Supuesta crisis de la democracia. 1941

Supuesta crisis de la democracia (1941)

Entre las notas que caracterizan a la cultura occidental, quizá sea la extremada sensibilidad política la que más contribuye a definir su peculiar carácter; se manifiesta en una constante revisión de las fórmulas con que, en cada etapa de su desarrollo histórico, procura fijar las relaciones de convivencia social y ha producido, a lo largo de una experiencia secular, una teoría y una práctica de la vida política: en rigor, cuando Aristóteles pensaba en el zoon politicón, tenía solamente ante sus ojos la imagen del hombre griego, cuyo tipo humano se perpetúa en el hombre occidental con solo ligeras variantes.

Esta extremada sensibilidad política fue patrimonio del griego y del romano: toda la Edad Media prueba el esfuerzo occidental por liberarse de la exigencia cristiana del renunciamiento, y la Iglesia misma —la que debía heredar las enseñanzas del distingo entre Dios y el César— desvió su ruta hacia la conquista del poder terrenal, precisamente cuando la guiaban figuras preclaras como la de Gregorio VII, Inocencio III o Bonifacio VIII.

Incapaz de sumergirse —sino en casos de extraña excepción— en una preocupación mística, el hombre de Occidente ha sentido vivamente la presencia del prójimo y se ha preguntado —para responderse de variadas maneras— cuáles eran los principios que debían regir sus relaciones. Esta pregunta recibió del hombre occidental un reducido número de respuestas; la mayoría de ellas fueron ya formuladas por el pensamiento especulativo griego y algunas fueron proporcionadas por la experiencia romana o por el sentimiento cristiano. Así, después de la Edad Media, apenas ha tenido necesidad de innovar nada, y el hombre de Occi-dente se ha limitado a desarrollar algunas premisas o a establecer, en la realidad, algunas formas nacidas del compromiso entre dos o más esquemas elaborados por la experiencia secular. Piénsese en las grandes figuras de la política occidental —en Maquiavelo, en Grocio, en Vitoria, en Luis XIV, en Cromwell, en Montesquieu, en Hegel, en Marx— y se verá hasta qué punto han perdurado los esquemas heleno-romanos en la concepción política que llega ininterrumpidamente hasta nosotros; esta reflexión deberá bastar para apreciar debidamente la periódica necesidad de examinar a la luz de la experiencia histórica la aparentemente confusa trama de las direcciones políticas que hoy se entrecruzan en la vida de Occidente.

Porque si apenas se ha innovado nada en materia política desde hace muchos siglos, cierto es, en cambio, que muchas nociones se han aclarado tras un esfuerzo centenario de reflexión y examen. Precisamente es la idea de democracia y la de su supuesta crisis inevitable una de las que han sido heredadas, y conviene disociar en ella lo caduco de lo perdurable.

El esquema de la democracia

Un tipo de convivencia ordenado sobre la base del concepto del hombre libre, responsable de su destino y capaz de decidir sobre él en unión de sus semejantes, sin que nadie pueda arrogarse su representación irresponsable y fundada en otra cosa que no sea la delegación voluntaria, ha sido intuida de manera directa y apasionada por griegos y germanos. Los primeros vieron en esta sensibilidad política su rasgo diferencial frente a los pueblos orientales, y los segundos solo renunciaron a ella por el ejemplo y la influencia del Imperio Romano autocrático del siglo V. En la tradición filosófico-política de Grecia, la teoría de la democracia ocupa un lugar preponderante, y su naturaleza, así como los problemas concretos de su realización, fueron objeto de minucioso estudio y de celo renovado y ferviente; y en más de una ocasión —y fuera de las limitaciones que imponía una economía esclavista— se vio aplicada con extraordinaria finura.

La idea de la crisis de la democracia

Pero, ante las vicisitudes de la vida política, las transformaciones que se originaban a partir de la democracia y su ulterior reemplazo por otras formas de gobierno, el genio especulativo griego comenzó a buscar el secreto de la evolución política. De este análisis surgieron abundantes reflexiones de óptimo valor sobre la naturaleza de la vida social y surgió, entre ellas, una doctrina de la sucesión necesaria de las formas políticas —monarquía, tiranía, aristocracia, oligarquía, democracia y demagogia—, a cada una de las cuales reemplazaba la siguiente cuando aquella degeneraba; por esta vía se buscó descubrir cuál era el resorte de cada una de ellas que, en determinado momento, podía comenzar a viciarse, y en esta indagación la democracia fue, como las otras formas políticas, objeto de un agudo análisis.

Las observaciones de Platón y Aristóteles son recogidas por Polibio, quien expresa —en el libro VI de su Historia— los resultados obtenidos de este examen; sus observaciones fueron repetidas por Cicerón y, en la Edad Moderna, por Montesquieu, quienes sostendrán que, a lo largo de pocas generaciones, el sentimiento de libertad e igualdad se hace menos precioso en el seno de las democracias y comienza a primar el deseo de sobresalir por la riqueza o los honores, ambición que conduce a la pérdida de la virtud y, por ella, al libertinaje. De esta crisis de la democracia sale, primero, una demagogia, y de ella, más tarde, una dictadura nueva.

¿Crisis política o crisis social?

Este es el primer paso de la idea de la crisis de la democracia, cuyo desarrollo se observa hoy en boca de muchos. Ni la idea es nueva ni los argumentos han sido remozados. Pero cabe preguntar si la noción de democracia y la de su inevitable crisis mantienen hoy su vigencia, y un examen atento mostrará que subsiste la primera y pierde sentido la segunda.

La idea de la crisis de la democracia no tiene, por lo pronto, más valor que la de cualquiera de las otras formas: hay una crisis de las oligarquías y una crisis de las dictaduras; pero en esta noción se implica, ante todo, una concepción legalista de la historia que parece hoy insostenible, porque nada prueba que no existan en cada una de esas formas resortes que aún permanecen inmóviles y que pueden ser ejercitados.

Puede, pues, afirmarse que ninguna de estas crisis es forzosa. Pero, además, cabe preguntarse si es verdaderamente posible la quiebra de algo que es una mera fórmula abstracta y formal. En rigor, lo que entra en verdadera crisis, cuando creemos que quiebra una forma política, no es ella en sí misma, sino la sociedad que la ejercita.Como tipo de convivencia, cada una de esas formas subsiste y solo las comunidades que las ejercitan pueden, en un momento dado, desintegrarse y perder la capacidad de organizarse dentro de un determinado esquema jurídico. A la afirmación de que ha quebrado la democracia conviene, pues, responder que lo que ha quebrado, en todo caso, es el ideal de convivencia que ella implica, y que el remedio de la dictadura no es en sí un remedio sino una mera evasión de la exigencia moral de reconstruirlo. Se trata, pues, no de una crisis política, sino de algo más profundo y peligroso: se trata de una crisis moral y social.

Las soluciones que se ofrecen

¿Pero es que esta crisis puede solucionarse con una constricción de la libertad? En todo caso, pueden razonar de esa manera quienes creen, en el fondo, en la impotencia del hombre —ser social por excelencia— para descubrir su destino y conducirse según ese criterio. Quienes, por el contrario, creen en la capacidad humana de autodeterminación, tienen por delante una tarea mucho más noble y digna, que es proponerse sobrenadar en el turbulento mar de la crisis moral y social, y reconstruir un ideal de convivencia mediante el cual cobre sentido la existencia colectiva. Y una vez esbozado, el hombre de Occidente, caracterizado por su fina sensibilidad política, descubrirá que, para lograrlo, no tiene, dentro del repertorio de posibilidades formales, orden más seguro que el que ofrece el esquema democrático, único que puede no ser concebido como una etapa pasajera, sino como régimen estable de equilibrio.

Podrá argüirse que el hombre de Occidente ha vivido muchos siglos dentro de regímenes no democráticos, pero no podrá afirmarse que no haya luchado siempre por liberarse de ellos y que, dentro de cada situación histórica, no ha buscado siempre el orden menos constrictivo, prefiriendo inclusive ciertos regímenes autocráticos cuando tenía que elegir entre ellos y la dominación de castas cerradas, en la marcha hacia una participación cada vez más acentuada de la totalidad del cuerpo social en el control de la vida de la comunidad.

Hay, pues, en la pretendida crisis de la democracia una debilidad inconfesable: la que proviene de las inquietudes de los grupos que se rigen por ella. Es menester que quien quiera salvarla como forma política —la más fina que el hombre ha concebido hasta ahora— se apresure a reconstruir el ideal de convivencia que su realización integral implica y a defenderla con la energía viril que las circunstancias exigen.