Praga o la burguesía escondida. 1970

Para el historiador que se pregunta sobre los caracteres de las antiguas y modernas burguesías, constituye un curioso enigma el caso de las burguesías de aquellos países donde se ha producido una revolución social que, teórica y prácticamente, la ha desalojado del poder y ha procurado su disolución como clase. Es el enigma que plantea, sobre todo, la ciudad de Praga, cuyo refinamiento se trasluce en sus formas de vida y cuyo antiguo ambiente parece perpetuarse a pesar de los cambios que la revolución ha introducido.

Sin duda la revolución desalojó del poder a la burguesía de Praga, y sin duda son otros sectores oficiales los que ascendieron y predominan hoy. Pero algo le indica al viajero que la burguesía perdura de cierta manera. Y no —como podría creerse— como una clase organizada y activa capaz de desear o de intentar un cambio de régimen. La burguesía como clase social ha sido aniquilada, y la nueva estructura no le ofrece muchas posibilidades de reconstituirse. La burguesía perdura como un modelo remoto pero insoslayable, como una sombra de la que subsiste, sin embargo, real y vigorosa, una forma de vida y una mentalidad. Los que las crearon no constituyen ya un grupo compacto de poder o presión; pero esas creaciones sobreviven incorporadas a los que hoy, efectivamente, constituyen los grupos hegemónicos y los sectores pasivos de la nueva sociedad. Por eso se puede decir, metafóricamente, que hay en Praga una burguesía escondida, no real y activa sino fantasmal, subsumida en la sociedad toda y operando a través de un legado secular, mucho más difícil de destruir que las estructuras de poder.

Ciertamente, la burguesía praguense poseía una sólida estructura histórica, constituida a lo largo de diez siglos. Fue en Praga, al calor del poder real, donde se constituyó en el seno de una sociedad feudal y campesina. El poder real, procurando su propio fortalecimiento y el acrecentamiento de sus recursos, estimuló las actividades mercantiles y manufactureras, que encontraron en Praga un lugar favorable. La ciudad capital del reino, situada sobre el Moldava, estaba en el corazón de Europa y constituía uno de los puentes entre la Europa occidental y la Europa oriental. Por eso acudieron a ella gentes de muy diversas regiones para desarrollar actividades mercantiles y manufactureras, bajo la protección real.

Hubo, ante todo, numerosos judíos de distintos orígenes, unos provenientes de los países orientales y otros originarios de los países de Europa occidental; separados entre sí, componían en conjunto un nutrido gueto, no muy extenso, pero cuya población llegó a ser la cuarta parte de la ciudad. Aun hoy, el espectáculo del gueto llama la atención. Allí está la Staronová synagoga, construida hacia 1270 en estilo gótico, la más antigua que se conserva en Europa; allá está la Alta Sinagoga, erigida en el siglo XVI, la sinagoga Maisel, la sinagoga Klaus; y allí está el viejo cementerio judío, uno de los más viejos del mundo, con sus doce mil tumbas entre las que se cuenta la del sabio rabino Löw. Estos restos son testimonios del poder de este sector de la burguesía praguense, rico, influyente y respetado —pese a ocasionales pogromos—, acaso el más compacto dentro del núcleo de la burguesía extranjera, precisamente porque se integró profundamente.

Hubo, además, dentro de la burguesía extranjera otros sectores importantes. Del Este vinieron mercaderes que aseguraban el intercambio con el Mediterráneo oriental y el mar Negro; y del Oeste llegaron preferentemente alemanes de diversas ciudades, algunos vinculados al Hansa, y también, en menor número, holandeses, franceses e italianos. Todos ellos constituían ya a principios del siglo XIII un núcleo social y económico tan importante que la ciudad recibió hacia 1230 un estatuto urbano y se ordenó la construcción de una muralla que la protegiera.

Esa ciudad estaba sobre la orilla derecha del Moldava, que la separaba del castillo de Hradcany, situado en las alturas de la orilla izquierda y que servía de morada a los reyes. Es lo que hoy se conoce como la Stare Mesto, la ciudad vieja, así llamada porque el emperador Carlos IV erigió a su lado en 1348 una nueva ciudad, alrededor de lo que hoy se llama la plaza Wenceslao. Una plaza, antiguo mercado, era también el centro de la vieja ciudad, y en ella estaba el Ayuntamiento y la iglesia de Tyn, y en sus alrededores comenzaron a erigir sus residencias los ricos burgueses, primero en estilo románico y luego, desde el siglo XIII, en estilo gótico. Un poco más allá estaba el gueto judío y eran numerosos los conventos, las iglesias y capillas, algunas de estas últimas muy espaciosas, como la de Bethleem, donde predicaba el maestro Juan de Hus.

Esta burguesía dejó de ser exclusivamente extranjera al cabo de un tiempo. El desarrollo del comercio y las manufacturas, la intensificación de las relaciones con los países occidentales, y especialmente con el Santo Imperio, estimularon de tal modo la actividad de los praguenses que no tardó en constituirse una burguesía local. Entonces los conflictos comenzaron, y duraron mucho tiempo. La burguesía se estratificó, y de su seno surgió un patriciado, primero extranjero y luego mixto, que se destacó por su riqueza y su proximidad a los reyes y la nobleza. Esa alta burguesía no siempre residía en la ciudad vieja, sino que prefirió con frecuencia un barrio fundado hacia 1250 en las laderas del castillo y que se llamó Mala Strana, la pequeña ciudad. Era un barrio de palacios y casas suntuosas, lleno de encanto, atravesado por calles empinadas y asomado al río. Desde allá miraba el patriciado a la ciudad vieja como desde una altura, y los dos barrios quedaron separados hasta que el emperador Carlos IV hizo construir el puente de las estatuas que lleva su nombre.

Fue la pequeña burguesía local, y también el pueblo común, los que constituyeron originariamente el auditorio del maestro Juan de Hus, predicador encendido y revolucionario, crítico mordaz del alto clero, que finalmente sucumbiría acusado de hereje y quemado en Constanza en 1415. Praga entera se conmovió con su muerte, y en la guerra que comenzó entonces empezaron a fundirse los distintos sectores de la burguesía, que coadyuvaron, todos, al éxito del rey checo —nacionalista y husita— Jorge de Podebrady, reinante entre 1458 y 1471.

Fue en las sucesivas luchas que envolvieron a Bohemia donde este proceso se consumó. Por tradición husita Praga se manifestó favorable a la Reforma, pero se encontró enfrente con el poderoso Santo Imperio, cuyo emperador obtuvo la corona bohemia en 1526. Esta vez no fue como en los tiempos gloriosos de Carlos IV, cuando Praga llegó a ser la capital del Imperio pero conservando y acrecentando su personalidad. Carlos IV había honrado a Praga, había extendido la ciudad, había fundado la Universidad Carolina en 1348, había respetado y estimulado la nacionalidad checa. Ahora las cosas debían ocurrir de distinto modo, y el emperador se comportaría no sólo como un conquistador, sino también como un severo enemigo de las ideas religiosas predominantes. Praga aprendió en la persecución a ser checa, y su burguesía adoptó entonces sus formas modernas de vida y de mentalidad.

Esta es la época de la ciudad barroca. La crisis comienza en 1618, cuando los praguenses arrojan por la ventana del palacio a los representantes del emperador austríaco. Ese episodio —la “defenestración de Praga”— contribuyó a desencadenar la guerra de los Treinta Años, y desembocó en la derrota de los bohemios en la batalla de la Montaña Blanca; y a partir de entonces, bajo la dominación extranjera, comenzó a afirmarse, subrepticiamente, un carácter nacional que elabora, enriquece y pule la vasta burguesía de Praga.

Sería largo describir las formas de vida y las formas de mentalidad de esa burguesía praguense a lo largo de los últimos siglos. Pero una síntesis de sus elementos se encuentra en la ecuación que forman el refinamiento y la frustración. Esa lengua checa, siempre oprimida por el alemán de los conquistadores, tenía reservas suficientes para crear una vasta literatura que, sin embargo, no siempre se expresó en checo. Y la refinada sensibilidad musical ofreció un refugio y una salida. Praga fue la ciudad que acogió a Mozart, a Beethoven, a Weber, a Berlioz; pero fue la ciudad de Smetana y de Dvorak, de los teatros, de las hermosas salas de conciertos y del inigualable jardín del Palacio Waldstein, donde el barroco musical se conjuga con el barroco plástico. La música expresó de la manera más alta ese refinamiento que constituyó la característica sobresaliente de la burguesía praguense. Pero la literatura expresó el refinamiento y la frustración, esa frustración propia de un grupo social que se sabe original y rebosante de personalidad pero que se ve sojuzgado irresistiblemente y contenido en su expresión.

Adecuado a la situación, el praguense adoptó la psicología que reflejaron de manera magistral Jan Neruda en los Cuentos de Mala Strana, y Jaroslav Hasek en El bravo soldado Svejk. una mezcla de picaresca y conformismo que revela la fina percepción del insuperable obstáculo que se opone a la libre expresión de la personalidad. Es un reflejo realista y directo. Franz Kafka, en cambio, ofrece un reflejo indirecto y totalmente abstracto, aun cuando la realidad de fondo es la misma. Vecino de la ciudad vieja, Kafka miró el castillo de Hradcany como cualquier praguense, allá lejos, más allá de las callejuelas tortuosas, y lo vio como símbolo de una voluntad incoercible que lo enajenaba y a la que era inútil tratar de llegar, esto es, como cualquier praguense. Ese castillo fue El castillo, sublimado y reducido a la más poética y metafísica abstracción, pero capaz de traslucir siempre este resabio de una experiencia vital que constituye el patrimonio —y la carga más pesada— de la burguesía praguense.

Esta burguesía, refinada y sutil, creyó que había logrado escapar de su estado de frustración el día que, siguiendo a Masaryk, conquistó su independencia después de la Primera Guerra Mundial. Y ciertamente escapó. Pero no mucho después, otros obstáculos se interpusieron para que pudiera expresar su personalidad libremente. Y unas veces escapó refugiándose en su tradicional escepticismo refinado, y otras irrumpió con violencia, desafiando la muerte, para afirmar su derecho a expresar libremente su manera de entender la vida.

Sin duda, su manera de entender la vida ha entrado en crisis en un país que ha hecho una revolución social. La burguesía misma ha entrado en una crisis que parece profunda. Pero queda su herencia, que es su manera de entender la vida, elaborada durante siglos y amasada en circunstancias reales que no han desaparecido por completo. La burguesía escondida es un fantasma del pasado que no se puede hacer desaparecer, y que servirá de modelo a las clases en ascenso en la nueva sociedad.