Soliloquio sobre la militancia del espíritu. 1943

Pienso en Montaigne, la pluma en la mano, acotando con despreocupado solaz su libro favorito, incierto acerca de aquel secreto vuelo de su sabiduría cuya altura sería testigo el tiempo ¿Tendrá razón este amigo escéptico que aconseja con vehemencia vivir tan solo para las inquietudes del instante fugaz porque la hora no parece propicia sino para la militancia, y piensa que el vocablo solo alude a la acción? ¿No será legítima también esta otra militancia del espíritu en la que creo? Cada vez que retorno a Montaigne vuelvo a afirmarme en la convicción de que existe un ritmo para el espíritu que parece no coincidir con el de la vida activa pero que se acuerda con él en una armonía secular.

Mi amigo padece una enfermedad curable pero grave: cree en una realidad simple y monótona, y en su holocausto deserta de otra misión para la que estaba señalado por su vocación y su temperamento. Meditar y enriquecer la realidad es el sino del hombre en el que predomina el valor del espíritu y esta vocación implica un deber que adquiere su trascendencia solo cuando se observa el curso del tiempo y que es fácil ignorar cuando se acerca uno en exceso a las formas inmediatas de la realidad. Siempre hay tiempo —cuando la decisión depende de un brazo que empuña un fusil— de vivir la acción; pero no es lícito olvidar un deber secular porque nunca aparezca la exigencia de cumplirlo en un instante preciso. Hay una militancia del espíritu que no debe olvidar el hombre en quien el espíritu se ha hecho carne.

Acaso convenga meditar y escribir aún más de lo que meditamos y escribimos. Acaso no sea todavía suficientemente crecido el número de los que saben y no olvidan que el espíritu sobrevive y que es decisivo que sobreviva del cataclismo y el de aquellos otros que advierten que puede no sobrevivir y esfumarse su llama si no hay quien la cele con fervor. Ha ocurrido alguna vez que pudo ser conservada por un hombre y transformar con ello algunos siglos de la historia: ¿no es un peligro que justifica la militancia del espíritu?

Quizá escribamos de tal modo que no se advierta que es el espíritu el que guía a la pluma y parezca, en cambio que es solo una forma de vanidad. La acción, sin embargo, también está llena de vanidad y no desmerece por ello. Tal vez no se advierta que casi nunca se escribe por vanidad y que casi siempre quien escribe obedece a un secreto impulso interior que incita a refractar la imagen de la realidad una vez enriquecida y diversificada por el espíritu que analiza y medita. Acaso debamos apresurarnos —antes que sea tarde— a gritar con una voz firme y convincente que se escribe porque el espíritu condensa aún un caudal no agotado de energía que hay que usar para descubrir y redescubrir perennemente la realidad, para atomizarla y recrearla luego en una visión multiforme más próxima a su secreta estructura, para infundirle un íntimo sentido que de por sí no posee y que alcanza gracias a lo que le es agregado por el espíritu. Y porque el espíritu sobrevive vigilante y animado por una vocación de trascender, medita y escribe aquel que siente en sí su llama.

No, no me engaño. Quien toma la pluma y se resuelve a que alguien comparta cierto secreto de su intimidad, cree a ciencia cierta haber descubierto una faceta de la realidad que hasta entonces se ha mantenido oculta. Pero ¿de qué realidad? La realidad en una nube multiforme y proteica que aguarda pasivamente el tajo del espíritu para mostrar su esencia y fuera ingenuo creer que no es sino como cree verla la evidencia inmediata. Solo el espíritu descubre sus secretos, atrapa su cambiante fisonomía, rasga su velo de apariencia y corta su perfil para fijar una imagen adecuada a su propia complejidad. Y aquel en quien vive el espíritu se complace en su hallazgo: el poeta en su atmósfera de verosímil irrealidad, el místico en su secreto último, todos en una fiesta de reverdecida existencia y de renovada aventura.

La realidad adquiere sentido para el hombre por el espíritu que descubre su intimidad. El espíritu la enriquece: no me engaño si creo verla mejor desde el abismo de la meditación que desde la cima del monte. Y el espíritu cumple su misión si aquel en quien palpita no torna consciente su percepción enriquecida y la expresa y comparte.

He aquí —pienso frente a este amigo que deserta del espíritu por no desertar de la acción—, he aquí la dimensión secular de la militancia del espíritu; el escritor escribe por que algo le ha sido descubierto por él, porque algo le ha sido dictado por él: y cuando no escribe —o cuando no surge de entre las gentes quien afirme esa misión y la trascendencia de esa misión— es porque el espíritu ha abandonado su militancia y el ocio se ha degradado hasta perder la dignidad debida.

Puede tener el fruto de esa militancia la sazón justa o no haberla alcanzado aún: apenas importa, porque el espíritu no vive tanto de la perfección de sus frutos como de la vigilia en que los crea, clima propicio para que entre muchos inmaturos nazca uno ornado por cierta sobrehumana calidad; y cada uno puede poseer una gota de ese zumo divino sin que lo advierta aquel de cuya rama nace.

El espíritu no puede creer sino en el espíritu militante, en el ejercicio de su aptitud creadora; otra cosa es suicida y acaso valga la pena meditar cuál es el ídolo en cuyo altar parece justo sacrificarlo en holocausto. Vigilia y militancia son inherentes a su naturaleza en cuanto es espíritu y el expresarse es el signo eminente de la presencia de tales calidades.

Hay, pues, un deber de decir lo que de pronto, una voz silenciosa quiere que sea dicho porque está oculto a los demás, porque del espíritu y de su militancia depende la constante creación de la realidad que configura el sino humano en cuanto tal, y de su expresión renovada depende el que la realidad no se torne una maraña traicionera aun para la acción misma, y adquiera, en cambio, ese claro contorno que parece exigir la condición humana.