‘Erasme et l’Espagne’, de Marcel Bataillon. 1943

La aparición de la ingente obra de Marcel Bataillon significó, sin duda, un acontecimiento digno de memoria en el campo de los estudios hispánicos. Constituye Érasme et l’Espagne un análisis tan cuidado y tan vasto del tema que se enuncia en el subtítulo, que alcanza a satisfacer el interés suscitado por la caracterización con que aclara luego su alcance: es, en efecto, nada menos que una historia de las ideas en la España de los últimos años del siglo XV y la primera mitad del XVI, esto es, de una época en que las ideas de España suponen el pensamiento y aun la activa militancia espiritual de toda la Europa occidental. Acaso el lector apresurado fracase en la búsqueda de cuadros concisos, porque la vastedad del material examinado y el cuidadoso detenimiento del estudio desvanecen un poco las grandes líneas ; pero quien relea —esto es, quien de verdad lea— descubrirá muy pronto una arquitectura sólida y una visión profunda de la historia espiritual del siglo XVI, dibujada por sobre los perfiles del campo fragoso de la investigación: no es escaso mérito éste de aunar las masas y las líneas en un cuadro de clara perspectiva.

Para encuadrar de modo comprensible el pensamiento de Erasmo, Bataillon procura primeramente esbozar un panorama de la situación espiritual en la España del Cardenal Cisneros; son los tiempos de la llamada pre-reforma, cuando se funda la Universidad de Alcalá, en cuyo significado quiere ahondar Bataillon discriminando el carácter de sus estudios y precisando los matices del humanismo cristiano que había de prevalecer en ellos; allí florecerá el escotismo —franciscano era el mismo Cisneros— y allí se desarrollará, sobre todo, un creciente interés por el estudio de los textos bíblicos en lenguas griega y orientales, conducido por el afán de perfeccionar la Vulgata mediante el cotejo con sus fuentes. Pero Cisneros no es sólo el hombre de universidad: es también el franciscano militante en las nuevas formas de la piedad, y su autoridad y su influencia se manifestarán en los intentos de reforma religiosa, en apoyo siempre de las tendencias más estrictas y severas; el cuadro del clima espiritual que ofrece Bataillon, con gran riqueza de materiales y con fino análisis, destaca la influencia de los elementos introducidos en la vida cristiana por los judíos conversos.

No carece, pues, de significado la invitación de Cisneros a Erasmo para que fuera a España, y le agrega importancia el que ello ocurra justamente al aparecer la Institutio principis christiani y la Querela pacis. Poco después, Cisneros muere; pero la influencia de Erasmo en España se acentuará, favorecida por la estimación de la corte flamenca de Carlos V; muy pronto, en efecto, se advertirá en los centros de estudio, y muy especialmente en Sevilla, un marcado interés por su pensamiento, y en 1520 saldrá a luz la traducción de la Querela pacis, de gran trascendencia si se piensa en el espectáculo de las guerras prolongadas y en la aparición del imperio reverdecido de los Austrias, del cual podía esperarse una función reguladora de la vida europea. Pero a esta acogida correspondió una correlativa oposición a sus doctrinas, suscitada por la acuidad que en la ortodoxia provocó la definición de la doctrina de Lutero, y en España la encabezará López de Zúñiga; precisamente, es entonces cuando Vives toma contacto con Erasmo y se inicia así una era de fructífera elaboración de su pensamiento en España.

Un análisis sutil realiza Bataillon para precisar los matices del pensamiento de Erasmo una vez formulada la doctrina luterana. En Worms hubiera podido el emperador imponer la tesis transaccional del humanista de Rotterdam, y su fracaso significó la escisión definitiva entre Roma y los luteranos; y en Worms, precisamente, se manifestó la adhesión de los españoles —salvo pequeños grupos— a la ortodoxia, de modo que la ofensiva contra Erasmo no pudo sino recrudecer. Erasmo contestará a Zúñiga y a Carranza, y en su respuesta se afinará su propia posición, argumentando sobre el culto y los sacramentos, sobre el valor de las opiniones de los doctores de la Iglesia, y, sobre todo, acerca de la autoridad del papa y la misión del emperador. Alrededor de estos problemas, Erasmo va discurriendo por entre los antagonistas del momento, y, aunque se resiste a salir del seno de la Iglesia, se niega a condenar a Lutero : una doctrina con respecto a las proposiciones de este último adquirirá muy pronto estructura en el De libero arbitrio. Acaso sea éste uno de los momentos decisivos en la vida de Erasmo, pero la corte de Carlos V afirma y garantiza su ortodoxia y precisamente entonces —desde 1522— es cuando su influencia se acrecienta en España.

En 1524 se traduce en España el Enchiridion: desde entonces su doctrina se divulga y es acogida en círculos cada vez más vastos, especialmente entre los de élite; los movimientos místicos sufren su contagio y muy pronto se observará el curioso fenómeno de la metamorfosis del iluminismo en erasmismo: pero, como antes, a esta etapa de difusión corresponde una faz pareja de oposición y la severa vigilancia que la ortodoxia ejercía sobre aquellos movimientos se volverá ahora hacia las tesis erasmistas, muchas de las cuales, sospechosas de herejía, fueron el lema de una asamblea en Valladolid, que las examinó con cuidado; pero predominaban allí sus partidarios y otra vez la corte se erigió en fiadora de su ortodoxia. No era ajena a esta protección la circunstancia de que por entonces se discutiera la responsabilidad del saqueo de Roma por los ejércitos imperiales, porque era la tesis postulada por Erasmo acerca de la misión del imperio lo que podía justificar el insólito comportamiento del condestable de Borbón.

A partir de entonces el caudal de las traducciones españolas de Erasmo se enriquece, y Bataillon se detiene a estudiar sus repercusiones sobre la literatura contemporánea, especialmente en Juan de Valdés, de quien analiza el Diálogo de doctrina cristiana, Alonso de Valdés, cuyo Diálogo de las cosas ocurridas en Roma y Diálogo de Mercurio y Carón estudia detenidamente, y Alonso Henríquez, de quien analiza la defensa de Erasmo. Y, como reverso de las influencias literarias, estudia Bataillon luego las persecuciones contra los erasmistas y, muy particularmente, el proceso de Juan de Vergara —el único que se conserva completo entre los que la Inquisición inició contra los amigos de Erasmo—, cuyo examen está sembrado de curiosas observaciones. Poco después, tras dejar señaladas las repercusiones que tuvo en España el Concilio Tridentino, Bataillon apunta nuevas observaciones de gran valor sugestivo al explicar sus influencias en el pensamiento teológico español, así como en la misma heterodoxia.

Un detenido análisis dedica el autor a las huellas que dejó el pensamiento de Erasmo en la literatura profana y en la sagrada. Sus esfuerzos de buscador y de crítico sagaz se advierten allí en toda su magnitud; en la persecución de las obras que pueden señalarla, en el análisis de la influencia ejercida, en los problemas conexos que surgen a cada paso, Bataillon se muestra el erudito riguroso e inteligente que hay en él, fundido con el historiador de las ideas, amplio y comprensivo. Las últimas persecuciones y la declinación del erasmismo en España tras su condena, después de la época de Carlos V, constituyen el último tema que se plantea Bataillon, para concluir analizando los últimos reflejos de su influencia en Cervantes, cuyo Quijote considera, al cabo, inverosímil sin la existencia del erasmismo.

Acaso este problema que Bataillon se ha planteado sea uno de los más curiosos y significativos para entender el sino de la cultura moderna. El humanismo ofrece una estructura bipolar en la cual Italia y el norte de Europa se oponen, con la elaboración de contenidos distintos, dentro de un esfuerzo común de renovación espiritual; humanismo cristiano y humanismo pagano serán, luego, las formas más visibles de aquella oposición, y según ellas habrán de conformarse las formas literarias y plásticas, las corrientes de pensamiento, las actitudes vitales que definirán más adelante la modernidad. Pero si el centro de la atención se coloca en España —como lo ha hecho Bataillon—, aquella oposición adquiere un significado peculiar; tras la fuerte influencia italiana del siglo XV, derivada en gran parte de las relaciones establecidas por medio del reino de Nápoles, España operará su inclusión dentro del imperio de los Austrias y rectificará entonces sus rumbos; predominarán ahora nuevas ideas y nuevas tendencias y los problemas se contemplarán bajo una nueva luz; la corte flamenca de Carlos V constituirá el ambiente favorable para la mutación y, poco después, serán visibles los signos de las preocupaciones nuevas así como los de las soluciones regidas por nuevas ideas. En efecto, muy pronto habrá de advertirse una efervescencia del problema religioso, y el juego de la ortodoxia frente a los embates del luteranismo y del erasmismo constituirá el núcleo de la vida espiritual española, especialmente durante la primera mitad del siglo XVI. He aquí el grave y apasionante problema que plantea Bataillon. España habrá de moverse, desde principios del siglo XVI, con el ritmo que suscitan las nuevas y decisivas cuestiones planteadas a la existencia misma del imperio por el desencadenamiento de la reforma luterana, y sobre ese estado de conciencia incidirá vigorosamente el cuerpo de soluciones —acaso secretamente coincidentes con lo hispánico— que ofrecen Erasmo y su doctrina. Bataillon señalará agudamente las relaciones entre su doctrina y la política imperial de Carlos V y cómo Erasmo no se aviene a servirla, aunque la corte flamenca utilice aquélla para la defensa y acaso la orientación de su conducta; poco después, cuando se fije y se afirme la ortodoxia tridentina y Felipe II llegue al poder, se verá declinar su influencia, porque no se tolerará su fina matización doctrinaria y será ya inútil su aporte teórico para una concepción de la autoridad imperial.

Pero aun así, proscrita y condenada, la influencia del pensador de Rotterdam subsistirá a lo largo del siglo XVI bajo formas más sutiles ; se la verá apuntar en las concepciones místicas más indudablemente españolas, y hasta puede decir Bataillon que es ella la que subyace en el pensamiento de Cervantes; de todos modos, predominante o perseguida, constituye una dimensión significativa de la vida espiritual en un siglo decisivo. Y cuando se hace el balance de la labor de Bataillon y se aprecia el valor de la larga y prolija búsqueda documental, del análisis exhaustivo y fecundo de la vasta producción bibliográfica y del examen de. las situaciones políticas y espirituales, se advierte que con este libro —uno de cuyos méritos, acaso no el menor, es el haber movido a Américo Castro a volver brillantemente sobre el tema[1]— ha traído una contribución fundamental para el recto planteo de la cuestión, tantas veces suscitada, acerca de la significación de España en la modernidad.

Notas

1 Lo hispánico y el erasmismo, en Revista de Filología Hispánica, 1940, II, págs. 1-34, y 1942, IV, págs. 1-66.