

[193] I. Álvarez Borge, La plena Edad Media. Siglos XII-XIII, Madrid, 2003., pp. 122 y s.

[194] I. Álvarez Borge, La plena Edad Media. Siglos XII-XIII, Madrid, 2003p. 124.

[195] J. M. Monsalvo Antón, Las ciudades europeas del medioevo, Madrid, 1997, pp. 135 y s., esto lo afirmó a pesar de señalar que tuvieron importancia cualitativa. Sin embargo no aclaró en qué consistió concretamente esa importancia. Ídem, p. 142: frente a las concepciones que resaltaban el valor de las comunas como asociación jurada, lo que solo valdría para ciertos levantamientos muy localizados, hoy los historiadores resaltan el sentido territorial de la comuna.   

[196] J. Baschet, La civilización feudal. Europa del año mil a la colonización de América, trad. cast. México D.F., 2009, pp. 157 y s.

[197] T. Dutour, La ciudad medieval. Orígenes y triunfo de la Europa urbana, trad. cast., Buenos Aires, 2005, p. 188.

[198] P. Boucheron, D. Menjot y M. Boone, La ciudad medieval, en, J-L. Pinol (dir.), Historia de la Europa urbana,  trad. cast., Valencia, 2010, pp. 224 y s.

[199] C. Wickham, Medieval Europe, New Haven y Londres, 2016.

[200] M. Boone” Urban Spave and Political Conflict in Late medieval Flanders”, Journal of Interdisciplinary History. The Productivity of Urban Space in Northern Europe, Vol 32, N° 4, 2002, p. 628, recogió la opinión de historiadores que en lugar de considerar revolucionarios, como se consideró en la tradición de Pirenne, a los movimientos de Brujas o de Ypres de 1280, indicaron que éstos siguieron un modelo relativamente fijo, por el cual las demandas políticas y sociales fueron formuladas en y a través del espacio por la protesta colectiva y la escritura pública de quejas (“grievances”). También, pp. 639-640.

[201] G. Huppert, After the Black Death. A Social History of Early Modern Europe, Bloomington e Indianapolis, 1986.

[202] Sobre esto es instructivo el señalamiento de J. Casey, “Historiografía inglesa: tendencias recientes en el estudio de la época moderna”, Chronica Nova, N° 28, 2001, pp. 112 y s.: incluso en la Inglaterra de la Época Moderna, bien conocida por la revolución política del siglo XVII y por la revolución económica del XVIII, se abrió paso la visión de la continuidad, interpretación en la que tuvo mucha influencia el conocido libro de P. Laslett, El mundo que hemos perdido explorado de nuevo, trad. cast. Madrid, 1987 (primera edición, 1965 y edición definitiva en 1983) sobre la estructura de la familia.

[203] Wickham, Medieval Europe, citado.

[204] El prolegómeno de este concepto está en J. Le Goff, La civilisación del occidente medieval, citado, 1ª edic. en francés 1965. El concepto permaneció en sus estudios posteriores. Una muestra categórica en ídem, Saint Louis, París, 1996, p. 681, donde afirmó que la Iglesia fue la pieza maestra del sistema feudal porque ante todo elaboró su justificación ideológica. Ver también J. Baschet, La civilización feudal. Europa del año mil a la colonización de América, trad. cast., México D. F., 2009; J-L. Biget, Héresie et inquisition dans le Midi de la France, París 2007; A. Guerreau, L’avenir d’un passé incertain. Quelle histoire du Moyen Age au XXIe siècle?, París, 2001; J. Morsel, La aristocracia medieval. El dominio social en Occidente (siglos V-XV), trad. cast. Valencia, 2008.

[205] P. Boucheron, Ce que peut l’histoire, Leçon inaugurale, Collège de France, París, 2016.

[206] M. Boone, “’Les anciennes démocraties des Pays-Bas’. Les corporations flamandes au bas moyen âge (XIVe-XVIe siècles): intérêts économiques, enjeux politiques et identités politiques”, en, Centro italiano di studi di storia e d’arte Tra economia e politica: le corporazioni nell’Europa medievale, Pistoia, 13-16 de mayo de 2005, Pistoia, 2007, pp. 187-228.

[207] Bois, Crise du féodalisme, citado; Duby, Guerreros y campesinos. Desarrollo inicial de la economía europea (500-1200), trad. cast. Madrid, 1977; R. Bartlett, La formación de Europa. Conquista, colonización y cambio cultural, 950-1350, trad. cast. Valencia, 2003.

[208] Dobb, Studies, p. 36: “a low level of technique in which the instruments of production are simply inexpensive”; R. Brenner, “Agrarian Roots of European Capitalism”, Past and Present, N° 97, 1982, pp. 16-113; B. M. S., Campbell, “England: Land and People”, en, S.H. Rigby (ed.), A Companion to Britain in the Later Middle Ages, Malden, Oxford, Melbaurne, Berlin, 2002, pp. 3-25; en p. 22 de acuerdo a sus premisas el progreso fue más evolucionista que revolucionario.

[209] El critrerio ricardiano sobre descenso de la productividad, central en las explicaciones de autores maltusianos ha sido aceptado por sus críticos. El más notable de ellos, Robert Brenner (citado), reconoció que los ciclos del demografismo ecosistémico reflejan la realidad histórica. De la misma manera Kominsky, “Peut-on considerer?”, pp. 551-569 (citado), que enfrentó al creador del modelo, es decir, a Michael Postan, sostuvo que las explicaciones de este último solamente daban cuenta del cambio de las fuerzas productivas.

[210] R. H. Britnell, The Commercialisation of English society, 1000-1500, Manchester y Nueva York, 1996; ídem, “Specialization of Work in England, 1100-1300”, The Economic History Review, Vol. 54, N° 1, 2001, pp. 1-16; ídem, “England: Towns, Trade and Industry”, en, S.H. Rigby (ed.), A Companion to Britain in the Later Middle Ages, Malden, Oxford, Melbaurne, Berlin, 2002, pp. 47-64. La repercusión de este trabajo se constata en el coloquio de Madrid de 2005 y 2007 publicado posteriormente por la École française de Rome. Ver M. Bourin, F. Menant  y Ll. To Figueras, “Les campagnes européennes avant la Peste : préliminaires historiographiques pour de nouvelles approches méditerranéennes, en, ídem (ed.),  Echanges, prélèvements et consommation dans le monde rural. Actes des colloques de Madrid (2005 et 2007), Dynamiques du monde rural dans la conjoncture de 1300: Echanges, prevelements et consommation en Méditerranée Occidentale, École française de Rome, 2014, pp. 9-101.

[211] Ver G. Lukács, Historia y conciencia de clase. Estudios de dialéctica marxista, trad. cast. México D. F., 1969.

[212] S. R. Epstein, Libertad y crecimiento. El desarrollo de los estados y de los mercados en Europa, 1300-1750, trad. cast., Valencia, 2009, p. 147; L da Graca, “Argumentos y testimonios sobre la industria rural a domicilio”, Historia. Instituciones. Documentos, N° 43, 2016, pp 115-140.

[213] Se transcriben aquí conceptos de una investigación en curso.

[214] F. Neuhouser, “Desire, Recognition, and the Relation Between Bondsman and Lord”, en, K. R. Westphal, The Blackwell guide to Hegel´s Phenomenology of Spirit, Oxford, 2009, pp. 37-54, concepto que va mucho más allá de la autoconciencia de Kant, del pensamiento formal sobre “lo que yo pienso”, para referirse a cómo se evalúa el sujeto a sí mismo.

[215] J. Le Goff, “Travail, techniques et artisans dans les systèmes de valeur du haut Moyen Age (Ve-Xe siècle)”, en, J. Le Goff, Pour un autre Moyen Age. Temps, travail et culture en Occident: 18  essais, París, 1977, pp. 108 y s.

[216] Ver sobre el estructuralismo y la autonomía del lenguaje, Bourdieu, El sentido práctico, trad. cast. Madrid, 1991, p. 52.

[217] G. Duby, Les trois ordres ou l’imaginaire du féodalisme, París, 1978. No se le escaparon a Duby los costos de ese abordaje. Ver sobre esto, idem, “Entrevista a Georges Duby. La historia hoy”, Zona Erógena, N° 15, 1993, Duby afirmaba que veía la historia medieval “a través de los ojos de  los intelectuales al servicio de la clase dominante”.

[218] Biget, Hérésie et inquisition, citado, p. 107.

[219] J. Le Goff, “Métier et profession d´après les manuels de confesseurs du Moyen Age”, en, J. Le Goff, Pour un autre Moyen Age. Temps, travail et culture en Occident: 18  essais, París, 1977,  pp. 162 y s.

[220] Una deficiencia básica de estos historiadores es haberse circunscrito a tratados doctos religiosos o haberlos sobredimensionado. Le Goff, por ejemplo, dejó de lado documentación de archivo (compraventas, donaciones, reclamos), escrituras en las que pueden aprehenderse muchos aspectos de la vida rural desde el siglo XI en adelante que la literatura o el tratado doctrinal no contemplaron. En ellos hubiera encontrado muchos pequeños y agudos enfrentamientos entre señores y campesinos, entre aldeas o entre vecinos de una misma localidad, que nos hablan de una realidad  muy alejada de la ideal sociedad cohesionada del sacerdote. Por otro lado es innegable que la iconografía nos lleva a los gestos y los gestos nos pueden hablar de la sociedad, como afirmaron Le Goff y sus discípulos. Pero para captar el discurso gestual de los explotados debemos salir de los registros eruditos que indican lo que debía hacerse para llegar a la documentación (incluida la jurídica) que revela algo de lo que realmente se hacía y con ello accedemos al discurso crítico del comportamiento. Se sabrá entonces que  los campesinos se negaban a ir a la serna alegando no haber oído el pregón, caminaban lentamente hacia el lugar de la faena y realizaban mal el trabajo. Tampoco ha utilizado Le Goff los procesos judiciales con declaraciones de testigos que nos presentan el comportamiento social, así como no apeló a reglamentaciones de aldeas ni a cartas de población. En fin, su materia prima fue extensa en un solo sentido y por ello también muy restringida.

[221] Esto puede ejemplificarse con el problema que se adujo sobre la inexistencia del concepto de trabajo en la Edad Media. Notemos que también Marx en los prolegómenos de Das Kapital decía con cierto asombro que grandes pensadores del pasado no habían advertido que todo objeto producido por el hombre era trabajo materializado. Pero el problema no consiste en la falta del concepto sino en la ausencia relativa de trabajo abstracto. Como dijo I.I. Rubin, Ensayo sobre la teoría marxista del valor, trad. cast. México D. F., 1982, el trabajo abstracto no es un concepto fisiológico sino histórico social que solo apareció en determinado momento histórico. Efectivamente no podía surgir cuando la estratificación jurídica y social impedía la libre movilidad del trabajador impidiendo asimismo que cada trabajo concreto se transformara en el segmento de una única sustancia. Por ejemplo, para Aristóteles admitir que su trabajo era asimilable al trabajo del esclavo en tanto ambos trabajos representaban gasto de energía física e intelectual hubiera significado negar la esclavitud, la base de su sociedad. Más allá de que estos temas requerirían una explicación amplia, que en este marco es imposible realizar, puede apuntarse que no solo el trabajo abstracto sino también el trabajo concreto tuvo au aparición histórica con el artesanado. Esto se vincula con que en las condiciones medievales de producción la naturaleza se encargaba de la parte fundamental del trabajo agrario, y esa actividad absorbente, que era la base de su endiosamiento bajo la forma de los santos locales, anulaba en gran medida el trabajo concreto del campesinado, que solo existía como complemento secundario del trabajo de la naturaleza.     

[222] A. Vauchez, “Sources médiévales et problematique historique”, Mélanges de l’Ecole Française de Rome. Mogen Age. Temps Modernes, N° 86-1, 1974, pp. 277-286.

[223] F. Devoto, “En torno a la formación historiográfica de José Luis Romero”, en, J. E. Burucúa, F. Devoto y A. Gorelik (eds.), José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura, Buenos Aires, 2012, p. 54.

[224] Se postulaba una contraposición de la religión protestante con el “oscurantimo” católico. Ver, J. D´Hondt, Hegel en son temps. Berlin, 1818, 1831, París, 1968, pp. 33 y 53, Hegel participaba de este concepto. Ídem, p. 117 este criterio se ve en pensadores de distintas orientaciones . Por ejemplo, K. L. Haller (1768-1854), condenaba la Reforma porque había preparado la revolución francesa y estimulaba el libre pensamiento, mientras que Hegel aprobaba la Reforma como un acontecimiento capital en la historia de la liberación del espíritu humano. 

[225] Goethe realizó sus propios estudios sobre las ciencias naturales como se ve en J. W, Goethe, Die Wahlverwandtschaften, en, Goethes Werke, 6, Hamburgo, 1948.

[226] Ver también sobre esto M. Löwy, “Le concept d’affinité élective chez Max Weber”, Archives de Sciences Sociales des Religions, N° 127, Max Weber, la religion et la construction du social, 2004, on- line, 2007. URL : http://assr.revues.org/document1055.html y M. Hill, Sociología de la religión, trad. cast. Madrid, 2007, pp. 140 y s.

[227] Hill, Sociología de la religión, citado, p. 143; sobre este aspecto de los Grundrisse de Marx ver M. Löwy, Guerra de dioses: religión y política en América Latina, trad. cast. Mëxico D.F., 1999, p. 16. También K. Marx, Zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, en K. Marx y F. Engels, Werke, 1. Berlin-RDA, 1976, pp. 378-391. Sin embargo un punto saliente de convergencia es la interiorización religiosa que tanto Marx como Weber vieron cristalizada en Lutero. El primero expresó en ídem, p. 386: Lutero venció a la servidumbre con la devoción porque en su lugar puso la servidumbre de la convicción (“Luther hat allerdings die Knechtschaft aus Devotion besiegt, weil er die Knechtschaft aus Überzeugung an ihre Stelle gesetzt hat”). Ver también M. Weber, Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus, en, M. Weber, Gesammelte Aufsätze Religionssoziologie, 1, Tübingen, 1986, pp. 17-206, análisis organizado en torno a Lutero y Calvino.

[228] Hill, Sociología de la religión, citado, p. 143.

[229] M. Weber, Die Wirtschaftsethik der Weltreligionen, en M. Weber, Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie. Vol. 1, Tübingen, 1986, pp. 237-442, ver p. 251. Reflexividad baja, concepto de A. Giddens, La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración, trad. cast. Buenos Aires, 1995.

[230] Weber, Die protestantische Ethik, citado, p. 47.

[231] Löwy, “Le concept d’affinité élective”, citado, pp. 100-101, indicó esto, pero no le otorgó la centralidad que tuvo en Weber. Declaró que el concepto de afinidad electiva también tuvo un elemento de selección activa, favorecida o no por determinadas condiciones históricas.

[232] La referencia se dirige al platónico mundo trascendente de las ideas, o sea, a esa esencia sustancial que determina al objeto, captable, según Platón, por el alma (psyché) o por el espíritu (nous). 

[233] E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, 2 vols., trad. cast. Barcelona, 1989.

[234] E. P. Thompson, Costumbres en común, trad. cast. Barcelona, 1995.

[235] Se vieron en otras secciones la contribución de Romero sobre intelectuales. También E. P. Thompson,  Williams Morris: Romantic to Revolutionary, Londres, 1996.

[236] L. A. Romero, “Prólogo”, en J. L. Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires, 2001, pp. I-XVI.