‘Sábado y domingo’ de H. Meinhold. 1930

Para dar cuenta en esta nota de la enorme sugestión que entraña el libro de Meinhold, fuera necesario traer aquí un profundo y complejo problema. Aun a riesgo de exagerar la actualidad, yo diría que es hoy más profundo que complejo, no porque se haya aclarado su estricto contenido, o aminorado en mucho su alcance, sino porque ha crecido fantasmagóricamente en profundidad y en presencia. Spengler, entre tantos, es por sobre todo un hombre que siente en toda su dramática intensidad el problema de nuestra cultura.

Occidente, cuya fecha de origen y cuya tabla de influencias se presenta llena de obstáculos y de peligros, se nos da hoy como un complejo irresoluble, producto de una febril elaboración, con la que ha logrado fundir los aportes extraños. Pero frente a esta conciencia legítima del problema, esa que lo siente como complejo autónomo y auto-creador, coexiste una conciencia ilegítima, que postula para Occidente ascendencias directas y decisivas.

Grecia y Roma —el mundo clásico— han sido los pilares de toda concepción histórica estrictamente occidental. Grecia sobre todo, que por una bastarda determinación cuantitativa provocada por los museos y las metáforas decadentes, ha pasado a obsesionar la conciencia histórica, ha ocultado su línea de intersección con nosotros, y por una ilusión óptica se ha transformado en el pasado, por antonomasia, de occidente.

Este complejo que es nuestra cultura, no puede dejar de tener un pasado; negarlo, sería imaginar una era de generaciones espontáneas para la cultura y la teoría ha perdido vigencia. Este pasado, inconcreto y vago, ha sufrido una extraña elaboración.

El pasado histórico, en general, visto a través de los insostenibles marcos tradicionales —edad media, edad moderna— se ofrece al espectador como constituido por etapas, en las que cada una se implica y resume en la siguiente. Así, para el observador inadvertido, el mundo clásico —Grecia, Roma— significa no solo aquello que específicamente eran Grecia y Roma, sino todo lo que el mundo antiguo, el mundo prehelénico, entregó al acervo humano, supuesto en la capacidad asimilativa de Grecia; Grecia entonces, no quería decir solamente Grecia sino también el producto de su elaboración del mundo oriental, medido, diríamos, por la norma elegante y ática. Nuestro pasado resultaba así justamente el mundo clásico, porque en él se nos daba efectivamente todo, pero no en su autenticidad, sino a través del cernidor heleno, un cernidor con parti pris.

Y bien, el pasado de nuestra cultura, de este complejo irresoluble que es nuestra cultura, no es exclusivamente el mundo clásico. Nuestro pasado es a su vez otro complejo, del que el mundo clásico es solamente un componente, un componente entre otros varios.

En tal sentido, Meinhold, sin pretender internarse en el arduo problema, sugiere la vía cristiana para una serie de resabios primigenios, que el genio racional de Grecia atajaba en aquel magnífico cernidor. Así, mostrando cómo el cristianismo recibió de Israel todo el acervo de su estaticidad cultural, reivindica para Occidente toda una línea de ascendencia olvidada, y señala —y aísla— un nuevo ingrediente de nuestro pasado.

Israel adquiriría así para Occidente, una categoría que un problema práctico —el semitismo y el antisemitismo— ha impedido ver.

Israel era en efecto el pueblo elegido y tenía un papel difícil y fundamental que cumplir; debatiéndose entre sus posibilidades y su misión, vivió su vida política, su vida como estado, con la amargura de no vislumbrar en el futuro el día de la afirmación definitiva. La vida comunitaria de Israel terminó cuando se acercaba el momento de hacerla, y el viejo y vigoroso tronco paterno se desdobló desigualmente, entregando a los heterodoxos toda su verdad, perdiendo ya para siempre la primacía universal. Cristianismo y judaísmo, pese a la aparente desproporción, son fuerzas de valor semejante si se consideran en el campo estricto de la cultura. En un campo más inmediato, el cristianismo, con una nueva moral práctica, y un idealismo revolucionario, ha conquistado sin discusión a la conciencia de Occidente; y lo ha conseguido con su legítima fuerza propia. Pero en el campo de la especulación teológica, el cristianismo es muy poco más que Israel.

Aquel complejo de nuestro pasado se complica aquí de nuevo al determinar esta nueva vía de llegada. El judaísmo auténtico, parcializado, diríamos, después de la eclosión cristiana, siguió actuando en forma restringida junto a ese hermano suyo que tiene en sus raíces tanto de Israel, y la cultura asimiló de ellos lo común y básico, sin distingo alguno, y los olvidó luego, dejándolos en su estado natural de dogma o de creencia.

Un problema práctico, un problema racial, que se agita periódicamente en Occidente, resucita un falso cariz del problema. Este aspecto del semitismo, que no es sino un problema práctico, no puede ya ocultar a la conciencia especulativa, que en el complejo de Occidente tiene el judaísmo una doble influencia, dentro de ese otro complejo que es nuestro pasado cultural. En este sentido, Meinhold, refiriéndose a una de las fases más ricas en contenido simbólico del asunto, nos muestra la existencia de todo un proceso en el que se advierte una clara línea de evolución.La fiesta dominical, consagrada por legislaciones civiles, afirmada tradicionalmente por la Iglesia, se ha cargado de un valor propio e individual, que le ha hecho adquirir un carácter a priori, casi independiente de su significado religioso o civil.

Meinhold divide su libro en dos partes: el sábado judío aparece en la primera elaborado en largo proceso en el que se mezclan los más distintos elementos; descartada la posibilidad de una importación babilónica, el sábado se nos aparece en la primera época, como la fiesta plenilunar, opuesta al novilunio. Pero a partir de entonces, el sábado comienza a adquirir un valor religioso de día de Jehová, más o menos agudo según las escuelas proféticas, y que culmina en el cautiverio, como signo inequívoco de judaísmo. Con este valor diferencial se perpetuó, y su cumplimiento entrañaba la más plena afirmación de fe.

Por razones semejantes, los primeros renovadores —Jesús el primero— insistieron en que el sábado, precepto formal, exterior, no podía ser mantenido por una religión a base de interioridad y de culto espiritual. Tal era por ejemplo el pensamiento de Pablo, quien afirmaba explícitamente que Jesús había definitivamente abolido el sábado. Pero así como el sábado, por el valor religioso y el contenido ritual, fue motivo de una abierta hostilidad de los primeros cristianos, la semana de siete días, que era una convención impuesta por la práctica y las conveniencias sociales, se perpetuó favorecida por su doble origen, judío y pagano, ya que una semana planetaria de siete días existía en las comarcas helenísticas. Con esta semana se implicaba un día de descanso, como lo era el sábado judío. Este día de descanso, cuyo fin inmediato era el favorecer las congregaciones periódicas de cristianos en pequeñas reuniones donde se leyeran las Sagradas Escrituras, no hubiera podido ser el sábado, por el contenido judío de la festividad; tenía, pues, que ser otro día y eligi ose entonces el primero después del sábado, día de la resurrección del Señor; y este día, llamado entre los cristianos día del Señor (domenica dies, domingo) coincidió con el día del Sol de la semana planetaria. Hubo asimilaciones posteriores cuyo desarrollo estudia Meinhold detalladamente, y en virtud de ellas, la fiesta se transformó en el día propio de la Iglesia, impuesto por Roma. La Iglesia explicó dialécticamente esta decisión, y prevaleció el precepto dominical.

Meinhold estudia detalladamente no solo estos procesos originales, sino también su desarrollo posterior, hasta terminar con el estudio del cumplimiento actual del precepto sabático y de la evolución del domingo a partir de la Reforma.

Dos aspectos tiene en consecuencia este libro. Sobre el primero, más interesante a mi juicio, solo resta decir que hay material en este volumen de la Revista de Occidente como para permitir el libre pensar del lector sobre este tema; en cuanto al segundo, el libro de Meinhold es sin duda un importante esfuerzo para estructurar una línea de evolución en un problema siempre actual y al mismo tiempo de innegable valor histórico.