La crisis de la república romana. 1942

ÍNDICE

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INTRODUCCIÓN

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PRIMERA PARTE: La filiación de la política graquiana

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I. LA ESTRUCTURA POLÍTICO-SOCIAL DE ROMA EN EL SIGLO II

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La conquista y las nuevas fuerzas sociales

La nueva oligarquía: la nobilitas. – El desarrollo capitalista y financiero: Los “equites”. – Los grupos subordinados. –

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La crisis del siglo II

La escisión de la nobilitas. – Las tendencias de la oligarquía ilustrada. – La alianza revolucionaria. –

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II. LA EVOLUCIÓN DE LA OLIGARQUÍA ILUSTRADA

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La constitución de la oligarquía ilustrada

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La CRISIS DE 145

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La facción moderada de Escipión Emiliano

La casa de Cornelia y los Gracos . – Los rivales de Escipión Emiliano.

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La crisis de 133

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III. LA RECEPCIÓN DE LA CULTURA HELENÍSTICA EN ROMA

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El hecho histórico-social de la recepción helenística

Carácter y circunstancias. – Las vías de la influencia helenística. –

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Roma y el clima moral del mundo helenístico

La vida pública.La vida privada.La actitud filosófica.La actitud religiosa.Roma y la recepción de la actitud y las ideas morales griegas. –

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Roma y la estructura económico-social del mundo helenístico

El problema de la clase servil. – El problema de los grupos ciudadanos subordinados. – Las soluciones helenísticas. – Roma y la recepción del pensamiento económico-social

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Roma y la estructura política del mundo helenístico

Imperialismo y autocracia. –Las doctrinas del desarrollo político. – Roma y la recepción del pensamiento político. –

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SEGUNDA PARTE: La política graquiana y sus proyecciones

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IV. EL DESENCADENAMIENTO DE LA POLÍTICA REVOLUCIONARIA: TIBERIO GRACO

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La ofensiva radical de 133

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La ley agraria y sus consecuencias políticas

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Los caracteres de la ley agraria

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Los propósitos de Tiberio Graco

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La reacción contra Tiberio Graco

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La política de Tiberio Graco

La propaganda. –

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La teoría de la deposición y reelección del tribuno

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V. CRISIS Y CONSOLIDACIÓN DE LA ALIANZA REVOLUCIONARIA

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El predominio de la alianza reaccionaria

La política conciliatoria. – El fracaso de la política conciliatoria. – La ofensiva reaccionaria de 129. –

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La consolidación de la alianza revolucionaria

Fuerzas nuevas. – El acceso al poder en 125: M. Flaco. –

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VI. LA REALIZACIÓN DE LA POLÍTICA REVOLUCIONARIA: CAYO GRACO Y MARCO FLACO

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La legislación revolucionaria su significado

La defensa de los intereses de los equites. – Los intereses de los pequeños poseedores y proletarios. – La defensa de los itálicos. – La defensa de la acción revolucionaria. –

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La reacción contra los conductores de la alianza revolucionaria

Los intentos de disolución de la alianza revolucionaria. – El ataque contra los jefes revolucionarios. – El éxito político de la alianza reaccionaria

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La política de Cayo Graco

La interpretación de la alianza revolucionaria. – El ejercicio del poder. – El fracaso de Cayo y sus causas. –

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VII. LAS ÚLTIMAS PROYECCIONES DE LA POLÍTICA GRAQUIANA: EL PRINCIPADO

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Los elementos duraderos de la política graquiana

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Las enseñanzas del fracaso de la política graquiana

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El delineamiento del principado

La base militar. – La base político-social. – El orden institucional. –

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NOTAS

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INTRODUCCIÓN

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Pese a la brevedad de su actuación, la actividad política de Tiberio y Cayo Graco plantea una multiplicidad de problemas, algunos de los cuales han sido temas de importantes estudios. Lo que, a mi vez, me propongo estudiar son las relaciones de la política graquiana con las ideas que pudieron inspirarla y con los procesos histórico-sociales que, en alguna medida, reconocen en ella un punto de partida.

Este examen implica el análisis de los elementos doctrinarios que subyacen en la política graquiana tanto como la consideración de los grupos sociales romanos que los desarrollan, elaborando una adaptación de los postulados teóricos, en gran parte, de origen extraño a la realidad romana del siglo II. Como en otros planos de la actividad espiritual, también en el de la política se produce una recepción de las ideas griegas. Fundidas con algunas tradiciones nacionales susceptibles de recobrar nueva vida, esas ideas arraigaron en un sector de la oligarquía romana que hizo de ellas una bandera de combate. Ese sector —la oligarquía ilustrada— sufrió, en el transcurso de los dos primeros tercios del siglo II, un proceso de dislocación ocasionado por las distintas interpretaciones de las necesidades creadas por la conquista y por el distinto grado de intensidad que parecía necesario infundir en la acción renovadora. Cuando se advirtió el carácter revolucionario de las últimas consecuencias a que indefectiblemente esa acción conducía, sólo permaneció fiel a esa ideología un pequeño grupo que constituyó, aliándose con las fuerzas económico-sociales excluidas del control del Estado, una vasta alianza a la que se opuso, a su vez, una coalición de fuerzas reaccionarias en la que se fundieron los grupos de la oligarquía ilustrada temerosos del alcance de la propaganda que ellos mismos habían desarrollado antes.

Pero apresurémonos a advertir que el objetivo de esa acción revolucionaria no era la realización de un ideal humanitario, aunque implicara esas preocupaciones; era, por el contrario, consolidar y acrecentar el imperio naciente, sustrayendo su control a la nobilitas preocupada por sus intereses de clase, para entregarlo a los grupos directamente interesados en su desarrollo: la alianza revolucionaria perpetuaba, pues, el viejo ideal imperialista esbozado por Escipión el mayor. Esta aspiración entrañaba una política exterior y una política interior. Si el imperialismo era la consigna propia de la primera, la creación de un poder centralizado pero controlado por las fuerzas vivas del imperio debía ser la aspiración implícita en la segunda. Tiberio Graco, primero, de manera indecisa, y Cayo, después, de manera segura y con una genial previsión, delinean el esquema de la organización de las nuevas fuerzas activas del imperio y elaboran la fórmula institucional en que debían encuadrarse.

Eslabón de una larga cadena, la política de los Gracos no fracasó ni por su muerte ni por la abrogación de algunas de sus medidas de gobierno. Sus sucesores descubrieron el punto vulnerable de la política de los tribunos y buscaron su fortalecimiento en la utilización de la violencia organizada, tal como la alianza reaccionaria la había utilizado contra ella: se vio, entonces, a los jefes militares y a sus ejércitos intervenir en las luchas políticas y, poco después, la creación de poderes de hecho que respaldaban su autoridad con el esquema social delineado por los tribunos y con las fórmulas institucionales elaboradas por ellos. Ajustada a las transformaciones inevitables de la sociedad romana, la previsión política de los Gracos había sabido conciliar las inspiraciones doctrinarias helenístico-romanas con las exigencias inmediatas y futuras del imperio naciente hasta encontrar el tipo institucional que habría de realizarse en el principado.

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PRIMERA PARTE: La filiación de la política graquiana

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I. LA ESTRUCTURA POLÍTICO-SOCIAL DE ROMA EN EL SIGLO II

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La conquista y las nuevas fuerzas sociales

Al comenzar el siglo III, la sanción de la ley Hortensia parecía resolver definitivamente el secular conflicto entre patricios y plebeyos dentro de un orden equilibrado y orgánico; pero el presunto triunfo plebeyo correspondía, en rigor, a una situación económico-social muy distinta de la que tradicionalmente se entendía en aquella oposición oculta tras el equívoco significado de aquellos términos. Si pudo obtenerse la sanción de la ley Hortensia, fue, precisamente, porque el plebeyado no era ya la clase desposeída de antaño, solidaria y uniforme, y porque el patriciado, a su vez, no era ya la numerosa y compacta masa de privilegiados celosos de sus privilegios y capaces de defenderlos. A una incipiente disminución numérica del patriciado correspondía un acrecentamiento de la riqueza y la significación de muchas familias plebeyas y muy pronto nuevas situaciones políticas y sociales habrían de provocar una dislocación de los frentes que hasta ahora se oponían.

En el curso del siglo III, esta situación se acentuó notablemente: la coincidencia de intereses de ciertas fracciones del plebeyado con la clase patricia y la política conciliatoria de algunos grupos de ésta inaugura un periodo de acción solidaria entre esos bloques que no corresponde ya más a la tradicional oposición entre patricios y plebeyos. A mediados del siglo, el desarrollo de la conquista y las transformaciones institucionales derivadas de las nuevas circunstancias creadas por aquélla contribuyeron decisivamente a romper el antiguo esquema político-social de patricios y plebeyos para crear, en cambio, una nueva clase, la nobilitas, constituida por antiguos magistrados pertenecientes a las familias que ya habían tenido acceso a las magistraturas y cuidadosas de no acrecentar el número de los privilegiados. Esta nobilitas se afirma y se estrecha progresivamente en el siglo II y constituye el principal actor de la historia de la República en el periodo subsiguiente a la guerra de Aníbal.

La nobilitas —oligarquía política— fue, en rigor, la ejecutora de la conquista y pretendió, en consecuencia, guardar para sí los privilegios que resultaron de ella; pero la conquista produjo un desarrollo económico que escapó a las posibilidades de su actividad y, naturalmente, de su control; de ese desarrollo surgió un grupo capitalista y financiero, factor preponderante en la vida del siglo II, que fue celosamente contenido en su aspiración al poder por el senado —representante eminente de la nobilitas— y que obró en la sombra para enriquecerse, primero, y para lograr su acceso al poder, después.

De la lucha entre la oligarquía política y los grupos capitalistas y financieros resultó una neta diferenciación de las clases subordinadas, compuestas por la plebe urbana y por la plebe rural que abandonaba su actividad tradicional y engrosaba los cuadros de la primera. Estas clases subordinadas apenas contaban políticamente y su número y su fuerza parecieron a los grupos capitalistas y financieros —a los que las unían las nuevas actividades económicas— susceptibles de ser utilizados en su lucha contra la nobilitas; este conflicto hace crisis en el siglo II, provocado, en rigor, no tanto por la iniciativa de los grupos capitalistas y financieros o de las clases subordinadas, como por la de una rama desgajada del tronco de la nobilitas, que había aprendido, en su contacto con el mundo griego, a aspirar a la autocracia sobre la base de esas nuevas fuerzas económico-sociales, que eran las fuerzas vivas del mundo helenístico al que la conquista había dado acceso a la Roma rural.

La nueva oligarquía: la nobilitas. El plebiscito Ovinio,[1] la reforma de la asamblea centuriada, verosímilmente atribuida a los censores de 241, C. Aurelio Cotta y M. Fabio Buteo,[2] y la lectio senatus de 216,[3] realizada por el dictador M. Fabio Buteo después de la derrota de Cannae, constituyen los pasos de la formación de la nobilitas. La significación y el desarrollo adquiridos por ilustres familias plebeyas desde la época de las guerras samníticas hicieron que los censores, a quienes el plebiscito Ovinio había conferido la misión de integrar el album senatorium, dieran cabida en ese cuerpo a representantes distinguidos de aquella clase, quienes compartían, en cambio, el sentimiento revolucionario y secesionista del antiguo plebeyado. En el ejercicio de la función senatorial, esta alianza se estrecha cada vez más y cuando la transformación de los comicios centuriados, en 241, acrecienta el papel de ciertas capas de plebeyos ricos, el número de miembros de esa clase, solidarios con esta política, y, en consecuencia, desligados de la antigua política de su clase de origen, se acrecienta proporcionalmente; el número de plebeyos que tienen acceso a las magistraturas aumenta y, con la sensible disminución numérica de la clase patricia, acentuada después de Cannae, la proporción entre los magistrados patricios y plebeyos favorece a estos últimos.[4] Después de Cannae, la necesidad de integrar el senado, diezmado por la derrota, lleva al dictador M. Fabio Buteo, en 216, a incorporar al cuerpo a todos los ex magistrados y aun a otros plebeyos distinguidos. A partir de entonces, el senado representa la fusión de grupos plebeyos con el patriciado, constituyendo así un conglomerado de intereses solidarios, caracterizado por el ejercicio de las magistraturas, responsable de la marcha del Estado y celoso de los nuevos privilegios adquiridos: es la nobilitas, nueva aristocracia en la que se desarrolla rápidamente un estrecho sentido de clase y una tendencia a mantener su hermética estructura.

Después de Cannae, la nobilitas es la protagonista de la política romana; la caracterizan el absoluto control del Estado y la posesión de la mayor riqueza raíz: de estas dos circunstancias derivarán la orientación de su política y la orientación de su conducta como clase.

Desde el punto de vista político, la nobilitas se encuentra representada por el senado, cuerpo que adquiere en la guerra de Aníbal y después de ella un legítimo prestigio por su eficacia y que absorbe la totalidad del poder a pesar del aparente equilibrio constitucional.[5] La nobilitas restringe de manera casi total el acceso de homines novi a las magistraturas y con ello —de acuerdo con el precedente sentado por la lectio senatus de 216— el acceso al senado.[6] Las magistraturas son, en su enorme mayoría, alcanzadas por miembros de las familias de la nobilitas, quienes se dedican así, casi exclusivamente, a la vida pública. Pero esta dedicación exclusiva a la actividad política significaba, por una parte, la imposibilidad de una actividad económica que las condujera hacia la riqueza, y, por otra, la necesidad de una fortuna que asegurara la lealtad de una vasta clientela política sobre la cual se apoyará su permanente demanda de dignidades; de este círculo vicioso debía resultar una política de clase dirigida hacia la absorción de las ventajas económicas producidas por la conquista, representada, para la nobilitas, por el acrecentamiento del ager publicus; éste fue considerado, en consecuencia, su reducto económico.

Sin duda la nobilitas poseía ya tierras; pero la extensión necesaria para asegurar a una familia influyente un grado satisfactorio de poderío económico fue, en la gran mayoría de los casos, lograda mediante la ocupación de parcelas del ager publicus[7] La occupatio era un recurso legítimo dentro del mecanismo del Estado romano; en principio correspondía a una concepción generosa, ya que por ese medio era lícito a cualquier ciudadano utilizar tierras que no podía comprar con la sola condición del pago de un reducidísimo vectigal destinado a salvaguardar el dominio del Estado; pero en la práctica las parcelas del ager publicus sólo fueron ocupadas por las familias poderosas o por sociedades financieras que las explotaban en gran escala; la nobilitas comenzó la ocupación ya en el siglo III[8] y si alguna vez lo hizo para cobrarse las cantidades con las que, generosamente, había contribuido al exhausto tesoro fiscal en épocas difíciles,[9] más adelante continuó haciéndolo porque contaba con los medios para llevarlo a cabo; en efecto, para ella las tierras constituían la única posibilidad de colocación de capital, sobre todo después de que la ley Claudia había prohibido a los senatoriales el ejercicio del comercio[10] y estos capitales eran imprescindibles para la ocupación, ya que si la tierra se obtenía casi gratuitamente, su explotación exigía inversiones considerables,[11] fuera para la adquisición de los ganados que habían de poblarla, fuera para mantener a la población servil que debía cultivarla.

Considerado, entonces, como la única fuente de riquezas posible de la nobilitas senatorial, el ager publicus fue celosamente cuidado por el senado para evitar que fuera arrancado de sus manos; concedió, eso sí, porciones del ager publicus para la formación de colonias, en regiones alejadas, que debían servir no sólo para formar propietarios sino también para constituir avanzadas del Estado romano;[12] pero las tierras vecinas a Roma, las del Lacio, Etruria o Campania,[13] las conservó como patrimonio exclusivo de su clase, procurando cada familia —en un proceso que ya no había de detenerse— ampliar a su costa lo más posible sus posesiones hasta constituir grandes latifundios concentrados en pocas manos,[14] eventualmente agrandados todavía más con la adquisición de tierras vecinas, compradas unas veces al Estado y otras a particulares que querían o debían deshacerse de ellas.

Este desarrollo del latifundio se facilitó no sólo por el acrecentamiento territorial sino también por el rápido crecimiento de las masas serviles; en efecto, el período entre 204 y 179, durante el cual se incorporan a la vida italiana grandes cantidades de esclavos como resultado de la conquista, es también el período de formación del mayor número de latifundios, caracterizados por un tipo de explotación en gran escala.[15] Las consecuencias se hicieron sentir rápidamente; los colonos libres que poseían pequeñas extensiones no podían dedicarlas a la más productiva de las actividades, el pastoreo, ni siquiera a aquellos cultivos considerados en el siglo II como los de mejor rendimiento, porque apenas podían sostener la competencia del productor en gran escala;[16] le quedaba la posibilidad de trasladarse, para trabajar el suelo, a regiones todavía no ocupadas por los poderosos, la Traspadana,[17] por ejemplo; pero, más próximas, las grandes ciudades les ofrecían posibilidades más fáciles, si no más productivas ni honorables, de obtener ganancias iguales o mayores que las que podían obtener en el duro trabajo agrícola; fue así como la plebe rural prefirió, en general, esto último, produciéndose, en consecuencia, un creciente éxodo hacia las ciudades a raíz del cual se volcaban nuevos elementos en los cuadros de la plebe urbana, complicando más aún la heterogénea constitución de ésta.

El desarrollo capitalista y financiero: los “equites”. La nueva organización centurial creada en 241 había agrupado en la primera clase a todos los poseedores de un censo que sobrepasase el millón de ases[18] al lado de los que constituían las 18 centurias equo publico; sus componentes comenzaron a adquirir la conciencia de constituir una clase de caracteres sui generis cuando, habiendo sido designados, durante la segunda guerra púnica, para servir en la caballería, advirtieron en el senado el designio manifiesto de separar a los nuevos ricos de los componentes de la nobilitas; esta diferenciación se hacía notar en el privilegio de la inclusión de sus miembros en las centurias equo publico, en la resistencia denodada a todo ingreso al control del estado de un homo novus, en la concesión de signos exteriores para los miembros de la nobilitas que los diferenciaran de los demás. Respondiendo a tal actitud, desde el comienzo del siglo ii los nuevos ricos de la primera clase, llamados equites por antonomasia y muy pronto publicani en el lenguaje corriente,[19] comenzaron a actuar con una política propia, en lucha contra la nobilitas, pero auxiliados por las circunstancias, más favorables para su actividad que no para la estrecha política de ésta.

Los equites eran los usufructuarios y los animadores del vasto movimiento económico producido por las guerras de conquista y por el subsiguiente control romano en vastas zonas de grandes posibilidades comerciales y financieras; su acción se advierte en la compleja estructura administrativa sobre la que descansaba la organización de las compañías romanas e, inmediatamente después, en la vida comercial que se establece en las regiones sometidas al control más o menos directo de Roma.[20] En el ejercicio de esta actividad los equites no tendrán, desde muy antiguo, rivales peligrosos: la ley Claudia, seguramente inspirada por C. Flaminio, en 219, alejaba la posible competencia de los miembros de las familias senatoriales quedando, en consecuencia, el campo de las actividades comerciales y financieras en manos de los ricos excluidos de hecho de las magistraturas.

Su actividad fue importante por el monto de los capitales en giro, no sólo por los invertidos en actividades privadas sino también por las cantidades de que el Estado disponía para gastos públicos, las cuales, dentro del régimen romano, iban a parar indefectiblemente a manos de las sociedades comerciales y financieras a las que el Estado adjudicaba la realización de los trabajos públicos, los suministros, etc., nada de todo lo cual se realizaba por administración;[21] este aflujo de dinero a las cajas del Estado provenía de las inmensas riquezas obtenidas por medio de la conquista,[22] pero su empleo no podía sino enriquecer a los contratistas que eran equites o sociedades constituidas por un grupo de ellos, societas vectigalium; las inversiones privadas, por su parte, no fueron menos importantes; si en la explotación del ager publicus debían contar con la competencia de la nobilitas, tenían amplia libertad de acción en las variadas posibilidades comerciales y financieras que surgieron después de la conquista: importaciones y exportaciones, producción manufacturera en gran escala, operaciones financieras sobre las provincias y sobre los países sometidos a la hegemonía romana, navegación, etc.;[23] con todo ello se desarrolló enormemente el movimiento capitalista y los grupos que lo controlaban adquirieron extraordinaria significación económica y social.

Pero desde un principio sintieron los equites la dura repulsa de la nobilitas; temerosa de que el crecimiento numérico de su clase produjera una dilución de sus privilegios y el relajamiento de su control de la vida pública, la nobilitas procuró señalar visiblemente las diferencias que la separaban de aquéllos y procuró, sobre todo, negarles el acceso a las magistraturas. Tal actitud, sin embargo, no podía detener el desarrollo capitalista —que, por otra parte, el Estado mismo necesitaba y estimulaba— y, con ello, la inmensa influencia social que ganaban los equites. Frente a la hostilidad de la nobilitas, los equites poseían todos los recursos que podía dar el dinero en una sociedad en vías de disgregación y transformación, y, frente a las acciones judiciales o administrativas, podían valerse de conciencias venales que ya no escaseaban en el siglo II; pero, además de los aliados circunstanciales obtenidos de ese modo, contaban los equites con la simpatía y la solidaridad eventual de todos aquellos que, como ellos, aunque en distinta medida, sufrían las consecuencias de la estrecha política oligárquica de la nobilitas; los equites fueron así, sobre todo, los aliados de la plebe urbana a la que los unían dos motivos: por una parte, la solidaridad ante el enemigo común y, por otra, más importante, las posibilidades que la actividad propia de los equites ofrecía a ese heterogéneo conglomerado.

En efecto, al desarrollo económico provocado por la actividad de los equites corresponden nuevas soluciones para la plebe urbana; se desarrolla una demanda de trabajo que se satisface con la ocupación de los grupos de la plebe urbana todavía capaces de actividades; pero, al mismo tiempo, el dinero que circula y abunda ofrece a los demás numerosas posibilidades de obtener ganancias fáciles aunque innobles que se corresponden con el pesimismo social desencadenado por el desarrollo capitalista, por la concentración de la riqueza mueble e inmueble y por la creciente diferenciación entre ricos y pobres. Esta alianza, en la que no había solidaridad auténtica de intereses sino simple dependencia de unos con respecto a otros, no podía ser profunda ni duradera; pero mientras se creyó en la existencia de un programa político-social común, los equites contaron, para su batalla contra la nobilitas, con gran parte de la plebe urbana; frente a ellos, la nobilitas podía contar con la plebe rural que se vinculaba a sus miembros por vínculos más o menos firmes creados en las relaciones de producción así como también con nutridos grupos de la misma plebe urbana a los que conseguía sobornar a costa de ingentes gastos para convertirlos en su clientela política: no obstante, los equites consiguieron en ciertos momentos polarizar a esta última a su alrededor para lanzarla contra los baluartes de la nobilitas.

Los grupos subordinados.La profunda mutación que causa la conquista en el orden económico-social romano no sólo ha provocado la formación de nuevas clases dirigentes sino que también ha modificado la estructura del conglomerado de los grupos subordinados —pequeños poseedores y proletarios— fundiendo sus intereses tan íntimamente como para que constituyan poco tiempo después una clase sensiblemente solidaria y, más tarde, el elemento fundamental de un partido político.[24]

Constituyen esos grupos, en principio, los antiguos plebeyos de las clases de menor censo, que nunca habían logrado mejorar su situación sino en casos personales y aislados; pero aun en su mismo seno se producen ciertas transformaciones originadas por el desarrollo de la riqueza; así, la plebe rural comienza a disminuir sensiblemente en número, sea porque sus miembros se trasladan a tierras muy alejadas, sea porque abandonan las faenas rurales para incorporarse al proletariado urbano, fuera en la misma Roma o en alguna otra ciudad itálica o provincial. Con esto, se alteraban notablemente los elementos que integraban el complejo de las clases subordinadas, que modificaba notoriamente su fisonomía social. Al decrecimiento de la plebe rural corresponde un crecimiento del proletariado urbano; pero este crecimiento no es proporcional, porque, si bien es cierto que no todos los antiguos colonos y pequeños propietarios que abandonaban sus tierras se dirigían hacia las ciudades, también lo es que, además de ellos, otros contingentes —itálicos, provinciales, libertos— lo engrosaron de manera considerable. Junto a este creciente proletariado urbano está la disminuida plebe rural, que soporta difícilmente las duras condiciones a que se encuentra sometida,[25] que lamenta su impotencia para mejorarlas, pero que apenas se resuelve a cambiar su tipo de vida. En situación semejante se encuentran los colonos itálicos, que, por su situación de socii, tenían derecho a esperar una mayor participación en las ganancias de la conquista que la que realmente tuvieron[26] y se sentían ahora las víctimas más directas de la estrecha política de los grupos privilegiados.

En su primer momento, la transformación de los grupos subordinados depende de manera directa de la acción de las nuevas clases dirigentes, nobilitas y equites; y, cuando se acentúa el éxodo hacia las ciudades, se acentúa también la dependencia de los grupos subordinados —en su nueva estructura— con respecto a aquellas clases: una dependencia frente a los miembros de la nobilitas, señores de la política, cuya munificencia se extendía cada vez más en una marcha hacia una política demagógica por la consecución y el monopolio de las dignidades, que complicaba al proletariado urbano en el mantenimiento de una recíproca situación de privilegios y de subordinación; y una dependencia frente a los equites, señores de la nueva riqueza, de quienes dependían las nuevas formas de ganancia que movilizaban al proletariado urbano en una lucha cada vez más enconada contra la nobilitas por la dislocación del orden político-social.

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La crisis del siglo II

A partir de la primera mitad del siglo II las nuevas fuerzas económico-sociales creadas por la conquista van a tomar posiciones estratégicas para la lucha por el poder en el imperio en formación. Durante los primeros tiempos de ese proceso, la nobilitas se constituye como clase y se aferra al poder centralizándolo de manera cada vez más enérgica; pero esta política —legitimada por su eficacia durante la época de la conquista— pretende ignorar la significación de otras fuerzas derivadas, como la nobilitas misma, de la expansión territorial. Estas fuerzas crecen en poderío y en importancia social y su aspiración al poder político constituye el germen de una revolución que se gesta lentamente en el seno de la sociedad romana desde la primera mitad del siglo; frente a esas fuerzas y frente a sus aspiraciones, la nobilitas, compacta y solidaria durante la primera faz de la conquista, adopta, a partir de los primeros años del siglo II, dos posiciones que configurarán dos grupos antagónicos. Esta escisión de la nobilitas precipita la crisis y crea nuevos frentes de combate dando un nuevo aspecto a la lucha por el poder.

La escisión de la nobilitas.Consciente de su indiscutible calidad de ejecutora de la conquista, la nobilitas admite como indiscutible su derecho al control del imperio; pero mientras un sector de ella se siente autorizado a sostener una cerrada política de clase que asegure a las familias de la nobilitas, y nada más que a ellas, el usufructo del poder dentro de una sociedad impermeable a las nuevas corrientes originarias de las regiones conquistadas, otro sector comienza a sostener la necesidad de recoger en el mundo helenístico, incorporado ahora al mundo romano, junto con las directivas generales de la cultura, las experiencias que conduzcan a una adecuada organización del imperio, sin temor de llegar por esa vía hasta la ampliación de las filas oligárquicas o aun hasta la total transformación de la estructura política. Estos dos sectores —oligarquía conservadora y oligarquía ilustrada— aunque originados en el mismo proceso, se separan de inmediato, guiados por una interpretación radicalmente opuesta de la situación creada por la conquista y por concepciones políticas de distinta procedencia y de sentido divergente.

La oligarquía conservadora, cuya orientación es la de toda la nobilitas hasta la aparición de Escipión el mayor, se aferra a la vieja estructura institucional considerando que ha sido ella la que ha permitido el éxito de la conquista y que es ella la que puede garantizar su organización y su usufructo. Encabezada por los Valerios y los Fabios, contó con el apoyo de un homo novus de notables aptitudes políticas, M. Porcio Catón, lanzado a la liza por los Valerios y transformado en la cabeza visible del grupo. A su favor obraba la fuerza de las tradiciones de la nobilitas, su indiscutido prestigio y la posesión de los resortes del Estado; pero el orgulloso apego al poder que la guiaba la había obligado a subvertir, ella misma, el régimen institucional cuya pureza pretendían defender. Este régimen no tenía ya la fuerza que había evidenciado durante la guerra de Aníbal porque la realidad se había transformado y sus mecanismos no correspondían a las nuevas exigencias; pero todo intento de reforma parecía a la oligarquía conservadora un delito de lesa patria y se negaba a admitir la intromisión de cualquier innovación política, sin advertir que esos nuevos ideales no eran sino corolarios de la conquista misma y, muy especialmente, de la conquista del mundo helenístico, que proporcionaba a Roma una tradición secular sobre la técnica política del imperio.

La oligarquía ilustrada se constituyó, en la primera mitad del siglo II, como un partido de opinión, formado por miembros de algunas familias importantes de la nobilitas, reunidos bajo la dirección, primero, bajo la advocación, después, de Escipión el mayor. Promotor de la etapa más difícil de la conquista, representó para las generaciones subsiguientes el ejemplo vivo de una mentalidad moderna, a tono con las exigencias de la conquista y con la situación que ella creaba a Roma dentro del mundo helenístico.[27] En contacto con esa cultura, en efecto, el representante de la ilustre casa patricia había advertido —como pronto lo advirtieron otros— el contraste entre la superioridad político-militar de Roma y su precario desarrollo espiritual, y había aprendido a relacionar la nueva realidad romana con las ideas dominantes en el Mediterráneo oriental acerca de la naturaleza de las relaciones políticas y sociales; este aprendizaje fue particularmente fértil en el ánimo de Escipión el Mayor por el prestigio que —ante él y ante su grupo— acentuaba a la cultura griega. La técnica del poder imperial, problema fundamental planteado por la conquista, formaba parte, precisamente, del complejo de ideas difundido en el ámbito del mundo helenístico, parte del cual se había incorporado a la órbita romana; respondía, por sus directivas fundamentales, a un tipo de vida política y social que, él primero y la oligarquía ilustrada después, consideraron como característicamente “moderno”, contraponiéndolo a la tradición rural de Roma, inapropiada para las nuevas circunstancias. Admitiendo la experiencia política helenística, la oligarquía ilustrada admitió, pues, también, sus ideales de vida y, por eso, su oposición frente a la oligarquía conservadora se manifestó bajo esos dos aspectos.

Las tendencias de la oligarquía ilustrada. La circunstancia que impondrá sus características fundamentales a la oligarquía ilustrada será la coincidencia de dos clases de hechos: por una parte, la eliminación casi definitiva de los posibles rivales de Roma en el Occidente y la iniciación de la conquista oriental; por otra, el descubrimiento de la cultura helenística y la actitud receptiva que, frente a ella, adopta la oligarquía ilustrada. De estas dos clases de hechos había de derivarse una actitud frente al destino de Roma: sus caracteres serán la tendencia imperialista y la tendencia filohelénica. Desde los comienzos del siglo II las dos tendencias no aparecerán en aquel sector de la sociedad romana como susceptibles de ser disociadas: corresponden, en cierto modo, a una práctica y a una teoría de la política en el más alto sentido de la palabra y señalan el punto de coincidencia entre el genio romano y el complejo de ideas que predominaba en el Mediterráneo oriental.[28] El hecho de que un hombre de extraordinaria personalidad creara en momento oportuno una síntesis de ambas —o por lo menos autorizara, con ciertos aspectos de su conducta, a concebirlo como un símbolo, a pocos años de su muerte—[29] sin apartarse del primigenio sentido latino de la vida, dio a las nuevas tendencias, rápidamente, una vigencia ampliamente aceptada que produjo una violenta mutación en la concepción del destino político de Roma. Escipión el mayor polarizó, así, a su alrededor, a quienes simpatizaron con esta nueva concepción de la vida, constituyendo en poco tiempo, más que un partido político, un partido de opinión que obtuvo, no mucho después, el consenso unánime de los romanos y que había de aparecer entonces como la expresión natural y espontánea de los anhelos de la comunidad romana.

Filohelenismo e imperialismo son los caracteres fundamentales de la mutación que se opera al comenzar el siglo II. Antes de ese momento, las dos tendencias se habían insinuado en Roma,[30] pero sólo con Escipión el mayor y al fin de la segunda guerra púnica adquieren los caracteres de fuerzas determinantes de una conducta nacional. Todavía las primeras fases de la segunda guerra púnica, mientras Aníbal pisaba suelo italiano, revestían el carácter de una guerra de defensa.[31] Hasta ese momento, Roma no había hecho sino luchar con sus vecinos, asegurar sus fronteras con una lejana previsión, eliminar focos de posible rebelión ulterior. A esta concepción de la guerra correspondía su organización militar, jurídica y política. Pero sus fronteras continentales se ensancharon gracias a sus éxitos militares, y, al promediar el siglo III, tocan ya con vecinos poderosos —las ciudades griegas y púnicas— cuyo poder se apoya en sus relaciones trasmarinas. La primera guerra púnica, así como la guerra de Pirro, están todavía movidas por razones de seguridad: la invasión de Pirro, como la de Aníbal, demostrará los recursos extraitalianos de los vecinos del sur. Frente a esta circunstancia, Roma no ha encontrado sino la posibilidad defensiva, de resultados lentos e inseguros. Contra esta doctrina de la guerra, que en los últimos años del siglo III defendía de manera decidida Q. Fabio Cunctator, plantea la suya Escipión el mayor, logrando imponerla con el apoyo popular: su triunfo debía significar, para Roma, el despertar a nuevas e imprevisibles posibilidades.

Por esta vía se anuncia en Roma una política imperial, iniciada en fecha precisa y que corresponde a una inspiración capaz de desencadenar las fuerzas latentes de una comunidad con extraordinaria capacidad de expansión. Ya antes habían entrado en la órbita romana Sicilia y Cerdeña; pero sólo con la sumisión de Cartago percibe Roma la capacidad que poseía en potencia. Desde ese momento la expansión imperial será uno de los polos de la política romana, conducida por una elite que se agrupa alrededor de Escipión el mayor y que encuentra en la crisis que, en 201, se produce en el equilibrio de poderes del Mediterráneo oriental, una circunstancia favorable.

El desarrollo de la conquista, sobre todo a partir de la adopción de Sicilia como base de operaciones por Escipión el mayor, pone a los romanos en contacto estrecho y directo con el mundo griego; poco más tarde las legiones recorrerán Grecia, Macedonia y Asia Menor; en sus ciudades los romanos entrarán en contacto personal con griegos de las clases cultas, se apoderarán de las obras de arte existentes en ellas y algunos captarán el espíritu de la cultura helenística. Pero en forma más inmediata y más profunda percibirán allí una doctrina política, vigente entonces en todo el Mediterráneo oriental, y que satisface, a un tiempo mismo, las nuevas ambiciones romanas y los problemas que de ellas se deducen. El naciente imperialismo romano, surgido del libre juego de sus fuerzas expansivas y dirigido conscientemente por primera vez al comenzar el siglo II, encuentra en ella la justificación y la técnica de su nueva política, expresada en la tendencia a una dominación universal,[32] y en la tendencia a la instauración de regímenes autocráticos, respaldados por una legislación antioligárquica y revolucionaria en materia social[33] y por una creciente organización capitalista.

Pero, junto con este estímulo para su naciente e irreprimible ambición, Roma toma contacto con la realidad de las monarquías helenísticas del Mediterráneo oriental, todavía ornadas con el prestigio militar de Alejandro, que se insinúan, ya en el transcurso de la segunda guerra púnica, como nuevos rivales, adoptando posiciones con respecto a Roma, inamistosas unas y favorables otras.[34] Este conjunto de intereses y preocupaciones despierta en la oligarquía ilustrada un violento interés por el mundo helenístico, acentuado por las circunstancias políticas que se crean en el Mediterráneo oriental al comenzar el siglo II. En su primera y más profunda raíz, el filohelenismo romano no es sino una actitud política, expresada, por una parte, en la adhesión a sus doctrinas, que la oligarquía ilustrada acepta junto con el estilo de vida que les es propio, y, por otra, por una actitud hostil frente a sus actuales representantes, en la medida en que aparecen, desde ese momento, como inevitables rivales para las nuevas aspiraciones romanas.

Provocado por este primer contacto, el filohelenismo romano habrá de desarrollarse luego con diverso carácter. Poco después de la segunda guerra macedónica, la actitud filohelénica no puede ya asimilarse a una mera simpatía por las cosas griegas; lejos de eso, encubre un sentimiento muy complejo, en el que la duradera admiración por la cultura se une a un profundo desprecio por la raza y, en especial, por sus representantes de ese momento.[35] Más que lo que exactamente significa la palabra, el filohelenismo romano era una tendencia a incorporarse a la vida del Mediterráneo oriental, cuya cultura helenística cobraba los caracteres de “modernidad” y cuya tradición hacía de él el mundo culto por excelencia;[36] pero no se trataba de una adhesión pasiva, actitud para la cual no tenía capacidad el romano y que, por otra parte, no correspondía al momento psicológico del siglo II; se trataba, por el contrario, de una aspiración a la hegemonía, ensayada en otro escenario y que no podía desarrollarse ya sino en el Mediterráneo oriental. El filohelenismo romano era, pues, esencialmente político, pero, como correspondía a un impulso vigoroso y profundo, implicaba también la adhesión a este mundo en cuya vida Roma quería entrar con categoría señorial, y esta adhesión se manifestó de manera general en una admiración por todo lo que era expresión de la cultura helenística.

Pero si esta última tendencia se incorporó rápidamente a la vida romana, no ocurrió lo mismo con los elementos políticos que entrañaba. En efecto, el asomo de autocracia que se anunciaba en la política de Escipión el mayor debía suscitar una oposición más apasionada y decidida que no la vaga tendencia filohelénica que lo acompañaba. Frente a la insinuación de esa tendencia, la oligarquía conservadora, temerosa de perder las ventajas que el nuevo giro de la conquista prometía a la nobilitas, tomó una posición firme y resuelta. En efecto, así como alrededor de Escipión el mayor se organizaba un movimiento de tendencia autocrítica, alrededor de la mayoría del senado, que recogía toda la gloria de la organización y la defensa frente a Aníbal, se afirmaba, sostenido por la oligarquía conservadora, un movimiento contrario, defensor de la estructura cerrada y de los privilegios de la nobilitas. La lucha se planteó de inmediato en el plano político y, con la expatriación de Escipión el mayor, la oligarquía conservadora logró aniquilar el primer fruto de la nueva mentalidad filohelénica e imperialista, sorprendida en su rasgo más visible: la tendencia autocrática. Pero la fuerza de las nuevas corrientes espirituales era muy grande y, por debajo del plano político, siguió operando una deformación del viejo espíritu latino. Inadvertida, en general, para la oligarquía conservadora, interesada solamente en la defensa de los nuevos privilegios oligárquicos de la nobilitas, la acción de los nuevos elementos espirituales en el seno de la sociedad y la cultura romanas sólo fue señalada por Catón, a quien no se ocultaba la relación entre las nuevas tendencias políticas y la difusión de las ideas helenísticas.[37]

Pero el esfuerzo del insigne representante de la mentalidad rural romana había de ser estéril; el desarrollo de la tendencia filohelénica fue irreprimible y se advirtió en el doble plano del desarrollo espiritual y político.

La alianza revolucionaria. Acostumbrada al ejercicio del poder, partícipe de los privilegios y los recursos propios de la nobilitas, la oligarquía ilustrada se sintió llamada a intentar una intervención decisiva en la política romana con más posibilidades de éxito que aquellas nuevas fuerzas creadas por la conquista, poderosas social y económicamente pero celosamente mantenidas al margen de la dirección del Estado. Estas clases —equites y grupos subordinados en su nueva fisonomía— coincidían con los intereses de la oligarquía ilustrada, y constituían, precisamente, los nuevos resortes que la oligarquía ilustrada consideraba necesario ejercitar más activamente para asegurar una fructífera y duradera explotación del imperio; la alianza entre ellas se insinúa, pues, de inmediato, y el llevarla a término resultaba la consecuencia necesaria del punto de vista sostenido por la oligarquía ilustrada.

Ya la alianza entre los equites y ciertos grupos subordinados se había insinuado a fines del siglo III, con motivo de la aprobación del plebiscito Claudio, apoyado en el senado —e inspirado— por C. Flaminio; la solidaridad entre ellos se estrechará en el transcurso del siglo II, durante el cual aumenta el abandono de la tierra por parte de los pequeños colonos y se acrecienta en consecuencia el número de los que, en las ciudades, dependen de las nuevas actividades comerciales y financieras. Pero sólo la oligarquía ilustrada es capaz de reunir a su alrededor a todos estos grupos y constituir con ellos una poderosa fuerza política capaz de gravitar en la lucha por la conquista del poder. Las consecuencias de esta alianza eran tan inequívocamente revolucionarias que cuando la aristocracia ilustrada se encontró indiscutiblemente dueña del poder, temió sus consecuencias y una parte de sus miembros intentó detener su desarrollo; pero el retroceso era ya imposible y esa facción fue inmediatamente dejada de lado; fue, en efecto, la mayor o menor resolución para llevar hacia adelante esta política lo que determinó la aparición de facciones en el seno de la oligarquía ilustrada; las sucesivas crisis consiguieron eliminar a la facción moderada y entregar la dirección política a las facciones radicales; fueron éstas las que llevaron a la alianza revolucionaria hasta sus últimas consecuencias, con las clases subordinadas, primero, y con ellas y con los equites, después; su objetivo era quebrar el poderío de la oligarquía conservadora y, con ella, el de la nobilitas como clase cerrada. Su triunfo final, conseguido a pesar de sus muchas derrotas parciales, significó la conquista del poder por parte de una nueva oligarquía, eminentemente comercial y financiera, organizada dentro de un régimen de gobierno personal.

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II. LA EVOLUCIÓN DE LA OLIGARQUÍA ILUSTRADA

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La constitución de la oligarquía ilustrada

El poderoso sector de la nobilitas que puede caracterizarse como “oligarquía ilustrada” se constituye en el transcurso del siglo II como una consecuencia inmediata de la segunda guerra púnica; su origen se vincula, fundamentalmente, con la política de expansión trasmarina que inicia Escipión el mayor, con el despertar de las nuevas posibilidades económicas y con la elaboración de nuevos ideales de vida nutridos de elementos helenísticos. La vida romana sufre, a partir de aquel momento, un cambio fundamental motivado por la profunda mutación que se origina en todos sus planos al heredar Roma el control de los mares y al incorporarse, de ese modo, a la vida del Mediterráneo oriental. Desde entonces, las transformaciones económicas, que tan grandes consecuencias debían tener de por sí, se complican con las influencias que ejercen las ideas políticas y sociales y el tipo de vida que las minorías directoras descubren en aquella zona con la que entran en inmediato y frecuente trato.

Escipión el mayor ha aceptado íntegramente las responsabilidades de su destino; no sólo ha triunfado en Africa y en Asia, consiguiendo para Roma una vasta autoridad marítima y territorial, sino que ha estimulado, con su ejemplo, el conocimiento de la cultura helenística, en la que se nutría la inspiración autocrática que parecía convenir a la magnitud del destino imperial que se ofrecía a Roma. Así como se polariza frente a él una resistencia de las fuerzas conservadoras,[38] también se polariza a su alrededor un movimiento de adhesión a su política. Un grupo considerable de figuras eminentes de la sociedad romana comparte su orientación familiar, primero, y sus simpatías por la cultura griega, después. La oligarquía conservadora verá en este grupo un partido que se define por la poderosa figura de su inspirador: mientras vive y actúa Escipión el mayor, en efecto, la oligarquía ilustrada será, antes que nada, el partido escipiónico.

La cohesión del grupo, la evidencia de sus tendencias, el rápido crecimiento de su ascendiente en Roma, lleva a la oligarquía conservadora a la acción. El grupo es violentamente atacado en sus hombres más representativos a partir de 189. Los conductores de las operaciones de Grecia, Cn. Manlio Vulso y M. Fulvio Nobilior, son duramente acusados a su regreso, el primero por algunos de los legados enviados por el senado para controlar su gestión diplomática,[39] y el segundo por el cónsul de 187, M. Emilio Lépido,[40] mientras que con el proceso de las Bacanales se procura echar sombras sobre la totalidad del grupo. Pero no era suficiente; el que debía caer era el inspirador y principal sostenedor de esa tendencia, Escipión el mayor, que era quien más peso podía darle en el ámbito público. Para lograrlo se inicia, al finalizar la campaña de Asia, un complicado y tortuoso proceso por malversación, dirigido contra su hermano Lucio, responsable legal de la conducción de las operaciones; la actitud decidida de Publio determinó el fracaso de la acusación, pero ésta se volvió contra él mismo, apoyada en las oscuras circunstancias que habían rodeado la devolución sin rescate de su hijo por parte de Antíoco, en cuyas manos había caído; poco después, el procesos hasta entonces ventilado en el senado, es llevado a los comicios tribales y allí la oligarquía conservadora obtiene la condena de Lucio; Tiberio Sempronio Graco consiguió su libertad, pero la actuación pública de Publio, contra quien realmente se llevaba el ataque, quedó terminada con su abandono de la ciudad.[41] A consecuencia de ese triunfo la oligarquía conservadora consigue retomar el absoluto control del Estado, que por un momento creyó perder, reteniéndolo hasta 180, en que los Fulvios reconquistan sólidas posiciones.

A partir de ese momento, la oligarquía ilustrada reconoce la necesidad de fortalecer sus filas. Las alianzas matrimoniales corresponden a ese propósito, y, en 176,[42] los Cornelios casan a la hija menor de Escipión el Mayor con Tiberio Sempronio Graco, el defensor de Lucio, creando un sólido vínculo con una importante familia plebeya de la nobilitas.

En pocos años más, a partir de 180, la oligarquía ilustrada conseguirá imponerse y apoderarse de fuertes posiciones políticas. Después de Catón, sostenedor de la política de la oligarquía conservadora, constituida principalmente por los Fabios, los Valerios y los Livios y, de manera menos decidida, por los Claudios y los Emilios, la ofensiva de ese grupo comenzó a perder fuerza y sólo circunstancialmente consigue imponer sus puntos de vista a pesar de su sólida situación dentro de la nobilitas. Poco a poco algunos elementos que lo integraban comenzaron a pasarse a las filas de la oligarquía ilustrada, sobre todo después de la tercera guerra macedónica, época en que empiezan a coincidir con las tendencias de la oligarquía ilustrada algunos Claudios y Emilios.

Pero mientras crecía en número y en vigor, la oligarquía ilustrada entraba en una etapa difícil de su vida interna; hasta entonces sólo Escipión el mayor había tenido dentro de sus filas una posición predominante; desaparecida su jefatura comenzaron a diseñarse, entre las principales figuras del grupo, las ambiciones por la supremacía, a la que aspiraban varias personalidades destacadas dentro y fuera de él, sin que ninguna alcanzara definitiva singularidad. La aparición del hijo de L. Emilio Paulo, vinculado al grupo por su adopción por los Cornelios y por la educación recibida de ellos, planteó violentamente la cuestión de su hegemonía frente a figuras tan definidamente caracterizadas dentro del grupo como C. Claudio Pulcher o T. Sempronio Graco. La forzada ascensión de Escipión Emiliano al consulado en 147[43] debía provocar en el seno de la oligarquía ilustrada la primera de sus crisis.

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La crisis de 145

Por su nacimiento y por la tradición de su familia adoptiva, Escipión Emiliano podía considerarse, con derecho, destinado a detentar la hegemonía de lo que parecía no ser sino el grupo escipiónico. Pero el desarrollo de la vida política y la diversa significación que en ella habían adquirido algunos representantes distinguidos de familias poderosas adheridos a las tendencias de la oligarquía ilustrada y mayores en edad, crearon un movimiento de resistencia frente al joven heredero de la casa de los Escípiones que pretendía recibir, con el nombre de su abuelo adoptivo, no sólo la primacía militar, sino también la primacía política dentro del grupo que, en ese momento, se imponía en la vida pública romana. Este movimiento, iniciado a raíz de la elección consular para 147, tuvo rápido desenlace: en 145, un complicado haz de problemas precipita la definición de las facciones dentro del antiguo partido escipiónico. Como debía ocurrir más tarde, el nudo del conflicto parece haber sido la consideración de los problemas económico-sociales, manifestados en la necesidad de adoptar una política agraria concorde con los ideales de la oligarquía ilustrada; C. Licinio Craso, tribuno ese año,[44] y C. Lelio, amigo y consejero político de Escipión Emiliano, procuran encontrar —no podría afirmarse si, originariamente, en forma concurrente o encontrada— una solución al problema planteado por la plebe rural y la creciente ocupación del ager publicus; aunque profundamente incierta en cuanto a los detalles precisos, la cuestión suscitada por Licinio Craso y Lelio se adivina detrás de todos los conflictos personales que se producen en los años inmediatos; de la discusión y planteo de la cuestión agraria resultó una solución propuesta en sendos proyectos por C. Craso y por Lelio; pero el de este último fue oportunamente retirado por su autor, por la presión de los miembros interesados de la nobilitas sobre Lelio y Emiliano, mientras que el resto de los miembros de la oligarquía ilustrada se empeñaba en llevar a cabo la reforma agraria.[45] Esta disidencia se proyecta de inmediato sobre la política general y se manifiesta, ese mismo año de 145, en la discusión de la rogatio propuesta por Licinio Craso acerca de la constitución de los colegios sacerdotales.[46]

Entre 145 y 133, pues, las dos posiciones antagónicas nacidas en el seno del antiguo partido escipiónico polarizarán dos grandes sectores de la oligarquía ilustrada: uno que mantiene la antigua denominación de grupo o círculo de Escipión y otro que, en cierto modo, aparece como un partido antiescipiónico. Pero la significación de los términos ha cambiado. El actual partido escipiónico no se confunde con el formado alrededor de Escipión el mayor sino que es una parte de él; si bien escindido en facciones en las que las rivalidades personales asoman por entre las posiciones doctrinarias, el viejo partido escipiónico subsiste en cuanto supone una orientación general de la política y en cuanto coincide con un ideal de vida: es el conjunto de la oligarquía ilustrada; en su seno, a partir de 145, el grupo constituido alrededor de Escipión Emiliano coexiste con otro cuya cohesión proviene del celo que despierta la fácil gloria del heredero de los Cornelios, y cuya doctrina difiere de la de aquél. En efecto, Escipión Emiliano, en quien, en cierto modo, actúa como elemento moderador la influencia de la tradición de los Emilios, orienta su política, a partir de su primer consulado, hacia una postura más conservadora que la de su abuelo adoptivo. Los que se sentían continuadores ortodoxos de la política del Africano encuentran entonces —además de la tendencia a no ceder de buenas a primeras la hegemonía— un motivo doctrinario para oponerse a Escipión Emiliano. Alrededor de las cuestiones concretas que se plantean en 145, estas posiciones se aclaran y se definen: Escipión Emiliano y sus amigos constituirán la facción moderada dentro de la oligarquía ilustrada frente al grupo disidente, que constituirá la facción radical. Ya la elección consular para 143 revela el conflicto: contra los deseos de Escipión Emiliano, Q. Cecilio Metello Macedónico obtiene el consulado en compañía de otro miembro de la facción radical, Ap. Claudio Pulcher, hijo de C. Claudio Pulcher, el censor de 169.[47]

La facción disidente comienza desde este momento a estrechar sus filas, como treinta años antes lo había hecho el grupo escipiónico, mediante el establecimiento de vínculos de familia. En 143, Ap. Claudio casa a su hija con el joven T. Sempronio Graco, hijo del otro censor de 169 y, el mismo año, P. Licinio Craso Dives Muciano —hermano de P. Mucio Escévola— da en matrimonio una hija a C. Galba y acaso haya comprometido otra con C. Sempronio Graco, todavía niño.[48] De esta política de familia no puede haber estado ausente Cornelia, suegra de Escipión Emiliano y madre de los Gracos; su anuencia para la vinculación de sus hijos con los representantes del grupo ahora antiescipiónico, parecía probar que quien abandonaba la tradición del inspirador de la oligarquía ilustrada era, precisamente, quien ahora llevaba su nombre de adopción. Celosa de la memoria de su padre e identificada con sus tendencias, Cornelia no consideraba suficiente la continuidad del sentimiento filohelénico que se advierte en Escipión Emiliano con respecto a su abuelo adoptivo; faltaba en él la orientación política y la actitud radical que animaba al vencedor de Aníbal; temperamentalmente, Escipión Emiliano perpetuaba, más bien, la tradición de los Emilios, y Cornelia veía continuarse más fielmente la de su casa paterna en la facción radical opuesta ahora a su yerno: por eso se une a esta última, y por eso sus hijos se vinculan, desde su más temprana edad, a los representantes más distinguidos de esa facción.

La hostilidad entre ambas facciones producirá múltiples conflictos; en 143, vivo todavía el recuerdo del conflicto derivado de la elección consular para ese año, se produce una lucha por la censura entre el cónsul en ejercicio, Ap. Claudio, y el propio Escipión Emiliano, resultando elegido este último. En el desempeño de su magistratura, al año siguiente, se desencadena un nuevo conflicto con los miembros de la facción rival, representada esta vez por P. Licinio Craso, que desempeñaba el edilato.[49]

Hasta 138, la facción moderada mantiene sólidas posiciones, pero a partir de ese año la facción radical comienza a aventajarla: ese año, en efecto, tras la prisión de los cónsules, la facción radical lleva al consulado a C. Hostilio Mancino, junto con M. Emilio Lépido.[50] Sensible a la pérdida del favor popular, Escipión Emiliano procura reconquistarlo apoyando, el año siguiente, la ley Cassia de voto secreto,[51] y consigue, en la elección consular para 136, imponer a dos miembros de su facción, Sex. Atilio Serrano y L. Furio Filo. Pero todo hacía prever que no era sino un éxito pasajero y Escipión Emiliano accedió ese mismo año a realizar un brillante viaje diplomático por el Oriente que debía sustraerlo por un tiempo de las luchas políticas.[52] Su alejamiento significó la ocupación de las más altas posiciones por sus rivales: la censura de 136 por Ap. Claudio y M. Fulvio Nobilior, la dignidad de Princeps Senatus por el primero de ellos y los consulados sucesivos, excepto el de 134, año en el que las necesidades militares de las guerras de España recomendaron la designación del propio Escipión Emiliano.

Es así como se delinean, después de la crisis que se inicia en 145, las dos alas de la oligarquía ilustrada: el ala moderada constituida por Escipión Emiliano y sus fieles, y el ala radical formada por los disidentes con respecto a las cuestiones doctrinarias y los resentidos por la supremacía, injustificada a sus ojos, de Escipión Emiliano.

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La facción moderada de Escipión Emiliano

Conjugando la tradición de dos ilustres figuras vinculadas a la conquista, Publio Cornelio Escipión Emiliano, hijo de L. Emilio Paulo y nieto adoptivo de Escipión el mayor, constituía el centro de un núcleo de ciudadanos ilustres por el nacimiento y distinguidos en la vida pública.[53] Hombre moderado y sensato, dio al grupo que se formó a su alrededor un tono temperado, que lo alejaba de toda posibilidad de violencia. A su lado, como inspirador y consejero político, estaba Cayo Lelio, a quien lo unía una profunda amistad[54] y, alrededor de ambos, se reunía un núcleo de figuras más o menos notorias pero asiduas y fieles con respecto a Escipión Emiliano; eran L. Furio Filo, Q. Elio Tuberón, sobrino de Emiliano, P. Rutilio Rufo, C. Fannio Estrabón, todos ellos jóvenes de formación estoica, discípulos de Panecio, y Sp. Mummio, Q. Mucio Escévola, el augur, y M. Manilio.[55] Eran los familiarissimi pero, sin duda, no los únicos que compartían las opiniones políticas de Escipión Emiliano y reconocían su autoridad; sin lograr una amplia y decidida adhesión, el grupo que se reunía alrededor del representante de la ilustre casa patricia atraía el respeto y la consideración tanto entre los grupos populares como entre la oligarquía conservadora.

El círculo de Escipión Emiliano desarrolla en ese momento una notable actividad no sólo política sino también intelectual. Griegos emigrados y romanos solidarios por razones de parentesco o de orientación espiritual, se agrupan en torno a él y a sus amigos, para enseñar o para aprender, pero, en todo caso, contribuyendo a definir y fortalecer un sector de la opinión romana.

Un griego, Polibio de Megalopolis, veinte años mayor que Emiliano, cumple en el grupo un papel importantísimo.[56] Polibio es un aristócrata de su ciudad, hijo de Lycortas, y vinculado, en consecuencia, a las últimas peripecias de la Liga Aquea. Habituado a la política y a la guerra, Polibio es un gran señor venido a menos cuya nobleza constituía para los oligarcas ilustrados una presentación inmejorable. Pero al mismo tiempo Polibio es un espíritu cultivado y atraído por las letras y la historia. La biblioteca de Emiliano, de la que debían formar parte algunas obras de la del rey Perseo de Macedonia,[57] constituyó el primer vínculo de unión entre el exiliado griego y la casa patricia,[58] y, desde ese momento, comenzó un intercambio destinado a fructificar en el espíritu de Escipión Emiliano y en el de sus amigos.

También había de ejercer grande influencia en ellos un filósofo estoico, Panecio de Rodas, ilustre maestro del Pórtico, en cuya cátedra había de profesar largos años a la muerte de su maestro Antipáter de Tarso. Panecio se radica en Roma y se vincula a Emiliano, a Polibio y a sus amigos;[59] goza en ciertos momentos de la predilección de Emiliano[60] y, por el género de sus investigaciones morales,[61] consigue que su pensamiento sea fácilmente asimilado en Roma, contribuyendo de esa manera a provocar una más asidua frecuentación del pensamiento griego por la elite intelectual.[62]

También formaron parte del grupo algunos poetas. Terencio, cuyas comedias respondían a la delicada sensibilidad de la elite, estaba tan estrechamente vinculado a Emiliano y a Lelio que se llegó a decir de ellos que habían colaborado en su obra;[63] Lelio —según Cicerón—[64] lo llama varias veces su amigo así como llama también amigo y huésped a Marco Pacuvio,[65] poeta trágico de gusto tan helenizante como el de Terencio. Vinculado también a Lelio estaba Lucilio, poeta satírico, crítico mordaz de la moda helenizante, aunque helenizante en el fondo él mismo.

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La facción radical: Cornelia y los rivales de Escipión Emiliano

La influencia de Escipión Emiliano, suficientemente poderosa como para agrupar a su alrededor un fuerte núcleo de opinión, se tornaba insufrible para sus compañeros de personalidad vigorosa y de ambiciones definidas. A su lado no duraron, pues, sino ciudadanos distinguidos pero mediocres o poco ambiciosos. Frente a él, en cambio, se pusieron, sucesivamente, todos los que tenían relieve propio y aspiraciones dentro de la oligarquía ilustrada y de la vida pública; así, en efecto, aun cuando coincidieran en las líneas generales de su orientación política, los miembros importantes de las familias pertenecientes a la oligarquía ilustrada se resistían a dejarse oscurecer por el prestigio que Emiliano poseía como herencia de sus dos familias y por el que había ganado por su actuación militar. A partir de 145 esta resistencia se transformó en oposición sistemática; Cicerón los llama obtrectatores et invidi Scipionis;[66] porque, en efecto, no eran fundamentalmente enemigos, sino, por el contrario, aliados frente a la oligarquía conservadora; pero eran al mismo tiempo rivales —encontrados en sus ambiciones personales de predominio— que se disputaban la supremacía dentro del partido de la oligarquía ilustrada en que militaban juntos, y en el seno del cual las disensiones originadas por el curso de la acción política y las que provenían del choque de las ambiciones personales se entremezclaban oscuramente.

La casa de Cornelia y los Gracos . Junto a los rivales de Escipión Emiliano tomó partido la propia Cornelia. Hija de Escipión el mayor, había heredado de su casa el gusto por la cultura griega y estuvo, en diversas épocas de su vida, en contacto con sus figuras más distinguidas.[67] En 176, unos años después de muerto su padre y siendo todavía muy joven, había sido casada con T. Sempronio Graco, miembro destacado de una familia plebeya de la nobilitas estrechamente unida a la de los Escipiones.[68] De sus numerosos hijos solamente tres llegaron a edad adulta, de los cuales una mujer, Sempronia, fue la esposa de Emiliano y los dos varones fueron los tribunos Tiberio y Cayo. Viuda desde 154, año del nacimiento de Cayo,[69] Cornelia debió hacerse cargo de la educación de sus hijos, a quienes crió en la doble admiración de su padre y de su abuelo materno, y de acuerdo con la orientación espiritual heredada de su casa.

T. Sempronio Graco se había formado al lado de Escipión el mayor y de su hermano Lucio, en la campaña contra Antíoco, en 190,[70] y había merecido allí la confianza de ellos. En el juicio contra los Escipiones, T. Graco, que desempeñaba ese año el tribunado, intervino en favor de Lucio para salvarlo de la prisión, vetando la decisión de la asamblea.[71] Esta actitud se originaba en las relaciones que unían a su familia con la de los Escipiones,[72] relación que el mismo Tiberio afianzaba; pero su actividad política lo vinculó también con otras figuras de la oligarquía ilustrada; en su consulado de 177 y en su censura de 169, había actuado junto a C. Claudio Pulcher[73] y con la familia de éste debía mantener después la suya relaciones políticas y de parentesco. En cuanto a sus tendencias, T. Graco compartía el amor por la cultura griega que su esposa había heredado de su casa paterna; profundo conocedor de la política de las ciudades griegas, el senado le encomendó más de una vez el estudio y la solución de los problemas que planteaban a Roma las múltiples embajadas y los interminables conflictos que se producían entre ellas.[74] Solidarios, así, en las tendencias y en los gustos, la orientación de la casa de Cornelia y T. Graco debía reflejarse en la educación dada a sus hijos.

Vinculados a la casa de Cornelia —quizás antes de la muerte de T. Graco— estuvieron algunas figuras distinguidas del pensamiento griego de su tiempo. El filósofo estoico Cayo Blosio, natural de Cumas, fue designado preceptor de los dos jóvenes. Antiguo discípulo de Antipáter de Tarso —el maestro de Panecio—[75] había llegado a Roma seguramente formando parte de los contingentes que salieron del sur de Italia después de las sublevaciones serviles,[76] siendo recibido —y acaso liberado— por los Escévolas,[77] en cuya casa había estado hasta que pasó a la de Cornelia; hombre de temperamento exaltado y de vigorosa personalidad moral, fue el amigo y el inspirador de Tiberio Graco;[78] fracasado el intento de éste y habiendo conseguido huir, Blosio se refugió en las filas de Aristónico,[79] cuya campaña por la conquista del trono de Pérgamo se teñía con los colores de un movimiento social de carácter revolucionario.

También fue maestro de los hijos de Cornelia y acaso contertulio asiduo Diófanes de Mitilene, rétor distinguido, exiliado de Lesbos por razones políticas.[80] Diófanes trajo a Roma su experiencia y su concepción política sobre los problemas de la época, procurando fijar allí las directivas impuestas por su pensamiento y su sentimiento griegos. Pero además de las ideas, Diófanes desarrolla en el joven Tiberio la convicción del poder oratorio,[81] tal como quedaba configurado en el tipo de orador político que se ejemplificaba en la figura de Pericles.

Todas estas influencias coincidieron en la educación de los dos hijos varones de Cornelia y T. Graco. Huérfanos de padre, ejerció cierta tutela sobre ellos Escipión Emiliano, debido a su casamiento con Sempronia; con Tiberio, sobre todo, esta relación se manifiesta con cierto grado de intimidad desde la época de la campaña de Africa, durante la cual había compartido la tienda de campaña.[82] Pero la situación que se crea en el seno de la oligarquía ilustrada alrededor de 145 conmueve las relaciones de Emiliano con Cornelia y sus hijos; la facción que se constituye con los rivales de Emiliano consigue atraerlos y esa adhesión se afianza con vínculos matrimoniales,[83] que unen a los jóvenes Gracos con las casas de los Claudios y de los Licinios; de la primera debía recibir Tiberio su tradicional tendencia demagógica y por la segunda establecería Cayo estrechas relaciones con los nuevos grupos capitalistas. Es así que coinciden en los dos futuros tribunos las inspiraciones de los dos sectores de la aristocracia ilustrada: de uno por el nacimiento y la educación y de otro por el azar de los primeros pasos en la vida política.

Los rivales de Escipión Emiliano. Hombres de distinta edad y significación componían el grupo de los rivales de Emiliano.

Ap. Claudio Pulcher. Hijo de C. Claudio Pulcher —el colega de T. Sempronio Graco en el consulado de 177 y la censura de 169—, Ap. Claudio tenía, por su familia y por su actuación, un lugar privilegiado dentro de la vida pública romana; había sido una de las cabezas de la escisión producida en las filas de la oligarquía ilustrada y su prestigio y su ascendiente le permitieron oponerse decididamente y con probabilidades de éxito a Escipión Emiliano; durante su consulado de 143 había pretendido contra éste la censura para el año siguiente, y la lucha que esta competencia provocó consumó la ruptura entre ambos;[84] consiguió luego ascender a la dignidad de princeps senatus y en el seno de ese cuerpo su voz adquirió gran autoridad; desde ese cargo, y apoyado en esa situación, A. Claudio preparó la ofensiva de 133, de la que debía ser protagonista su propio yerno, Tiberio Graco, inspirada en los principios políticos de la oligarquía ilustrada, que él compartía cálidamente no sólo por convicción personal sino también porque la tendencia filohelénica y autocrática había sido desde antiguo característica de su casa: con tonos semejantes señalaba la tradición las figuras de Ap. Claudio el decenviro y de Ap. Claudio el censor.

Q. Cecilio Metello Macedónico. Sucesivamente amigo y rival de Emiliano fue Q. Metello, quien algunas veces es señalado como uno de los jefes de la oligarquía ilustrada que se oponen a Escipión Emiliano[85] pero que antes había estado unido a él.[86] Q. Metello era un apasionado por la cultura griega; fue él quien llevó a Roma algunas piezas importantes de su arte[87] y había contratado artistas griegos para la construcción de monumentos en Roma;[88] pero donde su filo-helenismo se hace más notorio es en la actitud que asume ante los conflictos provocados por las ciudades griegas en los que debió actuar como general o como diplomático[89] y en los que su gestión tuvo un tono mesurado que permitió llegar a soluciones tolerables para los Estados griegos.

Después de cierto momento, Q. Metello se transforma en uno de los más constantes y decididos rivales de Emiliano, en el senado y en el foro.[90] Una tradición quiere, sin embargo, que a la muerte de este último, Metello haya rendido un homenaje postumo a la memoria del “más grande ciudadano de la república”, ordenando a sus hijos que condujeran su cadáver,[91] testimonio de su íntima y radical solidaridad partidaria.

Los Escévolas. Uno de los Escévolas, Quinto Mario, el augur, era yerno de Lelio[92] y pertenecía al círculo de Emiliano; pero otros dos, en cambio, pertenecieron a la facción de sus rivales más decididos. En efecto, Publio Mucio Escévola, el jurista, que fue cónsul en 133, era hombre de notorias convicciones reformistas; se mantuvo distante de Emiliano y, en cierto momento, pareció también su rival,[93] y su hermano Quinto fue adoptado por los Licinios y fue una figura destacada de la facción de los rivales de Emiliano.

P. Licinio Craso Dives Muciano. Escévola de origen, P. Craso heredó de su familia adoptiva una posición beligerante e intransigente. En efecto, desde el principio de su actuación los Licinios habían mantenido una actitud política definida que los había llevado, al finalizar el siglo III, a unirse a Escipión el mayor; en su consulado. Dives[94] y otros miembros de la familia habían formado en las filas de la oligarquía ilustrada. Es precisamente uno de ellos, C. Licinio Craso, tribuno en 145, quien plantea la escisión en el seno del grupo, alrededor de la cuestión agraria[95] y de la cuestión del sacerdocio.[96] Este conflicto provocó la formación de la facción radical y en ella entró P. Craso Muciano, hombre de gran riqueza y vinculado a los grupos comerciales y financieros. Siendo edil, en 142, se planteó entre él y Emiliano, que ejercía la censura, un grave conflicto,[97] en momentos en que ya P. Craso afirmaba su situación dentro de su facción y se vinculaba a Cornelia; por la concertación del matrimonio de su hija con Cayo Graco se acentuó esta relación solidaria.

M. Fulvio Flaco. Camarada y amigo solidario de los dos Gracos, M. Flaco pertenecía a una familia vinculada de antiguo a la tradición de la oligarquía ilustrada. Con Fulvio Centumalo había inaugurado la serie de las expediciones más allá del Adriático, siendo cónsul en 229, cuando le tocó comandar la flota que debía combatir contra los ilirios;[98] hacia la misma época, un miembro de la familia —Q. Fulvio Flaco, cónsul en 209— se había manifestado como enemigo de los planes de Escipión el mayor;[99] pero poco después los Fulvios entraron abiertamente en la corriente de la oligarquia ilustrada; en 189, M. Fulvio Nobilior fue encargado de las operaciones contra los etolios, mientras los Escipiones desarrollaban en Asia su campaña contra Antíoco, y, por entonces, su despojo de Ambracia fue famoso por la cantidad de obras de arte griegas que proporcionó a Roma.[100] Los Fulvios estaban íntimamente unidos a los Escipiones, y el ataque de que hace víctima el cónsul M. Emilio Lépido al vencedor de los etolios, puede considerarse como parte de la ofensiva dirigida por la oligarquía conservadora contra Escipión el Mayor y, por intermedio de éste, contra la oligarquía ilustrada;[101] frente a esta acusación interviene T. Sempronio Graco, el censor de 169, entonces tribuno, para ayudar a M. Fulvio Nobilior contra los ataques del tribuno M. Aburius, personero del cónsul Lépido.[102] Después del periodo de predominio de la oligarquía conservadora, son precisamente los Fulvios quienes, hacia 180, consiguen imponer la política de la oligarquía ilustrada. Consecuente con esta tradición familiar M. Flaco estuvo desde el principio dentro de la oligarquía ilustrada y fue uno de los inspiradores y ejecutores de la nueva escisión de 133.

La crisis de 133

Así, escindida en dos alas, una moderada y otra radical, llega la oligarquía ilustrada al año 133, en que uno de sus miembros más conspicuos, R Mudo Escévola, ocupa el consulado, y Tiberio Graco es elegido tribuno. El ala radical prepara y ejecuta entonces un plan de acción política y social; pero el giro que toman los acontecimientos por la orientación impuesta a los mismos por Tiberio y algunos amigos, provoca una nueva situación de crisis, esta vez dentro de la facción radical de la oligarquía ilustrada. En efecto, la totalidad de la facción, de la que, en principio, provenía la inspiración de la política graquiana, no se solidariza con la dirección y las consecuencias previsibles que la actitud de Tiberio Graco, por la fuerza de los acontecimientos y por la de su inspiración política, había determinado. Mientras Ap. Claudio, P. Craso y M. Flaco mantienen su adhesión al tribuno, otros miembros distinguidos de la facción, como Q. Metello y Q. Escévola, se acobardan ante las proyecciones revolucionarias que descubren en él.[103] Simultáneamente, la facción moderada, ahora más aferrada que nunca a su política porque confirma sus temores acerca de las últimas consecuencias inevitables entrevistas en los principios generales de la oligarquía ilustrada, comienza a entrar en relaciones con los grupos de la oligarquía conservadora, que procura hábilmente atraerla hacia sí para consolidar su propia situación, aun cuando, en el fondo, no pueda olvidar el abismo que la separa de ella. Esta actitud de Escipión Emiliano y sus amigos deberá conducirlos a la defensa de los itálicos en contra de la política instaurada por la ley Sempronia agraria,[104] y, en general, a tomar una función directiva dentro de la alianza reaccionaria.

Tres núcleos constituirán, en consecuencia, el partido de la aristocracia ilustrada entre 133 y 129, año en que muere Emiliano: el sector moderado encabezado por éste, el sector radical y revolucionario, solidario con la política iniciada por Tiberio y con sus consecuencias previsibles, y un sector intermedio, desgajado de este último, constituido por los que repudiaban o temían los métodos revolucionarios y las realizaciones concretas e inmediatas insinuadas en la política de Tiberio Graco. Con la muerte de Escipión Emiliano la facción moderada perderá su autonomía como grupo, desapareciendo en la práctica, mientras sus componentes y simpatizantes se funden poco a poco con los restos de la oligarquía conservadora que, a su vez, va evolucionando hacia la política imperialista; también se fundirán con ella algunos elementos del sector centrista, y la totalidad de los efectivos políticos se organizará para formar la alianza reaccionaria. La facción radical, a partir de 133, procurará, por su parte, fortalecer su política buscando el apoyo de los grupos comerciales y financieros y aceptando sus exigencias; este conglomerado, dirigido por los miembros distinguidos de la facción radical de la oligarquía ilustrada, constituirá la alianza revolucionaria.

Dos grandes frentes, pues, volverán a encontrarse después del tribunado de Tiberio Graco en la lucha por el poder.

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III. LA RECEPCIÓN DE LA CULTURA HELENÍSTICA EN ROMA

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El hecho histórico-social de la recepción helenística

Carácter y circunstancias. La iniciación del siglo II —en cuyos primeros años se desarrolla la segunda guerra de Macedonia— se caracteriza en Roma por un despertar del interés por la cultura griega. Encerrada hasta entonces en su peculiar concepción de la vida, cegada, tanto por su orgullo nacional como por su hasta entonces limitada área de acción, para percibir valores ajenos, Roma descubre, bajo el nombre de Grecia, la cultura helenística, desarrollada en el Mediterráneo oriental y constituida por los aportes de las viejas culturas orientales sobre el sólido tronco griego, que conserva para sí el papel de núcleo del movimiento de aluvión.

El contraste impresionó profundamente a los romanos, quienes en consecuencia subestimaron su propia cultura de vieja raíz itálica. Por sobre ella quisieron imponer la cultura helenística, tan débil como fina, y la adopción se produjo por el otorgamiento de una indiscutible validez a las ideas y a los gustos que provenían de Grecia y que se manifestaban en todos los órdenes de la vida.

El filohelenismo fue en Roma una tendencia avasalladora a partir de la segunda guerra púnica; tomó los caracteres de una moda y produjo todos los excesos propios de ese carácter; de aquí, pues, que se desarrollara con un doble aspecto, aristocrático y popular, promovido el primero por los emigrados distinguidos y algunas familias romanas poderosas, y el segundo por la ingente masa de esclavos que inundaba el foro y monopolizaba ciertas funciones de la vida social.

Entre la clase dominante, el filohelenismo cundió extensamente y polarizó alrededor de sus ideales un vasto sector que, en homenaje a la nueva luz, inmoló, en mayor o menor medida, las tradiciones patrias. Esta oligarquía ilustrada se apoderó, con el tiempo, de las posiciones públicas y constituyó, por su prestigio y por su acción, el elemento social dominante del siglo II, caracterizado, precisamente, por su recepción de la cultura griega y por su conducta, derivada de esa circunstancia.

Su acción se hizo evidente tanto en la política interior como en la exterior y se desarrolló simultáneamente con la invasión de las ideas griegas en materia económica, social y política. Pero, al mismo tiempo, se hacían notar en Roma las influencias de la especulación teórica y de las tendencias literarias y plásticas vigentes en el Mediterráneo oriental. Unas y otras configuran el hecho histórico-social de la recepción griega, producido por la actitud helenizante de la oligarquía ilustrada romana, grupo imperialista en el que la simpatía por lo griego coincidía, en diversa medida, con la vocación conquistadora y autocrática.

Hasta la segunda guerra púnica, las relaciones que Roma había mantenido con el mundo del Mediterráneo oriental no habían pasado de meros contactos superficiales, que ni habían inducido al conocimiento de la cultura griega ni habían facilitado la asimilación de ideas y costumbres.

“Antes de esa época —dice Polibio refiriéndose a la CXL Olimpiada—[105] la vida de los pueblos está como aislada, los hechos que se desarrollan en cada uno de ellos tienen un origen, un resultado, un escenario que les es propio”; Roma, por su parte, había mantenido su tendencia expansionista dentro de los límites de la Italia y el mundo griego no había tenido aún la sensación de su poderío. Pero, al mismo tiempo, había mantenido su interés localizado dentro de su propio territorio y su vida se desarrollaba siguiendo el curso de su tradición autóctona, sin que estímulos exteriores atrajesen su mirada hacia otras maneras posibles de vida. Así, el contacto ulterior de una y otra evidenció el contraste profundo entre la estructura moral romana, un poco ruda pero intacta de todo criticismo y, en consecuencia, vigorosa y pujante, y la estructura moral del mundo helenístico, en el que no se había salvado un solo pilar de la acción corrosiva de la actitud criticista. En su faz negativa, el contraste evidenció la superioridad de la inteligencia griega; pero por debajo de la primera confrontación quedaba en pie la supremacía moral, tan gigantesca como simple, del alma romana.

Es durante los últimos años del siglo III y los primeros del II cuando estos dos mundos, hasta allí desconectados, entran en contacto:

“Pero en seguida —dice Polibio refiriéndose a la CXL Olimpiada—[106] la historia no forma, por así decirlo, más que un solo cuerpo: un vínculo común acerca y une entre ellas a Italia, África, Sicilia y Grecia: todo converge hacia un mismo fin.”

Esta aproximación no se produce, en rigor, sino por parte de Roma, a la que la segunda guerra púnica ha dado categoría internacional y confianza en sus propias fuerzas.

A partir de ese instante, aspira a ingresar en el círculo de las grandes potencias del Mediterráneo oriental, y, desde el primer momento, adquiere entre ellas una categoría hegemónica indiscutida, producto del contraste de su fuerza con la debilidad de la de aquéllas.

Pero ese contacto reveló a Roma un mundo ignorado; ya Sicilia enseñaba cuál era el clima moral del mundo helenístico; la vida griega había mantenido allí relaciones regulares con el Mediterráneo oriental y sus ciudades vivían incorporadas a su ámbito; avanzada occidental de la cultura helenística, estaba destinada a ser el punto de contacto entre esta última y Roma. De allí debían venir, en efecto, obras de arte griegas, artistas y escritores, que buscaban en la nueva potencia nuevas posibilidades; de allí debían venir, en calidad de esclavos, gentes de alta cultura que asumirían distintas funciones en la vida social, trasplantando todo su contenido de costumbres y de saber; y allí debían encontrar los romanos que llegaban hasta la isla ciudades como Siracusa, en donde la vida se desenvolvía dentro de un ambiente desconocido para ellos, llena de refinamientos y de lujos y de posibilidades “modernas”. Como para Escipión el mayor, la metrópoli griega del sur había de ser, para muchos romanos, la primera escuela de helenismo, donde habían de aclararse las oscuras nociones que, sobre el mundo griego, existían en Roma después de la guerra de Pirro y la primera púnica.

Las vías de la influencia helenística. La influencia de la cultura helenística se ejerció por la vía directa del conocimiento personal y por la vía indirecta de la difusión literaria.

El conocimiento directo de la realidad y de las ideas helenísticas. Fue, en efecto, con el contacto directo y personal como se produjo principalmente el fenómeno de la adhesión romana a la cultura griega. Por razones de Estado, funcionarios y magistrados romanos recorrían permanentemente las regiones del sur de Italia y de Sicilia, y el espectáculo de las costumbres griegas produjo en ellos una impresión de sorpresa y de entusiasmo. Tras el contacto con las costumbres y los gustos aparecía el interés por la literatura y las artes plásticas, y, poco a poco, el contacto directo con los círculos cultos que reflejaban en grado máximo esos gustos y tendencias. Esta vinculación no se produjo solamente en Italia y Sicilia; a partir de Flaminino, los romanos comenzaron a visitar Grecia, a interiorizarse de sus problemas, a conocer a sus hombres y a asimilar sus ideas. Flaminino había dado el módulo de las relaciones entre los dos pueblos, impulsado por un sentimiento de admiración profunda por la cultura griega, y, aunque poco a poco fue palideciendo entre los romanos la simpatía por el pueblo griego,[107] nada pudo evitar el prestigio espiritual que ornaba a Grecia y que daba a sus tradiciones y costumbres un alto valor frente a la vida nacional romana. En rigor, aun cuando Roma adopta una política destinada a acentuar su control sobre las ciudades griegas, el senado la pone en manos de ciudadanos cuyo conocimiento de sus conflictos recíprocos y de sus características corresponde a una profunda simpatía y a una radical admiración por su desarrollo espiritual. Ese tono tuvieron en general las múltiples embajadas encomendadas a comisiones senatoriales, sin que baste la actitud prepotente de alguna de ellas para negar ese carácter general; un grupo numeroso y selecto de ciudadanos romanos adquiría, en el diligenciamiento de los negocios griegos, un conocimiento detallado y profundo de las costumbres, de las ideas morales y de los hábitos políticos helenísticos, y junto al rígido y reducido repertorio de ideas vigentes en Roma, agregaba este contacto un nuevo elenco de posibilidades, desarrollables, sobre todo, en el campo de la acción política.

Actuaron en el mismo sentido los griegos llegados a Roma como prisioneros o como rehenes.[108] Pero cuando se desarrolló en forma sistemática la propagación de las ideas helenísticas, fue cuando las embajadas griegas tuvieron que defender en Roma la posición política de sus correspondientes Estados, su conducta y sus aspiraciones nacionales. Esta defensa se ponía, generalmente, en manos de filósofos y de oradores, que, además de su misión oficial, cumplían una misión de enseñanza y divulgación, estimulada por los grupos romanos filohelénicos. Esta doble misión de embajadores y maestros acrecentaba el prestigio personal de los oradores y, en consecuencia, el número de sus oyentes. Los grupos conservadores, por su parte, procuraban evitar esta difusión sistemática; en 173, el senado había expulsado de Roma a dos filósofos epicúreos, Alkaios y Filiskos, por profesar públicamente sus doctrinas[109] y algunos años más tarde, en 161, otro decreto, seguramente de inspiración catoniana, dispuso la expulsión de todos los filósofos y rétores.[110]

Pero el carácter diplomático que investían estos propagandistas prestigiosos dificultaba la persecución sistemática que pretendían ejercer los grupos conservadores. En 159 Atalo II, rey de Pérgamo, envía a Roma como embajador a Crates de Mallos, cuya palabra causa allí profunda impresión;[111] pero la embajada que mayor repercusión tuvo fue la que envió Atenas en 155, constituida por un filósofo estoico, Diógenes de Babilonia, un filósofo peripatético, Critolao, y un filósofo escéptico, Carneades, el fundador de la nueva Academia.[112] Su importancia fue, sobre todo, extradiplomática. La figura de Carneades cobró en Roma un prestigio inmenso y subyugó a los jóvenes de familias distinguidas que se daban a los estudios literarios y filosóficos.[113] El número de romanos para quienes era censurable esa influencia debía ser pequeño pues Catón observaba la general complacencia con que se veía la estada de los rétores griegos; pero a pesar de eso, Catón consigue que se despache con rapidez el asunto de la embajada para apresurar la salida de Carneades y sus acompañantes.[114] La embajada dio muestras de su poder dialéctico y maravilló a los romanos por la versatilidad de su argumentación así como por su solidez. Se conoce su desarrollo: Carneades habló dos veces, en dos días seguidos, sosteniendo el pro y el contra de la justicia y causando profunda sorpresa en su auditorio.[115] El alarde de inteligencia causó gran impresión y suscitó vivas controversias, poniendo de manifiesto un punto de vista de gran actualidad en el mundo griego y sorprendente para el espíritu romano. Después de su partida su influencia perduró largo tiempo y todavía Cicerón guardaba un recuerdo vigoroso del filósofo escéptico.[116]

La vía literaria. Si la Italia griega y Sicilia influyeron en Roma haciendo entrar por los ojos de los romanos la vida y las costumbres helenísticas, también influyeron en forma indirecta dejando filtrar los contenidos de su cultura a través de la obra literaria de algunos griegos incorporados a la vida romana.

El teatro fue, desde un comienzo, el más activo vehículo de propagación de las ideas griegas. En un pueblo que hasta entonces —mediados del siglo III— no había conocido más espectáculo que los juegos de circo —dice Tito Livio—[117] un día, con el propósito de apaciguar la ira divina, se introducen las representaciones teatrales. Quien escribe las primeras obras en latín es un griego de Tarento, Livio Andrónico,[118] que traduce y adapta algunas obras griegas. Desde entonces, ésta será la tradición del teatro, pese al intento latinizante de Nevio.[119] Otro griego de Calabria, Ennio, introducirá, con el verso heroico griego, los grandes temas trágicos y dará en latín los temas de Medea, Hécuba, Euménides, traduciendo, glosando o fundiendo originales griegos. Pero más influencia que la tragedia, donde solamente se trasuntaban esquemas retóricos, había de tener la comedia, en la que, con independencia de los temas, se describían ambientes contemporáneos y se presentaban costumbres y personajes de origen griego. Plauto, como Ennio, insiste en declarar que no hace sino traducir obras griegas,[120] en especial de Menandro, y Terencio sigue la misma vía. Sus modelos no serán solamente los de la comedia media sino también los de la comedia nueva, muy desarrollada en Sicilia, donde se encuentran temas y modelos.[121] Mezclado con la trama, se desliza el cuadro de las costumbres contemporáneas del mundo helenístico, lleno de astucias y de malas artes, de aventureros y de picaros; una libertad que es desenfreno flota en ese ambiente y se exagera en la comedia, en la que la búsqueda del efecto cómico incitaba a preferir la descripción de los ambientes más libres. Pero no sólo divulgaba la comedia el clima de licencia que, en materia de costumbres, predominaba en el mundo griego; al mismo tiempo, exponía toda una doctrina de la vida, con profusión de alusiones a problemas sociales, políticos y religiosos. Esta doctrina surgía de la conciencia helenística, que por ser profundamente criticista facilitaba la insinuación irónica y aun la torpe deformación popular de algunas ideas. Así, entre Livio Andrónico y Terencio —es decir, entre la primera y la tercera guerra púnica— una escuela de costumbres y de ideas exóticas se desarrolla sobre los tablados y su enseñanza penetra hondamente en un público sorprendido ante las vastas posibilidades de vida que descubre.

Si bien menos visible, no fue menos importante la introducción de la narración histórica. Un hombre profundamente vinculado a las cosas griegas, Fabio Pictor,[122] comienza a sistematizar la historia romana en un sentido semejante al que había guiado a los poetas. Pero desde el primer momento se advierte la influencia griega; y no sólo en la circunstancia —por otra parte controvertida— de que escribiera en esa lengua, particularidad que fue mantenida luego, sino en la exactitud con que se atiene al esquema historiográfico, esto es, a la interpretación de la historia romana que ya habían dado historiadores griegos como Hierónimo de Cardia o Timeo, o, en especial, Diocles de Perapetos.[123] De ese modo, la historia romana aparece, ya en sus orígenes, constreñida por un esquema de la vida histórica de origen griego; Roma lo acepta y hasta ha de estimularlo para obtener, por esa vía, su inclusión en el panorama del mundo helenístico, del cual la hubiera excluido una narración verídica de su pasado. Pero como el esquema historiográfico griego aplicado a la historia de Roma suponía una interpretación de su desarrollo anterior según las etapas que se creía descubrir en el pasado griego, esa adopción facilitó su posterior inclusión en el curso de los acontecimientos tal como lo concebía el pensamiento histórico-político helenístico. Precisamente, el esquema de la evolución de Roma esbozado por Polibio, que tuvo tan importantes consecuencias en la formación de la conciencia política de la oligarquía ilustrada romana, es el que da forma final a esa tendencia a incluir en el panorama de la historia del Mediterráneo oriental a la nueva potencia de Occidente.[124]

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Roma y el clima moral del mundo helenístico

La crisis moral del mundo helenístico. Frente a la sociedad helenística, Roma percibe de inmediato la diversidad del tono moral.

El criticismo racionalista, desarrollado aceleradamente en Grecia a partir del siglo IV, había originado en el hombre del Mediterráneo oriental una actitud mental cuyas consecuencias se advirtieron muy pronto: un individualismo exacerbado comienza a minar la estructura social de las pequeñas comunidades políticas, en tanto que aparece la crítica social y religiosa alimentada por un fervor dirigido hacia el logro de un nuevo tipo de sociedad y un nuevo tipo de religiosidad; en efecto, frente a la pequeña comunidad estrechamente nacionalista el mundo helenístico elabora una noción de “humanidad”, noción abstracta que sólo se concretaba en la de cosmopolites, como idea opuesta a la de ciudadano,[125] y frente al panteón de los dioses del Estado elabora la idea de una divinidad única que sólo exige del hombre el ejercicio de la virtud.

Esta actitud mental encontró en la expansión territorial que se produce a raíz de las conquistas de Alejandro una circunstancia favorable para su desarrollo. Costumbres y creencias diferentes entran ahora en estrecho contacto y lo que parecía tener valor absoluto se encuentra entonces disminuido en su significación y en su vigencia. Analogías profundas comienzan a descubrirse por debajo de las apariencias más diversas y el hombre del Mediterráneo comienza a aprender a dudar, según la lección del racionalismo griego; para reemplazar las antiguas creencias, el hombre helenístico pasa por un instante de vacilación no siempre resuelta. Esta actitud de duda crítica se adopta frente a todos los órdenes de la vida y caracteriza el clima moral del mundo helenístico.[126]

La vida pública. Esta actitud, en su forma más visible, se adopta frente al conjunto de principios que conformaban la vida social y política.[127]

En tanto que la vieja concepción de la polis intenta sobrevivir en Grecia abroquelada en la idea de federación, la aspiración a la monarquía unificadora comienza a imponerse a muchos espíritus. Las facciones que defienden uno y otro régimen se oponen y luchan tenazmente; la pugna arrastra a la política hacia un plano realista en el que todas las soluciones parecen justificadas: la lucha sin cuartel entre conciudadanos conduce a las facciones enemigas a buscar su triunfo aun a costa del cumplimiento de los compromisos más sagrados o de los deberes inexcusables respecto a la integridad del suelo patrio. La búsqueda de alianzas que convengan a la política de la facción, aunque se opongan a los intereses permanentes del Estado, es un recurso cotidiano cuyo uso apaga poco a poco el significado de la noción de alta traición. Al analizar la actuación de los políticos griegos del siglo II —a cuya escuela pertenecía— Polibio reacciona según esta nueva concepción de la vida pública y contrapone a aquel concepto una interpretación diferente de la política:[128]

“Es claro que no se podría aplicar ese nombre (de traidores) ni a aquellos que, en el seno de la tranquilidad pública, impulsan a sus conciudadanos a hacer alianza con un rey o con una potencia, sea la que sea, ni a aquellos otros que, obedeciendo a las circunstancias, hacen pasar a su patria de una antigua alianza a nuevas amistades.”

Esta nueva sensibilidad política, en la cual el éxito —Polibio nos lo dice—[129] es la justificación de cualquier conducta, refleja, en el campo de la vida pública, el clima moral helenístico. Con el concepto de alta traición se modifica también profundamente la noción de soberanía estatal y la concepción del ciudadano: las autocracias, en efecto, procuran desarrollar nuevos principios políticos, según los cuales la virtud por excelencia del individuo es la subordinación y la fidelidad, en lugar de la independencia y el orgullo ciudadano, propios de los regímenes democráticos.

La vida privada. La crisis alcanza también la vida privada. Se advierte, sobre todo, en la disolución de la familia, que es la consecuencia remota e inevitable de aquel individualismo que los cínicos exponían como ideal de vida ya en el siglo IV y cuyos postulados caracterizarán toda la vida económico-social helenística. Ante todo, se trasunta esta nueva situación social en una visible disminución de la natalidad; es Polibio quien señala el hecho:[130]

“Citemos ese decrecimiento de la población, esa escasez de hombres que en nuestros días se hace sentir en toda la Grecia y que hace nuestras ciudades desiertas, nuestras campiñas incultas…”

Pero la disolución de la familia y la crisis de la natalidad no son sino los resultados visibles de aquella mutación de la moral privada que resulta del clima moral helenístico. Ya la anticipaba Diógenes el cínico cuando sostenía —como Platón en la República— la necesidad de la comunidad de las mujeres y los hijos.[131]

La actitud filosófica. Frente a la crisis moral, sea para evadirse de ella, sea para resolver virilmente los problemas de conducta que plantea, el mundo helenístico postula un ideal de vida erigido sobre la base de un rígido esquema ético. Las escuelas filosóficas sistematizarán sus rasgos distintivos, definirán en forma expresa sus caracteres y descubrirán, dentro de la concepción unánime, finos matices cuyo sabio distingo provocará la disputa sectaria. Escépticos, epicúreos y estoicos responden con una actitud filosófica a la duda creada por la crisis moral circundante.

Lo que había de común en ellas era la preocupación por el individuo y por los problemas que suscitaba la conducta moral. Su actitud debía, pues, estar gobernada por una urgencia práctica que reclamaba un módulo que rigiera las relaciones entre el individuo y la realidad social, y el pensamiento filosófico lo construye, según su predisposición, destruyendo en la mayor medida posible uno de los términos: el sabio, en efecto, es, ante todo, un ser renunciante.

El ideal del sabio, esto es, la estructura ideal de la vida que se erigía como modelo y que escépticos, estoicos y epicúreos resumían en la figura del sabio, se asemejaba notablemente, en el fondo, en todas las escuelas filosóficas. El sabio debía alcanzar la ataraxia, una indiferencia radical con respecto a las cosas que atraen al hombre sensible. El estoico imponía una limitación a esta indiferencia: la búsqueda de la virtud, en la que veía un impulso espontáneo del Ser.[132] El epicúreo, en cambio, sostenía que para alcanzar la sabiduría era necesario alcanzar el placer, tranquilidad activa del ánimo a la que sólo podía negarse por la renuncia al exacerbado goce sensual, al deseo vehemente o al temor ciego.[133] El escéptico, por su parte, propugnaba el renunciamiento y la resignación como camino para lograr la ataraxia. El sabio era, pues, para ellos, la encarnación de un tipo de vida dominado por la aspiración del individuo a desligarse cada vez más del mundo exterior. Pero esta condición propia de la sabiduría de acentuar la soledad individual incidía luego sobre la vida social, modificándola en la medida en que creaba en su seno una comunidad sin vínculos cuya preocupación era evadirse de la naturaleza social que, poco antes, había parecido esencial en el hombre. La vida social era, en efecto, negada en su significación por el escéptico y por el epicúreo y soportada como una dura carga por el estoico. Las condiciones de la sabiduría —ataraxia, apatía— no se daban en el ejercicio de la vida social y la aspiración a lograrla implicaba un intento de evasión del seno de la comunidad.

Esta actitud era rica en consecuencias. El logro de la tranquilidad del ánimo, de la apatía, suponía una actitud pasiva dentro de la comunidad: el individuo debía seguir la corriente de las cosas, no contraviniendo la ley y —según el lema escéptico— “haciendo como los otros”. Esto equivalía a postular un indiferentismo político y social que, expresado dentro de un sistema por los filósofos, no hacía sino coincidir con el estado de ánimo colectivo que se formaba desde mediados del siglo IV. El contacto con los gimnosofistas, la secta que había conocido en sus expediciones por el Oriente con Alejandro, había enseñado a Pirrón a dudar de todo; la insensibilidad oriental para la vida pública influye en los sistemas filosóficos desplazando el ideal de vida desde lo público hacia lo privado, desde las concepciones gregarias de la vida hacia las concepciones más individualistas. Como por un cansancio secular, el hombre sufre un proceso de introversión, como consecuencia del cual se relaja su actividad pública, abandonando el control de la vida política a quien quiera aceptarlo. Así, cuando aparecieron Filipo y Alejandro en Grecia, ya Isócrates había expresado la ventaja del nuevo tipo de vida política que ejercitaba; y cuando los sucesores de Alejandro instauran por todo el Mediterráneo oriental sus reinos, se extendía por todo él una convicción muy generalizada acerca de la necesidad de la autocracia, en cuya formación tenía no poca parte la propaganda filosófica.[134]

El pensamiento estoico, sin embargo, tenía de la vida pública un concepto distinto del que se desprendía de las doctrinas escépticas y epicúreas. El ejercicio de la virtud no admitía delimitación de campos y el estoico debía fustigar el vicio y la maldad donde los encontrara.[135] La vida pública era, así, objeto de la preocupación del estoico porque precisamente allí era donde más debía ejercitar su vocación ética; pero el objeto profundo de esa vocación era, precisamente, superar la preocupación por la vida pública concebida como carga inherente a la naturaleza humana y no como ideal de convivencia.

Pero el estoicismo era una filosofía de elite y apenas podía trascender hacia círculos más amplios; el escepticismo y el epicureismo, en cambio, si bien admitían un riguroso planteo filosófico, eran susceptibles, al mismo tiempo, de una formulación simple y popular, más o menos deformada. Fue esta última la que conformó, en gran parte, el clima espiritual del Mediterráneo oriental desde el siglo III y sobre esa materia fue, precisamente, donde debió el estoico fustigar el vicio y enaltecer la virtud: indiferencia, tranquilidad del ánimo, evasión de las construcciones de la vida social, sometimiento indiscriminado, constituirán sus notas características.

Pero si esta tendencia al retraimiento de la vida pública implica una actitud negativa, no por eso dejaba la filosofía helenística de tener respecto de ella una concepción normativa. El estoicismo había desarrollado la concepción cosmopolita de los cínicos, de raíz sofística,[136] afirmando la afinidad de todos los hombres y la existencia de una ley natural, común a todos y puesta por encima de las determinaciones de la ley política. Esta idea correspondía al individualismo —sustentado por las tres grandes escuelas helenísticas—, pues si el individuo renuncia al vínculo político de la polis, de la comunidad social en que vive, no es para permanecer solo sino para ingresar en otra comunidad menos estrecha, donde su libertad de acción no esté cohibida, en la que se encuentre vinculado, en última instancia, a otros individuos cuya libertad irreductible postula y admite también. Esta nueva comunidad no puede ser sino la humanidad, noción que es común a esta filosofía en la que prevalece, por sobre la idea del ciudadano, la pura idea de hombre, previa a todas las determinaciones geográficas y sociales. El vínculo que los une en ella es el resultado de un pacto. Siguiendo las tendencias de su relativismo, escépticos y epicúreos formulan de manera explícita una doctrina del pacto social como origen de las instituciones políticas:

“La justicia —dice Epicuro—[137] no tiene existencia propia e independiente; resulta de contratos mutuos y se establece en todas partes donde hay compromiso recíproco de respetar los intereses de los otros.”

De idéntica manera, los escépticos explicaban la justicia como una institución de origen humano, cambiable según circunstancias de tiempo y lugar.[138] Pero frente a la doctrina contractual de los epicúreos, los estoicos y los escépticos afirmaban la existencia de una ley natural,[139] tal como había sido señalada por la sofística.[140]

La actitud religiosa. La actitud crítica, que había sido capaz de minar la base de la estructura estatal, hace presa también en las creencias religiosas, y, frente al escepticismo que provoca, parece imposible el mantenimiento de la ingenua fe en los antiguos dioses.

En efecto, como el de los sofistas, el ataque de estoicos y epicúreos se dirigía hacia la noción tradicional y popular de la divinidad. Para Epicuro, la felicidad del hombre sólo podía esperarse de la liberación del miedo a las divinidades: de allí su explicación mecanicista del universo. Para Carneades, a su vez, las pruebas de la existencia de los dioses no tienen valor y afirma, por eso, lo absurdo de la religión popular.[141] Esta actitud crítica —difundida sobre todo por Evhemero—[142] vio insinuarse, junto a ella y contemporáneamente, una nueva aptitud para la fe, que se satisfacía solamente con religiones de salvación. Si los misterios griegos adquieren renovado prestigio, son las religiones orientales, ahora conocidas en todo el Mediterráneo, las que parecen responder al nuevo tipo de apetencia religiosa.[143] Desprendidas de sus sistemas originarios, ciertas creencias de salvación se desarrollan extraordinariamente, y, por esa vía, comienzan a fundirse elementos de viejas religiones extendidas ahora por vastos ámbitos.[144] Así como la filosofía responde a la crisis moral de los grupos de elite, grandes masas desesperadas o insatisfechas buscan en las promesas de la fe un último reducto que justifique la dura existencia.

Roma y la recepción de la actitud y las ideas morales griegas. Esta torturada elaboración de los principios directores de la vida, realizada por el pensamiento helenístico no había vulnerado, hasta principios del siglo II, la contextura moral romana, conformada todavía esencialmente por una concepción rural de la vida. Esta concepción se advertía en la ordenación del régimen económico tanto como en su constitución social y política y trascendía en el sentido mismo de la vida urbana.

Donde esta concepción de la vida encontraba un símbolo —vivo y presente— de profunda significación, era en su acervo legendario, celosamente conservado por los romanos como ejemplo de las virtudes propias de la raza; así, el recuerdo más o menos preciso de Cincinato se tornaba —frente a las nacientes ambiciones— el más alto ejemplo moral, en el que se reflejaba la naturaleza de la doble misión del hombre en la guerra y en la paz: el arado y la espada recordaban en Roma la misma mano firme y el dominio de uno y otra testimoniaba la entereza del ánimo y la moderación de los apetitos.

El sentido rural de la vida y las virtudes creadas por él conforman, en efecto, una rígida concepción de la acción pública. El ciudadano es el propietario del suelo patrio y es su defensor; de esta triple situación se deriva su triple condición política, civil y militar por cuya fuerza la comunidad de ciudadanos constituye la más alta potestad jurídica. El Estado, en el que se expresa el derecho inalienable y eminente de la comunidad, adquiere un carácter sacrosanto y el ciudadano debe servirlo sin servirse de él. Esta noción se mantiene vigorosamente encendida en el fondo del alma romana y hace del Estado una entidad de valor supremo. Su estabilidad se confunde con la vigencia de los propios dioses romanos de tal manera que uno y otros inciden en el ánimo del ciudadano constriñendo su vida por esta doble fuerza jurídica y religiosa.

A la virtud pública, correspondía una virtud privada. Se ejercía en el plano de la vida civil y correspondía a una organización familiar estricta, en la que determinadas normas éticas adquirían, por el consenso unánime y la fuerza de la tradición —mos maiorum—, fuerza equiparable a la fuerza legal. Como la concepción de la vida pública, también la de la vida privada —apoyada en un régimen económico agrario, en el culto familiar y en la función social de la familia— aparecía como una institución de valor indiscutido e indiscutible, y, como en la vida pública, sólo después de comenzar el siglo II pareció lícito despreocuparse del ejercicio de las virtudes domésticas que aseguraban su fuerza y su trascendencia.

Pero a partir de entonces, nuevas posibilidades de vida —la actividad comercial urbana, la gestión más o menos ilícita o la dádiva preelectoral— se ofrecían al hombre arrancado de sus campos por una egoísta política capitalista. Sobre estas masas urbanas en las que ya no perduraban las virtudes viriles engendradas por la vida rural, comenzaron a incidir las influencias exóticas; sus vehículos fueron las masas ingentes de griegos esclavos y libertos[145] que habían invadido las ciudades, ejerciendo y aun monopolizando algunas profesiones. En contacto con la masa de población autóctona, el graeculus desarrolla un inmenso caudal de ingenio aplicado a la violación de las normas morales o jurídicas. Sus aptitudes para esta labor le crearon un prestigio popular basado en su eficacia para actividades ilícitas o para oficios tortuosos, y el proletariado desocupado y abandonado por una comunidad que lo había despojado de sus tierras o que, al menos, no hacía nada para proporcionárselas, procuró imitar su ejemplo. La consecuencia fue una rápida subversión de las costumbres y las ideas morales; frente a las costumbres vernáculas, empieza a advertirse un fenómeno de crisis moral que los contemporáneos sienten como una decadencia lamentable: ya Polibio habla de una corrupción general[146] y Terencio se reconforta, con el hallazgo de un homo antiqua virtute ac fide,[147] de la pesadumbre que significaba para él vivir en el seno de una comunidad pervertida.

Pero si la influencia helenística producía en las clases populares urbanas tales excesos, en la elite que constituía la oligarquía ilustrada tenía efectos muy diversos. Los frenos que en aquélla faltaban los proporcionaba a ésta una vigorosa concepción ética que en Grecia estaba en la base de todas las doctrinas filosófico-morales, y que la minoría romana asimiló rápidamente, en reemplazo de las viejas y simples convicciones tradicionales.

El filohelenismo de elite se opuso al filohelenismo popular y terminó construyendo, a la larga, una nueva moral romana; pero, entre tanto, las consecuencias de este último no resultaron menos peligrosas; el ejército que la conquista necesitaba no podía ya esperar la savia del viejo campesinado y, en el siglo II, la gloria militar romana palideció por su ausencia. Para restaurarla, la oligarquía ilustrada concibe el plan de llevar de nuevo a las clases populares a servir los intereses de la conquista, utilizando el material social disponible, primero devolviéndole o adjudicándole las tierras necesarias, luego atrayéndolo hacia ella con un tipo de adhesión derivado de las nuevas posibilidades que podía ofrecerle. Al soldado campesino reemplazó, pues, con el tiempo, el soldado profesional, unido no tanto al Estado como al jefe que lo guiaba en la guerra y le aseguraba en la paz ventajas económico-sociales. Era el paso necesario e inevitable derivado del tránsito de la moral rural y ciudadana a la moral imperialista y autocrática.

(…)

Roma y la estructura económico-social del mundo helenístico

La profunda mutación operada por la mentalidad helenística en las concepciones filosóficas, religiosas y morales, corresponde a una correlativa crisis de la estructura económica y social. El hombre helenístico que había visto la transformación operada en el mundo mediterráneo por Alejandro y sus sucesores, y escuchaba al mismo tiempo las doctrinas revolucionarias sobre los orígenes del Estado o sobre la formación de la idea de la divinidad, no puede afirmar ya la validez universal de ninguna de las estructuras vigentes, económica, social o política, sino que se refugia en un relativismo histórico, conformista en unos, oportunista en muchos y capaz de provocar en otros audaces intentos de subversión total del orden vigente, sobre la base de la convicción de la mutabilidad necesaria del orden histórico, sea operada por una Tyche inescrutable, o por las exigencias de una ley natural del desarrollo histórico, inmanente a la vida social misma. Estos intentos encuentran, en los tres siglos anteriores a la ordenación imperial del mundo mediterráneo por Roma, realizadores decididos y radicales, y teóricos de alto vuelo para quienes los problemas de la realidad histórico-social aparecen enlazados con los problemas filosóficos últimos.

Las graves cuestiones económico-sociales que se plantean en el periodo helenístico no son, en sí mismas, absolutamente nuevas. Aunque agravadas algunas de ellas, casi todas son inherentes al orden tradicional, pero la agudización de algunas, la aparición de otras y, sobre todo, un clima revolucionario y radical, coloca a todas en un plano de discusión que torna lícitas todas las soluciones y que agrava, con un disconformismo explícito, situaciones hasta entonces toleradas.

La percepción de la injusticia económico-social alcanza por igual a la clase servil y a las clases ciudadanas. Para la primera el problema fundamental es el de su liberación, sea la de cada uno de los individuos, sea la de la masa servil como conglomerado; para las segundas, es el de la condición del ciudadano carente de tierras o despojado de las que fueron suyas, incapacitado para proveer a sus necesidades elementales o con tierras gravadas por deudas cuyo monto era muchas veces superior a su capacidad de producción.

Estos problemas y las luchas por alcanzar soluciones adecuadas caracterizaron profundamente el clima social de los países del Mediterráneo oriental en los tres siglos finales de la era. Al comienzo de este periodo, Roma y la Italia estaban todavía ajenas a estas preocupaciones;[148] se desarrollaba allí una vida económica simple que bastaba, normalmente, a sus necesidades, y la propiedad se distribuía sin desequilibrios exagerados. Pero ya a principios del siglo III y muy especialmente en el siglo II, comienza a crearse en Roma una situación diferente; la incorporación de las fértiles llanuras de la Campania y del sur de Italia, si bien puede resolver ciertas situaciones pasajeras, no contrarresta la aparición del latifundio —subsiguiente a la conquista de Italia— como elemento de dislocación de la estructura económica; más que por el despojo del pequeño colono —que comienza también a producirse— el latifundio, unido al desarrollo de una explotación esclavista que ahora se acentúa, incide sobre el régimen de la pequeña propiedad mediante la competencia hecha al trabajo libre, en una época de acelerada evolución hacia una economía monetaria.[149] Esta situación se agrava con el abandono forzoso a que se ve obligado el colono libre por la exigencia militar de las campañas lejanas y prolongadas. La consecuencia fue una tendencia al abandono de las tierras con el consiguiente crecimiento de la población urbana, fenómeno, por otra parte, muy característico de la época; con él aparecieron en la ciudad de Roma y en alguna otra de la Italia, fenómenos sociales semejantes a los ocurridos en otras partes del mundo mediterráneo, pero agravados psicológicamente por el contraste entre la pauperización de ciertas clases y el enriquecimiento de otras, y, en teoría, con el de la comunidad en general. Esto último fue de importancia fundamental en Roma: los grupos desheredados exigieron participar en la ganancia proporcionada a la comunidad por la conquista, y esta exigencia, recogida por quienes aspiraban al control del nuevo imperio, debía alimentar los grandes proyectos revolucionarios que se suceden entre Tiberio Graco y Julio César.

La coincidencia entre la aparición de este estado de inquietud social y el desarrollo, en la oligarquía ilustrada, del sentimiento filohelénico, dio a esta situación caracteres peculiares. Para afrontar los problemas económico-sociales había elaborado el mundo helenístico una rica veta de pensamiento filosófico y político; ofrecía, en consecuencia, soluciones elaboradas y, en muchos casos, abonadas por experiencias decisivas. A partir de mediados del siglo II, la oligarquía ilustrada descubre en el pensamiento y en la tradición social griega un sistema de ideas teóricas y prácticas para afrontar la situación creada en Roma —y especialmente en la propia metrópoli— cuyos caracteres, en algunos aspectos, parecían recordar las situaciones típicas, en ese periodo, en el mundo helenístico del Mediterráneo oriental. Fue su tarea el intentar aplicarlas, para solucionar, en primera instancia, los problemas del nuevo proletariado urbano, y, en segundo lugar, para organizar el Estado en función de los intereses imperiales cuyo control aspiraba a ejercer.

El problema de la clase servil. El enorme desarrollo adquirido por la esclavitud a raíz de las grandes campañas militares crea, en el siglo II especialmente, el grave problema de las sublevaciones serviles, que, por su carácter violento, por su magnitud y por sus proyecciones, constituye un factor de peligro para la estructura social.

Sicilia recordaba un importante movimiento servil vinculado a las luchas políticas;[150] pero en 134 vuelve a producirse un gran movimiento de esclavos en procura de su liberación;[151] la insurrección comienza con caracteres violentos y se produce como consecuencia del trato cruel que se daba a los esclavos, quienes ahora asesinan a sus amos y saquean las propiedades; pronto dominan completamente vastos territorios y crean reinos organizados, en los que se preparan para resistir; las primeras tropas romanas son vencidas y sólo después de dos años de lucha consiguen las legiones reducir a los insurrectos. Diodoro señala[152] que, al extenderse la noticia de los éxitos conseguidos por los ejércitos de esclavos sobre las legiones, se produjeron otros levantamientos en diversos lugares del Mediterráneo: en Delos, en las minas del Ática, en el reino de Pérgamo —donde una disputa dinástica lleva al pretendiente, Aristónico, a sublevar las masas serviles con la promesa de fundar un Estado socialista—,[153] y hacia fin del siglo, en el reino del Bósforo, donde la gran masa de esclavos es sublevada por uno de entre ellos que consigue apoderarse del poder;[154] también en Italia tuvo repercusión el movimiento siciliano; Minturnae y Sinuessa, en el Lacio, ven estallar insurrecciones y en la misma Roma, siendo tribuno Tiberio Graco, se produce la sublevación de 150 esclavos; nuevos movimientos se producen, poco después, en Nuceria, en Capua y en el Bracio.[155]

Este estado de inquietud en la clase servil reconoce diversas causas. Se debía, ante todo, al enorme aumento de la cantidad de esclavos en todo el Mediterráneo como consecuencia de las guerras continuadas; este crecimiento se notaba en Grecia y en Oriente tanto como en Italia, calculándose que, después de la batalla de Pydna, Roma llevó a los mercados no menos de 150000 prisioneros.[156]

Pero influía también de manera manifiesta el cambio que se operaba progresivamente en la concepción del estado servil; dentro de las enormes masas de esclavos predomina ahora el esclavo de guerra que recuerda su época de libertad y cree en la mutabilidad de la Fortuna. Ya Aristóteles admitía que cuando la esclavitud era el resultado, no de una inferioridad creada por la Naturaleza, sino de una violencia o de una ley, las relaciones entre amo y esclavo resultaban agitadas e inestables.[157] Este concepto, basado en la diferenciación —originariamente sofística— entre Naturaleza y Ley, fue desarrollado por los estoicos y los escépticos; con él adquiere validez el principio de la existencia de una ley natural que alcanza tanto al libre como al esclavo y que reconoce, en todo ser humano, ciertas notas características, previas a la determinación por la ley política —convencional— de su estado social. Esta doctrina —que debía influir considerablemente en la actitud del libre con respecto al esclavo— se hace carne rápidamente en la masa servil bajo fórmulas más o menos esquemáticas difundidas por aquellos que han llegado al estado servil desde posiciones ilustres y no pueden considerar su situación sino como el resultado de un revés de la Fortuna ciega. El esclavo comienza, pues, a adquirir conciencia de su estado y de la injusticia humana que comporta; pero la adquiere también de las posibilidades de su liberación y de su fuerza como conglomerado. Está, pues, atento a toda promesa, y, en condiciones favorables, sigue a aquel que le ofrece la liberación a costa de la vida, porque cree que es posible conseguirla y que es propio de su naturaleza humana luchar por ella. Seguirá así, en Asia, a Aristónico, el pretendiente al trono de Pérgamo; en el Brucio, a un caballero romano, Vedo;[158] y, en el reino del Bósforo, a un esclavo confidente del rey, Saumakos, que promete la libertad a los escitas sometidos. Estos intentos no son despreciables: militarmente eran temibles y el Estado debía emplear fuerzas poderosas para reprimirlos; políticamente se consideraban como tentativas revolucionarias, a las que no desdeñaban unirse hombres libres,[159] estimuladas, a veces, por hombres de pensamiento, como en el caso de Aristónico, a cuyo lado fue Blosio de Cumas al fracasar la revolución de Tiberio Graco en Roma.[160]

Si la insurrección de los esclavos sólo encontraba entre los libres el apoyo de propagandistas radicales o de grupos paupérrimos, su realización constituía un fermento activísimo para las luchas sociales que promovían los libres despojados o no poseedores en procura de sus reivindicaciones. Estos intentos revolucionarios se nutrían, en cierto modo, de las mismas ideas que aquellos otros, pero, en tanto que las aspiraciones de los esclavos contravenían radicalmente la organización económica, las de los ciudadanos paupérrimos se encuadraban dentro del orden establecido. Así, mientras aquellos intentos eran indefectiblemente considerados como ilegales y reprimidos a la larga, los que se originaban en las clases ciudadanas podían encontrar circunstancialmente, por el juego de los intereses de las facciones, un apoyo que les proporcionara un éxito más o menos duradero.

El problema de los grupos ciudadanos subordinados. En el mundo antiguo, la desigualdad entre los ciudadanos arrancaba, originariamente, de la desigual distribución de la tierra, elemento básico de la economía. Diversos procesos repetidos en distintos periodos llevaban a la gravación de la propiedad con crecientes cargas hipotecarias, que, a la larga, conducían al propietario nominal a una situación de deudor insolvente. Por esta vía, y aun por otras, el ciudadano podía perder sus tierras y, con ellas, la capacidad fundamental de producir; llegado a la pobreza, el ciudadano así desposeído se fundía en las filas de los grupos económicamente subordinados; pero, consciente de que su situación era el resultado de procesos sociales de los que se sentía víctima, comenzaba a manifestar su aspiración a que la comunidad, por vía del Estado, proveyera a sus necesidades elementales: condonación de las deudas, distribución de tierras y alimentación gratuita por el Estado, son las tres reivindicaciones que, juntas o separadas, plantean los grupos ciudadanos subordinados.

La concentración de la propiedad raíz es, en los siglos III y II, un fenómeno acelerado y visible[161] en los países del Mediterráneo oriental. En algunos, el latifundio reaparece como una etapa posterior a la pequeña propiedad, como consecuencia del empobrecimiento del suelo; en otros, como resultado de una política de protección a ciertos grupos oligárquicos; en otros aún, como consecuencia de la despoblación. La concentración de la propiedad era, a veces, el resultado de la enajenación, voluntaria o forzosa, de la pequeña propiedad, que pasaba a manos de vecinos poderosos; pero la enajenación podía obedecer a otras causas; el más agudo problema del periodo helenístico es el de las deudas contraídas por el hipotecamiento de las tierras o, simplemente, por la necesidad de proveer a exigencias primarias, no satisfechas con el producto de campos empobrecidos o gravados con pesadas cargas. El ciudadano clamaba por la condonación de sus deudas, considerando que era el régimen económico-social y no su capacidad personal el responsable de su situación; esta medida era uno de los puntos necesarios de todo programa democrático avanzado; pero la solución jurídica para resolver el fondo de la cuestión no podía ser sino la expropiación de las grandes extensiones para su distribución entre los no poseedores y los desposeídos: de aquí que el problema de las deudas y el de las tierras no fuera, en el fondo, sino uno solo.

El ciudadano que debía abandonar las faenas rurales tenía que buscar su sustento en otras actividades como el comercio o el ejercicio de un oficio, con lo cual su centro se trasladaba a las ciudades. A ellas llevaba su antiguo reclamo, exigiendo la intervención del Estado para solucionar su situación; pero ahora ya no pedía tierras; sin abandonar esta aspiración, ahora lo urgente era alimentarse cada día y la intervención del Estado debía manifestarse de inmediato en la distribución gratuita o económica de trigo. El Estado helenístico, que sólo por vía revolucionaria accedió a las exigencias de condonación de deudas o de redistribución de la propiedad raíz, accedió con más frecuencia a esta otra reclamación, de modo que los grupos subordinados urbanos adquirieron cierto privilegio visible que contribuyó a acrecentar su número. Pero esta solución inmediata y transitoria de algunos problemas por el Estado no hacía sino acentuar la evidencia de la necesidad de su intervención en el control de la vida económico-social para lograr una distribución más equitativa de los bienes: a esta aspiración respondía el pensamiento helenístico con una teoría del socialismo de Estado.

Las soluciones helenísticas. La crisis de la polis griega, visible desde el siglo IV, había originado, además de un pensamiento estrictamente político, una elaboración profunda de los problemas económico-sociales que estaban en su base. En ese momento adquieren valor ejemplar las soluciones radicales que la tradición griega conocía y que son ahora estudiadas atentamente y llevadas hasta sus últimas formas y consecuencias. Las soluciones de los tiranos de los siglos VII y VI, de Solón, de la llamada legislación Licurgo, proporcionan un repertorio de posibilidades para afrontar las nuevas crisis económico-sociales y están presentes en todos los espíritus a partir del siglo IV. Este problema se contempla, sobre todo, desde el punto de vista de los intereses del Estado, esto es, teniendo en cuenta, especialmente, su repercusión sobre la significación política y la eficacia militar de la comunidad.

Este punto de vista, determinante de la legislación aristocrático-comunista de Esparta, origina en Grecia una tendencia, llamada laconizante, que, en el plano teórico, inspira la concepción política de Platón. En la República, Platón propone un orden basado en la comunidad de las tierras, sobre las que el Estado se reserva un derecho eminente; por esta medida y por otras correlativas, el Estado aseguraba la supresión de toda posibilidad de empobrecimiento y de pérdida o disminución de la ciudadanía, que era su inevitable consecuencia, con lo cual se conjuraban los peligros de la inquietud interior y del debilitamiento militar del Estado.

Esta concepción de la vida económico-social y de sus repercusiones políticas alcanzó considerable difusión en el siglo IV;[162] otros teóricos de la política, como Faleas de Calcedonia o Hipodamos de Mileto, sustentaron puntos de vista semejantes,[163] todos ellos coincidentes en la observación de que la desigualdad de las fortunas es causa general de subversión política y de crisis militar del Estado; y, más adelante, Zenón y los estoicos concibieron, en un sentido aun más radical, un tipo de Estado semejante en su estructura al Estado ideal de Platón y al configurado por la constitución espartana.[164]

Estas doctrinas que sobrevaloraban la función del Estado como instrumento regulador, correspondían al desarrollo que, en el plano de la realidad política, adquirían los regímenes autocráticos. Pero si en los Estados militares que surgieron del imperio de Alejandro se plantearon meras situaciones de hecho, en otros se quiso alcanzar el mismo grado de poderío militar y desarrollar una semejante política imperialista realizando las necesarias transformaciones de la estructura estatal de acuerdo con los principios derivados de aquellas teorías.

Los términos de este problema aparecían claramente evidenciados en Esparta; a la pérdida de su antigua estructura económico-social, había correspondido una visible decadencia militar que había disminuido su significación internacional. Frente a los grandes Estados de los sucesores de Alejandro, Esparta era ahora una potencia insignificante; para provocar su resurgimiento y llevarla nuevamente hasta un grado de poderío que le permitiera competir con sus poderosos rivales, Esparta, según aquella concepción, debía volver a una organización estatal que asegurara el acrecentamiento de su clase ciudadana y su solidaridad con el Estado: en el siglo III, Agis y Cleómenes intentaron realizar ese plan.

Frente a la crisis del Estado motivada por la abundancia del oro y la plata y por la concentración de la propiedad,[165] Agis IV retoma la orientación radical que se insinúa en la llamada legislación de Licurgo[166] y dispone, hacia 244, una nueva repartición de tierras, la condonación de las deudas y el ingreso de muchos colonos y forasteros en la categoría de los poseedores.[167] Simultáneamente, Agis IV establece una dictadura de hecho para dominar la oposición de los ricos frente a su política económica y social; pero la oposición de los ricos dentro de Esparta encontró recursos para hacer fracasar el intento revolucionario de Agis, apoyándose en el terror que suscitaba en las clases oligárquicas de las demás ciudades griegas la posibilidad de que los grupos desposeídos imitaran el ejemplo espartano, acaso apoyados en el poder militar que organizaba Agis.[168] Así, las clases en peligro lograron su objeto y los proyectos del rey revolucionario fueron malogrados y su autor muerto.

Seguramente sus reformas fueron olvidadas o derogadas, porque cuando Cleómenes III sube al poder en 237, encontró una situación semejante a la que había hallado Agis.[169] Guiado por los mismos principios, Cleómenes III recomenzará la labor de restaurar la antigua estructura económico-social espartana, y, con ella, su vigor militar. Pero el nuevo revolucionario se propone obrar de manera más segura; como Agis, procura, en un principio, seguir la huella de los antiguos legisladores,[170] pero actúan sobre él las doctrinas filosóficas y sociales de los estoicos, aprendidas en las enseñanzas de Esfero de Bósforo, discípulo de Zenón de Chipre.[171] Como Agis, Cleómenes procura restablecer la economía espartana anulando deudas y distribuyendo las tierras, para asegurar la situación de un número suficientemente crecido de ciudadanos.[172] Pero, aleccionado por el fracaso de Agis, y adhiriéndose a las tendencias políticas vigentes en ese momento en el mundo helenístico, Cleómenes se esfuerza en constituir una monarquía militar, obtener un ejército poderoso mediante aquellas transformaciones sociales y levantar el ánimo de los espartanos para llevarlos a grandes empresas militares que determinarían la supremacía de Esparta sobre toda la Grecia.[173] De este propósito político y militar de Cleómenes depende su plan económico-social, y ambos configuraban una tendencia que incidía sobre sus relaciones en los Estados vecinos: así, la Liga Aquea, sometida a la dirección de Arato, temía juntamente el acrecentamiento del poder militar de Esparta y el giro que tomaba su organización económico-social, cuya repercusión en el seno de las ciudades de la Liga se advertía ya en forma notoria.[174]

Fue precisamente el carácter social de la obra de Cleómenes lo que precipitó la política de Arato, su unión con Macedonia y la derrota final del rey espartano en la batalla de Sellasia en 222. Pero si la obra de restauración económica y social de Cleómenes fue inmediatamente abrogada, no por eso desaparecieron sus tendencias en Esparta. Poco tiempo después volvieron a surgir guiando la política de Macánidas y más adelante la de Nabis, quien acentuó aún más su carácter revolucionario; como el de Cleómenes, el plan de restauración del poderío militar espartano realizado por Nabis se basa en la estructuración de una comunidad sin grupos desposeídos; Nabis, en efecto, aniquila las clases ricas de Esparta y entrega sus bienes a los no poseedores y a los ilotas, a quienes confiere la ciudadanía y da un lugar en el ejército.[175] La conducta de Nabis inquietó a todos los Estados griegos y aun a los romanos, y, por el contenido social de su obra, forzó la política exterior de Macedonia, como antes Cleómenes había forzado la de Arato: había en ambos una doctrina económico-social que parecía, a los Estados estructurados sobre bases oligárquicas, más peligrosa que las circunstancias que, por sus alianzas, provocaban en el plano internacional.

Roma y la recepción del pensamiento económico-social El contacto de Roma con el mundo helenístico proporcionó a la oligarquía ilustrada un conocimiento cabal no sólo de los problemas económico-sociales latentes en la sociedad del Mediterráneo oriental sino también de las soluciones propuestas para resolverlos. Este conocimiento, llegado por una vía casi exclusivamente intelectual, había de tener, sin embargo, importantes consecuencias para Roma.

Con respecto a la del mundo helenístico, la estructura económico-social romana poseía caracteres claramente diferenciados; los fenómenos que se producían en su territorio —sublevaciones serviles, reclamaciones sobre el precio del trigo, sobre obtención de tierras o condonación de deudas— eran acontecimientos esporádicos, resueltos siempre sin violación radical del orden constitucional; la oligarquía romana, por otra parte, no podía tener, en principio, simpatía por las soluciones extremas aparecidas en Grecia, y, en general, apoyó en los Estados sometidos a su influencia a las facciones oligárquicas. Pero muy pronto la oligarquía ilustrada encontró un punto de contacto con ese complejo de ideas económicas, sociales y políticas; las raíces profundas del socialismo de Estado desarrollado en la teoría y en la práctica en Grecia —y especialmente en Esparta, que fue donde adquirió mayor trascendencia— nutrían un designio político, típico del mundo helenístico a partir del siglo III: era la consecución de un dominio imperial cuya área debía coincidir con la zona de influencia del Estado que aspiraba a lograrla; por la definitiva estructuración de un imperio luchaba, desde la muerte de Alejandro, cada uno de los Estados creados por sus sucesores, y el problema del equilibrio político del Mediterráneo oriental estaba en permanente revisión.

A partir del fin de la segunda guerra púnica y de las primeras intervenciones romanas en Grecia, Roma se transforma en un factor decisivo para la dilucidación de todos los conflictos provocados por la constante lucha por el predominio en el Mediterráneo; hasta ese momento, Roma ha luchado obligada por las circunstancias, transformando en guerras ofensivas lo que originariamente eran tan sólo guerras de defensa; pero a partir de ese momento, adquiere conciencia de su periodo y descubre que el mundo mediterráneo oriental ha perdido totalmente su consistencia política y militar y, en consecuencia, la capacidad de resistir su ataque si decidiera emprender su conquista. En el seno de la oligarquía ilustrada, esta idea de la conquista del mundo se hace carne rápidamente, confirmada por los hechos y, especialmente, por la gravitación que tiene el tratado de Apamea en el Mediterráneo oriental. Roma se siente, así, heredera de los proyectos y las aspiraciones de Alejandro y competidora de quienes, a su vez, pretendían restaurarlos. Por este punto de contacto, la oligarquía ilustrada comienza a comprender el significado de los movimientos económico-sociales y de las soluciones propuestas.

Para alcanzar a descubrir las relaciones entre imperialismo y transformación de las estructuras económico-sociales, Roma tiene en su propio territorio indicios suficientes de graves situaciones futuras; ya a mediados del siglo II, comprueba que su ejército de campesinos, factor de la conquista de Italia y del Occidente, ha entrado en crisis; la leva del ejército amenaza a la economía rural romana, en tanto que se desprecian elementos sociales, en ese momento desposeídos a consecuencia de las circunstancias creadas por la misma conquista, y que, por estar excluidos de los cuadros políticos, lo están también de los cuadros militares. Simultáneamente, el orden constitucional parece constituir un obstáculo para la organización imperial y quienes se aferran a él son, precisamente, quienes temen y dificultan el desarrollo de la conquista. Es la oligarquía ilustrada la que percibe este indisoluble haz de problemas que se divisan en el futuro romano y son sus miembros quienes comienzan a comprender que no se puede recibir la aspiración imperial sin aceptar, en alguna medida, el repertorio de soluciones elaboradas para responder a los problemas suscitados por la aspiración imperial.

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Roma y la estructura política del mundo helenístico

Imperialismo y autocracia. La crisis moral y económico-social que se advertía en el mundo del Mediterráneo oriental a partir del siglo IV se proyectaba con caracteres definidos en el plano de la vida política, en el que nuevas circunstancias contribuyeron a agudizar sus rasgos. La conquista de Alejandro había creado en aquel ámbito una situación de hecho cuyas proyecciones debían perpetuarse por espacio de varios siglos. La conquista territorial y la consiguiente formación de un vasto imperio significó, para Grecia, la quiebra definitiva de todos los principios jurídicos y políticos que hasta entonces habían reglado el orden institucional de la polis; pero más trascendencia tuvo la situación de hecho que creaba; de la polis, comunidad urbana con problemas económico-sociales restringidos, se pasaba ahora, por primera vez entre los griegos, al Estado territorial, con caracteres y problemas muy diversos. Fruto de una conquista militar, el Estado territorial, aunque se extendiera extraordinariamente en la medida determinada por el éxito militar, cubría, en líneas generales, áreas geográficas determinadas previamente por razones de índole económica. Así había ocurrido con el imperio de Alejandro, cuyo límite originario del Indo se corrió hacia occidente muy pronto, quedando la región al este del Irán fuera del área de control griego; la zona unificada por Macedonia, en efecto, no era arbitraria sino que se circunscribía desde antes; en los cinco siglos anteriores a Alejandro, y muy paulatinamente, el Mediterráneo oriental se había transformado en una cuenca donde se entrecruzaban y equilibraban los intereses económicos de los pueblos que, más próximos o más alejados de sus costas, lo circundaban, desde la Magna Grecia hasta Persia y el Ponto Euxino. Esta unidad económica —espontánea, aunque, por épocas, estimulada como tal unidad—, enlazaba de manera indisoluble la vida económica de los países políticamente independientes que circundaban sus orillas, de manera tal que repercutían en el seno de cada uno de ellos los trastornos de cualquier índole que se produjeran dentro de ese ámbito. Esta área económica es la que se unifica políticamente con la conquista de Alejandro; de este modo el Estado territorial recién constituido alcanzaba una situación privilegiada de “soberanía económica”.

Pero si las condiciones económicas presionaban hacia la unificación política, la fuerza para realizarla sólo apareció con Alejandro, y, aun manteniéndose luego aquella tendencia, no volvió a realizarse; pero no por eso dejaban de presionar las circunstancias económicas; subsistieron unificadas, al menos, las áreas secundarias, constituyendo reinos o imperios menores, cada uno de los cuales abrazaba una región económica de aquellas que se integraban en el mundo mediterráneo oriental; pero como era esta cuenca la que constituía la verdadera y total área económica, la lucha entre los imperios menores y reinos se perpetuó en busca de un equilibrio que reemplazó a la unidad política, conseguida una vez y perdida luego.

Se inició, pues, con Alejandro y sus sucesores, una época de Estados territoriales, basados en exigencias económicas y constituidos sobre una poderosa máquina militar. Frente a ellos, el régimen de la pequeña polis, con soberanía política pero con marcada dependencia económica, no podía subsistir. Los grupos conservadores que se aferraban a las estructuras políticas de la ciudad-Estado, buscaron en las ligas o confederaciones de ciudades la manera de equilibrar el enorme poderío militar de estas grandes unidades políticas ahora constituidas. En la cuenca del Mediterráneo oriental, las ligas de ciudades griegas consiguieron su objeto, sosteniendo su independencia política frente a los imperios vecinos y contando como uno de los elementos en el equilibrio de la extensa área económica. Pero este éxito de las ligas no hacía sino confirmar la existencia, en el mundo helenístico, de una necesidad de conformar las estructuras políticas a este tipo de grandes unidades.

El proceso de constitución de las grandes unidades políticas produjo en el Mediterráneo oriental, a partir de Alejandro, terribles convulsiones: desaparecían los Estados autónomos absorbidos por otros, se transformaban violentamente sus estructuras internas, aparecían y desaparecían conglomerados por el azar de circunstancias locales o individuales. El carácter uniforme de todas ellas era la imposibilidad de resolver las situaciones por otro medio que no fuera la fuerza, puesto que por ella se provocaban; la conquista territorial —y aun el mantenimiento del área geográfica— no resultaba sino de actos de fuerza y la situación de inestabilidad creada por la violencia debía conducir a la perpetuación del orden militar; así, pues, pese a todos los subterfugios para legalizar, en el orden interior, la autoridad nacida de estos actos de fuerza, era inevitable el mantenimiento del régimen militar desde el punto de vista del equilibrio internacional. Esta perpetuación del mando militar era la negación del orden jurídico y, en consecuencia, el mundo helenístico vio aparecer, como tipo de autoridad característico de esas nuevas unidades políticas, la fuerza incontrolada de un jefe militar con detentación de todos los poderes: el autócrata como autoridad de facto correspondía —como tipo político— a la creación de los imperios de facto.

Dos exigencias distintas caracterizaban el poder autocrático: si el orden internacional exigía el mantenimiento de la autocracia en cuanto poder militar, el orden interno incitaba al autócrata a legitimar su poder dentro de su imperio. La base primaria y real del poder autocrático la constituía su fuerza militar, organizada generalmente alrededor de un núcleo mercenario; pero las exigencias del desarrollo económico así como la necesidad de consolidar su poder mediante un orden jurídico que respaldara su poder de facto, llevaban al poder autocrático a buscar un segundo punto de apoyo en la comunidad dominada; la autocracia necesitaba que la comunidad dominada renunciara a toda clase de reivindicaciones políticas que limitaran su poder y esta actitud podía encontrarla, o en la totalidad de la comunidad —vencida moralmente por la larga crisis— o, de lo contrario, en ciertas capas sociales cuyos intereses defendería el autócrata a cambio de su adhesión política; las autocracias helenísticas serán, en consecuencia, oligárquicas o demagógicas, según las reacciones de la comunidad dominada o, en algunos casos, según tendencias circunstanciales del autócrata; en el oriente helenístico, las clases poseedoras, acostumbradas de antiguo a la autocracia y menos habituadas al ejercicio del poder político, resultaron, para los autócratas helenísticos, aliados más seguros y menos peligrosos; pero en algunos territorios más helenizados y en los propiamente griegos, las clases poseedoras eran más reacias a ceder sus prerrogativas políticas y, en consecuencia, las autocracias preferían frecuentemente apoyarse en los grupos populares, que, no teniendo nada que perder, esperaban de los autócratas, si no ventajas políticas, al menos la satisfacción de algunas necesidades primarias. De este modo, el autócrata, a cambio de ventajas económico-sociales ofrecidas a los grupos populares, cuyo costo cargaba sobre las clases poderosas rudamente expoliadas, obtenía la adhesión de extensos sectores sociales con cuyo apoyo se fortalecía su poder en el orden interno. Nacido de una situación de fuerza, el imperio arrastrado hacia la autocracia y la autocracia, por las exigencias mismas de su posición política, podía conducir hacia una conducta revolucionaria.

Las doctrinas del desarrollo político. Si en el Oriente helenístico podían no sorprender las bruscas mutaciones políticas y sociales, el hombre griego, ante el espectáculo del derrumbe del orden político tradicional —que concebía como apoyado en razones de validez universal— no podía dejar de aplicar su capacidad especulativa a la indagación de las fuerzas secretas que las provocaban. Ya a fines del siglo V, los sofistas habían percibido la existencia de un “derecho del más fuerte”, en virtud del cual podían resolverse de facto situaciones constituidas de jure; el mismo Platón consideraba que el rey-filósofo estaba por encima de la ley y que le era lícito —no por su fuerza, como quería el sofista, sino por el incontrovertible derecho de su sabiduría— determinar de modo inapelable las normas de convivencia de una comunidad, de modo que, como en el caso de los sofistas, se admitían como justificadas las mutaciones políticas determinadas por una voluntad; y ya en pleno siglo IV, y a la vista de grandes transformaciones políticas, Aristóteles indagaba, a su vez, sobre las causas de las revoluciones. Pero en todos esos casos, los hechos empíricos sobre los que trabajaba la especulación política aparecían como susceptibles de explicación a la luz de las soluciones jurídicas en que, posteriormente, habíanse estructurado, y cabía hablar de sabias previsiones unánimemente acatadas o de legisladores por encima de los intereses en pugna.

Pero, a partir del siglo III, la observación de los cataclismos políticos contemporáneos debía cobrar distinto aspecto. Si el hombre del siglo v podía pensar que el propósito del legislador remoto había sido, exactamente, consolidar un orden jurídico tal como lo encontraba él constituido en su época, y, en consecuencia, encontrar una relación entre las crisis histórico-sociales y su desenlace ulterior, el hombre del siglo III, en cambio, no alcanzaba a vislumbrar en el curso de los acontecimientos contemporáneos otro designio que la inmediata obtención de poder y dominio. Destruida su convicción sobre la existencia de principios lógicos universales determinantes del curso de la evolución política, y ante el espectáculo de situaciones creadas de hecho y por la sola acción de la fuerza, el hombre del periodo helenístico comienza a creer que las fuerzas que actúan en el desarrollo histórico no se rigen según una razón universal sino exclusivamente por una voluntad ciega e inescrutable, frente a la cual sólo cabe esperar, sin que sea posible intervenir para modificar sus designios. La noción de la Tyche, del destino ciego e imprevisible, adquiere entonces categoría de explicación última del devenir histórico-social. Ella es quien decide el azar de las situaciones y el hombre poco o nada puede hacer frente a ella: como primera respuesta frente a la evidencia de las situaciones de hecho, el hombre helenístico reacciona con una doctrina de la resignación.

Pero muy pronto, junto con la doctrina de la pasividad, la inteligencia y el sentido moral griego comienzan a elaborar, aun en esta época de renunciamiento ciudadano, una teoría del deber político; los estoicos, aunque aspiran a la paz del ánimo, no pueden, sin embargo, renunciar a la postulación de una actitud virtuosa en el plano político; pero postular una conducta implica conocer en alguna medida el curso de los acontecimientos en que se quiere intervenir; aquella preocupación suponía, pues, una teoría del devenir histórico y los estoicos debieron formularla.

En oposición a la doctrina de la Tyche, los estoicos creen que la historia tiene un curso regular, cuyo desenvolvimiento corresponde a su naturaleza. Los Estados, desde sus primeros pasos, escalan etapas sucesivas inevitablemente y nada puede desviarlos de ese curso que es su ley. Así, los hombres se agrupan de acuerdo con su naturaleza gregaria, escalarán luego la etapa de la monarquía y recorrerán después las correspondientes a distintos tipos de organización —tiranía, aristocracia, oligarquía, democracia y demagogia— hasta llegar de nuevo a una situación semejante a la originaria en la que deberá reiniciarse el ciclo. Partiendo de esta doctrina, es lícito postular una conducta; paralelamente, una concepción pragmática de la historia permite a los estoicos asegurar que el conocimiento del pasado y el presente de un Estado son elementos suficientemente seguros para prever la evolución futura; el hombre puede, pues, intervenir en alguna medida en el curso de la historia, acelerando o conteniendo los procesos, acentuándolos o debilitándolos, según sus convicciones, pero dentro de una limitada área de acción.[176]

Esta doctrina estoica del devenir histórico se empalma con su concepción social. La época es de autocracia, es decir, lindera entre la última forma del ciclo —la demagogia— y la nueva monarquía. Los estoicos conciben el paso desde la mera detentación del poder por la fuerza hasta una monarquía de derecho, como un proceso de realización de Justicia, admitiendo que, por el uso justo del poder, se convierte la mera situación de hecho en un orden de derecho. La realización de la Justicia en ese instante se manifiesta, para el estoico, como realización de la justicia social.

Roma y la recepción del pensamiento político. Más aún que al griego debía sorprender al observador romano el espectáculo de las grandes alternativas de la vida política en el mundo helenístico. La crisis total de los principios en que se había basado el orden político interno de la polis griega y su reemplazo por una política de oportunismo y de violencia, la ausencia absoluta de ordenación jurídica y la crisis de la moral pública que acompañaba a aquella nueva conducta social, chocaba profundamente no sólo con la sensibilidad política del romano, sino también con sus costumbres y sus tradicionales normas de convivencia.[177]

Todavía al finalizar el siglo III, los postulados en que se basaba la organización interior del Estado estaban más allá de lo que le era lícito discutir al individuo y estaban sostenidos por una vigorosa fe. El ejercicio de la conducta pública podía llevar a la lucha por distintas concepciones políticas, pero las soluciones propuestas no eran sino nuevos acuerdos para equilibrar sabiamente las fuerzas que se estructuraban en el Estado.

Sólo a partir del siglo III, cuando la conquista hubo creado el problema del ager publicus con sus consecuencias sobre la economía raíz y las relaciones entre el latifundio y la pequeña propiedad, comienza a insinuarse una diversificación de los intereses, hasta allí solidarios, entre los grupos que se beneficiaban con la conquista y los que nada ganaban o se perjudicaban con ella. Era este proceso el que había contribuido a provocar la escisión en el plebeyado, uniendo a los grupos poderosos salidos de su seno a la clase patricia para formar, frente al resto de la plebe, la nueva nobilitas. Esta transformación en la posición de los elementos dentro de la comunidad trajo consigo la aparición de una política social y la agudización de los irreductibles intereses de clase. La situación se acentuó en el transcurso del siglo II, después de la conquista trasmarina; el Estado se mantenía incólume en su organización jurídica y la nobilitas se esforzaba por mantener dentro de él su predominio; pero se percibían ya los gérmenes de una inquietud cuya trascendencia podían adivinar los grupos de mayor sagacidad política. Los nuevos problemas sociales, sin embargo, no tocaban todavía, al finalizar el siglo III, la estructura del Estado, y los múltiples cambios operados en el transcurso de los siglos anteriores para responder a nuevas necesidades sociales, podían autorizar a pesar de que, por esa misma vía, el Estado romano podría resolver los nuevos conflictos.

Pero a partir de las últimas décadas del siglo III se produce el estrecho contacto de Roma con las ciudades griegas de Italia y de Sicilia. Eran viejas ciudades helenísticas en las que estaba vivo el recuerdo de las luchas de las democracias con los tiranos y algunas de las cuales —como Siracusa, con la que Roma mantiene relación asidua— habían visto ya el establecimiento de monarquías regulares. En ellas descubre Roma los caracteres del poder autocrático, cuyas notas más visibles había podido observar de cerca en la política de Pirro, y advierte entonces las relaciones entre el poder político autócrata y las exigencias militares que se derivan de la conquista territorial. Por esta vía, los procónsules romanos adquieren conciencia de su limitada autoridad y Escipión el mayor aprenderá allí a preferir —desde el doble punto de vista de las necesidades del Estado y de las ambiciones personales— la omnipotencia del autócrata a la restringida autoridad del magistrado. Pero este contraste no correspondía solamente a una superficial consideración constitucional; simultáneamente, dejaba ver la relación establecida por la política helenística entre imperialismo y autocracia y quien se proponía arrastrar la política romana hacia una conquista trasmarina no podía pasar por alto la lección de realismo político que se deducía del conocimiento de la historia helenística. Esta lección no sólo se recibía por la inmediata observación de los hechos; Siracusa resumía en su historia los caracteres políticos más típicos de la época y sus historiadores, y en especial Timeo, daban un cuadro muy vivo de las peripecias provocadas por la insistente afirmación de las tendencias autocráticas; su lectura resultaba, pues, una fuente de enseñanza política cuya influencia se acentuaba con el intento de incluir en la historia del desarrollo político griego, la historia romana.

El grupo que se constituye en Roma alrededor de Escipión el mayor y de su casa heredará, con los propósitos imperialistas de aquél, sus tendencias filohelénicas que configuraban, por sobre todo, una actitud política. Este grupo —la oligarquía ilustrada— vio, al poco tiempo, robustecer su vocación y sus tendencias por el aporte teórico que le proporcionaron dos figuras griegas de singular relieve intelectual: Panecio de Rodas y Polibio de Megalopolis.

Bajo la influencia de Timeo y de Panecio, cumple Polibio una misión decisiva en Roma. Dentro del cuadro de la historia universal, el historiador griego procura encuadrar de manera coherente la historia romana encadenando sus acontecimientos y sus designios dentro de los que se originan en el mundo helenístico. La tendencia conquistadora, desarrollada y consciente en Roma después de Escipión el mayor, aparece vinculada al movimiento hacia la constitución de grandes unidades políticas, característico del Mediterráneo oriental; la vocación imperial que se insinúa al comenzar el siglo II no parece, pues, ser solamente una etapa del proceso de crecimiento romano sino que se presenta como el resultado de una adhesión romana a las tendencias políticas helenísticas. Pero junto a esta interpretación del papel que le está reservado a Roma en el Mediterráneo, ofrecida por Polibio siguiendo el esquema de Timeo, el mismo Polibio, como Panecio había hecho antes, proporciona a los miembros de la oligarquía ilustrada una teoría del desarrollo político-social de Roma, de tipo pragmática, sobre cuya base era posible discriminar las líneas del desarrollo político futuro: es aquella doctrina de la sucesión legal de los estadios políticos, de origen estoico, que, aplicada a Roma, se manifiesta como una teoría de la revolución necesaria.[178] En efecto, llegada Roma a mediados del siglo II a una etapa de disolución de su régimen democrático, se encontraba al borde del estadio demagógico u oclocrático.[179] El paso resultaba inevitable[180] y el análisis objetivo de la realidad político-social romana realizado por Polibio llevaba al historiador griego a prever la inminencia de una etapa de convulsiones internas determinadas por el pasado inmediato. Para Polibio, aristócrata militante que había sido testigo en Grecia de acontecimientos similares, los tiempos que se anunciaban repugnaban particularmente a sus convicciones y a su temperamento, pero, adherido a las tesis estoicas, no podía por menos de consignar sus caracteres con una científica prescindencia.

Sin embargo, la misma doctrina que lo llevaba a diagnosticar las circunstancias precisas de la realidad romana lo incitaba a sentar los principios de la conducta política a seguir, conciliando sus convicciones con las exigencias planteadas por el nuevo orden de cosas frente al Estado romano y a la estructura social que éste ordenaba jurídicamente. Las doctrinas estoicas, en efecto, suponían también el imperativo de intervenir en el desarrollo de cada una de aquellas etapas del progreso histórico para dirigirlas mediante actos razonados y eficaces; la etapa demagógica debía ser guiada hacia la consecución de un imperio justo, esto es, de una vasta área de dominio político en el que se realizara la justicia social; acaso Panecio no quiso llegar hasta estas últimas consecuencias cuando exponía su pensamiento frente a los miembros de la oligarquía ilustrada o acaso Polibio evitara consignarlas de manera explícita, guiado por sus particulares convicciones;[181] pero otro estoico, Blosio de Cumas, se atrevió a desarrollar íntegramente la doctrina político-social de la escuela y encontró, en algunos de los miembros de la oligarquía ilustrada con quienes le cupo dialogar, discípulos convencidos y resueltos a realizar sus postulados teóricos: por su intermedio debía el Estado romano conmoverse hasta sus cimientos, en un esfuerzo por ajustarse a las nuevas necesidades de tipo imperial y a las exigencias internas que se derivaban de ellas.

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SEGUNDA PARTE: La política graquiana y sus proyecciones

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IV. EL DESENCADENAMIENTO DE LA POLÍTICA REVOLUCIONARIA: TIBERIO GRACO

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La ofensiva radical de 133

El proceso de crecimiento y consolidación de la oligarquía ilustrada, que se cumplía ininterrumpidamente desde 180 y que le había permitido asegurar para sus miembros el control del Estado, sufrió graves alteraciones al promediar el siglo. La progresiva agudización de los problemas políticos, económicos y sociales por una parte, y los fracasos militares de España, que fueron su consecuencia, por otra, permitieron poner de relieve su irresolución o su incapacidad para realizar los planes reformistas y esta circunstancia debilitó su prestigio y evidenció en ella la ausencia de cabezas directoras. La necesidad de obrar pareció entonces evidente y la oligarquía ilustrada reaccionó en un doble plano: imponiendo a Escipión Emiliano, a pesar de las prescripciones legales en contrario, para el consulado de 147 —lo que implicaba la dirección de las operaciones en Africa— y afrontando simultáneamente el problema social mediante la preparación de una legislación agraria. De estos primeros ensayos de realizaciones políticas resultó la formación de dos facciones en el seno de la oligarquía ilustrada; a partir de ese instante la lucha por las posiciones políticas se produce fundamentalmente entre ellas, auxiliada eventualmente la de los moderados por los miembros de la oligarquía conservadora, que ve en aquella crisis una ocasión favorable para contener y obstaculizar los planes renovadores. Pero si en los primeros años que siguen a la crisis los moderados obtienen importantes triunfos políticos, bien pronto el ala radical comienza a afirmarse y a conquistar posiciones; sin embargo, este avance no pareció tan rápido como lo exigían las ambiciones de sus miembros; la elección de Escipión Emiliano para el consulado de 134 —violando nuevamente las normas legales— pareció demostrarlo así y la facción radical comenzó a preparar una enérgica ofensiva, facilitada por la ausencia de Emiliano, a quien retenía en España el sitio de Numancia. Esta ofensiva estaba destinada a consolidar la simpatía fluctuante de los grupos no poseedores y de los pequeños propietarios rurales, mediante la sanción de una ley de distribución del ager publicus. Para alcanzar ese fin apoya, en la elección consular para 133, el nombre de P. Mucio Escévola, miembro destacado de la facción, y, en la elección tribunicia, el nombre de T. Sempronio Graco; impuestos estos candidatos —y acaso algunos otros— con el apoyo del Princeps senatus Ap. Claudio Pulcher y los demás miembros de la facción, sólo se esperó una oportunidad favorable para poner en acción el plan seguramente preconcebido; una circunstancia propicia fue la partida del otro cónsul, L. Calpurnio Pisón, para su provincia de Sicilia, después de la cual el tribuno T. Graco inició la ejecución del proyecto, sometiendo a los comicios la rogatio agraria.[182]

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La ley agraria y sus consecuencias políticas

La rogatio Sempronia legislaba sobre el ager publicus y establecía el destino de las superficies que se reivindicaban para el Estado. Declaraba, ante todo, que nadie podía poseer una extensión de tierra pública superior a 500 jugera más una extensión suplementaria de 250 jugera por cada hijo,[183] debiendo el resto de las tierras ocupadas volver al Estado; en cambio, ofrecía el título definitivo sobre la superficie que —de acuerdo con los términos de la rogatio— podía retener cada uno, renunciando así el Estado a ulteriores reivindicaciones.[184] El territorio que quedara disponible como consecuencia de esta limitación de la occupatio, debería ser repartido en pequeños lotes de 30 jugera entre ciudadanos no poseedores con la condición expresa de que no podían ser vendidos y de que debían pagar una pequeña renta al Estado como testimonio de su derecho eminente.[185]

Como la oligarquía ilustrada conocía muy bien los mecanismos legales y administrativos por los que el senado podía malograr los fines de la ley sin oponerse formalmente a ella, en caso de que la misma ley no estableciera un procedimiento seguro para su cumplimiento, la rogatio Sempronia encomendaba todas las tareas, esto es, la determinación de cuáles tierras de las que tenía cada poseedor pertenecían originariamente al ager publicus y habían pasado a su poder por vía de la occupatio, la confirmación de la extensión legal y la distribución del sobrante en las condiciones previstas por la ley, a un cuerpo autónomo de tres ciudadanos elegidos a perpetuidad y cuyas funciones se ejercían anualmente en forma rotativa.[186]

Presentada a los comicios con la antelación debida, Tiberio apoyó su proyecto con una argumentación elocuente y enérgica,[187] a la que contestaron los miembros de la oligarquía conservadora con una defensa calurosa de los derechos adquiridos por la nobilitas, hecha en los corrillos del foro y destinada a presionar a su numerosa clientela política. A la argumentación de Tiberio contra el desarrollo del trabajo servil en desmedro de las posibilidades de los colonos libres,[188] contestaban aquéllos con las razones que podían apuntalar su posición: el riesgo originario de la occupatio, los capitales invertidos, las mejoras realizadas,[189] y, sobre todo, las peligrosas consecuencias de las medidas propuestas.[190] Ante esa propaganda, Tiberio Graco, llegado el día de la votación y ya seguro del resultado favorable, procura neutralizarla explicando ampliamente las razones de alta política que mueven la conducta de la facción radical de la oligarquía ilustrada.[191]

Una vez fundamentada, Tiberio ordena leer el texto del proyecto y, en ese momento, un tribuno, Octavio, pronuncia inesperadamente su intercessio. Instrumento de la oligarquía conservadora, Octavio se mantiene firme en su actitud a pesar de los ruegos y de las invectivas de Tiberio; por su parte, sus inspiradores, miembros del senado, intentan ganar la causa en el seno de ese cuerpo provocando un cambio de actitud en el tribuno autor del veto; pero Tiberio precipita los acontecimientos y la posible conciliación fracasa de inmediato.[192]

Postergada la votación hasta el día siguiente, Tiberio, prescindiendo de la opinión de sus consejeros de la facción radical, decide adoptar una conducta resuelta que inspiraban, en general, sus tendencias de origen helenístico y acaso directamente sus consejeros griegos Diófanes y Blosio,[193] y solicita la deposición del tribuno que se opone a su proyecto. Basado en el ejemplo del mecanismo institucional del ágora, Tiberio da por admitido que la estrecha relación entre la asamblea tribal y el tribuno debe manifestarse, ante todo, en una dependencia del último con respecto a la primera, tal como la que reglaba las relaciones del orador con la asamblea popular griega; partiendo de ese supuesto, la asamblea tribal reivindicaba su autoridad si deponía al tribuno que intentaba obrar contra los intereses que ella representaba de manera inequívoca, del mismo modo que la asamblea popular griega castigaba al orador que la arrastraba hacia decisiones inconvenientes.[194] Propuesta, pues, la deposición de Octavio, ante el estupor general, los ciudadanos reunidos en el foro, convencidos de que sólo por ese medio la rogatio se transformaría en ley, y acaso un poco despreocupados de la gravedad del problema institucional que Tiberio planteaba, votaron la insólita medida y Octavio fue retirado de los rostra; inmediatamente, se completó el colegio tribunicio con la elección de Q. Mummio y la rogatio fue convertida en ley. La asamblea eligió entonces el triunvirato para su cumplimiento, cuyos miembros fueron el propio Tiberio, su suegro el Princeps senatus Ap. Claudio Pulcher y su hermano menor Cayo, de apenas veinte años de edad, que se encontraba entonces combatiendo con Emiliano frente a Numancia. Cumplido su propósito, Tiberio Graco —nos dice Apiano—[195] “se hizo inmediatamente popular y fue seguido hasta su casa por una enorme multitud, como si fuera, no el fundador de una sola ciudad o de una raza, sino de todas las naciones de la Italia”.

Las inesperadas derivaciones que tuvo la proposición de la ley Sempronia evidenciaron dos hechos importantes; por una parte, la nueva significación personal de Tiberio, quien decide resolver la situación planteada por el veto de Octavio, no en función de los recursos políticos de que podían proveerlo sus amigos de la facción radical de la oligarquía ilustrada, sino de acuerdo con las convicciones inculcadas en él por sus maestros griegos y por el clima radical en que se había formado; por otra, la nueva escisión que se produce de inmediato en el ala radical de la oligarquía ilustrada, de la que se separan algunos miembros disconformes con la actitud revolucionaria del tribuno —Metello, Escévola—, quienes constituirán una facción centrista, mientras se mantienen en el ala radical, junto a Tiberio, Ap. Claudio Pulcher, E Licinio Craso y M. Fulvio Flaco.[196] Esta escisión crea nuevos matices en la gama política de la Roma del último tercio del siglo II, y explica, sobre todo, la precipitación de la alianza revolucionaria hacia una inclusión de nuevas fuerzas en sus filas: el grupo de los equites. Como reacción se produce un acercamiento de importantes consecuencias entre la facción moderada de la oligarquía ilustrada y el partido de la oligarquía conservadora, que se prestigiaba ahora por la comprobación objetiva de sus temores acerca de las inevitables consecuencias remotas de la política imperialista y filohelénica de la oligarquía ilustrada.

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Los caracteres de la ley agraria

Si los métodos puestos en práctica por Tiberio para allanar los obstáculos opuestos a la aprobación de la ley habían sido violentos, no lo era menos el que había sido ideado para neutralizar la posible oposición senatorial a su cumplimiento. El modus operandi implicaba una actitud resuelta contra la oligarquía conservadora; pero en sus estrictos términos jurídicos la ley era justa, simple y no suprimía sino los abusos inmoderados confirmando, dentro de cierto margen, las situaciones creadas; esta benignidad se advertía de inmediato comparándola con la ley Licinia,[197] la cual, sobre limitar a 500 jugera la occupatio de tierras públicas, restringía el número de animales que se podía tener en ellas y el número de esclavos que se podía utilizar en su explotación.

Las tendencias y la finalidad de la facción radical de la oligarquía ilustrada se advertía, sobre todo, en las circunstancias que rodeaban la sanción de la ley. Ante todo, la rogatio Sempronia restauraba el principio establecido por el tribuno C. Flaminio en 232 de la jurisdicción de la asamblea tribal para la adjudicación de tierras públicas, en tanto que hasta entonces había sido atribución exclusiva del senado.[198] Ese principio había suscitado la más intensa resistencia por parte de la nobilitas; pero el senado había mantenido en aquella oportunidad el control de los resortes administrativos con los que podía dirigir o aun neutralizar las asignaciones de tierras públicas y si apenas lo ejercitó en el caso del ager gallicus fue porque se trataba de tierras todavía no ocupadas y de una región por el momento poco apetecible; pero la ley Sempronia, sobre insistir en aquella innovación jurisdiccional, paralizaba toda posibilidad de obstaculización de sus fines por vía administrativa, ya que creaba un cuerpo autónomo con atribuciones para cumplir todos los pasos necesarios para su aplicación; esta disposición de la ley acentuaba su carácter radical porque atacaba las atribuciones ejecutivas del senado, hasta allí incontrovertidas.

Pero no sólo por eso era radical. Si su texto era jurídicamente justo, la posibilidad de una restricción en la posesión de los grandes latifundios atacaba por su base la preeminencia económica y política de la oligarquía, apoyada principalmente en su riqueza raíz. Esta vía de enriquecimiento era, por otra parte, la única que respaldaba a la oligarquía política, no sólo porque el plebiscito Claudio restringía sus posibilidades comerciales o financieras sino porque el mismo género de actividad política que desarrollaba le impedía la asidua atención de ocupaciones que suponían permanente iniciativa y vigilancia: suprimidos sus latifundios, se suprimían automáticamente sus recursos, imprescindibles para asegurar la fidelidad de la vasta clientela política que servía de base a su predominio.

También alcanzaba indirectamente a vulnerar los intereses de la oligarquía porque de la mayor libertad económica proporcionada a los grupos subordinados debía resultar una progresiva disolución de las relaciones de clientela. El colono que mantenía su propiedad de manera precaria y más aún el que no conservaba la suya, pero sobre todo la plebe urbana, dependían estrechamente de los miembros de la nobilitas, cuya calculada generosidad les aseguraba el mantenimiento de sus tierras o el alimento cotidiano —sportula, en especies o en dinero— a cambio de una dependencia electoral que aseguraba el predominio de los oligarcas; devuelta a sus campos la última y afirmados en su propiedad los primeros, el edificio de la política oligárquica se debilitaba considerablemente. Era, pues, un variado conjunto de preocupaciones lo que despertaba la nueva política de Tiberio en la oligarquía conservadora —definida por su pretensión de conservar íntegramente sus privilegios— y cuyas repercusiones alcanzaban a los sectores moderados de la oligarquía ilustrada, apenas suavizada en estos últimos por las esperanzas cifradas en el futuro del imperio, comprometido por la obstinación de aquellos grupos en perpetuar privilegios que lo anemizaban.

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Los propósitos de Tiberio Graco

En rigor, no se engañaba totalmente la oligarquía conservadora cuando afirmaba que el propósito de Tiberio era transformar el orden establecido.[199] Exageraba la realidad porque los planes del tribuno eran imprecisos y sólo el azar de la resistencia opuesta a la sanción de la ley lo había impulsado a plantearla con caracteres radicales; pero era evidente que la política de la oligarquía ilustrada, al atentar contra los intereses de clase de la nobilitas, procuraba encontrar una nueva fórmula de equilibrio social dentro del Estado.

Sus temores eran fundados cuando pensaba que la limitación de la occupatio estaba destinada a socavar la sólida situación económica de la nobilitas y no lo eran menos cuando sospechaba que, por la liberación económica de los pequeños poseedores y los proletarios, se podía llegar a sustraerle su vasta clientela. Pero si estas derivaciones de la ley agraria se dirigían contra sus intereses personales, las circunstancias y los propósitos de la ley atacaban la concepción misma del Estado que propugnaba la oligarquía conservadora y procuraban orientar las fuerzas vivas de Roma hacia una solidaridad con los nuevos intereses imperiales, aun a costa de medidas radicales que, inspiradas en tradiciones helenísticas, parecían extrañas y peligrosas.

El problema que procura resolver la legislación agraria es, en efecto, el del destino del imperio naciente, amenazado por la crisis económico-social interna; aunque suponía una preocupación de carácter humanitario con respecto al destino personal del desposeído, sus términos verdaderos son los que plantea la situación del hombre en cuanto factor de seguridad y engrandecimiento de la conquista;[200] su finalidad, precisamente, era reconstruir y engrandecer el ejército romano, cuyo fracaso de los últimos tiempos preocupaba a la oligarquía ilustrada en cuanto amenazaba la seguridad del área conquistada y comprometía su futura expansión. Desde 154, las operaciones de España no contaban sino derrotas o triunfos indignos como el del cónsul C. Servilio Cepio sobre Viriato; en Numancia la guerra se desarrollaba sin solución desde 143 y había significado para Roma fracasos como el del cónsul C. Hostilio Mancino, cuya vergüenza alcanzaba, en cierto modo, a Tiberio. Entre tanto, crecían en magnitud las rebeliones serviles y se había visto a un cónsul romano huir frente a los ejércitos de esclavos. Así podía decir Tiberio que la guerra servil estaba llena de vicisitudes y de peligros[201] y la oligarquía ilustrada suponer que estaba amenazado el magnífico destino que el tribuno anunciaba al afirmar que los romanos acariciaban la esperanza de ocupar el resto del mundo habitable.[202]

Sólo la reconstrucción del ejército podía resolver esta situación; pero esa solución no podía buscarse por vías torcidas sino que debía llegar por el camino de las medidas radicales. Con la ley agraria —proyectada como sabio remedio a largo plazo— la oligarquía ilustrada se proponía, ante todo, dignificar a los pequeños poseedores y proletarios haciéndolos volver a su antigua y firme solidaridad con el Estado; pero esto significaba amenazar la riqueza de la oligarquía y destruir su clientela, pilar principal de su monopolio político; estaba, pues, implícito en esta política el arrancar el poder de las manos de la nobilitas, que sobreponía sus intereses de clase a los del Estado, para transferirlo a la facción, constituida en su seno, que entendía con claridad los nuevos problemas de Roma. Los beneficiados de esta política agraria, dignificados por su independencia económica y sustraídos, en consecuencia, a la sujeción de la oligarquía, no podían sino incorporarse decididamente a la alianza revolucionaria que preparaba la oligarquía ilustrada con su política radical y apoyar las últimas consecuencias a que esa política conducía inevitablemente: la facción radical de la oligarquía ilustrada, en efecto, no temía desembocar en la autocracia y Tiberio se atrevió a afirmar con los hechos esa convicción que nadie antes había osado expresar. Disminuida en su número por la deserción de lo que, de allí en adelante, será la facción centrista, el ala radical se encontrará ahora, en cambio, robustecida en sus convicciones por el primer paso dado y en su fuerza política por la incorporación del grupo de los equites a la alianza revolucionaria, a la que lo atraía la comunidad de intereses y aspiraciones. El intento de autocracia ensayado por Tiberio —aunque impreciso y restringido— debía definir esa política y sólo faltaba una experiencia suficientemente rica como para proveer las soluciones con que pudiera ser impuesta sin herir violentamente la sensibilidad política romana, adherida por una tradición secular a la concepción republicana: el primer paso para descubrirlas había sido su habilísima utilización de las instituciones originariamente plebeyas, aprovechando con equívoca perspicacia la situación adquirida por la asamblea tribal después de la sanción de la ley Hortensia.

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La reacción contra Tiberio Graco

Delineada la situación de lucha provocada por los caracteres de la ley y los de su sanción, la oligarquía conservadora decidió aceptar el reto. En un principio, había manifestado claramente su oposición a la ley, destacando sin recato los perjuicios que ocasionaría la expropiación a los ocupantes de grandes extensiones de tierra pública y la injusticia que implicaba con respecto a sus derechos adquiridos;[203] cuando la aprobación pareció inminente e inevitable, la oligarquía conservadora no vaciló en recurrir a recursos extremos, tales como el veto tribunicio, interpuesto por un colega de Tiberio atraído a su causa, y la invocación desembozada de sus derechos de clase hecha al propio Tiberio cuando concurre al senado en busca de una conciliación;[204] pero una vez aprobado el proyecto y comprobada por la oligarquía conservadora la fuerza de la alianza revolucionaria, su política cambió radicalmente. Los argumentos de clase fueron abandonados y el tema, ya antes insinuado, de las aspiraciones autocráticas de Tiberio[205] adquirió entonces la mayor significación; sobre la base de este argumento se procuraba disimular la oposición al contenido mismo de la ley y trasladar el problema hacia otro campo en el que parecía más fácil quebrar la solidaridad demostrada por la alianza revolucionaria.

La oligarquía conservadora tenía buenas razones para insistir en el contenido político de la actitud del tribuno y podía, además, esgrimirlas con eficacia. Podía, ante todo, señalar la acumulación de atribuciones que se radicaban en el triunvirato, acentuadas todavía más por las circunstancias de su composición, ya que la autoridad de Tiberio apenas podía ser limitada por un hombre de carrera casi concluida como era el Princeps senatus Ap. Claudio, que era además suegro del tribuno, ni por su hermano, que comenzaba entonces su carrera y estaba además ausente en cumplimiento de sus deberes militares;[206] esta evidencia del exceso de autoridad que Tiberio concentraba en sus manos se agravaba con las circunstancias que habían rodeado a la votación de la ley. Pero acrecentaban sus temores el apoyo presentado al tribuno por ciertos elementos de la facción radical y, sobre todo, la incertidumbre con respecto a la opinión que, acerca de los últimos acontecimientos, pudiera tener Emiliano, entonces ausente, quien, si bien es cierto que se había distanciado de la facción radical, mantenía relaciones de parentesco y de amistad con el tribuno y podía haber influido en su conducta. Emiliano, en efecto, aun después de su reciente alejamiento de la facción radical de la oligarquía ilustrada, había mostrado su solidaridad con Tiberio en la discusión del foeduos numantinus.[207] Esta presunción, verosímil dada la identidad de actitud frente a los problemas romanos que había en el fondo, adquiría mayor importancia por la situación preeminente que en ese momento tenía Emiliano por su mando militar.

La coalición política que había apoyado la sanción de la ley agraria mostraba su flanco vulnerable no tanto en los términos de la ley como en la actitud política de Tiberio y allí, precisamente, incidió la propaganda de los expertos directores de la oligarquía conservadora. La ley en sí misma, en consecuencia, dejó de ser tema de los ataques de los perjudicados por ella y se acentuó, en cambio, la crítica contra las presuntas ambiciones autocráticas de Tiberio, concretada aparentemente en una amenaza de acusación para cuando terminara su mandato legal pero cuya violencia desembocaba en una conspiración contra la vida de Tiberio.[208] Es entonces cuando el tribuno plantea la cuestión de su reelección, dando así un pretexto más a la oligarquía conservadora para delimitar su acusación sobre una base aparentemente objetiva. En el momento de la elección, la oligarquía conservadora, encabezada precisamente por un miembro de la familia de los Cornelios cuya jefatura podía neutralizar el presunto apoyo de Emiliano, después de alterar el curso normal de la asamblea,[209] decide despreocuparse de toda garantía constitucional y terminar violentamente con el tribuno, provocando una refriega callejera en la que logra su propósito.

Eliminado Tiberio, la ley quedaba en pie en todos sus términos porque la oligarquía conservadora tuvo la prudencia de no plantear de inmediato ninguna cuestión acerca de ella, ya que podía hacer peligrar el éxito de su primer ataque contra la alianza revolucionaria, visible, sobre todo, en la ausencia de la plebe rural y en la actitud de algunos tribunos frente a Tiberio,[210] cuando se votaba su reelección. Este éxito se complementó con la aclaración definitiva de la duda que, con respecto a la actitud de Escipión Emiliano, preocupaba a la oligarquía conservadora: admitiendo como exacta la versión de los hechos divulgada por ese grupo, Emiliano, todavía en España, condena las presuntas ambiciones del tribuno y aprueba la conducta de Nasica y su grupo frente a él.[211] Esta actitud, sin embargo, no pareció todavía definitiva a los miembros de la facción radical, quienes, al esperar todavía de Emiliano una condenación del asesinato de Tiberio, confirmaban la verosimilitud de los temores de la oligarquía conservadora; para aclararla definitivamente, Cayo Graco y Fulvio Flaco exigieron un día una definición pública de Emiliano, quien se manifestó entonces explícitamente de acuerdo con la represión.[212]

La categórica posición de Emiliano corresponde a la ya insinuada unión de la oligarquía conservadora con la facción moderada de la oligarquía ilustrada; queda, frente a esta alianza reaccionaria, la debilitada estructura de la alianza revolucionaria, que busca consolidarse cada vez más con el apoyo de los equites. A este intento responde la alianza reaccionaria con una campaña indirecta para neutralizar la ley agraria, aprovechando la constante inquietud de los itálicos —en nada favorecidos por la ley Sempronia y perjudicados en alguna medida— y sustrayendo al triunvirato la autoridad para determinar la naturaleza de los derechos que asistían a los ocupantes de las tierras que debían ser expropiadas, potestad que era transferida a los cónsules.[213] Aprobada esta disposición, la ley Sempronia se transformaba en un instrumento prácticamente inútil y su neutralización fue completada por sucesivas disposiciones ulteriores tomadas por la oligarquía conservadora cada vez que se sintió fuerte.

Una hábil y tortuosa conducta había permitido a la oligarquía conservadora ganar la partida: había quebrado, por un momento, la alianza revolucionaria, había puesto de manifiesto su contenido radical, había fortalecido sus filas con elementos sustraídos a la propia oligarquía ilustrada y había, finalmente, salvado gran parte de sus posesiones. Pero la facción radical había aprendido, a su vez, una provechosa lección: necesitaba ensanchar la base política de la alianza revolucionaria y a realizar esta exigencia dedicó los años que siguieron a la muerte de Tiberio.

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La política de Tiberio Graco

La oligarquía conservadora había centrado su campaña contra Tiberio en su actitud política, no sólo por táctica sino también porque en ella estribaba realmente la gravedad del episodio al cual había puesto fin una conducta tan violenta como decidida; sólo exageraba la oligarquía conservadora cuando veía en el tribuno un comportamiento plenamente madurado y consciente que no había existido en realidad; existía, en cambio, una estrecha conexión de fondo con la ideología de la oligarquía ilustrada que podía conducir a sus miembros tanto a la proposición de la ley agraria como a un planteo radical de la situación política, y esa actitud había sido llevada hasta sus últimas consecuencias por Tiberio —aconsejado por Blosio— en el curso de un proceso acelerado cuyo control veía escapar de sus manos y quería retener aun sin contar con la base política imprescindible; pero un análisis de su política mostrará que, en efecto, la oligarquía conservadora no se equivocaba cuando advertía en toda la conducta del tribuno una continuidad y una coherencia —consciente o no— que arrancaba de la concepción imperialista de origen helenístico recibida por la oligarquía ilustrada, y a la que daba contenido social la propaganda estoica; esta política se apoyaba también sobre elementos propios; la tradición romana ofrecía muchas experiencias utilizables para una política revolucionaria y en Tiberio se entremezclan tendencias y recursos de uno y otro origen sin que se advierta entre ellos la armonía que debía resultar de una política preconcebida; unos y otros se han amalgamado por la fuerza de las circunstancias y se vinculan entre sí sólo en el sentido circunstancial que Tiberio les atribuye: esa radical concepción revolucionaria es la coherencia que se descubre en su conducta, por cuya fuerza elementos contradictorios doblegaban su carácter heterogéneo para fundirse en un proceso hacia la consecución de fines inmediatos.

Dos cuestiones fundamentales permiten realizar el análisis de los elementos griegos y romanos que subyacen en su actitud política y descubrir cómo se funden en una concepción coherente: el carácter de su propaganda revolucionaria y la teoría de la deposición y reelección del tribuno.

La propaganda.Desde el primer momento, la propaganda de Tiberio adquirió un tono de inusitada violencia, aparentemente injustificado. Desde hacía mucho tiempo, la elocuencia política había olvidado el tema de la oposición de las clases sociales porque, en el plano político, se había producido, hacía ya bastante tiempo, una fusión entre el antiguo patriciado y amplios grupos de la antigua plebe. Pero esta fusión no había reunido la totalidad de ambas clases, ni podía reunirlas. La incontenible fuerza del plebeyado rico y su conquista de los derechos políticos —que fue su consecuencia— había hecho ascender a ese sector a una situación en la que coincidía con los restos, cada vez menos numerosos y significativos, del antiguo patriciado, al que había ido absorbiendo poco a poco; así se había formado la nobilitas patricio-plebeya, y durante largo tiempo este conglomerado —dueño del poder político— pareció resumir la totalidad de las fuerzas sociales romanas. Pero la conquista y sus consecuencias económicas evidenciaron que la totalidad del plebeyado no se fundía en la nobilitas y que quedaban al margen de ella vastos sectores de la sociedad a los que les estaba negada toda aspiración política; eran estos últimos dos masas sociales bien diferenciadas: la de los plebeyos que en actividades comerciales se enriquecían a raíz de la conquista y la de los pequeños poseedores y proletarios cuyo número aumentaba permanentemente. Nobilitas, por una parte, y plebeyos enriquecidos o empobrecidos, por otra, constituyen los sectores económico-sociales cuya presencia se hace evidente en el siglo II; sus caracteres se definen cada vez más y, con ello, se agudizan las diferencias que los separan, pero se perfilan también cuáles son los intereses —transitorios o duraderos— que pueden unirlos o separarlos circunstancialmente. Frente a esta realidad económico-social, la ficción de la igualdad política no podía mantenerse, y cuando la oligarquía ilustrada quiere ajustar las fuerzas del imperio para asegurar su existencia y fortificar sus recursos, descubre en la lucha sorda entre estos elementos sociales la capacidad de reacción contra un orden político que juzga suicida.

Apoyado en esa concepción, Tiberio Graco procura, en primer lugar, movilizar, pura y simplemente, a los pequeños poseedores y proletarios contra los poseedores que mantenían, además, el control del poder político, a quienes creía, con razón, cegados por el único afán de mantener sus privilegios económicos y políticos, y, en consecuencia, inhábiles para la conducción del desarrollo imperial. Su propaganda adquiere así, desde el primer momento, un sentido de clase; tal como lo hicieran los revolucionarios griegos, opone los pobres a los ricos; pero, consciente o no, fortalece su planteo de la lucha con una asimilación de las nuevas clases económicas —ricos y pobres— a las antiguas clases sociales romanas —patricios y plebeyos—; por ese medio moviliza en favor de su política no sólo un tema de propaganda que debía facilitar su éxito popular sino también las soluciones ofrecidas por la experiencia romana, tales como la tradición secesionista de la plebe, y, sobre todo, el contenido revolucionario de las instituciones de compromiso creadas a raíz de las primitivas exigencias plebeyas: la asamblea tribal y el tribunado plebeyo; estos órganos políticos, en otro tiempo representantes de la totalidad del plebeyado en cuanto clase definida por el origen de sus miembros, parecen a Tiberio susceptibles de ser utilizados como representantes de la sola fracción empobrecida de la plebe; esto significa retrotraer a la asamblea tribal y al tribunado a su primitiva posición de lucha; pero como ambas instituciones habían sido, con el tiempo, engarzadas en la estructura del Estado romano, y la asamblea tribal había adquirido una función predominante dentro de él desde que, por la ley Hortensia, poseía capacidad de legislar para todos los quirites, los pobres, en cuanto movilizaban la asamblea tribal y el tribunado para sus fines propios de clase, se encontraban en posesión de un instrumento de dominio que, de hecho, podía poner en sus manos el control del Estado; este equívoco sobre la significación originaria de los órganos plebeyos y sobre sus atribuciones actuales, tornaba revolucionaria la propaganda de Tiberio Graco.[214]

Así se vio, de inmediato, en la votación de la ley agraria y, más evidentemente, en los términos con que fue sostenida y en las actitudes que se observaron ante las dificultades opuestas por la oligarquía conservadora con métodos obstruccionistas pero legales. La propaganda correspondía a un plan de esclarecimiento de la conciencia de los pequeños poseedores y proletarios como clase, asimilándolos a la antigua plebe y esto solo, antes de toda violación de precedentes constitucionales, era ya, a los ojos de la oligarquía conservadora, una tentativa revolucionaria. En el discurso que conserva Plutarco, Tiberio separa, en la sociedad romana, a los beneficiarios de la conquista de los que sólo han recibido de ella sufrimientos y cargas:

“No dicen verdad sus jefes cuando en las batallas exhortan a los soldados a combatir contra los enemigos por sus aras y sus sepulcros, porque de un gran número de romanos ninguno tiene ara, patria ni sepulcro de sus mayores; sino que por el regalo y la riqueza ajena pelean y mueren, y cuando se dice que son señores de toda la tierra, ni siquiera un terrón tienen propio”.[215]

El mismo sentido tiene el discurso que transmite Apiano en el que los caracteres diferenciales entre ricos y pobres son agudizados con tonos dramáticos.[216] Esta oposición debía enseñar a los pequeños poseedores y proletarios que tenían que luchar por sus propios objetivos y abandonar el falso esquema de la comunidad de intereses entre todas las clases; para reforzar su tesis Tiberio disponía de elementos retóricos que, como la idea central de la oposición de las clases económicas, eran típicamente helenísticos; así, en el discurso que conserva Plutarco, Tiberio utiliza una figura literaria que guarda una sugestiva semejanza con un pasaje del Evangelio de San Mateo[217] y que corresponde, como este último, a los tópicos de la propaganda socialista griega.

Este planteo de los términos del problema social romano en la propaganda de Tiberio Graco es anterior a toda violación constitucional y acaso a todo propósito concreto de realizarla; pero era evidente —y la oligarquía conservadora lo entendió así— que quien la propugnaba estaba decidido a llevarla a cabo si la consideraba necesaria para sus fines. Era evidente, igualmente, que cuando el tribuno hablaba de fortalecer el imperio naciente no pensaba en fortalecer la totalidad del régimen institucional y menos el orden económico-social que estaba en su base, sino que se proponía fortificar la situación de los grupos mayoritarios; logrado esto, mediante la política que fuera necesaria, podría restablecerse un equilibrio político ajustado a la realidad de las fuerzas en pugna y, en consecuencia, desfavorable a los intereses de la nobilitas como casta cerrada. Esa convicción de la oligarquía conservadora había de verse muy pronto confirmada por la conducta de Tiberio al advertir la presencia de maniobras obstruccionistas cuyo mecanismo conocían muy bien los miembros de la oligarquía ilustrada, experimentados en la función pública y cuya eficacia estaban decididos, esta vez, a quebrar por la fuerza.

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La teoría de la deposición y reelección del tribuno

A esta concepción del conflicto de clases y de la potencialidad que podía adquirir la de los grupos subordinados si utilizaba en su provecho la extensa jurisdicción adquirida por la asamblea tribal, corresponden las medidas tomadas por Tiberio en defensa de su proyecto; ya en la rogatio misma se insinuaba la ruptura del juego —tradicionalmente convenido— entre la nobilitas y la asamblea, con la creación del triunvirato, con el que se demostraba que se quería prevenir el progresivo entorpecimiento del cumplimiento de la ley por el senado; pero es en la votación, al producirse la intercessio de Octavio, cuando se evidencia la línea de su política.

Se conservan algunas referencias para conocer el fundamento jurídico que Tiberio dio a su inusitada resolución de deponer a Octavio; Apiano muestra de qué manera fue planteada la cuestión:[218]

“… y dijo [Tiberio Graco] que al siguiente día tomaría el voto en los comicios, sobre la ley y sobre el derecho legal de Octavio, para determinar si un tribuno que estaba obrando contrariamente a los intereses del pueblo podía continuar manteniendo su función.”

Pero Plutarco hace notar que lo que Tiberio se propone no es exactamente la deposición de Octavio, sino obtener una decisión de la asamblea sobre la deposición de uno de los dos.[219] Seguro del resultado que hubiera tenido esa votación, Octavio no acepta el ofrecimiento hecho por Tiberio de que fuera él quien iniciara esa consulta a los comicios[220] y Tiberio resuelve hacerlo; al día siguiente, en efecto, ante la insistencia de Octavio en su veto, somete al pueblo la deposición de éste y las tribus la votan con firmeza, sin que se advierta en ellas una sombra de divergencia.[221]

Reemplazado Octavio por un tribuno adicto a Tiberio, el voto de la ley no presentó dificultades. Pero los que, con su voto, habían dado tan grave paso en los comicios sin ninguna vacilación, comenzaron a ser objeto de una campaña de persuasión por parte de la oligarquía conservadora. Repentinamente cesa toda discusión acerca de la ley y comienzan a puntualizarse los aspectos de la política de Tiberio susceptibles de ser caracterizados como revolucionarios o autocráticos, así como también las consecuencias que podría ocasionar en el futuro el precedente establecido sobre la autoridad del tribunado.[222] Esta propaganda tuvo un éxito inmediato y muy pronto advirtió Tiberio que quienes habían votado sin vacilación en los comicios por la deposición de Octavio, expresaban ahora un visible descontento por la gravedad del paso a que habían sido inducidos.[223] Este descontento probaba, a los ojos del tribuno, que la labor preparatoria no había sido hecha; probaba que las tribus habían votado la deposición como medida necesaria para obtener la aprobación de una ley que beneficiaba a sus sectores más numerosos, pero, al mismo tiempo, que sus miembros no estaban firmes en la política radical que él iniciaba. Para neutralizar la propaganda de la oligarquía conservadora y para afirmar a los miembros de los grupos subordinados en la actitud política cuyo primer paso habían apoyado con la sanción de la ley, Tiberio Graco pronuncia un nuevo discurso, denso y sutil,[224] en el que fundamenta su concepción de la asamblea tribal y del tribunado como órganos específicos de la plebe, manteniendo su equívoca asimilación de la antigua plebe con la actual clase económica de los pobres, para poder movilizar en favor de su política los precedentes constitucionales y tradicionales romanos y, sobre todo, la jurisdicción adquirida por la asamblea tribal después de la ley Hortensia.

La tesis era simple pero equívoca.[225] Suponía que la autoridad soberana residía en la asamblea tribal y que el tribuno era un mandatario de la asamblea para ejecutar sus decisiones y defender sus intereses: era justo, pues, que cuando faltara a esos deberes, la asamblea reivindicara su autoridad y despojara de su poder ocasional al mandatario que procedía contra los intereses que ella representaba. La tesis era simple porque planteaba la relación entre la asamblea tribal y el tribuno, por una parte, y ambos órganos plebeyos y el Estado, por otra, en sus términos primeros; pero era equívoca porque en ese momento, dentro de la realidad político-social, esos términos eran ya inexactos; por la capacidad legislativa adquirida por la ley Hortensia, la asamblea tribal había llegado a ser un órgano del Estado y, por el plebiscito Atinio, el tribunado había pasado a contar entre las magistraturas del Estado; desarrollar en los grupos mayoritarios una conciencia de clase semejante a la que animaba los primeros pasos de los órganos plebeyos, cuando éstos habían alcanzado tal situación, significaba romper el juego tradicionalmente convenido y poner en manos de una de las clases —la de los pobres, que eran mayoría— un instrumento de gobierno que, usado de manera radical, conducía al total control del Estado.

La teoría de la deposición era, pues, una sola y misma cosa con la doctrina revolucionaria que subyacía en toda la propaganda de Tiberio porque contenía los mismos elementos, esto es, un planteo moderno de la sociedad, hecho en términos extraídos de la tradición imperialista y de la tradición social griegas, y una política que permitía poner al servicio de uno de los términos del complejo social una estructura estatal constituida por las concesiones graduales de las clases poderosas, a las que había guiado, al hacerlas, la esperanza de evitar la lucha de clases y de llegar a una colaboración entre ellas. Pero, percibido por la oligarquía conservadora el propósito de Tiberio Graco de romper el juego tradicionalmente convenido y de desarrollar en sentido revolucionario la situación equívoca de los órganos plebeyos, su preocupación inmediata fue apresurarse a aniquilar a quien se atrevía a realizar la fusión de aquellos dos principios políticos —helenístico y romano— y, tras él, al grupo salido de su propio seno —la oligarquía ilustrada— que lo inspiraba con una interpretación de la política que permitía llegar hasta esas últimas consecuencias. Lo que había, pues, tras la violenta actitud de la oligarquía conservadora no era tanto una oposición contra la legislación agraria como una reacción frente a una política revolucionaria, destinada a polarizar las masas paupérrimas alrededor de un caudillo político-social, tras de la cual se adivinaba una tendencia imperialista y autocrática cuya finalidad última era lograr una transferencia del control del Estado de las manos de la nobilitas a las de los grupos de sensibilidad imperial y, eventualmente, autocrática.

La hipótesis de la oligarquía conservadora se confirmaba con el hecho innegable de la concentración de autoridad en manos de Tiberio, visible, primero, en la constitución del triunvirato, y en la tentativa de reelección, después. Tiberio había planteado esta última demanda como una consecuencia más de su concepción política; representante de una clase y no órgano del Estado, la asamblea tribal debía disponer del tribuno como de su mandatario ocasional, con funciones ejecutivas; podía deponer al tribuno que no la representara fielmente y podía, en consecuencia, perpetuar en el ejercicio de sus funciones a quien mereciera su confianza y mientras la mereciera; si para las magistraturas típicas del Estado podía haber disposiciones sobre duración, para el tribunado no podía haber sino el permanente referendum de su conducta ante la asamblea, del cual podía resultar tanto la deposición como la reelección.

Hay, pues, entre los diversos aspectos de la política seguida por Tiberio Graco, una manifiesta coherencia; las circunstancias con que fue llevada a la práctica se explican claramente por los propósitos inmediatos perseguidos por el tribuno y sus modalidades y tendencias se aclaran teniendo en cuenta las de la oligarquía ilustrada, de cuyo seno había surgido y en el que se había formado; pero se aclara, sobre todo, teniendo en cuenta los caracteres que descubrió en ella la mirada sagaz de la oligarquía conservadora y de los grupos moderados de la propia oligarquía ilustrada, temerosos de toda innovación, la primera, y de las últimas consecuencias de la política postulada originariamente por ellos mismos, los segundos.

Los propósitos de Tiberio Graco y la política desarrollada para llevarlos a cabo, arrancan de una concepción de las exigencias del imperio y de la necesidad de un ajuste del orden económico-social que permitiera satisfacerlas; esta concepción estaba basada en la observación directa de la realidad romana y en su interpretación desde puntos de vista elaborados por la vasta experiencia político-social helenística, recibida —con otros aspectos de la cultura griega— por la oligarquía ilustrada, de la que sacaba, en principio, la técnica política, sin desdeñar, por eso, los elementos coadyuvantes que ofrecía la propia tradición.

La realización de esta política estaba, a su vez, obstaculizada por la oligarquía conservadora que defendía denodadamente sus privilegios y, en consecuencia, sólo podría imponerse cuando estuviera apoyada por una fuerza organizada; para esa lucha la oligarquía ilustrada necesitaba aliados y los buscó entre los grupos excluidos del poder por la nobilitas, destinados a ser sus beneficiarios y con los cuales, poco a poco, procuró formar una alianza revolucionaria; pero cuando Tiberio Graco llega al tribunado y comienza a actuar, la alianza sólo se compone de la facción radical de la oligarquía ilustrada y de los pequeños poseedores y proletarios atraídos por su política agraria; si para lograr sus reivindicaciones económicas estos últimos se muestran enérgicos, para la lucha política, en cambio, revelan no poseer una firme conciencia de clase: llegar a desarrollarla es el objeto de la propaganda de Tiberio, quien —apoyándose en ella— pretende dar los primeros pasos de la política de la oligarquía ilustrada usando los antiguos órganos plebeyos, no como mecanismos del Estado, sino como instrumentos de las clases pobres; a pesar de ver en ellas —según el esquema helenístico— uno de los dos elementos de la antítesis económico-social creada por la acumulación de la riqueza después de la conquista, Tiberio las asimila a la antigua plebe romana pero sin renunciar a la jurisdicción que los órganos plebeyos poseían ahora dentro del Estado. Esta política es, con razón, considerada revolucionaria por la oligarquía conservadora, que pretende neutralizarla aniquilando a quien se atrevió a formularla; pero los fermentos revolucionarios que ella expresaba —de origen helenístico— correspondían al complejo de ideas cuya entrada había facilitado la incorporación de Roma a ese ámbito, y cuyo contenido se difundía en el ambiente romano aceleradamente. Con la muerte de Tiberio esos fermentos apenas perdieron su fuerza corrosiva; otros los retomaron de inmediato y se consagraron a la labor de constituir, con base más extensa y sólida, la alianza de fuerzas sociales que pudiera llevar a cabo las transformaciones que con ellos se operaban.

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V. CRISIS Y CONSOLIDACIÓN DE LA ALIANZA REVOLUCIONARIA

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La consecuencia política del tribunado de Tiberio Graco había sido la formación de dos grandes frentes: contra la alianza revolucionaria, controlada por la facción radical de la oligarquía ilustrada, se constituía una alianza reaccionaria, sobre la base de la antigua oligarquía conservadora a la que se agregaba, por la fuerza de los acontecimientos, la facción moderada y, acaso, la facción centrista de la oligarquía ilustrada. Las directivas de la alianza reaccionaria variaron según las circunstancias y, si tendía a preponderar la influencia de la facción moderada de la oligarquía ilustrada por tratarse de un grupo más flexible y moderno, la oligarquía conservadora, tras ceder momentáneamente esa preeminencia por razones de táctica, procuró, cada vez que el momento le pareció propicio, recoger el control del movimiento de opinión que se formaba a su alrededor. La lucha entre estos dos frentes así constituidos se insinúa ya al producirse, en 145, la escisión de la oligarquía ilustrada, pero sólo se define y agudiza cuando, en 133, la facción radical se muestra decidida a realizar su vasto programa.

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El predominio de la alianza reaccionaria

La política conciliatoria. La conducta observada por los pequeños poseedores y proletarios ante el intento de reelección de Tiberio y los hechos que le siguieron, demostró a la alianza reaccionaria que la conciencia de clase que Tiberio había pretendido desarrollar en esos grupos no estaba consolidada en modo alguno. Esta circunstancia, que tan graves consecuencias tuvo para el tribuno de 133, malogró, por lo menos para un futuro inmediato, la actitud revolucionaria inaugurada por él. Podía, pues, la alianza reaccionaria contribuir a dificultar su formación mediante una política conciliatoria que impidiera la polarización de los pequeños poseedores y proletarios alrededor de los caudillos extremistas y ése fue su propósito inmediato. Las circunstancias eran favorables; la grave crisis del imperio, cuyas oscuras perspectivas pudo explotar Tiberio Graco en los primeros meses de 133, se resolvía poco a poco: la campaña de Numancia había terminado con éxito y las insurrecciones serviles habían sido dominadas de manera enérgica, en tanto que, por el Oriente, el panorama se tornaba inesperadamente propicio para Roma debido al testamento del rey de Pérgamo, Atalo III, por el que legaba al pueblo romano su rico territorio. La inquietud pública, cuyo clamor había aprovechado Tiberio Graco para alimentar su propaganda, comenzó a disminuir sensiblemente y la alianza reaccionaria consideró que la política más hábil era, en ese momento, tratar de aprovechar esa circunstancia para debilitar el apoyo que las fuerzas no oligárquicas pudieran prestar a los intentos de la facción radical de la oligarquía ilustrada. Guiada por este propósito, procura demostrar que no era contra los grupos subordinados contra quienes se dirigían sus ataques y, en consecuencia, mantiene en toda su extensión la ley agraria: este deliberado propósito de no romper con aquellos grupos la lleva a concesiones más arriesgadas; si, en mérito a su seguridad futura, procura dilucidar quiénes son los inspiradores y los más decididos partidarios de la actitud violenta adoptada por Tiberio Graco —mediante un proceso del que salieron algunos condenados y a causa del cual debió huir Blosio—[226] en cambio, abandona a su suerte a quien había sido la cabeza visible de la reacción —Nasica— y lo incita a una expatriación con la que debía evitar el odio popular;[227] la alianza reaccionaria manifestaba así su propósito de no utilizar su triunfo para acentuar su estrecha política de clase y procuraba atraerse la simpatía —o contener, al menos, el odio— de los grupos subordinados, en tanto que, frente a los grupos financieros, la alianza reaccionaria, por intermedio de Escipión Emiliano, procura realizar una política más positivamente conciliatoria, recomendando la elección de P. Rupilio —estrechamente vinculado a aquéllos y a Emiliano— para el consulado de 132.[228]

El fracaso de la política conciliatoria. Pero muy pronto comprendió la alianza reaccionaria que su política fracasaba. El frente enemigo, aunque disgregado, mantenía ciertas vinculaciones profundas que impedían a cada uno de sus elementos perder de vista sus intereses fundamentales y permanentes, y así no sólo subsistía en latencia la alianza revolucionaria sino que, además, apenas repuesta del golpe de Estado de 133, comenzó a dar señales inequívocas de que volvía a constituirse, fortalecida por la presencia y la acción de nuevos elementos sociales. La vacante de Tiberio Graco en el triunvirato había sido llenada inmediatamente con P. Licinio Craso,[229] suegro de Cayo y estrechamente vinculado a los sectores comerciales y financieros, quien debía llegar a ser, en ausencia de Ap. Claudio Pulcher, la cabeza dirigente de la facción radical de la oligarquía ilustrada. Su jefatura debía tener importantes consecuencias para la alianza revolucionaria; por sus vinculaciones y por sus tendencias, P. Craso comenzó a dirigir la política de ese frente hacia una estrecha unión con los equites, y de esta política debía resultar, al mismo tiempo, la seguridad de ciertas conquistas concretas para este último grupo y el fortalecimiento de la alianza revolucionaria.

La importancia de este movimiento de expansión se vio claramente en las elecciones para cónsules y para censores de 131. Ante la actitud asumida por este grupo de la alianza revolucionaria una vez llegado al poder, la alianza reaccionaria no tuvo ya ninguna duda de que su política conciliatoria sólo servía para facilitar la reconstrucción del frente enemigo, fortalecido ahora con el ingreso de un grupo más poderoso y más temible cuanto más firme y circunscrito en sus reivindicaciones: era necesario, pues, abandonarla para volver a su enérgica política de clase.

La ofensiva reaccionaria de 129. Para volver a iniciar una acción decidida contra la alianza revolucionaria, la oligarquía conservadora reconocía la existencia de nuevas e importantes dificultades. La propaganda de Tiberio Graco, aunque no suficientemente eficaz como para crear de inmediato una conciencia de clase en los grupos subordinados, había conmovido la compleja estructura del foro, dificultando la política de clientela seguida allí hasta entonces por la oligarquía conservadora. Para vencer esas dificultades, que se agravaban con la comprobación del nuevo desarrollo del frente enemigo, no había más posibilidad que lanzarse a reconquistar el prestigio y la temerosa consideración de que antes gozaba en el foro; este propósito no podía lograrse mediante la acción visible de figuras estigmatizadas por la propaganda de la oligarquía ilustrada como enemigas de los intereses populares y, en consecuencia, pareció imprescindible recurrir a la acción de nuevos elementos capaces de atraer el respeto y la simpatía de la plaza pública; así, guiada por la firme decisión de desbaratar el armazón de la alianza revolucionaria e impedir el desarrollo de su política, aun a costa de la gloria personal de sus miembros, la oligarquía conservadora cede la jefatura de la alianza reaccionaria a Escipión Emiliano, quien, por convicción, por resentimiento o por ambición, la acepta de buen grado. Así, amparada por una figura ilustre que le permitía intentar con éxito la reconquista del foro, la alianza reaccionaria inicia una violenta ofensiva contra el frente enemigo.

Como en el golpe de Estado de 133 contra Tiberio Graco, dos propósitos la guiaban en su ofensiva de 129: por una parte, anular hasta donde fuera posible las conquistas ya logradas por la alianza revolucionaria, es decir, la ley agraria, cumplida ahora enérgicamente por los triunviros extremistas, Cayo Graco, M. Flaco y C. Carbón, y los privilegios adquiridos en las posiciones públicas y en el manejo financiero del Estado por los equites; por otra, detener a tiempo la consolidación de la alianza revolucionaria, sustrayéndole los nuevos elementos que ella procuraba —y lograba— agregar a sus efectivos políticos.

Escipión Emiliano se hace cargo de la tarea de llevar a buen término estos propósitos, apoyándolos y defendiéndolos en el foro con su prestigio ciudadano y su prestigio militar, ambos de vasta resonancia. El descontento producido por la ley agraria entre los itálicos, que se veían apartados de sus ventajas y perjudicados en alguna medida, daba ocasión para realizar un doble juego: anularla mediante medidas indirectas y sobre la base de ese pretexto, tratar de atraer a los itálicos fuera de la ya insinuada influencia de la alianza revolucionaria. El primer paso fue anular la jurisdicción de los triunviros para determinar la naturaleza del título de las tierras en poder de particulares por vía de occupatio, transfiriéndola a los cónsules, con lo cual se paralizaba, automáticamente y de hecho, toda expropiación y, en consecuencia, toda nueva adjudicación.[230] Proponiendo y defendiendo esta medida, Emiliano obtiene en el foro un amplio triunfo sobre la alianza revolucionaria y, por un momento, polariza —tal como lo preveía la oligarquía conservadora— la simpatía pública a su alrededor, arrastrada por el júbilo de los latinos y los itálicos. El próximo paso debía ser la anulación de la ley; pero la muerte repentina de Escipión Emiliano detuvo la discusión del proyecto y creó un clima de conciliación que llevó a la alianza reaccionaria a no plantear el asunto y a sus rivales a no atacarlo.[231] Pero la partida estaba ganada por la primera; el cumplimiento de la ley agraria prácticamente impedido y la simpatía de los aliados a su favor; la alianza reaccionaria se propuso sacar ventaja de la situación y decidió atacar a los equites disminuyendo sus posibilidades en la nueva provincia de Asia en la que habían cifrado grandes esperanzas; el cónsul M. Aquilio estableció el estatuto de la nueva provincia restringiendo —de acuerdo con el tradicional punto de vista de la oligarquía conservadora— el territorio que debía administrarse directamente, con lo cual las magníficas oportunidades que auguraba el testamento de Átalo III disminuían enormemente en importancia.[232]

Pero junto a las ventajas que estas medidas proporcionaron a la alianza reaccionaria, surgieron las inevitables derivaciones políticas; al descontento más o menos activo de los pequeños poseedores y proletarios por la obstaculización de la ley agraria se agregó el de los equites perjudicados y este descontento debía incidir sobre la situación de la oligarquía conservadora que, a la muerte de Emiliano, había pretendido, desembozadamente, tomar en sus manos la dirección y la representación de su política reaccionaria. Pero lo que había traído el prestigio de Emiliano, hábilmente utilizado como cabeza de la alianza, debía perderse con su muerte y el intento de quebrar la consolidación del frente enemigo dio por resultado un triunfo efímero; en efecto, desaparecido Emiliano y ante los avances de la oligarquía conservadora, la alianza revolucionaria recomienza su campaña de agitación, ofrece satisfacciones a los itálicos y renueva los vínculos que unían a la oligarquía ilustrada con los equites, por una parte, y con los pequeños poseedores y proletariados, por otra. Sobre esta amplia base, la alianza revolucionaria se presenta a las elecciones para 125 y obtiene las más altas posiciones, animada de concretos propósitos de acción radical.

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La consolidación de la alianza revolucionaria

Fuerzas nuevas. La aparición de P. Licinio Craso en el primer plano de la alianza revolucionaria correspondía al comienzo de una participación activa y de una acción directora de los equites en ella. En 132, durante el consulado de P. Rupilio y P. Popilio Laenas, P. Craso había sido elegido pontífice máximo en reemplazo de P. Cornelio Nasica y, en las elecciones consulares para 131, resultó elegido, habiéndose presentado, a pesar de las funciones religiosas que desempeñaba, con el propósito —cumplido de inmediato— de que le correspondiera la dirección de la inevitable guerra de Asia,[233] en la que tantas esperanzas tenían puestas los equites, a quienes estaba vinculado. Con estas posiciones le afirmaba la alianza revolucionaria, defendida por una fuerza más firme y poderosa que la de los pequeños poseedores y proletarios; los comerciantes y financieros, en efecto, eran ahora quienes procuraban de manera más activa rehacer los cuadros del frente disgregado por el golpe de Estado de 133, aprovechando la política conciliatoria desarrollada por la alianza reaccionaria; esta labor preparatoria comprendía el ajuste de los instrumentos políticos necesarios; en 131 el tribuno C. Papirio Carbón presentó una rogatio autorizando de manera expresa la iteración del tribunado, frente a la cual la alianza reaccionaria debió movilizar el prestigio de Lelio y del propio Emiliano para impedir su aprobación,[234] y por otro proyecto estableció el voto secreto para la legislación.[235] Escudada tras el prestigio del vencedor de Numancia, la oligarquía conservadora comenzó, entonces, su violenta ofensiva, cuya acción se acentúa y define a partir de 129 y culmina con el ataque directo contra la ley agraria; pero la muerte de Emiliano restó a la oligarquía conservadora su apoyo de tipo popular y le permitió, en cambio, acariciar la esperanza de recoger el control de la política reaccionaria; ante esa nueva fase de su acción, una intensa agitación popular permite a la alianza revolucionaria volver a intentar, con éxito, la conquista del poder.

El acceso al poder en 125: M. Flaco. En las elecciones consulares para 125, M. Fulvio Flaco resulta electo; su carrera política estaba señalada por su activo papel en la dirección de la alianza revolucionaria a partir de la muerte de Tiberio Graco, especialmente en el triunvirato para el cumplimiento de la ley agraria, y había contribuido a provocar la definición categórica de Emiliano frente a la muerte de Tiberio,[236] habiéndolo atacado también cuando se proponía anular la ley agraria en 129.

Llegado al consulado, M. Flaco debía utilizar su vasta experiencia política para plantear, sobre sólidas bases, los problemas que preocupaban a la alianza revolucionaria. Defensor decidido de la política de ayuda ilimitada a los pequeños poseedores y proletarios, M. Flaco estaba también estrechamente vinculado a los grupos financieros, los que se volcaban ahora, más resueltamente que nunca, a la alianza revolucionaria, ante la experiencia próxima de la conducta seguida por el frente enemigo en la organización de la provincia de Asia. Para resarcirlos de las posiciones perdidas allí, Flaco, respondiendo a los llamados de Massalia, inicia una importante operación militar hacia el occidente y crea una nueva zona de influencias económicas en el país celto-ligur.[237]

Frente al clamor de los itálicos y frente a la política demagógica seguida por la alianza reaccionaria en 129, Flaco comienza su consulado planteando el problema de los aliados y la necesidad de otorgarles el derecho de ciudadanía, mediante una rogatio de sociis civitate danda;[238] pero la resistencia de la alianza reaccionaria y la protesta de los grupos subordinados fueron violentísimas y Flaco no insistió en el mantenimiento de su proyecto, seguramente porque consideró que su obstinación habría debilitado, y acaso roto, la base política de la coalición tan cuidadosamente preparada; pero, a pesar de esa concesión, la solidaridad de los itálicos estaba ganada para la alianza revolucionaria y se robusteció más todavía cuando el colega de Flaco, M. Plautio Hypsaeo, representante de la reacción, respondió al proyecto de otorgamiento de la ciudadanía con otro de expulsión de todos los peregrini de Roma,[239] proyecto que no fue aprobado por la decidida oposición de los oradores de la alianza revolucionaria; esta actitud intransigente frente a los itálicos se comprobó de manera terminante con la violencia con que fue reprimida la sublevación de Fregelles, por el pretor L. Opimio,[240] miembro conspicuo de la oligarquía conservadora.

El cuidado con que F. Flaco calculaba las reacciones de los pequeños poseedores y proletarios —miembros activos del foro—, por el que había abandonado el proyecto de otorgamiento de ciudadanía a los itálicos, condujo al cónsul radical a preparar una vasta acción futura en favor de esos grupos; bajo la influencia de Cayo Graco —vuelto de Cerdeña y reintegrado a la actividad política— Flaco presenta un proyecto en el que reeditaba la rogatio Papiria de 131, autorizando la reelección de los tribunos;[241] convertida en ley, la alianza revolucionaria contó con un instrumento poderoso para la realización de sus planes. Apoyado en aquella amplia base política y fortalecida de manera indiscutible la autoridad del tribunado, Cayo Graco considera llegado el momento de la acción y se presenta a las elecciones tribunicias para 123, resultando elegido; ocupaban ese año el consulado dos moderados —L. Cecilio Metello y Q. Titio Flaminino— en tanto que M. Flaco, solidario con sus planes, lo apoyaba resuelta, aunque indirectamente, mientras ejercía el proconsulado en la Galia trasalpina, con su prestigio militar y con la autoridad que allí conquistaba.

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VI. LA REALIZACIÓN DE LA POLÍTICA REVOLUCIONARIA: CAYO GRACO Y MARCO FLACO

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El período de predominio de la alianza revolucionaria que comienza con el consulado de Flaco, en 125, culmina en los años siguientes, cuando éste obtiene la prórroga de su mando en Galia y Cayo Graco alcanza su primer tribunado; mientras Cayo lo ejerce, le es conferido a Flaco un triunfo por su campaña trasalpina y, al año siguiente, uno y otro desempeñan juntos la función tribunicia en circunstancias notables: Cayo ejerciéndola ininterrumpidamente por segunda vez y Flaco optando a ella después de haber desempeñado brillantemente magistraturas curules.

Rodeados por las garantías que implicaban esas circunstancias, Cayo y Flaco pueden desarrollar de manera amplia y segura el plan que, seguramente, habían elaborado en compañía de consejeros vinculados a amplios sectores sociales, gracias a cuya participación la alianza revolucionaria tenía ahora raíces más extendidas que en 133. Estas vinculaciones estaban anudadas por las dos cabezas visibles de la acción. En efecto, si en Tiberio predominaba una educación estoica, vigilada de cerca por un hombre de tan poderoso influjo personal como Blosio, y, en general, orientada según la tendencia originaria de la oligarquía ilustrada, en la formación de Cayo, menor que él y cuya juventud, desde los veinte años, había transcurrido en un ambiente marcado por la tragedia de Tiberio y alejado, en consecuencia, del grupo de Emiliano, había influido, junto a la tradición definidamente radical de la oligarquía ilustrada, la casa de los Licinios, a la que estaba vinculado por su matrimonio y en la que había tomado contacto con los sectores comerciales y financieros. Esta influencia, concordante con la que había sufrido M. Flaco, fue decisiva en la orientación del tribuno; su programa de acción, enunciado en los primeros días de su tribunado,[242] establecía cuáles habían de ser los sectores sociales que se beneficiaran con su política, y, entre todos, quienes pudieron vislumbrar ventajas más concretas y posibilidades más inmediatas fueron los equites, los que pasaron a ser, en consecuencia, el elemento fundamental de la alianza revolucionaria, en lugar de los pequeños poseedores y proletarios que lo habían sido en el plan de Tiberio. Pero Cayo, formado originariamente en el seno de la oligarquía ilustrada y bajo la influencia de Cornelia, no podía ser, a pesar de su solidaridad con los Licinios, un mero instrumento de los financieros, de tal modo que la defensa de los intereses de éstos estaba permanentemente balanceada por la custodia de los intereses de los otros grupos integrantes de la alianza. Apoyado sobre esta compleja estructura Cayo se siente suficientemente seguro y despliega ampliamente su línea de batalla contra la alianza reaccionaria, falta, ahora como antes, de prestigio espontáneo en el foro, y falta ahora también de figuras indiscutidas con que poder conquistarlo.

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La legislación revolucionaria y su significado

La defensa de los intereses de los equites. Considerando que los grupos comerciales y financieros constituyen su apoyo más sólido, Cayo Graco se propone un vasto plan en defensa de sus intereses, menospreciados o combatidos por la nobilitas: un conjunto de leyes, en el curso de sus dos tribunados, proporcionó a aquéllos una situación ventajosa para el ejercicio, el control y la defensa de su actividad.

Los grupos comerciales y financieros no constituían una clase de caracteres definidos y sólo en esa época comienzan a constituirse como tal; pero el vínculo que agrupa a los ricos de la primera clase censitaria, que no pertenecían a la nobilitas pero que monopolizaban la actividad económica romana, se hacía cada vez más estrecho y los tornaba solidarios, precisamente por el empeño de la nobilitas en acentuar las diferencias que los separaban de ella; el naciente sentido de clase que adquieren los equites por el derecho que les otorgaba su censo, no se expresaba públicamente de manera alguna; para contribuir a definir su personalidad como clase y afirmar su posición dentro del cuerpo social —con vistas a su acceso a las funciones públicas— Cayo Graco les atribuye el primer signo visible asignándoles un lugar preferente en los espectáculos teatrales.[243] Caracterizados como integrantes de una clase definida por este simple acto que hacía visible su condición social diferenciada y que, como tales, los oponía a la nobilitas, Cayo Graco obtiene para los comerciantes y financieros una consideración pública que debía manifestarse en el ejercicio de ciertas funciones: serían, precisamente, aquellas en las cuales podrían obrar en su provecho defendiendo sus intereses y adquiriendo progresivamente el control sobre determinados resortes del Estado que operaban sobre su actividad; por la ley judiciaria, Cayo transforma fundamentalmente la composición de las quoestiones perpetuae, integrándolas con 600 miembros del orden ecuestre agregados a los 300 senadores que antes las constituían;[244] como la jurisdicción de estas comisiones permanentes incluía, fundamentalmente, los judicia repetundarum, los equites adquirieron, indirectamente, un control decisivo sobre los miembros de la nobilitas que actuaban en provincias; en la concepción de Cayo, este control debía ser usado en provecho de los provinciales y en provecho de los equites que tenían intereses en aquéllas y cuya actividad solía verse trabada por los magistrados y promagistrados senatoriales, y, en términos generales, sus medidas tendían a la moralización de la administración de justicia, desacreditada con absoluciones recientes movidas por el estrecho espíritu de cuerpo de la nobilitas;[245] para lograr este último propósito, Cayo había apoyado la sanción de una ley, rogada por el tribuno Acilio, mediante la cual se ponía coto a una indefinida prolongación de los juicios;[246] y para evitar que se creara entre los equites el espíritu de cuerpo que combatía en la nobilitas, apoyará más tarde otra ley complementaria, rogada por los tribunos Rubrio y Acilio, por la cual se establecía que los equites que integraran las quoestiones serían solamente aquellos cuyo capital no se vinculara a los grandes grupos financieros que actuaban en provincias.[247]

Si por estas leyes se beneficiaba a los equites, resultaba evidente que sus disposiciones redundaban directamente en perjuicio de la nobilitas, cuyo órgano representativo, el senado, veía cercenar sus más preciadas atribuciones. Esta doble finalidad de abatir el poder del senado y defender los intereses de los equites se advierte más claramente todavía en la ley de provinciis por la cual se obligaba al senado a determinar las jurisdicciones territoriales de las provincias consulares antes de que fueran elegidos los cónsules[248] y en la ley de provincia Asia, que establecía la locatio censoria para el cobro del diezmo de las cosechas en la provincia de Asia.[249] Por la primera, se impedía a la nobilitas aumentar o disminuir la extensión de las provincias consulares según la persona a quien se adjudicara cada una, con lo que se impedían maniobras destinadas a malograr las ventajas que la elección de determinados magistrados pudieran proporcionar a los equites; por la segunda se impedía a los magistrados que actuaban en provincias operar con la concesión de las diversas recaudaciones, ya que quedaban unificadas y se realizaban en Roma por intermedio de los censores, con lo cual aumentaban las posibilidades y las garantías de los equites licitantes. Todavía otra ley defendía los intereses económicos de los adjudicatarios del Estado: la ley de vectigalibus, por la que se reconocían los gastos o pérdidas producidas por circunstancias fortuitas en el cumplimiento de los publica, cargándose su monto al Estado.[250]

Los intereses de los pequeños poseedores y proletarios. Junto a la legislación protectora de los equites, Cayo, guiado por el recuerdo fraterno y por las necesidades de la alianza revolucionaria, propone otro grupo de leyes, destinadas a satisfacer algunas aspiraciones legítimas de los grupos subordinados.

Ante todo, como una afirmación de la sustancial identidad entre su política y la de Tiberio, propone una nueva ley agraria,[251] que en términos generales reproduce la de 133, aunque con algunas modificaciones importantes; en efecto, se excluye de los territorios a reivindicarse importantes zonas que habían sido particularmente preferidas por los miembros de la nobilitas y en las que abundaban los latifundios ocupados; pero en cambio, se otorga a los beneficiarios de la ley lotes de 200 jugera, en lugar de 30 como establecía la ley de 133, y se devolvía al triunvirato la facultad de determinar el título de posesión de las tierras y de realizar las expropiaciones correspondientes; además, para compensar la ausencia de asignaciones individuales en el ager campanus, Cayo complementa su ley agraria mediante una ley de colonis deducendis[252] por la que se creaban dos, una en Tarento y otra en Capua, con lo cual, dejando en pie los intereses de la mayoría de los ocupadores de la nobilitas, se salva el principio del derecho eminente del Estado sobre las fértiles tierras de la Campania y se adjudican lotes a un cierto número de familias mediante la expropiación de una limitada extensión.

Junto a esta ley, destinada a crear en la campiña una clase de propietarios acomodados, Cayo propone otra por la cual el Estado se obliga a proveer una medida mensual de trigo a un precio uniforme de 6 ½ ases, o sea dos sestercios y medio el modius por persona, medida destinada a favorecer a la población urbana mediante la acción del Estado y sustraerla así, en alguna medida, a la escasez y encarecimiento, y a la forzosa situación de clientela frente a la nobilitas.[253] Esta misma clase, cuyos diversos sectores procuraba Cayo favorecer mediante la ley agraria, la de fundación de colonias o la ley frumentaria, aparecía protegida en sus intereses económicos y personales mediante las leyes militares que establecían la edad mínima de enrolamiento y la obligación, por parte del Estado, de proveer el equipo;[254] por último, mediante la ley de comitiis, por la que se establecía que el llamado a las votaciones se haría en un orden fijado por sorteo, los grupos subordinados adquirían una intervención más activa en la vida del foro.[255]

La defensa de los itálicos. Dentro de los planes elaborados por Cayo y Flaco, los aliados latinos e itálicos tenían un papel fundamental. Formaban parte de la alianza revolucionaria en cuanto sus intereses se oponían a los de la oligarquía conservadora, la cual, si por un momento y con propósitos inconfesables pareció defenderlos en 129, había reaccionado siempre de manera violenta contra todo intento de protección efectiva y duradera o de otorgamiento de derechos. La rogatio de Flaco de 125, aunque frustrada, los había atraído a la alianza revolucionaria y la actitud asumida por la ciudad de Fregelles daba buena idea de cuál podía llegar a ser la calidad de su apoyo en caso necesario: era, pues, inevitable que Cayo planteara y resolviera las cuestiones que les concernían más directamente.

Sus aspiraciones culminaban en la de obtener el acceso a la ciudadanía; Flaco la había pedido para ellos y la reacción fue tan unánimemente contraria que debió postergar la demanda en espera de una oportunidad más favorable; pero la rogatio de Flaco planteaba las aspiraciones de los itálicos en términos radicales y, basado en la experiencia proporcionada por aquella reacción, Cayo decide presentar ahora un proyecto que pareciera menos peligroso, concediendo la ciudadanía completa a los latinos y el derecho de los latinos domiciliados a los demás aliados itálicos.[256] La rogatio no fue afortunada: no satisfizo a estos últimos y fue ásperamente recibida en el foro por todos los sectores; la alianza reaccionaria se levantó violentamente contra el tribuno y, por la intervención del cónsul C. Fannio, antiguo amigo de Cayo atraído por la oligarquía conservadora, y del tribuno Livio Druso, representante del mismo partido, la ley fue eficazmente combatida y luego vetada por el último, con la aquiescencia de los pequeños poseedores y proletarios, fácilmente convencidos por los argumentos del cónsul, que señaló los peligros que la competencia de tan gran número de nuevos ciudadanos entrañaba para el goce de sus actuales privilegios.[257]

Cayo esperó la oportunidad de reconquistar la simpatía de los pequeños poseedores y proletarios, mediante el desarrollo de la colonización en Africa, ampliando el número de los beneficiarios de la colonia Iunonia Carthago[258] y, al mismo tiempo, procuró demostrar a los aliados itálicos que, a pesar de sus fracasos en el otorgamiento de la ciudadanía, podía ayudarlos mediante los recursos creados por su política agraria y, a tal efecto, incluyó entre los colonos de la fundación africana un cierto número de ellos:[259] de este modo intentó contrarrestar el malestar que había provocado su proyecto sobre ciudadanía en otros sectores que componían la alianza revolucionaria.

La defensa de la acción revolucionaria. Fuera de las leyes destinadas a satisfacer las necesidades y exigencias de cada uno de los sectores de la alianza revolucionaria, Cayo Graco hizo aprobar, al comenzar su primer tribunado, dos leyes destinadas aparentemente a vengar la conducta de la oligarquía conservadora frente a Tiberio; por una de ellas se negaba el derecho de solicitar dignidades a todo ciudadano que, en el ejercicio de una de ellas, hubiese sido depuesto por el pueblo; parecía destinada a castigar a Octavio, pero fue retirada por Cayo, según se dijo, a pedido de Cornelia; pero su finalidad era, seguramente, justificar la doctrina sostenida con respecto al tribunado por Tiberio y acaso demostrar que los dirigentes de la alianza revolucionaria estaban dispuestos a recurrir a los mismos actos de violencia si se presentaran circunstancias semejantes[260] y este propósito se cumplía con la sola enunciación del proyecto; por la otra ley se llevaba a juicio ante el pueblo al magistrado que violara las prescripciones del jus provocationis y estaba destinada a castigar al cónsul de 132, P. Popillio Laenas, quien se expatrió para evitar la inevitable sanción.[261]

Por estas leyes, Cayo Graco afirmaba su decisión de afrontar la lucha contra la alianza reaccionaria en todos los terrenos, demostrando, al mismo tiempo y de manera inequívoca, su solidaridad con la política iniciada por Tiberio.

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La reacción contra los conductores de la alianza revolucionaria

Cayo Graco realiza su vasta obra legislativa durante los dos años en que ejerció el tribunado, mientras detentaba también el cargo de triunviro para el cumplimiento de la ley agraria; compartía con él la dirección de la alianza revolucionaria M. Flaco, quien contribuía a llevar adelante los planes del grupo director con su eficacia y su experiencia política, y la apoyaba con la autoridad y el poder que le confería su proconsulado; pero la cabeza visible del movimiento era Cayo, quien tenía en su favor el pertenecer al grupo más prestigioso de la oligarquía ilustrada, el ser hermano de Tiberio, continuador de su política y vengador de su muerte y el poseer una cálida elocuencia y una espontánea simpatía popular; por esta circunstancia la alianza reaccionaria vio en él la cabeza del movimiento y, como había hecho en 133, comenzó a socavar su sólida posición, dejando de lado, momentáneamente, la consideración de su obra legislativa, para dirigir su propaganda exclusivamente contra su concepción política y sus métodos de acción, en los que se proponía evidenciar —como antes en los de Tiberio— la presencia de los principios autocráticos implícitos en la actitud de la oligarquía ilustrada.

Ya al aparecer Cayo en Roma había procurado la alianza reaccionaria ejercitar contra él todos los recursos a su alcance para impedir su acceso al tribunado, intentando una acusación con el pretexto de que había abandonado sus funciones de cuestor en Cerdeña;[262] pero el foro demostró su decidida voluntad de apoyar a Cayo frustrando la acusación y la alianza reaccionaria creyó prudente esperar el curso de los acontecimientos y buscar el medio y la oportunidad de neutralizar su prestigio. La acción de Tiberio, y sobre todo el fracaso de su ofensiva después de la muerte de Escipión Emiliano, había probado, una vez más y de manera definitiva, que, en el plano legal y en el plano de la realidad política, el foro seguía siendo el campo donde había de ganar la batalla, so pena de alimentar reacciones cada vez más violentas; guiada por aquellas comprobaciones, la alianza reaccionaria organiza un plan de ataque tratando de disgregar las fuerzas de la alianza revolucionaria y de minar la indiscutible autoridad que Cayo poseía en el foro.

Los intentos de disolución de la alianza revolucionaria. Para el consulado de 122, Cayo Graco había apoyado a C. Fannio Estrabo, antiguo miembro de la oligarquía ilustrada que había permanecido en la facción moderada,[263] fuera porque se hubiese acercado a la facción radical después de la muerte de Escipión Emiliano, o porque Cayo buscaba, a su vez, sustraer a la alianza reaccionaria los elementos de la oligarquía ilustrada que se habían incorporado a ella durante el periodo comprendido entre la crisis de 145 y la de 133; C. Fannio resultó elegido, pero Cayo no pudo quebrar los vínculos que lo unían a la oligarquía conservadora y el cónsul, pese a la gratitud que debía al tribuno, fue utilizado por los enemigos de Cayo como un instrumento eficaz para combatirlo; en efecto, presentado el proyecto de ley de sociis et nomine latino, Fannio encabeza la reacción contra él y, mediante una propaganda demagógica, consigue hacerlo fracasar.[264]

Operada esta primera defección en las filas de Cayo, la alianza reaccionaria resolvió emprender una temeraria ofensiva contra su prestigio; el hombre elegido para encabezarla fue un colega de Cayo, M. Livio Druso, miembro declarado de la oligarquía conservadora, que por su elocuencia estaba capacitado para la difícil labor que se le encomendaba; utilizado para que paralizara con su veto la rogatio sobre ciudadanía ya activamente atacada por Fannio, Livio Druso comenzó a desarrollar su plan de acción favorable en apariencia a los grupos que constituían la alianza revolucionaria con el objeto de derivar hacia él y hacia el senado que lo apoyaba su simpatía y su adhesión; propone la supresión del vectigal para las tierras públicas otorgadas por la ley agraria,[265] la fundación de doce colonias en lugar de las dos propuestas por Cayo,[266] y, con respecto a los aliados itálicos, la supresión del castigo del azote en el ejército.[267] Estas medidas, aparentemente satisfactorias en sí mismas, no importaban ninguna ventaja duradera; la supresión del vectigal implicaba un tipo de propiedad sobre la tierra que facilitaba su ulterior compra coactiva por los terratenientes vecinos y la creación de un número tan considerable de colonias nuevas creaba dificultades insuperables que anulaban la posibilidad de realización concreta del plan; pero el planteo de sus proposiciones no tenía más fin que el inmediato de neutralizar el prestigio de Cayo; su propaganda traía aparejado un violento ataque personal contra los conductores de la alianza revolucionaria, acompañado de una hábil exhibición de desprendimiento personal —ya que Livio Druso se negaba a intervenir en la ejecución de ninguno de sus proyectos— y acompañado, sobre todo, por una apasionada apología de la generosa actitud de la nobilitas, ya que reforzaba todas sus proposiciones afirmando que eran presentadas de acuerdo con el senado.[268]

El resultado de la conducta demagógica de Druso fue, como había sido previsto, desviar a las masas del foro de su incondicional adhesión hacia Cayo; este triunfo robustecía el obtenido anteriormente con la atracción del cónsul Fannio y se completó, sobre todo, con una maniobra más sutil, mediante la cual la alianza reaccionaria atrajo hacia sus filas a uno de los partidarios más allegados al tribuno, C. Papirio Carbón, con cuya complicidad se preparó la acusación final contra Cayo.[269] Por medio de esta política tortuosa, la posición de Cayo Graco se debilitó progresivamente y su situación se tornó sumamente grave cuando la alianza reaccionaria consiguió neutralizar el apoyo de los equites mediante la promesa del mantenimiento de las ventajas obtenidas por ellos por iniciativa de Cayo.[270]

El ataque contra los jefes revolucionarios. Mientras se minaba la estructura sobre la que se apoyaba el poder político de Cayo, se procuraba, al mismo tiempo, anular su personalidad y la de su colega en la dirección del movimiento revolucionario. Flaco era atacado violentamente por sus enemigos insinuando veladamente su participación en la muerte de Escipión Emiliano[271] y, sobre todo, tomando como base su actitud hacia los aliados itálicos, puesta de manifiesto durante su consulado de 125 y en la propaganda realizada a partir de 123, por lo que se lo acusaba de intentar sublevarlos.[272] Cayo Graco, por su parte, se había hecho pasible, sobre todo, de una acusación más vaga pero más peligrosa, porque era más apta para ser admitida sobre la base de meras sospechas: la de aspirar a la tiranía desarrollando una política destinada a acrecentar su poder personal;[273] esta acusación correspondía a ciertas apariencias y a algunos hechos innegables y comenzó a ser escuchada en el foro. Pero al mismo tiempo se lo atacaba por su tendencia al lujo,[274] acusación que correspondía a la verdad y que el tribuno quiso contrarrestar abandonando su espléndida residencia del Palatino para habitar una vivienda modesta próxima al foro.[275] Por fin, para disipar el prestigio con que quería ornarse el tribuno divulgando la especie de su nacimiento misterioso,[276] y para atraer sobre él el recelo de la masa supersticiosa, se difundió la versión de que se manifestaban signos nefastos alrededor de la colonia fundada por él en Cartago;[277] esta acusación fue la última, y provocó la violenta reacción de Cayo y sus amigos, quienes dieron, con ella, pretexto para la represión de la alianza reaccionaria.

El éxito político de la alianza reaccionaria El ataque combinado por dos flancos sobre la alianza revolucionaria —contra su obra y contra sus conductores— debía dar rápido y favorable resultado. A la rogatio de concesión de derechos políticos a los aliados, el foro, hábilmente preparado por el cónsul Fannio, respondió en contra del tribuno y el veto de Livio Druso no levantó ninguna resistencia. El golpe fue terrible para los conductores de la alianza revolucionaria y la ocasión fue diestramente aprovechada por sus enemigos para arreciar en la campaña demagógica destinada a sustraerle la simpatía de los pequeños poseedores, el proletariado y los aliados itálicos, mediante la acción de su colega Livio Druso. Cayo Graco respondió a este enfriamiento del foro con una actitud que terminó por enajenarle la simpatía popular y, en julio, al solicitar por tercera vez el tribunado, no resultó elegido.[278] Poco después, la alianza revolucionaria podía considerarse totalmente desintegrada y los candidatos reaccionarios al consulado, Lucio Opimio, el que había castigado a Fregelles, y Q. Fabio Máximo, resultaron elegidos. De inmediato se preparó una acción más a fondo contra Cayo y Flaco. Asegurada la neutralidad de los equites, y aun su apoyo eventual, y obtenida la traición de Carbón, la alianza reaccionaria esperó que Cayo terminara su tribunado y, bajo la dirección de Lucio Opimio, se preparó para destruir la ingente labor cumplida en dos años de febril actividad. Una carta de Carbón, testimonio valioso por provenir de un supuesto partidario de Cayo, sirvió como prueba para asegurar la existencia de malos augurios que condenaban la fundación de la colonia Iunonia Carthago,[279] donde Cayo había trabajado en los últimos meses, instalando numerosos colonos itálicos; cuando la proposición del tribuno Minucio Rufo de anular las fundaciones coloniales debía votarse,[280] Cayo y Flaco decidieron lanzarse a una acción violenta, a raíz de la cual el senado aprobó el llamado senatus consultum ultimum, confiriendo al cónsul Opimio poderes extraordinarios, mediante los cuales inició de inmediato una violenta persecución que terminó con la muerte de Flaco, de Cayo, y de muchos de sus partidarios.

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La política de Cayo Graco

Como en la obra política de Tiberio, también la alianza reaccionaria podía descubrir en la de Cayo una concepción política, esta vez más orgánica y definida; esta concepción, como la de Tiberio, provenía de una interpretación “moderna” de la realidad romana, estructurada según principios elaborados por el pensamiento político griego y se manifestaba en una interpretación más realista y audaz de la alianza revolucionaria así como también de la táctica política y del ejercicio del poder. Si bien fue esto último lo que forzó la reacción contra Cayo, era, en realidad, su vasta movilización de grupos sociales lo que parecía más radicalmente peligroso a los miembros de la alianza reaccionaria.

La interpretación de la alianza revolucionaria. Los diez años transcurridos entre el tribunado de Tiberio y el de Cayo constituyen un periodo de consolidación de los intereses imperiales. Las dificultades que los amenazaban hacia 133 se habían disipado y, a medida que se sentía más firme la organización imperial, se proyectaba de modo más acentuado la actividad romana hacia las provincias, representada de manera ostensible y creciente por la acción de los sectores comerciales y financieros romanos. Estas fuerzas debían, pues, ser las que mostraran un interés más firme en anular la influencia de la nobilitas, ejercida por la obcecación conservadora y expresada en una política de restricción del desarrollo económico y de estrecho control de la vida provincial.

La convicción de que eran estas fuerzas las que contribuirían a afirmar el poderío romano, a intensificarlo y extenderlo, desarrollando condiciones económicas favorables y estimulando en consecuencia la adhesión de las clases subordinadas hacia esa política, movieron a Cayo a desplazar el acento de la alianza revolucionaria desde la clase no poseedora hacia la clase de los financieros, procurando atraer a aquéllos hacia una política dirigida en el sentido de los intereses de estos últimos.

Esta concepción, cuya diferencia con la de Tiberio se advierte de inmediato, llevó a Cayo a revisar algunos puntos fundamentales de la política seguida por su hermano; de este nuevo planteo resultó un premeditado abandono de la propaganda de clase en sentido estricto, tal como la había desarrollado Tiberio, con la cual habría alejado a los pequeños poseedores y proletarios de toda colaboración con otros grupos con los que tenían, en ese momento, una comunidad de intereses ante el enemigo común, y con cuya ayuda podían obtener ventajas económicas y sociales positivas, al tiempo que podían prestar el enorme peso de su adhesión en el foro para la consecución de las ventajas que buscaban los grupos comerciales y financieros; este apoyo resultaba indirectamente útil a los no poseedores, sobre todo porque el desarrollo de la actividad económica que provocaba la acción de aquéllos creaba nuevas fuentes de riqueza con que podían beneficiarse.

La política de Cayo se basó, pues, como la de Tiberio, en el decidido propósito de robustecer y afianzar el orden imperial, desalojando de su control a la oligarquía conservadora para reemplazarla con las clases activamente interesadas en su desarrollo extensivo y en su explotación a fondo; pero si la conjunción de fuerzas que debía dar la batalla política contra la alianza reaccionaria incluía ahora, en 123, los mismos elementos que diez años antes, el papel asignado por Cayo a cada uno de ellos variaba notoriamente: los pequeños poseedores, los proletarios y los aliados itálicos debían entrar en la vía de aspiraciones e intereses trazada por los grupos económicamente poderosos y apoyar sus reivindicaciones; la alianza revolucionaria procuraría, en cambio, satisfacer las aspiraciones más inmediatas y concretas de esos grupos, pero su preocupación dominante debía ser lograr un nivel económico con el cual, al lado de las actividades específicas de los grupos comerciales y financieros, surgirían nuevas posibilidades que podrían liberar a los grupos subordinados de las limitaciones que inevitablemente les imponía el mantenimiento de la tradicional concepción rural y el control político de la oligarquía conservadora. Estos intereses típicamente imperialistas debían unir, en la concepción de Cayo, a los diversos sectores de la alianza revolucionaria de una manera indisoluble.

El ejercicio del poder. El abandono de la política clasista postulada por Tiberio, correspondía en Cayo a una concepción de la asamblea tribal distinta en algunos aspectos de la de su hermano, pero igualmente revolucionaria. Tiberio la había concebido —retrotrayéndola a la antigua estructura del concilium plebis— como un órgano representativo de los pequeños poseedores y proletarios aunque armada con los recursos de una asamblea legislativa; Cayo, en cambio, va a asimilarla a una asamblea del pueblo en sentido lato, órgano legítimo y soberano de la totalidad de la comunidad; la asamblea tribal, en consecuencia, constituye el cuerpo donde se reflejan las aspiraciones de todos los grupos que coexisten dentro del Estado y, por su capacidad legislativa, posee los medios necesarios para satisfacerlas. Si frente a la asamblea clasista de Tiberio el senado se convertía en el reducto constitucional de los grupos reaccionarios, frente a la asamblea de Cayo queda convertido en un cuerpo impotente, relegado a funciones puramente simbólicas o formales, en un proceso admisible ya que antes había sido sufrido por alguna otra institución estatal. La alianza reaccionaria aceptó, en principio y de hecho, al menos, esta situación y, en lugar de oponerse a ella mediante los múltiples recursos a que podía apelar, comenzó a buscar el medio de neutralizar la acción de Cayo y de dominar la asamblea tribal, actitud con la cual la función conferida ahora a este cuerpo se afirmaba notablemente.

Esta concepción radicalmente democrática de la asamblea tribal coexistía en Cayo con una perpetuación de la concepción revolucionaria del tribunado, en términos muy semejantes a los establecidos por Tiberio. El tribuno seguía siendo el mandatario de la asamblea tribal, munido no sólo de funciones negativas frente a los magistrados curules sino también de funciones positivas que emanaban de los mandatos recibidos. La asamblea tribal, en efecto, depositaba en el tribuno la potestad necesaria para la ejecución de las leyes cuyo cumplimiento quería vigilar de cerca y poseía ahora los resortes necesarios para facilitar su acción puesto que, dentro de la concepción de Cayo, no se reconocían jurisdicciones reservadas a otros cuerpos del Estado. A consecuencia de eso, el tribunado no sólo podía impedir el ejercicio de las otras magistraturas sino que también podía obrar con absoluta libertad por mandato de la asamblea; este mantenimiento del punto de vista de Tiberio en cuanto a la autoridad del tribuno, unido a la concepción de la asamblea como órgano representante de la totalidad de la comunidad y a su capacidad legislativa creada por la ley Hortensia, robustecía el papel revolucionario de los antiguos órganos plebeyos y disminuía —en algunos casos hasta la anulación— la jurisdicción de los demás órganos y magistraturas del Estado.

Dentro de esa concepción, además, el tribunado sólo era responsable ante la asamblea tribal; podía deponerlo y elegirlo, de acuerdo con el precedente sentado por Tiberio, y podía, sobre todo, aprobarlo o desaprobarlo en el ejercicio de su función. Como el orador ateniense, el tribuno no era, pues, en principio, sino un inspirador de la asamblea, cuyas decisiones arrancaban de sus consejos y de su poder persuasivo: había, pues, un permanente referendum ante la asamblea que, a cada momento, creaba la capacidad activa del tribuno y sin cuya manifestación expresa el tribunado era impotente. De este modo, las atribuciones del tribuno no se delimitaban a priori sino que resultaban de la delegación, permanentemente revisible, de la autoridad de la asamblea. De acuerdo con esa concepción de la potestad tribunicia, detentó Cayo una extensísima autoridad mientras lo apoyó la asamblea y la ejercitó en función de autorizaciones recibidas de ella en cada caso; y de acuerdo con ella, pudo M. Livio Druso poseer, a su vez, idénticas atribuciones, a las que renunció ostentosamente con el deliberado propósito de destacar cómo aprovechaba Cayo esta concepción para acrecentar su poder personal.[281] Las posibilidades de acción del tribunado resultaban, en efecto, tan extensas, que Cayo pudo renunciar al consulado con la seguridad de que desde aquel cargo podía cumplir íntegramente sus planes respaldado por una fuerza institucional y social que el consulado no poseía.[282]

Como Tiberio, Cayo promueve esta transformación del significado de la asamblea tribal y del tribunado sin apartarse sensiblemente de ciertas direcciones fundamentales de la estructura institucional romana y especulando sobre el carácter equívoco e impreciso que tenían, dentro del derecho público, las antiguas instituciones plebeyas, nacidas de intentos conciliatorios, y al que se había llegado paulatinamente sobre la base del compromiso tácito de los dos antiguos grupos sociales —patricios y plebeyos— de su uso moderado. Pero ya en el siglo II la nobilitas, puesto que no coincidía totalmente con los intereses de ninguna de las dos antiguas clases, se había apartado deliberadamente de aquella convención y había torcido el sentido originario de esas instituciones en la dirección de sus actuales intereses, asimilando progresivamente el tribunado a las magistraturas estatales, incluyéndolo de hecho en la carrera de los honores y procurando neutralizar, por ese medio, su original carácter revolucionario,[283] mientras procuraba dominar la asamblea tribal indirectamente mediante la organización de una clientela política que representara sus intereses en el foro. Tiberio y Cayo, aunque guiados por directivas políticas sacadas de la experiencia helenística, utilizaron, por su parte, los elementos que proporcionaba la tradición plebeya para hacer servir el mecanismo institucional romano a los nuevos intereses creados por el imperio y localizados en grupos excluidos de las posiciones políticas por la oligarquía conservadora; estos recursos provenían, precisamente, de la más antigua tradición revolucionaria y los Gracos los utilizaron en la medida en que convenía a sus propósitos políticos; así, la asamblea tribal y el tribunado adquirieron nuevamente ciertos perfiles que estaban implícitos en su naturaleza originaria pero, combinados entre sí algunos de estos puntos de vista y conducidas hasta sus últimos extremos las posibilidades de las antiguas instituciones plebeyas, adquirieron un contenido y una forma revolucionarios que la oligarquía conservadora expresaba acusando a Cayo de aspirar a la monarquía como antes había acusado a Tiberio: un planteo más realista y una fuerza más evidente y temible, que derivaba, sobre todo, de la inclusión de los equites en la alianza revolucionaria, justificaba en cierta medida la acusación formulada contra Cayo.

El fracaso de Cayo y sus causas. La alianza revolucionaria demostró su fuerza incontenible en el curso del primer año de tribunado de Cayo y en los primeros meses del segundo; a partir de entonces comenzó a dar sus frutos el intento de la alianza reaccionaria de quebrar su base política y, en efecto, los distintos sectores que integraban las filas de Cayo y Flaco comenzaron a desarticularse y, en consecuencia, a escatimar su apoyo a la acción de los tribunos. El éxito de la maniobra reaccionaria correspondía fundamentalmente a razones de clima político-social: como en 133, tampoco ahora se había logrado constituir una firme conciencia revolucionaria ni tampoco una actitud segura frente a la necesaria ruptura de ciertas tradiciones, cuya violación se había visto realizar por los oligarcas y se veía ahora denunciar por ellos como si se tratara de innovaciones peligrosas. Esta ausencia de conciencia revolucionaria, si bien permitía apoyar ciertas proposiciones de los tribunos mientras coincidían con los intereses inmediatos de algunos de los sectores que integraban sus filas, impedía percibir cuáles eran las grandes líneas de su política y sus objetivos mediatos y apoyarlos, en consecuencia, en la totalidad de su acción, conscientes de que el resultado final, y no los éxitos parciales, era lo que realmente convenía al conglomerado constituido por los grupos excluidos del control del Estado; esta ausencia de conciencia revolucionaria era también la que les impedía descubrir con previsora mirada las emboscadas tendidas por la alianza reaccionaria para distraer su atención de las firmes promesas de sus auténticos conductores. Había, pues, en Cayo, como en Tiberio diez años antes, un error de planteo al suponer que los intereses parciales de cada uno de los grupos que lo apoyaba y su decisión de alcanzar soluciones favorables, coincidían con una conciencia revolucionaria arraigada y auténtica y que llegaba más allá de la satisfacción de sus propias e inmediatas aspiraciones; este error de planteo se hizo evidente después de los primeros intentos demagógicos de la alianza reaccionaria, cuando el cónsul Fannio y el tribuno Livio Druso consiguieron detener la rogatio de sociis et nomine latino. Junto a la falta de una conciencia revolucionaria obraba en ese momento el más estrecho egoísmo de cada uno de los grupos de la alianza, demostrando que sólo apoyaban la política del tribuno en aquello que directa o inmediatamente les interesaba. Comprobado en los grupos subordinados con motivo de aquel proyecto, se advirtió muy pronto en los equites, quienes, a pesar de que debían al tribuno las importantes posiciones conquistadas por ellos, se unieron a la alianza reaccionaria en el momento en que ésta preparaba el golpe decisivo, confiados en la promesa de que sus ventajas no serían alteradas y de que serían, por el contrario, confirmadas por la oligarquía dentro de un régimen menos peligroso e inestable que el que se gestaba con la acción del tribuno. La ausencia de una conciencia revolucionaria se manifestó, pues, por un abandono de los conductores del movimiento en las manos de sus enemigos, quienes pudieron ver, así, logrado su doble propósito de anular la peligrosa coalición de los grupos excluidos del poder y eliminar a su infortunado organizador.

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VII. LAS ÚLTIMAS PROYECCIONES DE LA POLÍTICA GRAQUIANA: EL PRINCIPADO

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Si los esfuerzos de la oligarquía conservadora y de sus eventuales aliados consiguieron poner fin a la acción iniciada por los hermanos Gracos, no lograron, de ninguna manera, detener la marcha del proceso iniciado por ellos: se trataba, en efecto, de ajustar la estructura política romana a la nueva realidad creada por la conquista y esto exigía una solución que, si bien podía ser demorada, no era posible de ningún modo evitar definitivamente. La doctrina graquiana resolvía los problemas más importantes y, por dos veces, se intentó llevar a la práctica; en cada caso, la oligarquía conservadora procuró —y obtuvo— contener su desarrollo y mantener algunas posiciones desde las que pudiera vigilar los movimientos de los grupos indefectiblemente llamados a levantarse contra ella. Pero la doctrina quedaba en pie y sus fracasos tenían explicación suficiente en la ausencia de una fuerza material organizada; la enseñanza que se desprendía de la doble experiencia graquiana era que esa fuerza no podía resultar de una mera alianza política sino que tenía que obtenerse por medio de una organización sistemática de la violencia; así, para los herederos de la política de Cayo Graco quedó formulado un plan de acción: al servicio de la doctrina política, cuya exactitud y viabilidad no se ponía en duda, era necesario poner una acción organizada que asegurara su imposición de hecho.

Los elementos comunes a la política de ambos hermanos eran simples y precisos: provenían de una sagaz intuición de las necesidades presentes y futuras del imperio que paulatinamente se constituía y se ordenaba según una interpretación de la vida moderna y de las exigencias y soluciones de la realidad imperial, sacada de la tradición griega común a todo el partido de la oligarquía ilustrada al que pertenecía su facción: correspondían, en consecuencia, a dos direcciones distintas —helenística, una, romana, otra— que se entrecruzaban para estructurar un designio político sui generis. El tiempo demostró que la doctrina implícita en esa política correspondía al desarrollo de los hechos, de modo que, al recibir el apoyo de una fuerza organizada, comenzó a imponerse rápidamente y en la medida en que ésta se robustecía; la sirvieron primero, sin éxito, las masas enardecidas, luego, con creciente eficacia, las bandas armadas y, por fin, los ejércitos regulares. La doctrina graquiana, complementada con una organización de la fuerza, se realizará, poco después, en el principado.

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Los elementos duraderos de la política graquiana

Desprovista de los caracteres accidentales con que se presenta en cada caso, la política de los Gracos aparece caracterizada por la afirmación de algunos postulados básicos en función de los cuales se creía poder conciliar las necesidades transitorias y permanentes del imperio con las tendencias y modalidades propias del pueblo conquistador.

Su doctrina afirmaba, ante todo, la radical inadaptabilidad del régimen republicano tradicional a las nuevas exigencias determinadas por la conquista; se advertía especialmente en la quiebra del sistema de equilibrio y compensación entre diversos órganos representantes de distintos grupos sociales, a raíz de la cual el poder político se había concentrado en manos de una oligarquía que desnaturalizaba aquel sistema para asegurar el mantenimiento de sus privilegios de clase; esta preocupación la llevaba hacia una sobreestimación de sus derechos en detrimento de los intereses permanentes del imperio, postergados por temor a que la ampliación de los cuadros políticos significara para ella una disminución en su autoridad o en sus privilegios. La política de los Gracos implicaba la afirmación de que ese mecanismo, ya desvirtuado, obstaculizaba el desarrollo imperial; era, pues, imprescindible ajustar el régimen constitucional para destruir los reductos de la oligarquía —esencialmente inconstitucionales en sí mismos— y para desarrollar, dentro de la constitución misma, los elementos más flexibles que permitieran que el control del Estado cayera en manos hasta ahora no privilegiadas pero directa y activamente interesadas en el desarrollo del imperio; se llegaría por ese camino a un poder más centralizado pero sobre el cual ejercerían un control más estrecho aquellos elementos activos del desarrollo imperial, de visión y de intereses modernos.

En la estructura republicana existían, en efecto, elementos susceptibles de ser sustraídos al control oligárquico; eran los que representaban a las clases originariamente no privilegiadas y que ya en el siglo II —después de la escisión del plebeyado entre los que se habían incorporado a la nobilitas y los que habían permanecido fuera de la función pública— volvían a representar en mayoría a los grupos excluidos del control del Estado, fueran los ricos sin acceso a la nobilitas , fueran los pequeños poseedores y proletarios; tales caracteres tenían, en efecto, la asamblea tribal y el tribunado, mecanismos de los cuales los dos tribunos revolucionarios resolvieron hacer sus instrumentos de acción. Esos elementos constitucionales eran susceptibles de ser transformados en órganos de expresión directa de los grupos sociales activamente interesados en el desarrollo del imperio, esto es, de los grupos comerciales y financieros y de los grupos de pequeños poseedores y proletarios, ambos en plan, consciente o no, de lucha económica contra la oligarquía inmobiliaria que controlaba la vida pública. En la concepción graquiana, la asamblea tribal podría llegar a ser el órgano expresivo de sus aspiraciones e intereses, capacitada, como estaba por la ley Hortensia, para satisfacerlos; el tribuno sería entonces el realizador ejecutivo, en la medida en que la asamblea tribal delegara en él atribuciones concretas. Por este camino las nuevas exigencias se resolverían dando acceso al control del Estado a los grupos modernos, y las transformaciones imprescindibles, señaladas por la experiencia propia y ajena, podrían operarse dentro del mecanismo constitucional, con sólo acentuar la significación de algunos de sus engranajes en detrimento de la de otros: sería, en el sentido de los teóricos de las constituciones mixtas, hacer primar los elementos democráticos, con paso franco hacia la autocracia, por sobre los elementos aristocráticos, en pendiente inevitable hacia la oligarquía.

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Las enseñanzas del fracaso de la política graquiana

La doctrina implícita en la política de los Gracos fue ejercitada por dos veces y probó su eficacia; pero las dos veces sus realizadores fueron incapaces de neutralizar la vasta y tortuosa maniobra con la que se proyectó contener y destruir su acción. En efecto, por su impotencia material para contrarrestar los grupos armados de Escipión Nasica o de Lucio Opimio, las revoluciones desencadenadas sucesivamente por Tiberio y por Cayo fueron malogradas, y pareció probado que, con la sola fuerza del foro, todo intento de transformación radical era imposible. Esta lección fue recogida de inmediato por la alianza revolucionaria, cuyo carácter cambiaba rápidamente, en la medida en que se acentuaba el predominio, originariamente facilitado por Cayo, de los grupos comerciales y financieros sobre la creciente masa proletaria; a partir de entonces, y sobre la base de aquella experiencia, cada vez que quiso salir al foro para imponer sus soluciones, la mera expresión de la opinión popular fue relegada a un segundo plano por la importancia concedida a la organización de la fuerza, en la que se confiaba más que en aquélla para la obtención de decisiones favorables. Así aparecieron, con Saturnino, en el año 100, las bandas armadas en apoyo de la acción política; pero muy pronto debía de darse un paso más grave: la intervención de los ejércitos regulares, iniciada por Mario y por Sila; a partir de entonces la fuerza militar constituyó un elemento constante de toda la acción política y su utilización se tornó imprescindible para el ejercicio del poder.

Había contribuido directamente a crear esta relación indisoluble entre el mando militar y el mando político la modificación fundamental introducida por Mario en el sistema de reclutamiento de los ejércitos, por la cual éstos se constituían con proletarios; cada imperator empeñado en acciones de alguna trascendencia pudo contar, a partir de entonces, con la solidaridad decidida e interesada de sus tropas, resueltas a asegurar la posición política de su jefe para lograr, por esa vía, sus propios objetivos económico-sociales. Cuando la alianza reaccionaria comprendió que sus enemigos se disponían a usar por primera vez sus mismas armas —las bandas armadas y disciplinadas, como las de Saturnino— no vaciló en dar un paso más para mantener su ventaja de hecho y decidió —con Mario primero y con Sila después— utilizar el ejército regular; pero la alianza revolucionaria había asimilado perfectamente la lección que se desprendía de la experiencia graquiana y se dispuso a equilibrar posiciones, haciendo uso, ella también, de los jefes decididos y de sus tropas: al golpe de Sila respondió Mario con un paso de igual trascendencia.

Equivalentes en recursos de fuerzas los dos frentes, la alianza revolucionaria quedó en posición ventajosa porque poseía una sólida base política insinuada desde la primera crisis de 133. El frente enemigo no poseía sino la fuerza al servicio de intereses impopulares y separados del desarrollo natural del imperio; la alianza revolucionaria, en cambio, contaba con la fuerza para defender los intereses de los grupos activos y solidarios con los intereses imperiales. Este contraste daba a unos y otros distinta actitud frente al desarrollo del poder militar; mientras la alianza reaccionaria temía su predominio porque no significaba para ella sino peligros —pérdida o disminución del poder político—, la alianza revolucionaria se entregaba confiadamente en sus manos porque de esta nueva ayuda estaba segura de obtener —aun a costa del control del poder— las ventajas económico-sociales que fundamentalmente perseguía; su solidaridad fue así más estrecha y fructífera y esto aseguró para ella el concurso de los jefes militares más significativos, hasta de aquellos que, como Pompeyo, estaban alejados de sus sentimientos y sus aspiraciones.

Sobre esta base se opera la formación del triunvirato y, gracias a él, se realiza el plan de la alianza revolucionaria durante el consulado de César, el año 59; y cuando la alianza reaccionaria quiso lanzar a Bíbulo contra su colega César, la fuerza militar aseguró a la acción revolucionaria una firmeza y una eficacia que no había tenido nunca mientras se apoyó exclusivamente en las fuerzas políticas del foro.

A partir de entonces, se comprendió definitivamente que la acción política exigida por las nuevas circunstancias debía presentar una doble faz; debía, por una parte, estructurarse dentro de un orden doctrinario que era, en sus líneas generales, el que había elaborado la alianza revolucionaria, modificado según los tiempos por el creciente predominio de los grupos comerciales y financieros por sobre los grupos de pequeños poseedores y proletarios y que se diseñaba con los caracteres políticos e institucionales que el pensamiento y la acción de Tiberio y Cayo Graco le habían impuesto; pero debía, por otra parte, afirmarse mediante situaciones de hecho respaldadas por el ejercicio de la fuerza, circunstancia tanto más posible cuanto que los instrumentos necesarios para provocarla se templaban, precisamente, en las guerras exigidas por la política imperial; en efecto, los procónsules prorrogados en sus mandos reunían, generalmente, el doble requisito de contar con ejércitos fieles y de sostener una ideología de tipo imperial.

El ejercicio de esta política, depurada y reducida cada vez más a sus líneas esquemáticas, significó la ruptura del orden constitucional tradicional y condujo hacia el régimen del principado, con Pompeyo, primero, y con Augusto más tarde; su concepción repetía las dos fases, una doctrinaria y otra práctica, cuya interacción había sido señalada como imprescindible por la experiencia política de más de un siglo; de ellas, la primera repetía el esquema político graquiano; la segunda había resultado de la observación de sus fallas, señaladas y corregidas por los sucesores de los Gracos en la conducción de la política revolucionaria.

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El delineamiento del principado

Cuando las leyes Gabinia y Manilia —en 67 y 66 respectivamente— entregaron en manos de Pompeyo la totalidad de los recursos militares, el régimen del principado se afirmó de manera decisiva; si Pompeyo no pudo realizarlo y se constituyó, en cambio, la monarquía de César, fue porque Pompeyo no apoyó de manera resuelta su situación militar sobre la única base política, social y económica que podía darle contenido, que era la alianza revolucionaria; fundamentalmente temeroso frente a ella, cedió por momentos —ante el empuje de César— y retrocedió cuando quedó en sus manos, en Roma, la dirección de los asuntos políticos. La alianza revolucionaria apoyó, en cambio, a César, quien cometió, por su parte, un error inverso al de Pompeyo, al pretender realizar la política de la alianza revolucionaria por medio de una autocracia incontrolada, alejada, en su concepción político-institucional, del esquema elaborado por los Gracos y sostenido por la alianza revolucionaria. Del caos de la guerra civil, proficua en enseñanzas y moderadora de las posiciones radicales, debía surgir, con Augusto, el delineamiento del régimen del principado, concebido como vía de realización de una política cuyo contenido se ajustaba, dentro de un esquema moderado, a los intereses y a la concepción de la alianza revolucionaria.

La base militar. Al finalizar la guerra civil, Augusto es el jefe de la totalidad de las fuerzas militares romanas, unidas a él por estrechos vínculos de solidaridad y sostenedoras decididas de su autoridad indiscutible. Frente a él no existe, en ese momento, ninguna fuerza. A su lado, en cambio, está, además de su ejército incondicional, la armazón administrativa del imperio, creado por él a lo largo de las luchas en casi todas las provincias y apoyado en fuerzas que han recibido de él el control de la vida provincial y de las que se siente suficientemente seguro. Esta situación de imperator, vencedor y poseedor del control de todos los resortes de la vida del imperio, constituye el carácter primero del principado. Sobre esa base, Augusto puede comenzar —en el año 27— su labor de ajuste del mecanismo político-institucional con la seguridad de que sus decisiones, directa o indirectamente expresadas, no encontrarán resistencia seria: era, lisa y llanamente, la conquista del poder, considerada como medida previa e imprescindible para toda labor de transformación económica, social y política, tal como lo había demostrado la experiencia de la alianza revolucionaria desde Tiberio Graco hasta César.

La base político-social. Pero si esa condición era indiscutiblemente necesaria, no era, por sí sola, suficiente, como lo había demostrado tanto el intento de Pompeyo como el de César. El poder del imperator victorioso y único debía ser organizado y legitimado con un contenido político-social destinado a transformar su poder de hecho en un poder de derecho.

Augusto poseía los elementos para elaborar ese contenido y, en realidad, había trabajado con ellos desde los primeros momentos de su acción: eran, precisamente, aquellos que antes habían movilizado la alianza revolucionaria, grupos comerciales y financieros y proletariado. Desde el siglo II, la nobilitas perdía progresivamente fuerza social y se escudaba tras la facción moderada de la oligarquía ilustrada surgida de su seno, cada vez que quería defender sus intereses de clase. Este resto de autoridad se manifestaba todavía a fin del siglo I en el senado y Augusto se propuso acabar con él, dominándolo primero mediante actos de fuerza[284] y transformando luego su estructura mediante el establecimiento de un censo elevado,[285] con lo cual el orden senatorial se convertía en una mera categoría —la más alta— dentro de la clase de los financieros; todavía entre los que poseían el censo requerido, Octavio realizaba la elección de los miembros del senado entre los incondicionalmente adictos a su política. Anulada la antigua oligarquía, quedaron como clases privilegiadas, pues, las clases ricas, divididas, según el monto de sus rentas, en dos grupos principales: el orden senatorial y el orden ecuestre, designaciones que ahora señalan solamente la riqueza —no el origen— de sus miembros, y la categoría que, dentro de un esquema social establecido de manera oficial, le es adjudicada a unos y otros por la voluntad del príncipe; de este modo continuaba el principado la tradición inaugurada por la alianza revolucionaria de vincular los grupos capitalistas al control del Estado; por otra parte, al grupo de los equites, tal como se constituía de hecho antes de su oficialización, había pertenecido la familia del propio Augusto y de él sacó a sus principales colaboradores.[286] De la nobilitas podían salvarse solamente quienes compartían de manera inequívoca las tendencias de la antigua oligarquía ilustrada y entraban en estrecha solidaridad con la nueva política: simboliza, en cierta medida, esta comunidad de intereses entre el principado y estos sectores de la vieja nobilitas la alianza de Augusto con los Claudios, establecida mediante sus dos matrimonios, con Claudia primero, y con Livia después.

Junto a los antiguos grupos comerciales y financieros predominarán, en un grado menor y de una singular manera, los antiguos proletarios; no obtienen honores ni se ocupan en ningún cuerpo político, pero buena parte de ellos constituyen el ejército y esa masa representa, en este Estado basado en la fuerza militar de un imperator, un elemento decisivo; en cuanto ejército, esa masa proletaria colabora en la acción del principado apoyando a su imperator, proclamándolo y defendiéndolo, y beneficiándose con su amplia e interesada protección;[287] más adelante demostrará también que es consciente de la significación que el nuevo régimen le ha asignado, interviniendo de manera directa y decisiva en la vida política, suprimiendo por el asesinato al príncipe y proclamando a otro en su lugar; pero durante el principado de Augusto su actitud es menos audaz y Augusto recompensa su solidaridad con largueza[288] mientras desarrolla, con respecto al resto del proletariado, una política igualmente generosa, acrecentando los beneficios establecidos para esos grupos por Julio César.[289]

Son, pues, los elementos fundamentales de la antigua alianza revolucionaria, modificados en su fisonomía, en su actitud y en su organización, los que respaldan la autoridad de Augusto; si su poder resulta arbitrario desde un punto de vista formal, su conducta política revela que Augusto cuenta con su fuerza y tiene permanentemente presentes sus intereses y sus reacciones; por la presencia y la actividad vigilante de estos elementos sociales, el principado conserva todavía importantes vestigios de la conciencia republicana, orientada definitivamente ahora hacia la concepción graquiana del orden imperial. Sólo cuando se fortalezcan en su seno nuevas oligarquías nacidas del arbitrario favor de los príncipes, el régimen del principado perderá su primitiva estructura para acercarse, poco a poco, hacia la autocracia de tipo oriental, ilimitada e irresponsable.

El orden institucional. Los elementos reales que constituyen el régimen del principado —su base de hecho y su base político-social— debían encontrar, para plasmar en un orden duradero, una estructura institucional. También frente a este problema la política graquiana había consagrado una fórmula: desarrollar aquellos aspectos de la constitución republicana que permitieran ajustar el control de la nueva vida imperial mediante una centralización controlada del poder que no implicara la quiebra del orden jurídico; esta doctrina conciliaba las inspiraciones helenísticas, la tradición romana y las nuevas exigencias derivadas de la conquista; el principado se atiene a ella con marcada fidelidad; los dos elementos reales en que se apoya su poder serán legitimados otorgando al príncipe las dos atribuciones constitucionales que regulaban su control, modificadas solamente por la supresión de sus dos restricciones típicamente republicanas, colegialidad y anualidad.[290]

Para legitimar la situación del imperator victorioso, se confiere a Augusto el imperium proconsulare, sin jurisdicción ni término predeterminados, para lo cual se le otorga el imperium, separándolo de la magistratura misma.[291] El imperium proconsulare había sido asignado durante la república a los generales en campaña, a quienes debía prorrogarse el mandato por exigencias militares, y ya a Pompeyo se le había concedido sin determinación jurisdiccional. Augusto recibe el imperium en términos absolutos y mediante él conserva la fuerza militar, base de su poder, en sus manos. Junto a estas atribuciones, y para legitimar su situación de jefe civil, representante de las clases interesadas en el desarrollo y consolidación de la vida imperial no representadas antiguamente en los órganos oligárquicos, se confiere a Augusto la potestas tribunicia,[292] con los mismos caracteres que el imperium proconsulare, esto es, separada del ejercicio del cargo mismo, y, en consecuencia, liberada de las restricciones de colegialidad y anualidad. Estas atribuciones, acrecentadas enormemente por la facultad agregada de la nominatio, ponían en manos de Augusto la totalidad del poder con las solas limitaciones que impone, en la práctica, la presencia activa de los elementos sociales sobre los cuales se ejercitaba.

Los caracteres institucionales del principado corresponden a su lenta elaboración doctrinaria, realizada sobre la base de la necesidad de encontrar un orden que conciliara las exigencias reales de la nueva vida imperial y la fuerza de la tradición jurídico-política republicana. En la supervivencia y prevalencia del título de imperator se advierte la significación fundamental del poder de hecho en que se apoya el principado; pero en la legalización de su autoridad, mediante el otorgamiento, por órganos representativos de facultades constitucionales, se advierte, en cambio, la supervivencia de escrúpulos republicanos y de imperativos formalistas indeclinables. Quedaban todavía, en la aún vigente conciencia republicana, ciertos prejuicios que ni siquiera esa transacción satisfacía; el poder personal parecía, siempre y en última instancia, injustificado cuando se pensaba en el individuo concreto que lo detentaba y ya la oligarquía ilustrada había buscado en la tradición helenística, mucho tiempo antes, recursos con que neutralizar este invencible escrúpulo; Escipión el mayor, en efecto, había procurado justificar su situación de primer ciudadano no sólo con el apoyo popular sino también con el apoyo de elementos sobrenaturales, divulgando la especie de una presunta predilección de los dioses por él;[293] Cayo Graco, a su vez, había procurado difundir un rumor semejante,[294] consciente, como Escipión, de que el poder personal no podía ser absolutamente justificado ante el sentimiento espontáneo romano, aun cuando se admitiera plenamente su doctrina del tribunado. De acuerdo con esos precedentes, y ante la experiencia de César, Augusto procurará recubrir su poder con un sentimiento religioso; el único título que, de manera indiscutible, lo separará de los demás ciudadanos, será el de Augusto;[295] su carácter divino se reconocerá mediante la institución de un culto especial;[296] y para que su significación extrahumana apareciera fundamentada más allá de los límites de su actual poder de hecho, Virgilio difundirá en la Eneida la doctrina del destino predeterminado de la raza de Iulo.[297] Defendida por este designio divino, la última reticencia frente a la legitimidad del poder personal de Augusto quedaba desvanecida y la autoridad del príncipe, fundada realmente en la fuerza del imperator victorioso y estructurada dentro de un nuevo orden institucional, aparecía como una misión intransferible predeterminada por una remota decisión de los viejos dioses romanos: he aquí cómo se realizaba, un siglo después de su muerte y al amparo de las legiones, el esquema institucional formulado con genial previsión por los Gracos.

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NOTAS

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1 De fecha desconocida; se aplica por primera vez durante la censura de Ap. Claudio, en 310. Festus, p. 246 M. Véase Niese, Grundriss des römischen Geschichte, p. 67 y nota 2; Carcopino, en Bull. Soc. Antiquaires, 1929, y Bloch-Carcopino, Histoire romaine,Les Presses Universitaires de France, T. II, pp. 3 y ss.

2 Livio, i, 43, y Dionisio de Halicarnaso., iv, 21. Una discusión del asunto en De Sanctis, “La riforma dell’ordinamento centuriato”,en Studi Romani, 1914, y en la Storia dei Romani, t. iii, parte i, pp. 353 y ss. Véanse Frank, “Rome after the Conquest of Sicily” , en C.. A. H. [Cambridge Ancient History] , t. vii, pp. 801 y ss., y Bloch-Carcopino, op. cit., pp. 17 y ss.

3 Livio, xxiii, 23, y Bloch-Carcopino, op. cit., pp. 4 y ss.

4 Willems, Le Sénat de la République romaine, t. i, pp. 116 y ss., sostiene que en el senado constituido por medio de la lectio de 179 el número de senadores plebeyos era de 216 mientras que el de los patricios sólo llegaba a 88.

5 Véase el penetrante análisis de Frank, “Rome” en C. A. H., t. viii, pp. 357 y ss.

6 Véase el cálculo de Bloch-Carcopino, op. cit., p. 33; entre 200 y 146, sobre un total de 108 cónsules, sólo hay cuatro homines novi.

7 Sobre la ocupatio, véase [M]. Weber, Dierömische Agrargeschichte, pp. 129 y ss.

8 Nitzch ha observado que es al terminar la guerra samnítica, a comienzos del siglo iii, cuando Tito Livio habla, por primera vez, de multas referentes a criadores de ganados, arrendatarios del ager publicus.

9 Livio, xxix, 16, y xxxi, 13.

10 Livio, xxi, 63; Frank, Storia economica di Roma, trad, ital., p. 102.

11 Frank, “Italy”, en C A. H., t. viii, pp. 336 y ss.

12 Frank, St. economica, p. 60.

13 Bloch-Carcopino, op. cit., pp. 161 y ss.

14 Al finalizar el siglo ii, el tribuno Filipo, para fundamentar una nueva ley agraria, aseguraba que no había en Roma 2000 propietarios. Cicerón consigna el dato (De Officiis, ii, 21), pero concorde con la tesis que allí sostiene, afirma que el tribuno cometía un error; véase Last y Gardner, “The Enfranchisement of Italy”, en C. A. H., t. ix, p. 164.

15 Frank, “Italy”, en C. A. H., t. viii, p. 344.

16 Bloch-Carcopino, op. cit., pp. 88 y ss.

17 Frank, loc. cit., cree posible explicar así la disminución de ciudadanos registrada en el censo de 135.

18 Bloch-Carcopino, op. cit., p. 73, nota 3; De Sanctis, op. cit., t. iv, parte i, pp. 552 y ss.

19 Cic., ii, Verr., iii, 72.

20 Sobre el papel de los equites, véase Pöhlmann, Geschichte der sozialen Frage und der Sozialismus in der antiken Welt, zweites Buch, cap. ii, t. ii, pp. 341 y ss.

21 Ya en la segunda guerra púnica, los comerciantes, encargados del aprovisionamiento en condiciones muy ventajosas, realizaron negocios provechosos y turbios; véase Liv., xxiv, 18, y xxv, 3.

22 Sobre el monto del botín obtenido mediante la conquista, véase Pais, “Trionfi, prede di guerre e donativi militari”, en Fasti triumphales, ii.

23 Este comercio no era amparado por el Estado y no deben deducirse de su desarrollo relaciones entre la política senatorial y la actividad de los equites, ya que el senado era más bien contrario al desarrollo de esa clase. Sobre la falta de fundamento de la explicación económica tradicional dada a la creación del puerto libre de Delos, así como a la destrucción de Corinto y de Cartago, véase Frank, Roman Imperialism, pp. 227 y ss.

24 Sobre la paulatina formación de una conciencia de clase en el conglomerado de los grupos subordinados véase Pöhlmann, op. cit., t. ii, pp. 410 y ss.

25 Catón, De agr. cult., cxxvi-vii, fija la proporción de lo que, en su época, correspondía al colono que trabajaba tierras arrendadas entre 1/5 y 1/9. Sobre el proceso de pauperización de la plebe rural, véase Pöhlmann, op. cit., t. ii, pp. 400 y ss.

26 Después de la conquista, en el siglo ii, se establece el sistema de distribución diferencial del botín entre ciudadanos y socii, así como también la creación de colonias para ciudadanos exclusivamente. Véase Bloch-Carcopino, op. cit., pp. 146 y ss.

27 Sobre la significación de P. Cornelio Escipión Africano, el Mayor, para las generaciones que florecen a mediados del siglo ii, Polibio, x, 2.

28 Wendland, Die hellenistisch-römische Kultur, pp. 35-45.

29 Frank niega la existencia de una tendencia imperialista en Escipión el Mayor, pero Polibio (xv, 10), a mediados del siglo ii y en el ambiente que rodeaba a Escipión Emiliano, interpretaba en ese sentido su política; debía pues haber una tradición en tal sentido y, si el hecho anotado por Frank, Roman Imperialism , cap. vii y nota 15, puede probar su afirmación, su ulterior interés por la campaña de Asia coloca su política militar frente a Cartago en una línea imperialista.

30 Un profundo análisis crítico sobre la validez de los datos que poseemos sobre las relaciones entre Grecia y Roma antes del siglo ii, en Holleaux, Rome, la Grèce et les monarchies hellénistiques; un análisis sobre el estado actual de la cuestión, en el “Avantpropos”; en sentido contrario, esto es, reconociendo validez a las noticias sobre relaciones heleno-romanas anteriores al siglo ii, Colin, Rome et la Grèce, Introducción, pp. 15 y ss. A mi juicio, las conclusiones de Holleaux son terminantes en el sentido de que no existe una política imperialista romana antes del siglo ii.

31 Sobre el carácter no expansionista de la segunda guerra púnica, Frank, op. cit., pp. 120-112 y 123-125.

32 Polibio, i, 3-4; vi, 50; xv, 10.

33 Sobre la relación entre autocracia, imperialismo y legislación social, véase un significativo pasaje en Plutarco, Cleómenes, vii.

34 Sobre las relaciones de Filipo con Aníbal, después de Cannae, Polibio, vii, 8 y ss., Livio, xxiii, 33 y ss.; véase Holleaux, op. cit., pp. 179 y ss.; sobre el llamado de los enemigos de Filipo a Roma, Livio, xxxi, 2 y ss.; véase Frank, op. cit., pp. 138 y ss.

35 Colin, op. cit., pp. 669-670.

36 Frank, op. cit., pp. 150-151, señala la preocupación romana por el menosprecio que sentían hacia ellos los griegos.

37 Polibio, xxxi, 24, y xl, 6; Plut., Catón el mayor, xii, xviii, xx y xxiii; Aulo Gelio, xi, 8; véase Colin, op. cit., pp. 349 y ss.

38 Plut., Fabio Max., xxv-xxvi; Livio, xxviii, 40-45.

39 Livio, xxxviii, 44 y ss.

40 Livio, xxxix, 4 y ss.

41 Livio, xxxviii, 50 y ss.; Polibio, xxiv, 9; Apiano, Sirias, 40; véase Bloch-Carcopino, Hist. romaine, t. ii, pp. 38 y ss.; De Sanctis, Storia dei romani, t. iv, parte i, pp. 591 y ss.

42 Véase infra, nota 68.

43 En 147 Escipión Emiliano sólo tenía 38 años; a pesar de que la ley no autorizaba el acceso al consulado hasta los 43, el pueblo lo eligió para esa magistratura, contra la opinión de algunos miembros. Apiano, Púnicas, 112; Livio, Periochae l.

44 Pais, Ricerche sulla storia e sul diritto pubblico di Roma, serie terza, p. 421.

45 Carcopino —op. cit., pp. 167 y ss.— cree poder establecer —de manera, a mi juicio, suficientemente fundada— la existencia de un proyecto agrario rogado por el tribuno C. Licinio Crasso en 145, al cual aludirían dos textos algo oscuros: Plut., Tib., viii, y Apiano, Civiles, i, 8, corroborados por otro de Varrón, De re rust., i, 2. Sostiene también que el proyecto agrario de Lelio —que fecha en 140, año de su consulado— sería sólo un intento senatorial de afrontar, en forma mesurada, el mismo problema; en este último sentido, Carcopino es menos convincente; el plan de Lelio parece anterior al año de su consulado y, teniendo en cuenta que el presunto proyecto de C. Licinio habría sido presentado en 145, esto es, en el momento en que se produce la crisis de la oligarquía ilustrada, cabe suponer que las tres cuestiones —elecciones sacerdotales y los dos proyectos agrarios— forman parte del conjunto de hechos que provocan la crisis o, en todo caso, que se derivan inmediatamente de ella. Dos hipótesis caben, a mi juicio: a) el plan de Lelio habría sido presentado por éste durante su tribunado —que desempeñaría hacia 152— y la actitud del autor del proyecto, aconsejado por Emiliano, habría sido el comienzo remoto de la escisión producida unos años más tarde; b) los proyectos de C. Licinio y C. Lelio serían partes de un mismo plan, teniendo en cuenta que el primero legislaba para el futuro y que el segundo tendría efecto retroactivo; el retiro del plan de Lelio significaba, pues, el fracaso del primero, tal como ocurrió. Me atengo a esta última, que me parece más en consonancia con el grupo de hechos a que se vincula.

46 Cic., De Amic., xxv; véase Pais, op. cit., i, p. 321.

47 Livio, Periochae ., iii; Val. Max., vii, 5; Auct. de vir. ill., 61, 3; véase Münzer, Romische Adelsparteien und Adelsfamilien, p. 248.

48 Münzer, op. cit., pp. 265-270.

49 Münzer, op. cit., p. 265.

50 Livio, Periochae , lx; Cic., De Leg., iii, 9.

51 Cic., De Leg., iii, 16.

52 Cic., De Rep., vi, 6; Ac., ii, 2; Justino, xxxviii, 8; véase Bloch-Carcopino, op. cit., p. 174 y nota 4, sobre la fecha.

53 Cic., De Amic., i, 19, es quien ha guardado el recuerdo de este grupo, al que hace llamar por Lelio grex noster; corresponde al que constituyen los interlocutores de De República.

54 Cic., De Amic., i.

55 Cic., De Amic.,, loc. cit; De Rep., i, 9 y ss.; sobre el círculo de Emiliano, véanse Münzer, op. cit., p. 225, y Colin, Rome et la Grèce, pp. 555 y ss.

56 Sobre Polibio, véanse Wunderer, Polybios, Laqueur, Polybius, Glover, “Polybius”, en C. A. H., t. viii, 1 ss., Rosenberg, Einleitung und Quellenkunde zur römischen Geschichte, pp. 188 y ss.

57 Plut., Paulo Emilio, xxviii.

58 Polibio, xxxii, 9-10.

59 Cic., De Rep., i, 21; Laqueur, op. cit., pp. 247-249 y 249-261, ha demostrado la fundamental influencia de Panecio sobre Polibio; siguiendo la doctrina estoica de Panecio, Polibio introdujo transformaciones fundamentales en su Historia, tales como la concepción pragmatista, y la teoría de la sucesión necesaria de los seis estadios constitucionales.

60 Cic., Acad., ii, 2; De Fin., iv, 9.

61 Panecio había escrito un tratado sobre los Deberes: Cic., De Off., iii, 2.

62 Reflejo de la enseñanza de Panecio es el De Officiis de Cicerón, uno de los mejores textos que poseemos para conocer la filosofía estoica.

63 Terencio, Adelfos, Pról., y Heauton timorumenos, Pról.

64 Cic., De Amic., xxiv.

65 Cic., De Amic., vii.

66 Cic., De Rep., i, 19.

67 Plut., Cayo Gr., xix.

68 Sobre la fecha del matrimonio y las relaciones entre los Gracos y los Escipiones, véase Carcopino, “Le mariage de Cornélie”, en Autour des Gracques, pp. 47-60, cuyas conclusiones sigo aquí.

69 Carcopino, op. cit., pp. 75-80.

70 Livio, xxxvii, 7.

71 Livio, xxxviii, 52-53.

72 El padre de Escipión el Mayor y el tío de T. Graco (padre) habían sido colegas en el consulado de 218. Véase Carcopino, op. cit., p. 58; Polibio, iii, 68-70; Livio, xxi, 52-53.

73 Sobre la solidaridad de T. Graco con C. Claudio Pulcher durante su censura, véase Livio, xliii, 16, y xlv, 14-15.

74 Polibio, xxiii, 6; xxxi, 5, 7 y 14; 23; xxxii, 3-4.

75 Plut., T. Graco, viii.

76 Last, “Tiberius Gracchus”, en C. A. H., t. ix, p. 21, cree ver una relación entre este Blosio y los citados en Livio, xxvii, 3.

77 Cic., De Amic., xi.

78 Plut., T. Graco, viii y xx; Cic., De Amic., xi.

79 Plut., T. Graco, xx.

80 Plut., T. Graco, viii.

81 Carcopino, Hist, rom., t. ii, pp. 187 y ss.

82 Plut., T. Graco, iv.

83 Münzer, op. cit., p. 269.

84 Münzer, op. cit., p. 265.

85 Cic., De Rep., i, 19.

86 Q. Cecilio Metello, el cónsul de 206, había estado estrechamente unido a Escipión el Mayor e intervino hábilmente para desbaratar la manio¬bra de Fabio y su grupo, destinada a interrumpir la campaña de Africa, aprovechando la reclamación de los Locrios (Livio, xxix, 20). En cuanto a Q. Cecilio Metello Macedónico, un pasaje de Cicerón, De Amic., xxi, me parece suficiente para probar que su enemistad con Escipión Emiliano pro¬viene de una ruptura y no de una constante e invariable enemistad: “… nihil enim est turpius, quam cum eo bellum gerere, quicum familiariter vixeris. Ab amicitia Q. Pompeii meo nomine se removerat (ut scitis) Scipio: propter dissencionem autem, quae erat in republica, alienatus est a collega nostro Metello…” En sentido contrario se expresa Colin, op. cit., p. 626.

87 Plinio, Naturalis Historia xxxiv, 8; Vell. Pat., i, 11.

88 Vell. Pat., loc. cit.; Vitruvio, iii, 2-5.

89 Véase Colin, op. cit., p. 626.

90 Val. Max., iv, i, 12; Cic., De Off., i, 25; De Rep., i, 19.

91 Val. Max., loc. cit.; Plinio, N. H., vii, 44.

92 Cic., De Rep., i, 12.

93 Cic., De Rep., i, 19.

94 Livio, xxviii, 38 y 44.

95 Supra, nota 45.

96 Cic., De Amic., xxv.

97 Münzer, op. cit., p. 265.

98 Polibio, ii, 11-12.

99 Livio, xxviii, 45.

100 Livio, xxxviii, 9; xxxix, 5; Polibio, xxii, 13; C. I. L. [Corpus Inscriptionum Latinarum] , vi, 1307; véase Pais y Bayet, Hist. rom., París, Les Presses Universitaires de France, t. i, p. 528.

101 De Sanctis, op. cit., t. iv, parte I, p. 591 y ss. sobre el proceso de los Escipiones.

102 Supra, nota 40.

103 Sobre la actitud de Escévola, Plut., Tiberio Gr., xix; sobre la de Q. Metello, Plut., Tiberio Gr., xiv.

104 Apiano, Civiles, i, 19; véase Carcopino, “La mort de Scipion Émilien”, en Autour des Gracques.

105 Polibio, i, 3.

106 Polibio, loc. cit.

107 Colin, Rome et la Grèce, pp. 269 y ss.

108 Después de Pydna se incorporaron a la vida romana considerables cantidades de griegos; llegaba a mil el número de los que llegaron con Polibio.

109 Atheneo, xii, 68; véase Colin, op. cit., pp. 369-370; Wendland, Die hellenistisch-römische Kultur, pp. 58 y ss.

110 Aul. Gelio, xv, 11; Suet., De grammaticis et rhetoribus, 25.

111 Suet., op. cit.; véase Colin, op. cit., p. 370 y ss.; Wendland, op. cit., p. 59, fecha la embajada en 165.

112 Cic., Acad., ii, 30; De Off., iii, 12.

113 Plut., Catón el mayor, xxii; Cic., Tusc., iv, 3.

114 Plut., Catón el mayor, xxii.

115 Lact., Inst., v, 14; véase Brochard, Les esceptiques grecs; Martha, “Le philosophe Carnéade à Rome”, en Études morales sur l’antiqueté.

116 Cic., Acad., ii, passim.

117 Livio, vii, 2.

118 Livio, loc. cit.

119 Suele presentarse a Nevio, creador de la comoedia praetexta, como propulsor de un teatro latino; Colin, op. cit., p. 112, afirma, por el contrario, que el elemento latino es muy superficial y que, en el fondo, no refleja sino la tradición griega; véase Schanz-Hosius, Geschichte der romischen Litteratur, i, pp. 52-53, y Pais, Storia critica, i, parte prima, p. 75.

120 Plauto, Asinaria, Pról; Miles gloriosus, v. 86; Andria, Pról.; Poenulus, Pról.

121 Plauto, Menechmos, Pról.

122 Rosenberg, Einleitung und Quellenkunde zur römischen Geschichte, p. 123.

123 Rosenberg, op. cit., p. 124; Pais, op. cit., i, parte prima, pp. 36-51 y 75-87.

124 Sobre la influencia de Timeo sobre Polibio, véase Laqueur, Polybius, pp. 249 y ss.

125 La expresión había sido formulada por Sócrates (Plut., De exilio, 5; Cic., Tusc., v, 37), pero son los cínicos quienes la divulgan, haciendo de ella un lema de combate: Diógenes Laercio, vi, 1.

126 Sobre los caracteres del clima moral propio del periodo helenístico, véanse Ferguson, “The Leading Ideas of the New Period”, en C. A. H., t. vii, pp. 1 y ss., y Wendland, op. cit., cap. ii, pp. 11-23, y cap. iii, p. 35.

127 Véanse Tarn, Hellenistic Civilisation, caps, i y ii; Ferguson, op. cit.; Wendland, op. cit.

128 Polibio, xvii, 14.

129 Polibio, xvii, 15, condena a Demóstenes por su fracaso; véase Wunderer, Polybios, p. 16; para una visión de conjunto sobre las observaciones contenidas en Polibio sobre la vida del siglo ii, pp. 40-47 y 55-62.

130 Polibio, xxxvii, 4; véase Beloch, Die Bevölkerung der griech.- röm. Welt, pp. 498-499.

131 Diógenes Laercio, vi, 2.

132 Diógenes Laercio, vii, 1 y 85 y ss.; véase Robin, La morale antique, pp. 130 y 133-134.

133 Diógenes Laercio, x: “Él [Epicuro] enseña aún que la virtud debe ser buscada no por ella misma sino en vista del placer… El placer es la regla de la vida”, y más adelante: “El ser completamente feliz no tiene ni cuidado ni inquietud”; véase Robin, op. cit., p. 124.

134 Sobre la propaganda filosófica, véase Wendland, op. cit., cap. v, passim

135 Diógenes Laercio, vii, 1: “Crisipo dice también, en el primer libro de las vidas, que el sabio toma parte en los asuntos públicos a menos que le sea imposible, para fustigar el vicio y justificar la virtud”.

136 Platón, Protagoras, p. 337 c.

137 Diógenes Laercio, x.

138 Lact., Inst., v, 16.

139 Lact., Inst., vi, 8.

140 Gorgias, frag. 6, Antifonte Sofista, frag. 21a (Diels); Pla¬tón, loc. cit.

141 Wendland, op. cit., pp. 108 y ss.

142 Wendland, op. cit., pp. 119 y ss.

143 Indicaciones sobre la difusión de los misterios, en Pettazzoni, I misteri, passim.

144 Wendland, op. cit., pp. 127 y ss., sobre el sincretismo religioso.

145 Plauto, Curculio, v. 199 y ss., da una viva imagen de la invasión del griego y del graeculus.

146 Polibio, xxxii, 11 ; un análisis de los textos referentes a la crisis de las costumbres en Colin, op. cit., pp. 545 y ss.

147 Terencio, Adelfos, v. 441 y ss.

148 Sobre la tendencia a la conciliación de las clases en la antigua república, basada en la comunidad de intereses entre las casas senatoriales y las masas campesinas, véase Pöhlmann, Geschichte der sozialen Frage und des Sozialismus in der antiken Welt, t. ii. pp. 397-400.

149 Desde 269 circulaba por toda Italia, y aun por el Mediterráneo, el denario de plata, que fue ajustado al tipo monetario griego y cartaginés en 217; véase Frank, Storia ec. di Roma, trad, it., pp. 71 y ss.

150 Heródoto, vii, 155; Arist., Política, viii, ii, 6.

151 Diodoro, xxxiv-v; Floro, iii, 19.

152 Diodoro, loc. cit.

153 Diodoro, loc. cit.; Eutropio, iv, 9; Estrabón, xiv, 1; véase Pöhlmann, op. cit., t. i, pp. 404 y ss.

154 Véase S. Zebelev, “L’abdication de Pairisades et la révolution scythe dans le royaume du Bosphore”, en Revue des Ètudes Grecques, enero-marzo, 1936.

155 Diodoro, xxxvi.

156 A consecuencia de ese aumento en la oferta, su precio desciende hasta 1/200 de su valor: en época de Catón se pagaba hasta 10.000 sestercios por un esclavo, y cuando Lúculo vende los esclavos traídos de la guerra contra Mitrídates, su costo medio será de 50 sestercios (Apiano, Mitridática, 78).

157 Arist., Política, i, ii, 3-21.

158 Diodoro, xxxvi.

159 Apiano, Civiles, I, 116, señala el hecho para la insurrección de Espartaco; pero la insurrección de Vecio muestra que ya antes estaba franqueado el abismo entre el libre y el esclavo; véase Pöhlmann, op. cit., t. II, pp. 404 y ss.

160 Plut., Tiberio Gr., xx.

161 Guiraud, La propriété foncière en Grèce, pp. 397 y ss.

162 Guiraud, op. cit., p. 578, observa que esta difusión está probada por la atención que le presta Aristófanes en la Asamblea de las mujeres, pues el satírico ateniense sólo se ocupaba de opiniones y tendencias muy difundidas; véase Pöhlmann, op. cit., t. i, p. 313.

163 Sobre Faleas de Calcedonia, Arist., Política, ii, iv, 1-2, Pöhlmann, op. cit., t. ii, pp. 5 y ss.; sobre Hipodamos, Arist., Política, ii, v, 1-2.

164 Pöhlmann, op. cit., t. ii, pp. 268 y ss.

165 Plut., Agis, v; véase Tarn, The Greek Leagues and Macedonia, en C. A. H., t. vii, pp. 739 y ss.; Pöhlmann, op., cit., t. i, pp. 354; Busolt-Swoboda, Griechische Staatskunde, t. ii, pp. 726 y ss.

166 Plut., Agis, ix y xix.

167 Plut., Agis, viii.

168 Plut., Agis, xiv.

169 Plut., Cleómenes, iii y x; Tarn, op. cit., pp. 752 y ss.; Pöhlmann, op. cit., t. i, p. 384; Busolt-Swoboda, op. cit., t. ii, pp. 729 y ss.

170 Plut., Cleómenes, xvi y xviii.

171 Plut., Cleómenes, ii.

172 Plut., Cleómenes, x-xi.

173 Plut., Cleómenes, vii, xi y xiii; Polibio, ii, 47 y 49.

174 Plut., Cleómenes, xvi-xvii; xix; Arato, xl.

175 Plut., Filopemén, xvi; Flamininus, xiii; Livio, xxxiv, 31; Polibio, xiii, 6-7; véanse Holleaux, “Rome and Macedon: The Romans Against Philip”, en C. A. H., t. viii, pp. 146 y ss; Pöhlmann, op. cit., t. i, pp. 391 y ss.; Busolt-Swoboda, op. cit., t. ii, pp. 731 y ss.

176 Estas dos doctrinas del desarrollo histórico son expresadas por Polibio en distintas capas de su obra. Laqueur, Polybius, pp. 243-249, analiza cuidadosamente —y prueba, a mi juicio— cuáles son las influencias que predominan en el historiador de Megalopolis; la doctrina de la Tyche aparece en lo que él llama la cuarta edición o capa, juntamente con la prolongación de su obra hasta el año 146 y con la intercalación de la descripción de la constitución romana; posteriormente, reorganiza Polibio los materiales de su obra dentro del cuadro de las olimpiadas —según el ejemplo de Timeo— y le da un carácter pragmático, apoyado en la doctrina estoica de la sucesión de las etapas constitucionales. Véase op. cit., cap. 9, passim.

177 Es interesante observar cómo expresa Plutarco esta contraposición en su vida de Pirro.

178 Polibio expone este esquema en vi, 5-9, y vi, 57.

179 Polibio, vi, 57.

180 Polibio, vi, 9.

181 Obsérvese que, al pasar, Polibio sostiene que el momento de perfección política es alcanzado por Roma en la época de la guerra de Aníbal (vi, 75 a), época que en otro lugar (vi, 51) caracteriza como gobernada aristocráticamente por el senado.

182 Sobre la existencia de una sola rogatio , y no dos como afirma Plutarco —Tiberio Graco, ix—, véase Carcopino, “La valeur historique d’Appien”, en Autour des Gracques, p. 14.

183 Apiano, Civiles, i, 9; Livio, Per., lviii; establece que la extensión total no podía ser superior a 1000 iuguera; para hacer concordar los dos textos se admite habitualmente que los 1000 iugera eran el máximo permitido; Carcopino (Hist: rom., t. ii, p. 191, nota 103) supone que la frase del abreviador de Livio es sólo el reflejo de lo que consagró el uso como término medio; véase Pais, Ricerche sulla storia e sul diritto pubblico di Roma, iii, p. 321.

184 Apiano, Civiles, i, 11; sobre la indemnización de que habla Plutarco —Tiberio Graco, ix— parece improbable que el Estado renunciara a su derecho eminente sobre el ager publicus; en ese sentido, y contra la tesis tradicional, Carcopino, “La valeur historique d’Appien”, loc. cit.; Last, “Tiberius Gracchus”, en C. A. H., t. ix, p. 23, señala, sin embargo, que podría vero¬símilmente haberse repetido el intento de adquisición de tierras ocupadas hecho en 166, Cic., ii, De lege agr., 30.

185 La extensión de los lotes adjudicados no está establecida por las fuentes; la cifra tradicional de 30 iugera ha sido establecida por Mommsen teniendo en cuenta las disposiciones de la ley agraria de 111 pero Last, op. cit., p. 23, señala que seguramente la ley Sempronia no estableció la extensión de los lotes, ya que, en ese momento, no podía preverse la cantidad de tierra disponible ni el número de candidatos para ocuparla. Se ha discutido también si con la adjudicación de tierras se entregó a los beneficiados dinero proveniente del legado del rey de Pérgamo; frente a la tesis tradicional afirmativa, Carcopino, “La valeur historique dAppien”, en Autour des Gracques, p. 33 y ss., ha sostenido que la noticia del legado no pudo llegar a Roma antes de la muerte de Tiberio, con argumentos que me parecen sólidos; Last, op. cit., p. 30, rechaza, sin embargo, el punto de vista de Carcopino. Una cuestión unida a esta última es si Tiberio pretendió transferir el control de los asuntos provinciales a la asamblea tribal, ante la que se plantean dudas semejantes. Carcopino, a mi juicio con suficiente fundamento, rechaza también la adjudicación a Tiberio de la serie de proyectos que le atribuye Plutarco, Tiberio Gr., xvi, en los que ve una mera proyección de la legislación de Cayo, en tanto que Last, op. cit., p. 32, supone que corresponderían al programa de Tiberio para solicitar su reelección.

186 Carcopino, Les triumvirs de la lex Sempronia, en Autour des Gracques, pp. 125 y ss., establece de manera indudable este tipo de funcionamiento, en oposición a la tesis tradicional sobre el funcionamiento colegiado; una restricción a la opinión de Carcopino en Last, op. cit., p. 29 y nota 4.

187 Apiano, Civiles, i. 9; Plut., Tiberio Gr., ix.

188 Apiano, Civiles, loc. cit.

189 Apiano, Civiles, i. 10.

190 Plut., Tiberio Gr., ix.

191 Apiano, Civiles, i. 11.

192 Apiano, Civiles, i, 12; Plut., Tiberio Gr., xi.

193 Cic., De Amic., xi; Plut., Tiberio Gr., xvii.

194 Para el orador ateniense acusado de “proposición ilegal”, graphè paranómon, existía la pena de atimia; Demóstenes, por ejemplo, ofrece materiales para el estudio del alcance de este tipo de acusación; véase, entre otros, Contra Timócrates; véase Busolt, Griechische Staatskunde, t. i, p. 459, y t. ii, pp. 896 y 992-993, quien indica fuentes.

195 Apiano, Civiles, i, 13.

196 Supra, cap. ii, pp. 88-89.

197 Sobre la ley Licinia de 145, Varrón, De re rust., i, 2; véase Bloch-Carcopino, Hist, rom., t. ii, pp. 167 y ss., donde se fundamenta su existencia a pesar de las escasas referencias dadas por las fuentes.

198 Bloch-Carcopino, op. cit., t. ii, pp. 157-159, demuestra que, hasta 233, las asignaciones del ager publicus habían estado siempre en manos del senado y que la trascendencia de la actitud de Flaminio había residido, precisamente, en traspasarlas a la asamblea tribal; a eso se debía el odio que la oligarquía conservadora mantenía hacia el tribuno y del que Polibio guarda memoria (ii, 21). Con respecto a la posibilidad de antecedentes más remotos, se admite ya definitivamente que la legislación agraria contenida en las llamadas leyes Licinio-Sextias constituye una invención de la historiografía romana posterior a los Gracos, de cuya acción, precisamente, se habrían sacado los materiales para antedatar una política restrictiva de la ocupación del ager publicus. En este sentido véanse De Sanctis, St. dei Romani, t. ii, pp. 216-217; Bloch-Carcopino, op. cit., p. 154, nota 22, y p. 167, nota 120, en las que da los materiales para la discusión del problema; Niese, Grundriss der römischen Geschichte, p. 64, nota 4, y el trabajo del mismo autor, “Das sogenannte Licinisch-Sextische Ackergesetz”,Hermes, xxiii, 1888, considerado definitivo sobre la cuestión. Hay sin embargo quien admite la posibilidad de su existencia; véanse Pais, op. cit., p. 322, Cardinali, Studi Graccani, p. 129 y ss., Jones y Last, “The Making of a United State”, en C. A. H., t. vii, pp. 538-540.

199 Plut., Tiberio Gr., ix.

200 La tesis de la finalidad imperialista de Tiberio ha sido negada por D. Konchalowski, “Recherches sur l´istoire du mouvement agraire des Gracques”, en Rev. Historique, 1926; pero su concepción humanitaria de la legislación graquiana no parece convincente.

201 Apiano, Civiles, i, 9.

202 Apiano, Civiles, i, 11.

203 Apiano, Civiles, i, 10.

204 Apiano, Civiles, 12; Plut., Tiberio Gr., xi.

205 Plut., Tiberio Gr., ix.

206 La observación es de Carcopino, op. cit., t. ii, p. 201, y tiene importancia porque define el tipo de acción de Tiberio. Pais, op. cit., pp. 351 y ss., hace notar, sin embargo, que esa constitución familiar de las comisiones extraordinarias era una costumbre política romana.

207 Plut., Tiberio Gr., vii.

208 Plut., Tiberio Gr., xvi.

209 Plut., Tiberio Gr., xvii-xix; Apiano, Civiles, 14-15.

210 Apiano, Civiles, i, 14; Plut., Tiberio Gr., xvi.

211 Plut., Tiberio Gr., xxi.

212 Plut., Tiberio Gr., loc. cit.

213 Apiano, Civiles, i, 19.

214 El equívoco se basaba, por otra parte, en un proceso, desfigurado posteriormente, por el cual los concilia plebis se habían transformado paulatinamente en comitia tributa.

215 Plut., Tiberio Gr., IX.

216 Apiano, Civiles, i, 11.

217 Plut., Tiberio Gr., ix, y S. Mateo, 8, 20: “Las zorras tienen cavernas y las aves del cielo nidos; mas el hijo del hombre no tiene donde recostar su cabeza”.

218 Apiano, Civiles, i, 12.

219 Plut., Tiberio Gr., xi.

220 Plut., loc. cit.

221 Apiano, Civiles, i, 12; Plut., Tiberio Gr., xii.

222 Plut., Tiberio Gr., xiv.

223 Plut., Tiberio Gr., xv.

224 Plut., Tiberio Gr., loc. cit.

225 Véase Meyer, “Untersuckungen zur Geschichte der Gracchen”, en Kleine Schriften, t. i, pp. 406 y ss.; esta doctrina es la que ha sido calificada por Mommsen como “sofisma indigno”, pero el solo título del capítulo en que el gran historiador alemán trata de Tiberio —”El movimiento reformista”— prueba que en esta oportunidad su observación no ha llegado hasta la raíz del problema; Niese, Grundriss der römischen Geschichte, p. 173, nota 1, señala una curiosa contradicción en la apreciación sobre el carácter y la trascendencia de la abrogatio de Octavio; señala también un sugestivo paralelismo entre las palabras de Mommsen y las de Niebuhr, quien sostiene el punto de vista aquí expuesto; una coincidencia, en algunos puntos, con este criterio, en Last, op. cit., pp. 24-29 y 34; sobre las relaciones entre la abrogación del tribunado y la de las magistraturas curules, Pais, op. cit., p. 324.

226 Plut., Tiberio Gr, xx; Cic., De Amic., xi.

227 Plut., Tiberio Gr., xxi.

228 Cic., De Amic., xx, afirma que fue recomendado a los comicios por Escipión Emiliano; pero sus antecedentes como contralor de aduanas (Val. Max., xi, 9) muestran otros aspectos de sus vinculaciones; es, pues, solida¬rio con la facción moderada por razones personales y, simultáneamente, y debido a sus intereses, con los grupos financieros; pero como cónsul se decide por estos últimos y consigue que le sea adjudicada Sicilia, donde favorece abiertamente los intereses de los financieros.

229 Plut., Tiberio Gr., xxi.

230 Apiano, Civiles, i, xix. Un análisis de las razones que tenían los itálicos, en Last, “Gaius Gracchus”, en C. A. H., t. ix, pp. 40-42; sobre el alcance de la medida propuesta por Emiliano, Last, op. cit., pp. 42-44, quien sostiene —apoyado en Dion, frag. 84, 2— que la restricción impuesta a las atribuciones del triunvirato se refería solamente al ager publicus ocupado por aliados cuya expropiación podía suscitar cuestiones internacionales.

231 Apiano, Civiles, i, xx.

232 Estrabón, xiv, 1.

233 Cic., Philip., xi, 8.

234 Cic., De Amic., xxv.

235 Cic., De leg., iii, 16; véase Last, “Tiberius Gracchus”, en C. A. H., t. ix, p. 38.

236 Plut., Tiberio Gr., xxi.

237 Bloch-Carcopino, Hist, rom., t. ii, p. 236..

238 Apiano, Civiles, i, 21 y 34.

239 Cic., De Off., iii, 11.

240 Velleius Paterculos, ii, 6.

241 Apiano, Civiles, i, 21. Last, op. cit., pp. 61-62, pone en duda la existencia de esta ley, sosteniendo que, como tal, era innecesaria; pero quizá su texto no hiciera sino expresar, de manera indirecta, la legitimidad de la iteración; véase Bloch-Carcopino, op. cit., pp. 235-236.

242 Obsequens, 30; Aulo Gel., x, 3. Bloch-Carcopino, Hist, rom., París, Les Presses Universitaires de France, t. ii, pp. 240-241, cree ver en ese discurso la expresión de una acción de gobierno preconcebida y organizada; es digna de tenerse en cuenta la interpretación formulada por Last, “Gaius Gracchus”, en C. A. H., t. ix, sobre el tribunado de Cayo, en el que cree ver dos etapas, separadas por la intervención de Druso; a esas dos etapas corresponderían dos leyes judiciales y dos sobre concesión de ciudadanía a los aliados. Véanse notas 3, 6 y 15.

243 Bloch-Carcopino, op. cit., p. 247.

244 Liv., Per., lx. Véase Carcopino, “Les triumvirs de la ‘lex Sempronia’”, en Autour des Gracques, pp. 231 y ss. Plutarco, Cayo Gr., v, por su parte, establece una cifra de 300 miembros para cada orden, y Apiano, Civiles, i, 22, no expresa cifra pero admite que Cayo “traspasó la justicia de los senadores a los caballeros”, con lo cual está más cerca del abreviador de Livio que de Plutarco; en igual sentido Velleius, ii, 6. Una interpretación sutil da Last, op. cit., pp. 52-54, quien sugiere que, con respecto a este problema, como en otros, hay dos etapas: la primera, anterior a la intervención de Druso, correspondería al mantenimiento del control judicial por los senadores, con la sola novedad de introducir 600 miembros más en ese orden, provenientes de las clases ricas; la segunda, posterior a la intervención de Druso, sería radical y habría dado superioridad en los jurados a los equites. Véase Last, op. cit., pp. 69-71 y 75-78.

245 Apiano, Civiles, i, 22.

246 Cic., Verr., ii, 1, 9. Carcopino, op. cit., pp. 212 y ss., 224 y ss.

247 Carcopino, op. cit., pp. 224 y ss. En esta ley, que él admite como ley Acilia, solamente, ve Last, op. cit., pp. 75 y ss. y nota 2, en C. A. H., t. ix, pp. 392 y ss., la expresión de la segunda fase de la ley judicial; véase nota 3.

248 Salustio, Bell. Iug., xxvii; Cic., De prov. cons., ii, 3; De domo, 24; Pro Balbo, 61 ; véanse Pais, Ricerche sulla storia e sul diritto pubblico di Roma, iii, p. 330; Last, op. cit., p. 63.

249 Apiano, Civiles, v, 4; Cic., ii, Verr., iii, 6; véanse Pais, op. cit., p. 330, y Last, op. cit., p. 64.

250 Cic., De prov. cons., v, 12.

251 Plut., Cayo Gr., v; véanse Bloch-Carcopino, Hist. rom., pp. 242 y ss.; Pais, op. cit., p. 327; Last, op. cit., p. 66.

252 Livio, Per., lx; Plut., Cayo Gr, viii; sobre el número de colonias, véase la observación formulada por Pais, op. cit., p. 328; sobre el carácter comercial que parece advertirse en ellas, Last, op. cit., p. 68.

253 Livio, Per., lx; Apiano, Civiles, i, 21; Plutarco, Cayo Gr., v; véase Pais, op. cit., pp. 328-329; sobre la ausencia de intención demagógica en la ley frumentaria, véanse Bloch-Carcopino, op. cit., pp. 245-246, y Last, op. cit., p. 58.

254 Plut., Cayo Gr., v; Last, op. cit., p. 63, señala como una etapa del proceso que conduce hacia las reformas de Mario.

255 Salustio, Ad Caesar, ii, 8; véase Pais, op. cit., p. 333.

256 Apiano, Civiles, i, 23; Plut., Cayo Gr., v y ix; Vell. Pat., ii, 6; véanse Bloch-Carcopino, op. cit., pp. 256-267, y Pais, op. cit., p. 334; de acuerdo con su tesis general, también con respecto a esta ley cree Last, op cit., pp. 69-71 y 78-71, poder afirmar la existencia de dos etapas en la gestación de la ley: una moderada, en la que se atribuía la ciudadanía romana solamente a los latinos, y otra, radical, posterior a la intervención de Druso, en la que se beneficiaba en distinto grado a aquéllos y a los itálicos.

257 Fannio, en Iulius Victor, Halm (ed), p. 412 ; Cic., Brut., 99.

258 Apiano, Civiles, i, 24; Plut., Cayo Gr. , x-xi; véase Last, op. cit., pp. 73 y 81.

259 Apiano, Civiles, i, 24; véase Last, op. cit., p. 81.

260 Interpretación propuesta por Bloch-Carcopino, op. cit., p. 241, y por Last, op. cit., p. 55; Plut., Cayo Gr., iv; Pais, op. cit., p. 336.

261 Plut., loc. cit., Diodoro; xxiv, 25; Last, op. cit., p. 56.

262 Plut., Cayo Gr., , ii.

263 Véase supra, cap. ii.

264 Véase supra, nota 16.

265 Plut., Cayo Gr., ix.

266 Plut., Cayo Gr., ix; Apiano, Civiles, i, 23.

267 Plut., loc. cit.

268 Plut., loc. cit.; véase Last, op. cit., p. 71; un ligero intento de defensa de Druso en Pais, op. cit., pp. 340-341.

269 Carcopino, Les triumvirs de la “lex Sempronia”, pp. 285-290, parece probar que es, en efecto, a C. Carbón a quien se deben los informes “oficiales” a que se refiere Apiano, Civiles, i, 24; sobre Carbón, véase Pais, op. cit., p. 326.

270 Plut., Cayo Gr., xiv.

271 Plut., Cayo Gr., x.

272 Plut., loc. cit.

273 Plut., Cayo Gr, vi.

274 Plut., Tiberio Gr., ii.

275 Plut., Cayo Gr., xii.

276 Bloch-Carcopino, Hist, rom., p. 208, nota, y p. 219.

277 Apiano, Civiles, i, 24; Plut., Cayo Gr., xi.

278 Plut., Cayo Gr., xiii.

279 Váese supra, nota 28.

280 Apiano, Civiles, i, 24; Orosio, v, 12.

281 Plut., Cayo Gr., x.

282 Plut., Cayo Gr., viii.

283 Una explicación de este proceso en un expresivo pasaje de Cicerón, De leg., ni, 10; sobre el plebiscito Atinio, véase Nicolini, “Questioni sul tribunato della plebe”, en Nuova Rivista Storica, mayo-agosto de 1938, pp. 169-173.

284 Suet., Aug., xxvi; sobre las precauciones tomadas por Augusto mientras se producía la transformación del senado, Suet., Aug., xxxv.

285 Sobre la reorganización senatorial, Suet., Aug., xxxv, y Res Gest., viii; sobre el censo, Suet., Aug., xli.

286 Suet., Aug., ii; sobre Agripa, Vello Pat., ii, 96.

287 Res Gest., iii xvi, xvii, xxviii.

288 Res Gest., xv; sobre los juegos, Res Gest., xxii-xxiii, y Suet., Aug., xli.

289 El número de personas que recibían trigo del Estado fue aumentado a 200.000, de 150.000 que era en época de César; Suet., Caes., xli, y Res Gest., xv.

290 Sobre los caracteres del principado, véanse H. Stuart Jones, “The Princeps”, en C. A. H., t. x., Meyer, “Kaiser Augustus”, en Kleine Schriften, E. Ciccotti, Profilo di Augusto, y un análisis del estado actual del problema en Gagé, “De César à Auguste. Où en est le problème des origines du principat”, en Rev. Hist., marzo-abril, 1936.

291 Dion Casio, liii, 32.

292 Res Gest., iv-v y x; Tac., Ann., iii, 56; Dion Casio, liii, 32; Apiano, Civiles, v, 132.

293 Livio, xxvi, 19.

294 Bloch-Carcopino, Hist. Rom., p. 208, nota, y p. 209.

295 Res Gest., xxxiv, y Suet., Aug., vii.

296 Res Gest., ix.

297 Virgilio, Aen., i, v. 265 y ss.; vi, v. 791 y ss.; véanse Ricci, Ensayo sobre Virgilio; Conway, “Poesía et Impero”, en Conferenze virgiliane, Pubblicazioni delta Università Cattolica del Sacro Cuore, Milán, 1931, y Funaioli, “Virgilio poeta della pace”, en el mismo.