Una misión. 1946

El Iniciador viene a cumplir una misión. Como aquel otro ilustre periódico montevideano de las horas aciagas, cuya bandera y cuyo nombre quiere lucir de nuevo, este, más humilde aunque no menos decidido, quiere cumplir con la noble e inexcusable misión de luchar por la libertad y la cultura del pueblo. Y quiere hacerlo hoy, cuando las ve amenazadas por la negra sombra de la dictadura, para seguir haciéndolo mañana, con más alegría en el corazón, cuando el país retorne a ese clima de paz en que es posible desenvolver con más sosiego las ideas.

Juzgamos que no pueden desertar de esta misión —más urgente hoy que nunca ante el espectáculo de la demagogia desatada por la sensualidad del poder— los hombres a quienes agrupa el Partido Socialista, y que han llegado hasta sus filas porque lo consideran una fuerza eficaz en el progreso de la nación. Está en su tradición ideológica el afirmar que no hay dignificación del proletariado ni elevación social sin una lenta y metódica educación de las masas, y esta verdad alcanza en nuestros días una evidente y plena corroboración. Porque solo la ignorancia y el desprecio por la inteligencia y la cultura pudieron preparar este brote de totalitarismo criollo que hoy nos amenaza, y que dejará un rastro sombrío en las páginas de la historia de la república.

En la medida en que nos lo permitan nuestras posibilidades queremos ser vehículo de cultura. Si una línea puede despertar un día una conciencia adormecida, cuatro páginas pueden ser, pese a su poquedad, instrumento no despreciable de difusión. El lector descubrirá en El Iniciador —que aparece como órgano de la Comisión de Cultura del Partido Socialista— una intención militante al servicio de una causa; pero el periódico será más que eso, y el lector hallará también los elementos de información sobre la actividad cultural de nuestra época y, alguna vez, la evocación de la antigua y eterna militancia del espíritu que, cuando es sincera y honda, concurre siempre a elevar al hombre. Y de hombres —no lo debemos olvidar— está compuesto lo que genéricamente se llama pueblo.

Nada que toque de cerca o de lejos el problema de la cultura popular será ajeno a El Iniciador, ni en su faz teórica ni en sus aspectos prácticos. Es necesario retomar todos los hilos y echar todas las redes para volver a situarnos en el centro de la cuestión educacional y alcanzar una visión de ella que sea exacta en sus fundamentos y eficaz en sus conclusiones. Hay, pues, que hacer todo lo que habían hecho los mejores hombres de la nación antes de Sarmiento: indagar los hechos, meditar sobre los problemas, estudiar las doctrinas y, sobre todo, llegar a sentir con patriótica angustia el amargo dolor del pueblo y de la tierra. Luego vendrán las conclusiones, las fórmulas precisas y sintéticas que resuman todo ese esfuerzo previo de conocimiento y de comprensión. Hay una segunda Argentina cuyo enigma se yergue en el camino de nuestra vida política, que se opone también al desarrollo de nuestra vida cultural. Tenemos que saber cómo somos ahora, porque el destinatario de toda política cultural no constituye una abstracción sino que es ese doliente ser de carne y hueso que pasa a nuestro lado al que hay que llegar con un lenguaje que él sea capaz de comprender para poder tocar a la más noble fibra de su espíritu, a la que sobrevive a todas las miserias, a la que puede provocar su redención.

No nos engañemos: ya no es este un problema de escuelas. Bienvenidas las que se levanten, porque todavía faltan muchas. Pero su necesidad es un hecho tan arraigado en nuestra conciencia que no es necesario volver sobre él. La cuestión es ahora qué hay que enseñar en ellas, con qué objetivos hay que conducir la labor educacional, qué espíritu se debe infundir en nuestros maestros y, sobre todo, qué puede hacerse fuera de la escuela para salvar a nuestra adolescencia, carne de cañón para los demagogos y materia humana perdida muchas veces para nuestro engrandecimiento. La educación popular —es bueno repetirlo— no es solo un problema de hechos; es más que eso, un problema de ideales, a cuyo servicio deben estar las realizaciones.

Ningún momento, pues, más apropiado que este para volver sobre el problema de la política cultural que debe orientar, en la Argentina de estos días, la acción privada y la acción del Estado. Al cumplirse los cien años de la aparición del Facundo, nos ha sido dado comprobar que no existen en la tradición del último siglo otras inspiraciones fecundas sobre este problema que las que provienen de Sarmiento y de los hombres de su generación. El hecho es halagüeño en cuanto revela la solidez y la perduración de los nobles ideales que se acuñaron en la mejor época de la república; pero quienes creen encarnar la tradición de aquellos hombres y ser fieles a la esencia de su pensamiento democrático y progresista, tienen el deber y el derecho de preguntarse si ha sido hecho todo lo que ellos quisieron que se hiciera, y si, además, no es necesario hacer otras cosas nuevas para ajustar aquellas orientaciones de la política cultural a la nueva realidad social y espiritual del país.

Este reajuste de nuestra política cultural debe ser meditado. En esta materia toda improvisación conduce al fracaso, y, a veces, es contraproducente y nefasta. Porque el primer paso de esta labor debe ser —nada menos— la indagación de los caracteres de nuestra realidad, y esto ni está hecho ni es fácil hacerlo. Toda política cultural implica saber a ciencia cierta qué se quiere lograr, hacia qué metas se quiere conducir, de qué manera es necesario obrar; pero nada es tan urgente como saber a quién se dirige, y hoy los argentinos —confesémoslo— apenas sabemos cómo es nuestra realidad social en su multiforme variedad y cuáles son los contenidos espirituales que animan a cada uno de los sectores en que nuestra sociedad se escinde. Esta es, pues, también labor que quiere estimular y realizar El Iniciador, procurando aunar los esfuerzos de todos los que, en alguna medida, advierten la gravedad del problema, y de todos los que lo sientan y estén dispuestos a trabajar en su solución.

Aclarar este sector del drama argentino y contribuir —tan humildemente como sea— a encarar sus soluciones es la misión que se ha propuesto El Iniciador. Que los espíritus preclaros que lucharon en aquel otro ilustre periódico montevideano de las horas aciagas iluminen nuestro camino y guíen nuestros pasos. Nos reconocemos, orgullosos, sus herederos espirituales y procuraremos hacernos dignos de su memoria venerable.