Nicolás Maquiavelo. 1958

El objeto de esta serie de clases públicas es trazar un panorama somero de la evolución del pensamiento historiográfico. Nos hemos ocupado hasta ahora de la historiografía antigua y de la historiografía medieval, señalando someramente sus rasgos más significativos. Nos toca ahora ocuparnos, no de un vasto período o un movimiento, sino simplemente de un autor. Nicolás Maquiavelo constituye un pivote alrededor del cual gira tan inequívocamente el pensamiento moderno, que justifica este cambio de escala, pues través de su obra, podemos asistir a un viraje decisivo en la consideración del problema histórico.

La crisis intelectual que separa la Antigüedad de la Edad Media es trascendental. San Agustín hubiera dado lugar a una exposición como esta que vamos a dedicar a Maquiavelo. Los diez siglos que siguen a San Agustín están influidos por su pensamiento, y durante toda la Edad Media los esquemas interpretativos de la historia se han regido por los principios que ordena y sistematiza San Agustín.

Una cosa parecida nos ocurre en los primeros años del siglo XVI con Maquiavelo. Existía antes de él una tradición historiográfica —la tradición medieval—, y un sistema interpretativo. Asistimos a ese inmenso experimento suyo, que consiste en remover los esquemas mentales, los sistemas de valores, los principios interpretativos, el aparato hermenéutico todo, para descubrir en la dinámica de la historia ciertas cosas que hasta ese momento prácticamente no habían sido vistas. Esta es la inmensa significación de Maquiavelo, que se acentúa porque su punto de vista se difunde mucho más rápidamente que el de otros teóricos. Al cabo de muy poco tiempo su doctrina se transforma, no ya en corriente esotérica o en una doctrina propia de los ambientes intelectuales, sino en una manera de pensar compartida por todo el mundo, hasta el punto de constituir lo que podría llamarse la doctrina viva. Con Maquiavelo esto ocurrió con extraordinaria rapidez, mucha mayor que la del pasaje de la mentalidad clásica o pagana a la mentalidad cristiana. Este fenómeno es por sí mismo digno de estudio.

La conformación del sistema cristiano de interpretación de la historia constituyó un esfuerzo intelectual extraordinario, y pasaron muchos siglos antes de producirse la adecuación de los nuevos sistemas a esa matriz. La interpretación cristiana de la historia suponía la anulación, la descategorización del mundo de la experiencia sensible, y su reemplazo por un mundo de valores intelectualmente elaborados. Como sistema de pensamiento pudo entrar rápidamente en la elite intelectual, pero tardó mucho tiempo en transformarse en una manera corriente de pensar.

Si pasamos al siglo XI, al XII o al XIII, vemos funcionar el sistema de valores y el sistema hermenéutico de San Agustín ya como una cosa totalmente consentida. Pero no nos olvidemos que en toda la Temprana Edad Media —los cuatro o cinco siglos que van desde San Agustín hasta la plena concepción medieval— hay un mar de contradicciones constantes entre las últimas repercusiones de la mentalidad clásica, del viejo racionalismo clásico, en lucha con esta mentalidad, también racional, de vieja raíz platónica, saturada de influencias trascendentales. La afirmación de un mundo inteligible, que se superpone sobre el mundo de la experiencia, constituye una proeza .

La interpretación cristiana de la historia fue el resultado de un ingente esfuerzo intelectual. Triunfó rápidamente en las elites intelectuales que apoyaban en su fe su interpretación de la historia, pero como sistema intelectual tardó mucho tiempo en transformarse en un sistema de verdades comunes, y hay que llegar a plena Edad Media para que esta interpretación intelectual se difunda y se transforme en el modo corriente de pensar. Cuando llegamos a las postrimerías de la Edad Media esa concepción ha entrado en crisis. Con algo de audacia, puede afirmarse que finalmente la experiencia de la vida histórica ha conseguido sacudir otra vez el yugo de esa interpretación intelectual, y la logrado que los valores del mundo real vuelvan a considerarse fundamentales, y sean colocados por encima de esta concepción intelectual de una composición híbrida, racional, platónica, teológica, con influencias griegas y testamentarias.

La experiencia de la vida histórica concreta, primaria, que se realiza en el occidente de Europa termina por constituir un sistema empírico que se contrapone al sistema ideal, pero solamente en el campo de la opinión. Las crónicas de los últimos tiempos de la Edad Media —las que sigue Giovanni Villani en Italia— ya están saturadas de ese espíritu. La crónica comunal de los últimos siglos de la Edad Media está lejos de la tradición agustiniana. A esa nueva concepción, hija de la imagen espontánea de la vida histórica, hasta principios del siglo XVI le faltó doctrina.

El gran mérito de Nicolás Maquiavelo es haberse atrevido a darle una doctrina a esta noción espontánea, que secretamente estaba dando batalla contra la tradicional construcción teológica de la historia agustiniana. Esta doctrina fue formulada de una manera muy precisa, en términos tales que sirvió rápidamente para atribuirle legitimidad a lo que ya puede denominarse el espíritu moderno. Esto es lo fundamental de la misión de Maquiavelo en la historia del pensamiento occidental. Le atribuyo tanta importancia a esta idea que vuelvo sobre ella, intentando otro planteo para llegar a la misma conclusión.

La cultura occidental tiene sustancialmente dos componentes fundamentales, el hebreo-cristiano y el clásico, pero es evidente que la hegemonía le corresponde al componente hebreo-cristiano. En esto no hay lugar a dudas. En el orden intelectual, el componente hebreo-cristiano implicaba una concepción de la vida y de la historia que sobreponía el deber ser al ser, que era siempre —para usar una frase de reminiscencia platónica—, una historia ideal eterna. La cultura medieval y su concepción de la historia, presididas por los esquemas intelectuales de la tradición hebreo-cristiana, están permanentemente amenazadas por la perduración de la tradición clásica. Está por hacerse el balance de la significación de la tradición clásica por debajo de la cultura oficial de la Edad Media, que afirmaba la primacía y casi la exclusividad de las formas del pensamiento hebreo-cristiano. Se ha estudiado la significación de Virgilio en la Edad Media. Se ha señalado, no sin sorpresa, la significación que le atribuye Dante Alighieri a los epicúreos cuando habla de Farinata degli Uberti o de Cavalcanti; se ha estudiado la presencia de ciertas formas de paganismo o se ha descubierto en determinado tipo de movimiento o de conducta una faceta que era visiblemente heterodoxa, disidente, inadecuable a la concepción cristiana tradicional. Se ha sospechado que la imagen habitual de la cultura medieval es falsa en la medida en que no contiene una justa apreciación de la perduración de los elementos clásicos.

Estos elementos clásicos, paganos, están implícitos en lo que Dante Alighieri y tantos otros llamaban el epicureísmo. La tradición clásica subyace en la cultura medieval a través de una tímida afirmación del valor de la experiencia. A las postrimerías de la Edad Media comienza a reconocerse en ella un valor que, a pesar de los inmensos esfuerzos por componerla e integrarla en la concepción platónico-cristiana, contenía elementos profundamente disidentes. En la tradición franciscana -el empirismo de Roger Bacon- y en la de Guillermo de Occam hay una afirmación del valor de la experiencia que oculta sus últimas posibilidades: el germen de descomposición que encierra con respecto al sistema intelectual racionalista y de línea platónico-cristiana. En los últimos tiempos de la Edad Media, una afirmación universal de la experiencia prueba que aquellos integrantes clásicos de la cultura medieval tenían mucho más fuerza y vigencia que la que mostraba la concepción ortodoxa de la cultura medieval.

En el campo de la interpretación de la vida histórica, algunos elementos empiezan a llamar la atención ya antes del siglo XIV, en testimonios sin embargo saturados de una tradición platónico-cristiana que no se atreven a negar. En el siglo XIV y sobre todo en el XV esto es innegable, en testimonios historiográficos -a los que yo aludí en la clase anterior- y en otros muchos. ¿Cómo puede explicarse la revolución plástica en el siglo XIV y el XV, sino por una afirmación de la experiencia? ¿Cómo podría explicarse la crisis religiosa? ¿Cómo podría explicarse la crisis de la escolástica? Todo esto está revelando que hay un germen de descomposición en la tradición ortodoxa platónico-cristiana que amenaza la presunta unidad de la cultura medieval.

En el siglo XV, especialmente en Italia, esta afirmación de la experiencia se torna innegable. No faltan testimonios historiográficos ni plásticos, pero falta alguien que se atreva a medir la significación de la experiencia, a afirmar que tiene también una posibilidad de valor último. En la vida del hombre y de las sociedades -esto es, en la historia- hay una virtualidad interpretativa que está esperando una justa estimación de lo que significa la actitud real del hombre frente a las cosas y frente a los demás hombres.

En las postrimerías del siglo XV se nos anuncia esta crisis sustancial a través de la actitud e inclusive del pensamiento de Leonardo. En la revisión que últimamente se está haciendo de su pensamiento, tan fértil por lo demás, se encuentra una afirmación del valor de la naturaleza que es todo una revelación. En el famoso Tratado de la Pintura hay una teoría de lo que está implícito en toda la pintura del Cuatrocientos.

Este es el papel que cumple Maquiavelo en el campo común a la política y la historia: poner al descubierto el valor último de la experiencia, de las relaciones reales entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y los demás hombres, y tratar de establecer una doctrina. Esta doctrina comenzó siendo -como ocurre siempre con las grandes revoluciones- una afirmación del pasado remoto contra el pasado inmediato.

Maquiavelo cree ser un simple restaurador de la vieja concepción romana de la historia. En parte no se equivoca. Su pensamiento es una afirmación de la tradición clásica, sumergida pero no ahogada a lo largo de la Edad Media. Pero además, es una doctrina tan original que sirve de fundamento a la estructura del pensamiento moderno en relación con los problemas de la vida social. De ahí su inmensa significación.

Maquiavelo realiza una discriminación nítida, deliberada, consciente, de dos puntos de vista en la consideración de de lo que hoy llamaríamos lo social, lo político y también lo humano, en el sentido más general. Distingue dos posiciones y toma partido resuelta y categóricamente en favor de de ellas, arrostrando la inmensa responsabilidad que significaba desvalorizar la otra.

Maquiavelo afirma él supremo valor interpretativo de la experiencia, a partir de una experiencia personal excepcional. Nacido en Florencia en 1465, despierta a la vida política muy joven, en el momento en que su ciudad natal ve desaparecer el viejo sistema del principado que habían instaurado los Médicis -expulsados por los franceses en 1494- y la restauración de la comuna libre, bajo el signo de la restauración de la concepción platónico-cristiana encarnada por Savonarola. Este es un episodio único en cuanto a la pureza y a la nitidez con que se da la contraposición del pensamiento. Pero es un fenómeno típico del siglo XV, y en algunas partes del XVI.

El siglo XV nos había mostrado eso que hoy se llama la revolución de las cosas. Había hecho una revolución —que es la revolución burguesa por otra parte— que consistía en ir postergando y omitiendo, sin ninguna declaración de guerra, el bagaje tradicional de la comprensión del mundo. Sin preocuparse por negarlo en el campo doctrinario, la revolución burguesa empezó a postergar, a omitir, la concepción trascendentalista del mundo, y había llegado a transformarla en un sistema ritual que no afectaba prácticamente ni el desarrollo de la vida cotidiana ni el sistema de valores morales.

En todas partes se asiste a una reacción violenta del espíritu tradicional, que descubre un día el peligro de estas formas espontáneas de vida nuevas y renovadoras y se empeña en no perder posiciones. En todas partes se revela que el espíritu tradicional ha descubierto que está en peligro. ¿Qué es al final de cuentas la Contrarreforma? ¿Qué es el desarrollo de la Inquisición? ¿Qué es todo este vasto movimiento? ¿Qué es Felipe II sino este intento de reacción frente a la crisis del sistema tradicional para apuntalarlo y defenderlo ahora mediante un formidable aparato de autoridad?

Este vasto fenómeno, típico de los albores de la Edad Moderna, que origina una constante contradicción hasta llegar al siglo XVIII, se da en Florencia con la restauración del orden tradicional por Savonarola. Y se desarrolla en una escala humana, que le permite a un individuo percibir todos los elementos del problema, paseándose delante de sus ojos.

Maquiavelo, qué se había saturado de los principios del sistema florentino característicos de la época de Lorenzo el Magnífico, asiste a la crisis de ese sistema y al intento de restaurar un orden tradicional que había perdido vigencia y justificación, pero que en esa contingencia histórica reaparece endurecido, ordenado como un vigoroso sistema y con el deseo de apelar a la autoridad, a la intransigencia, a la intolerancia, para reafirmarlo ante la evidencia de que no tenía un apoyo estatal.

En la era de ascendiente incuestionable de Savonarola en Florencia —desde 1494 hasta 1498- se produce la restauración de la comuna cristiana. Se trata de una comuna medieval, típica de los albores del desarrollo capitalista. Por entonces el orden capitalista, que estaba creciendo hasta superar los esquemas posibles del orden comunal, y estaba creando -como en el caso de Francia bajo Luis XI- lo que ya puede llamarse la economía nacional. Al lado o por encima de esta comuna medieval restaurada, Savonarola intenta superponer todo el sistema de valores tradicionales —visiblemente en crisis desde el siglo XIII—, al que procura fortalecer con un sistema de autoridad. Hace un enorme esfuerzo por restaurar un sistema caduco; por transformar en vigente lo que espontáneamente, y sin que nadie diera una batalla frontal, había dejado de tener vigencia. Pasando por alto las inmensas diferencias, Savonarola es un precursor de Felipe II o de Fernando II de Alemania.

Este hombre quemaba cuadros en la Plaza de la Señoría, porque decía que eran llamados a la sensualidad y apartaban de la vida contemplativa; repudiaba el desarrollo literario característico de la corte medicea del siglo XV; impugnaba las costumbres florentinas. Este hombre aspiraba a que Florencia -la que había conocido a Piero della Francesca, a Masaccio y a Botticelli- volviera a ser la Florencia Antica, la Florencia que ya Dante añoraba. Este hombre pone al descubierto, ante los ojos de este sagaz observador, todos los mecanismos íntimos de la política de su tiempo. Este esfuerzo de nadar contra la corriente desata ante los ojos de Maquiavelo el espectáculo del dinamismo real, incontenible, de la vida política de su tiempo.

Maquiavelo llamará a Savonarola “el profeta desarmado”, encerrando en esta fórmula los dos términos de su interpretación de la vida histórica. Un individuo puede ser profeta y sentirse poseedor de un plan; pero este plan no puede ser predicado; tiene que ser impuesto. Savonarola quiso armar un aparato de autoridad a la manera medieval, sobre la base de su ascendiente moral, y terminó quemado en la Plaza de la Señoría. Este final del reverenciado predicador, del reformador social, del político —porque todo eso era o quiso ser Savonarola— completó el cuadro del fenómeno experimental de la política moderna que Maquiavelo tuvo delante de sus ojos.

Si se sigue el proceso de Savonarola desde el comienzo hasta el fin, se ve que en cuatro años Maquiavelo pudo manejar, con la experiencia de sus 25 o 30 años de vida, todos los experimentos que los historiadores contemporáneos pueden percibir en la política moderna sólo en el plazo de un par de siglos.

Todo eso se le presentó bajo los ojos y con una extraordinaria perspicacia, con un sentido extraordinario de los móviles reales, puso al descubierto todos los elementos en juego y describió una situación, que él no creó. Subrayo esto porque lo que se ha llamado “maquiavelismo” -con una intención pérfida por cierto- no ha existido nunca en Maquiavelo. Maquiavelo no ha propuesto una política; solo ha tratado de describir la política que todo el mundo hacía. Con los datos de la realidad construyó un sistema combatido por razones de mojigatería por unos y por otros, desde un maquiavélico profundo como Federico II de Prusia hasta los que se atenían profundamente al espíritu de su política. Ese sistema ha resultado ser la Biblia de la política del mundo moderno.

No ha sido su capacidad creadora de político, sino su capacidad de análisis lo que le valió este triunfo. El valor que tiene Maquiavelo es haber descubierto con absoluta precisión los mecanismos que estaban caracterizando la política de su tiempo, que primero transportó a la historia política de Florencia y luego utilizó para interpretar la vida política de Roma. Con todo ello adquirió los datos suficientes para darle un significado profundo y permanente a todo su sistema interpretativo.

La obra más singular de Maquiavelo es, en mi opinión, la Vida de Castruccio Castracani señor de Luca, un tirano del siglo XIV, uno de los tantos signori, que le interesa como ejemplo humano, y cuya experiencia política describe en términos tan extraordinariamente modernos que aún hoy su lectura produce cierto escalofrío. En Castruccio Castracani descubre todas las cualidades del político. Podría decirse, por ejemplo, que el análisis de Ortega y Gasset en Mirabeau o el político está implícito en esta biografía de Castruccio Castracani.

Esos elementos, que constituyen los móviles reales de la acción política y los fundamentos del desarrollo histórico, son transportados al análisis de la primera década de Tito Livio y al desarrollo histórico de la ciudad de Florencia, que escribe siguiendo la línea de los viejos cronistas florentinos -de Giovanni Villani en adelante- pero innovando de manera profunda en el análisis de los móviles. Esta aplicación de su experiencia le permite finalmente construir un sistema interpretativo que constituye la aurora del pensamiento histórico moderno. La historiografía difícilmente podrá olvidarse de la revolución que hace Maquiavelo en la concepción de la historia. Todavía hubo en el siglo XVI historiadores a la manera antigua, que perpetuaron de algún modo la vieja interpretación medieval. Todavía en el siglo XVII Bossuet escribe una interpretación de la historia universal ateniéndose a los conceptos agustinianos. Pero en cuanto se empieza a rastrear la revolución moderna en el campo de la interpretación historiográfica se advierte que la presencia de Maquiavelo no falta en ningún historiador.

Maquiavelo es un profundo lector de los autores clásicos y cree, como casi todos los hombres del siglo XVI, que se limita a restaurar las ideas de la antigüedad clásica. Comienza a actuar en política después de la caída de Savonarola, y se desempeña como secretario de la comuna florentina desde 1498 hasta 1512, cuando se produce la restauración de los Médicis y comienza su exilio. Apartado de la política, incluido arbitrariamente en una de las conspiraciones anti mediceas que se producen después de 1512, es obligado a retirarse de la ciudad de Florencia y se instala en un pueblecito de los alrededores, llamado San Casciano.

Allí pasa los años hasta que muere en 1526, dedicado a la contemplación, según cuenta en una maravillosa carta que escribe a un amigo. Le explica cómo se dedica al cuidado de su viña y de su hacienda; cómo durante el día procura obtener de qué vivir, y no vacila en entrar a la taberna a jugar a la trisca con sus vecinos. Después de eso vuelve a su casa, viste —dice él— “el hábito noble del letrado” y se pone a dialogar con los grandes de la antigüedad que él considera sus pares. En la lectura de Tito Livio, y en la de los poetas clásicos y de los filósofos, va ordenando un sistema de ideas que no ha sacado de los clásicos, sino de su propia experiencia. A la luz de la experiencia de la historia clásica y ante el ejemplo de los sistemas interpretativos de los historiadores clásicos, le es permitido ordenar sus ideas con un criterio que es revolucionario.

La más revolucionaria de sus ideas fue afirmada a principios del siglo XVI, diez o veinte años antes de la Reforma, en una época de extraordinario desarrollo del nuevo misticismo, cuando ya amenazaba de la crisis religiosa. Afirmó de una manera categórica que el hombre es un ser natural. Este es todo el descubrimiento de Maquiavelo. El hombre es un ser natural, como creían los historiadores y los filósofos clásicos, como creía Epicuro. El hombre es esencialmente sujeto de egoísmos y de pasiones y en su existencia no tiene otros móviles que la satisfacción de sus necesidades, sus instintos, sus pasiones, sus anhelos primarios, algunas veces recubiertos con ciertos ideales que formula intelectualmente pero que encubren este llamado imperioso de la voluntad.

Era la vieja tesis pesimista de la Antigüedad. Volvió a ser —no lo olvidemos— la vieja tesis pesimista del racionalismo; es finalmente toda la tesis pesimista que preside la filosofía moderna. ¿Cómo se explicaría a Rousseau sin Maquiavelo? Ese descubrimiento implica una revolución copernicana: rever totalmente el sistema de valores tradicionales. A partir de esta idea del hombre empieza a explicarse el comportamiento del individuo en la comunidad, de acuerdo con este nuevo criterio que establece.

Entre todas las manifestaciones de esta actitud primaria del individuo, Maquiavelo sostiene que el impulso egoísta se manifiesta sobre todo en un impulso de poder. Obsérvese la significación. Ha sido necesario llegar al siglo XIX para que se advierta la discriminación posible entre el impulso de poder y el impulso de riqueza. En el siglo XVI nos encontramos con una interpretación de la historia de acuerdo con la cual el móvil sustancial es la lucha por el poder. No se le oculta a Maquiavelo la significación de la estructura económica, pero afirma categóricamente que quien tiene el poder tiene dinero. Si hubiera que reducir su concepción de la historia a un esquema -falso en su simplismo- , habría que decir que el de Maquiavelo es “un determinismo político”, contraponiendolo así a la formulación que se utiliza -también falsamente- para definir la concepción de Marx. Este determinismo político es prácticamente la teoría histórica de la Edad Moderna.

¿Cómo se podría explicar a Voltaire, para tomar un ejemplo significativo, sin esta afirmación categórica de cuál es el móvil sustancial de la historia? Y obsérvese esta significación. Cuando en el siglo XIX se discrimina poder económico y poder político, se asiste a una redistribución de la responsabilidad histórica. Como el hacer económico le interesa a todos los sectores de la sociedad, se empieza a hacer una historia en la que prevalece el acento de lo social, porque todos los sectores sociales, inclusive aquellos que primera vista parecen un poco inertes, empiezan a aparecer, con capacidad de decisión. Y así se empieza a estimar la significación de las masas de los desposeídos, que no tienen posibilidad de actuar en la disputa por el poder.

La historia social no podría aparecer antes de que se hubiera hecho esta discriminación entre el plano de lo económico y el plano de lo político, porque sólo en aquel se puede advertir la significación de las masas. Para Maquiavelo, que no discrimina lo político de lo económico, supone que este depende de aquel; que el hombre es un ser movido por instintos y pasiones, que finalmente resuman en la lucha por el poder. Esta es la concepción de Maquiavelo. La historia es el espectáculo de la lucha por el poder; la historia es un determinismo político; .

¿Quiénes luchan por el poder? Todos —dice él—; todos tienen instintos y pasiones; todos son capaces de desear y de querer. Este buen lector de Tito Livio y los clásicos descubre que lo importante no es desear y querer, sino poder y hacer. Su historia, en su determinismo político, es una especie de desenfrenado canto al valor de la voluntad, que es lo propio del vivir, lo propio del varón, lo que transforma un individuo de ser inerte en ser actuante y decisivo. De allí viene su interpretación de la masa humana.

Este terrible pesimista afirma que los hombres se dividen en dos grandes grupos. Unos son aquellos que no son ni demasiado malos ni demasiado buenos, es decir, mediocres. Llama mediocres no sólo a los que son un poco malos o un poco buenos, sino a todos los que no se han decidido a optar y a jugar totalmente a una carta, ya sea la de la maldad o la de la bondad -no le importa. Si algo caracteriza esta concepción de su determinismo político y su concepción voluntarista es el escindir totalmente la concepción histórica de la concepción moral. No la niega. No niega el deber ser; no es un maquiavélico. Afirma que el deber ser es algo que el hombre postula y hacia lo cual aspira, pero se limita a observar que luego no vive según el deber ser, sino según un cierto tipo de relaciones que sólo en casos excepcionales se remonta por encima del ser hacia el deber ser.

Mientras mantiene esta escisión entre lo moral y lo político, afirma que lo político es lo estrictamente histórico, e inversamente que lo histórico es solamente lo político, porque la historia se da en el plano de la voluntad, que caracteriza a esta pequeña minoría de los que se deciden a ser decididamente malos o buenos, jugando la totalidad de sus posibilidades a una sola carta para imponer finalmente su voluntad sobre los demás.

Esto es lo que había observado en Castruccio Castracani. Decía, terminando la biografía: si Castruccio Castracani no hubiera sido señor de Luca y le hubiera tocado actuar en otro escenario, habría sido tan grande como Alejandro Magno. La historia no era finalmente sino una especie de vasta proyección de la acción de unos cuantos, de esta elite que hoy ha vuelto a llamarse la elite del poder.

Después de nuevas experiencias, muy típicas del siglo XX, ha vuelto a reflexionarse sobre si las relaciones entre lo económico y lo político se desarrollan exactamente en el orden en que se habían previsto en el siglo XIX. Otra vez se ha producido un vasto movimiento, de expectativa por lo menos, con respecto a la significación decisiva de lo puramente político. Me atrevería a decir que, después de la experiencia del fascismo y del nacional socialismo, hay en el campo de la interpretación histórica un cierto retorno a Maquiavelo.

Esta concepción voluntarista, propia naturalmente de un pesimista como era él, de un hombre que partía de la base de la concepción naturalista del ser humano, se caracteriza sustancialmente por este distingo entre moral y política. Toda la política medieval se había caracterizado por una especie de omisión de la conducta real y una afirmación del deber ser como si fuera realmente el ser. Basta con leer los innumerables tratados para príncipes, empezando por las máximas que contiene la Vida de San Luis, de Joinville, y llegando hasta el Regimiento de príncipes, de Gómez Manrique, en la España del siglo XV, para descubrir que toda la concepción política, en relación estrecha con la concepción histórica de la Edad Media, consiste en afirmar que el poder está al servicio del deber ser. Pero Maquiavelo descubre en la experiencia de su tiempo, que proyecta luego a las fuentes históricas, que ese deber ser es exclusivamente una aspiración de ciertos espíritus a quienes repugna la realidad. Aunque repugne, la realidad es la realidad, y él la describe como la ve.

Por eso no es exactamente un maquiavélico, en el sentido en que habitualmente se lo ha dicho, sino simplemente un anatomista, capaz de disecar un cuerpo y ponerlo sobre la mesa del gabinete para estudiarlo. Eso es lo que hace, descubriendo sus elementos en el análisis de la política de Luis XI, como los descubrirá contemporáneamente Commines, el memorialista que escribe toda la historia de la lucha entre Luis XI y el duque de Borgoña. Como lo ha descubierto antes, con gesto patético, el canciller López de Ayala en España, cuando escribe la crónica del reinado de Don Pedro I, o el Libro rimado de Palacio, en donde se queja amargamente de cómo es la política, pero dice cómo es ella realmente.

Maquiavelo tiene un humor itálico y se limita a describir la realidad sin quejarse, aun cuando no escatima su respeto y admiración por aquellos que son capaces de sobreponerse a los llamados del instinto, de la pasión, del egoísmo, y son capaces de sacrificarse por algo que creen éticamente lo mejor. Habla de Savonarola con un respeto profundísimo, pero señala que era un profeta desarmado. No se opone a que sea un profeta, sino a que el profeta sea un político y esté desarmado. Se empeña en demostrar que no se puede actuar sobre una sociedad, que no se mueve por esos móviles, con armas, métodos e instrumentos que no son capaces de actuar sobre los móviles reales.

Este vasto sistema no sólo es la restauración de parte de la concepción clásica sino que tiene todos los elementos nuevos de la experiencia de la burguesía. El pensamiento de Maquiavelo es en última instancia la doctrina política que corresponde a la gran experiencia burguesa de fines de la Edad Media. Él describe lo que ha hecho la burguesía, el proceso mediante por el que se ha llegado al sistema de la Señoría, o el que comienza a transformar la monarquía dinástica tradicional en monarquía absoluta. Lo que ha ocurrido está dentro de cierta lógica interna del proceso de la burguesía, que ha analizado con bastante cuidado aunque no use la terminología que nosotros usamos. No analiza el proceso económico, que poco a poco nosotros hemos aprendido a describir, pero en el mecanismo del poder el dinero juega un papel similar al del capital naciente en la sociedad de las postrimerías de la Edad Media.

De los clásicos ha heredado no sólo su concepción pesimista del hombre sino la típica concepción pragmática de la historia. Nadie puede negar que este realista, voluntarista y pesimista tenía un profundo amor por Italia. Italia que no era sino una palabra, una reminiscencia clásica; no era una realidad en la experiencia histórica medieval. Para él, Italia era una virtualidad, que podía transformarse en realidad si se seguía una política análoga a la de los grandes realistas de su tiempo: Luis XI o Fernando de Aragón. Creyó que César Borgia podía cumplir esta función en Italia, y a pesar de sus crímenes, lo admiró en la medida en que pareció que era una esperanza. Quería transformar esta virtualidad en una realidad; quería que Italia llegara a ser una unidad política capaz de contraponerse a las grandes unidades políticas que se habían formado en su tiempo, casi delante de sus ojos, como casi toda la Península Ibérica o casi toda la antigua Francia. Esto quería, y al servicio de este designio puso este conjunto de máximas, de consejos, que se llama El Príncipe y que es una aplicación de sus observaciones sobre la historia a la realidad inmediata. Su actitud empirista se perfecciona de un modo absoluto porque su concepción de la política proviene de la historia y él procura que su concepción de la historia revierta sobre la política y se transforme en el criterio capaz de asegurar algo que constituye en sus ojos un ideal.

Estos son los rasgos fundamentales del pensamiento histórico de Maquiavelo. Hizo otras cosas muy importantes, pues no en balde es uno de los más grandes prosistas italianos, o nos deja en La Mandrágora una de las piezas maestras del teatro moderno. Pero si se quiere medir su significación, valdría la pena hacer alguna vez —como lo intentaron, con inmenso esfuerzo y éxito parcial Villari o de tantos otros— el balance del maquiavelismo sumergido que existe en la cultura moderna. Me atrevo a decir que la cultura moderna no puede explicarse sin Maquiavelo y que está montada fundamentalmente sobre este principio. Quizás esta atribución sea exagerada, en tanto más que un creador él es un hombre capaz de diagnosticar un estado de ánimo. Pero su diagnóstico hizo de ese estado de ánimo una realidad viviente; lo transformó en una conciencia positiva, en algo que ya no se podía negar. Y él tuvo, además, el inmenso valor de dar la batalla de frente contra una estructura intelectual que consideraba caduca y que muchos todavía conservaron, simulando durante dos o tres siglos que seguía vigente. No es poco para un hombre de pensamiento.