Perspectiva de Europa de H. Fisher. 1947

Aunque pueda parecer paradójico, hay en la apasionada inquietud por el pasado y por la historia un interés más vivo, aunque más escondido, por lo que no ha ocurrido todavía que por lo que ya ha sucedido y forma parte –definitivamente– del pasado. Para quien vive desvelado por la incógnita que ella entraña, la historia parece ser una especie de almácigo en donde esperan ciertas potencias en estado latente su día y su hora, y por eso quiere rastrear en ella no sólo lo que ya está muerto, sino también lo que oculta en su virtualidad el signo de una realización futura. El pasado parece una llanura de fresca tierra humedecida, en la que perduran indelebles las huellas de la vida; pero no de todas interesa la intensidad y el rumbo, sino que suele ser la que más atraiga y seduzca aquella que desemboca en el páramo del presente y comienza a desdibujarse hasta desaparecer en la flojedad de la arena, precisamente cuando se querría adivinar la dirección cierta. En rigor, hay en toda inquietud histórica de raíz profunda una deliberada intención de remontar el curso del pasado a partir de cierta encrucijada, donde reposa la inquietud y en la que se quisiera descubrir el camino real.

Sin duda alguna, la aventura del conocimiento histórico adopta muy diversos aspectos, según el punto de partida de quien la intente, según la actitud de cada uno respecto a la encrucijada que es para cada uno su presente. Porque quien quiere indagar, sobre la base de ciertas presunciones, si ha de predominar el rumbo que él sospecha, obtendrá una perspectiva harto distinta de quien busque la justificación del que ya ha comenzado a seguir por un impulso irreprimible. Y aun suele darse un punto de partida más curioso y más trágico: la del que busca en el examen del pasado un estímulo para su esperanza, tras haber sufrido la sorprendente pérdida del rumbo que guiaba su vida, y del que no supo o no quiso dudar nunca, hasta que no se halló de nuevo en la encrucijada, con el páramo delante de sus ojos.

Este último punto de vista es bastante frecuente en nuestro tiempo entre quienes creyeron firmemente en el irreversible progreso espiritual de la humanidad, y sobre todo entre quienes consideraron que la era liberal constituía casi una culminación en ese proceso. Una juventud o una madurez entre dos guerras largas y crueles les enseñó a dudar del triunfo de sus ideales y a temer por la suerte de todo lo que ellos entrañaban. Y sin poder –o sin querer¬– percibir la ruda forja de otros nuevos a que asiste el mundo, comenzaron a modelar cierta perspectiva del proceso histórico que conduce hasta nuestro tiempo, concibiéndolo como una marcha que ya ha alcanzado su apogeo y ha comenzado a declinar.

Algo de esta actitud hay en Herbert A. L. Fisher, el distinguido historiador inglés, cuya “Historia de Europa” acaba de ser traducida al español. Al borde de la media centuria, al estallar la primera guerra mundial, asistió a todo el proceso que condujo al desencadenamiento de la segunda, entre el derrumbe de los ideales en que se había educado y había defendido. El clima espiritual provocado por estas circunstancias es el que rodea toda su obra, que, como suele ocurrir con todas las historias, no sólo es fuente de información sobre el pasado, sino también indirecto y vivo testimonio del presente. Erudito y de sólida preparación técnica, hecho al riguroso trabajo monográfico, pero con innegables virtudes de narrador sencillo y eficaz, Fisher logra hacer exactamente lo que se propone: un libro tan breve cuanto es ya posible, donde el lector culto pueda hallar en la medida suficiente una información correcta sobre el pasado de Europa. Un libro claro, de procesos lineales, medido en los juicios y certero en las observaciones. Pero Fisher era un espíritu inquieto y no estaba tocado por el hielo mágico del academicismo; y, sin pensarlo –y acaso sin quererlo–, fue dejando en el rastro de sus palabras un aire vago de pesadumbre, que transforma su obra en un curioso testimonio de su generación y de su época.

A nadie podría ocultársele la angustia del sabio historiador casi septuagenario, que en el momento de comenzar a escribir el epílogo de su larga obra se siente impulsado a estampar estas palabras: “Después de veinte millones de años de vida sobre el planeta, la suerte de la mayor parte de la humanidad es todavía, como la calificó un día Hobbes, ‘vergonzosa, brutal y corta’”. ¡Cuántos ideales deben haberse marchitado y cuántas esperanzas se habrán visto frustradas en su espíritu! Ante la certidumbre de que esta convicción provoca en su ánimo una amarga inquietud, parece interesante indagar cuál es su respuesta al interrogante acerca del sentido de la historia. Está allí, al comenzar el libro, manifestado en forma explícita, y está también supuesto a lo largo de todas sus páginas. “Una emoción intelectual, sin embargo, me ha sido negada. Otros, más sabios y más eruditos, han descubierto en la historia una trama, un ritmo, un modelo predeterminado. Estas armonías han permanecido ocultas para mí. Sólo me ha sido posible ver las crisis sucediéndose como las olas una a otra, los grandes hechos singulares, con los que no pueden establecerse generalizaciones, porque son únicos, una sola ley segura para el historiador: la necesidad de reconocer en la evolución de los destinos humanos el juego de lo contingente y de lo imprevisto”. Ciertamente, no hubiera escrito estas palabras treinta años antes, cuando cabía imaginar que nada quebraría la línea de desarrollo regular que parecía seguir el mundo occidental. “Lo contingente y lo imprevisto” no es, en el fondo, sino la fuerza ciega que provoca el retroceso en el camino andado y el descenso de los peldaños por los que antes se ascendió con seguridad y confianza en la conquista de la altura. Ahora, algo que estaba oculto, algo que no forma parte –o no debería formar parte– del juego regular de las fuerzas históricas; algo que es innoble y rastrero, alcanza el primer plano de la historia e interrumpe la marcha previsible, dislocándolo todo y destruyendo cuantos apoyos tenía la conciencia para comprender el curso de las cosas. Esto parece ser para Fisher –para su experiencia personal– “lo contingente y lo imprevisto”, en tanto que lo previsible era –en otro tiempo feliz que ve escapar– el lento triunfo de las fuerzas del bien acumulando conquista tras conquista y frenando uno a uno los impulsos malignos y destructores.

“El hecho del progreso –agrega Fisher– se halla consignado neta y ampliamente en las páginas de la historia; pero el progreso no es una ley de la naturaleza”. Fisher calla que su generación –y otras varias generaciones y cierto tipo intelectual– había confiado en que el progreso espiritual era una ley de la historia, y que, al operarse, se anulaban proporcionalmente las fuerzas retrógradas con respecto al sentido de ese progreso. Esta convicción movía a veces a suponer que, por ser una ley, ese progreso debía cumplirse inexorablemente, cualquiera fuera la actitud del hombre, cualquiera la intensidad de su militancia en favor de los objetivos a conquistar, cualquiera su defensa de las posiciones conquistadas. Y quien aceptara este punto de vista caería muy pronto en una cómoda expectativa ante el espectáculo del mundo, de la que habría de salir con honda y dolorosa sorpresa cuando la realidad descubriera las reservas de fuerzas incontroladas que acumulaba en su seno.

Ese progreso debía conducir –según los hombres de la generación o el tipo intelectual de Fisher– a la conquista de un nivel cada vez más alto de perfección técnica y de libertad individual. Y si Fisher escribe una historia de Europa, es porque Europa es el ámbito donde se cumple ese proceso de manera más regular y sostenido, y alcanza finalmente más alto grado de perfección. Fisher afirma categóricamente que existe una civilización europea. “Reconocemos un europeo cuando nos enfrentamos con él. Es fácil distinguirle de un natural de Pekín, de Benarés o de Teherán. Nuestra civilización es, pues, distinta: es también expansiva y preponderante”.

Sin duda, Fisher concibe la civilización europea como forma eminente de la civilización occidental. El equívoco merece, con todo, una aclaración. Aunque innegablemente de origen europeo, el desarrollo de la civilización occidental no se completa en Europa. Fisher lo admite implícitamente cuando afirma que “sólo una vez en su larga trayectoria la Europa civilizada disfrutó de los beneficios de un mismo y único gobierno”, refiriéndose al Imperio Romano. ¿Pero es que el Imperio Romano era Europa? Ni era toda Europa ni era solamente Europa. Y esta leve fisura en la estructura de su tesis esquiva, precisamente, uno de los temas más interesantes de la historia de esa unidad territorial: el de cómo Europa ha llegado a ser una unidad de cultura y en qué medida lo es verdaderamente, teniendo en cuenta que durante mucho tiempo no lo ha sido.

Esta Europa –piensa Fisher– tiene su acmé en la época en que elabora la fe en el progreso y la libertad, más exactamente, en el instante de culminación del liberalismo. Esta época corresponde a la segunda mitad del siglo XVIII y al siglo XIX. Quien vivió parte de esa época, no puede, de seguro, mirar sin nostalgia el proceso por el cual se ha abandonado la ruta que condujo hasta ella. Esta es la actitud de Fisher, que, haciendo pie firme en ese momento, señala con precisión la curva ascendente que lleva hasta él y la curva descendente que entonces se inicia, determinada, es cierto, por fuerzas que él ya entrevé en pleno siglo XIX.

El primer paso de ese proceso que conduce a este instante lejano de culminación aparece para él en Grecia. Fisher, fiel a su formación oxoniana, admira la sagrada luz del racionalismo y el vigoroso sentido de la individualidad que Grecia manifiesta. Acaso cabría preguntar si se hunden en el pasado griego todas las raíces de nuestra cultura. Pero es innegable que el punto de vista de Fisher es el más aceptado, y partiendo de él traza la línea del proceso histórico con claridad y precisión a través de la época romana y la medieval, para desembocar en lo que llama “la nueva Europa”. Es ésta la Europa de la expansión, la de los viajes y los descubrimientos, la de la conquista del mundo para la occidentalidad. Esta Europa se va sumiendo en ámbitos que la incluyen y la sobrepasan, y acaso fuera otro tema curioso de la historia de Europa la investigación de lo que ha operado en ella el reflujo de las zonas que sometió a su influencia. Fisher no lo señala, pero destaca con claridad las notas predominantes de la modernidad.

Finalmente, Fisher concede la más amplia atención al siglo XIX, la época, precisamente, en que parecen alcanzar su más perfecto desarrollo los caracteres específicos de la civilización europea, tal como él la ve: el progreso técnico, la libertad individual, y una suerte de felicidad otorgada al hombre –y especialmente al inglés– cuando se han sabido dominar los secretos impulsos de la naturaleza. El siglo XIX es, en efecto, siglo de triunfos y de conquistas. Fisher habla de él con la certidumbre de que examina un instante de perfección humana, de tanta perfección como es humanamente posible. Acaso no se equivoque, pese a que él mismo observa en su transcurso el desarrollo de ciertas fuerzas que luego irrumpirán en Europa para su mal. Pero el balance parece favorable, y Fisher condena aquellas tendencias como contrarias al espíritu director de la civilización europea.

Lo que Fisher busca en la historia europea como la médula de su desarrollo y lo que ve realizarse en el siglo XIX es una concepción liberal de la vida. Su triunfo está en potencia –él lo señala– desde la derrota de la Contrarreforma en Inglaterra, y por eso Inglaterra marcha poco a poco hacia una situación que le vale el calificativo de “preceptora de Europa”. Entonces, y desde allí, comienzan a difundirse algunas ideas nuevas que triunfarán por algún tiempo y posibilitarán un clima de felicidad. “Ideas de la vida basadas en la libertad del pensamiento, en los derechos de la conciencia individual, en la autodeterminación da los estados y hasta de las pequeñas sectas religiosas, corroen la vieja fábrica de la Iglesia, que todo lo abarcaba, y hace surgir una corriente de pensamiento revolucionario que, al fin de cuentas, transforma las instituciones da Europa y modela la vida del mundo moderno”. Con ellas debía ponerse fin a cierta ferocidad que el hombre occidental manifiesta a veces en la lucha contra el hombre, al fanatismo, al odio. Estas características llegan a hacerle dudar, a veces, de la superioridad de la cultura occidental: “Un chino de la época, si hubiese podido contemplar la turbulenta escena europea durante los siglos XVI y XVII, se hubiera podido preguntar si el arte de vivir no era mejor entendido en un pueblo sin querellas religiosas, porque no tenía religión, sino solamente un código ético de conducta, si la vasta liberación da las fuerzas humanas que trajo consigo la Reforma protestante, con todas sus infinitas consecuencias para el arte y la música, para la ciencia y para las letras, valía el precio de largas y feroces guerras, y si una actitud de la mente hacia los últimos misterios menos ambiciosa, menos heroica y menos decidida que la que prevaleció entre los cristianos occidentales, no era en la práctica más conducente al bienestar humano”.

He aquí una filosofía. Un ideal palpita a lo largo de las páginas del libro de Fisher: un ideal afirmado y enriquecido en medio de las angustias que suscitaba el espectáculo de su crisis; un ideal que el liberalismo inglés elaboró como producto espontáneo de su concepción de la vida, y que luego quiso imitarse por todas partes remedando las fórmulas con que plasmó en Inglaterra. Ese ideal supone un alto nivel de perfección técnica y de libertad individual, pero se agita y se resiste a morir, sobre todo, porque encierra también más inmediatas exigencias de la vida de la persona humana: paz, posibilidad del cotidiano goce de la vida, sosegada actividad del espíritu, y todo dentro de un régimen de convivencia regido por el principio del fair play y en el que el humour distienda el músculo cordial.

Era, sin duda, un ideal hermoso y envidiable. Paro cabe preguntarse, ¿fue este siempre el ideal del liberalismo? Acaso tuvo antaño menos suavidad y reparó menos en el decoro de la persona humana. Y acaso este matiz que hoy suele prestársele provenga de ciertas tendencias que tan sólo se forjan hoy en una fragua cuyo calor nubla nuestra visión. Algo parece advertirnos que ese ideal tiene un poco de nostálgico y nos vuelve embellecido. Y algo nos advierte también que, acaso en esa fragua cuyas chispas saltan hasta nosotros y nos queman, se está forjando una nueva concepción renovada de la vida, para una humanidad renovada por la incesante labor del siglo XIX.