La ciudad, una creación. 1970

“La Tierra es obra de los Dioses –decía Varrón–, pero las ciudades fueron creadas por la mano del hombre”. He aquí el hecho primero. Hay una creación –colectiva o individual– nacida de un acto de voluntad, que responde a ciertos móviles y de la que nace algo que antes no existía: una ciudad real, una nueva forma de realidad.

Sobre un ámbito natural indiferenciado hasta entonces, pero que desde ese momento adquiere caracteres inequívocamente diferenciados, un individuo o un grupo social delimita un espacio según una escala que le permite su dominio inmediato. Signos reales –un surco, un muro, una empalizada– o signos imaginarios, consagran la delimitación física, imprimiéndole un carácter convencional de tipo religioso o jurídico. El recinto objetiva un acto creador y le infunde ese carácter; y un sitio dentro del recinto –uno entre todos– lo expresa de manera eminente: el templo, la fortaleza, el mercado. El recinto se subdivide. Se trazan calles, se reservan espacios libres, se señalan solares que luego se adjudican a los que serán los vecinos; algunos para edificios de carácter público y otros para las viviendas, tiendas o talleres que establecerán los miembros del grupo que, en ese momento, es creado también –como la ciudad física– como una nueva realidad: una sociedad urbana. Una serie de normas se establece para regir su vida social, y tanto si son recién concebidas como si son preexistentes y adoptadas, constituyen también una nueva realidad desde el momento en que las adopta la nueva sociedad. Las normas configuran una forma de vida; pero en la convivencia se amasará un caudal de ideas comunes que configurará una forma de mentalidad: también es una nueva realidad. La creación urbana se objetiva, en fin, en una ciudad fundada.

La fundación es la forma arquetípica de la creación urbana, y adquirirá un carácter simbólico. Puede haber preexistido un núcleo preurbano, pero la fundación lo desvanece. La ciudad fundada tiene, desde el primer instante, una forma –física, social, institucional, ideológica–, y la forma es la expresión de un sentido. Por eso tratarán de forjarse su propia leyenda y asumir el símbolo de la ciudad fundada, aquellas ciudades que han surgido espontáneamente.

Ciertamente, la fundación es la forma arquetípica, pero ni es la única que adopta la creación urbana ni es la más frecuente. Mediante un conjunto de actos imprecisos y sucesivos un grupo social difuso –esto es, imprecisamente constituido– comienza a establecerse en un sitio que considera apropiado para ciertos fines que se propone, con diverso grado de claridad. Puede ser alrededor de un núcleo preexistente –un castillo, un monasterio, una vieja ciudad abandonada, una aldea– donde el grupo se radique sin planificación al¬guna, levantando sus precarias viviendas de acuerdo con la conformación del terreno, siguiendo las líneas de altura o el curso de los arroyos o cañadas, y aceptando la decisión de nuevos grupos e individuos que aspiran a ocupar los solares vecinos. Pero, puede ser también allí, donde no preexista un núcleo: en un rincón protegido en la orilla del mar o de un río, en una isla, sobre un vado o un recodo donde el río acumula fácilmente las aguas, en el lugar donde el río deja de ser navegable, en un punto de un camino donde conviene o suele hacerse una etapa. Allí, el grupo social constituye un poblado que, poco a poco, crece y adquiere los caracteres de una ciudad. La creación urbana se ha objetivado en una ciudad espontánea.

Tales son las formas de la ciudad real. Pero la creación urbana no se agota allí. Realidad compleja e intensamente operativa, creación artificial y revolucionaria, la ciudad puede trasmutarse en un ente abstracto, se personaliza, y la creación urbana se manifiesta de pronto en la constitución de un símbolo. Del cielo unas veces, como en la Jerusalem celeste, o de la tierra. La ciudad es, en general, un símbolo de la creación –del acto creador y de la cosa creada–; pero cada ciudad en particular puede llegar a ser un símbolo individual si su nombre y su imagen se identifican y consustancian indisolublemente con algo que la ciudad expresa o significa de manera singular y eminente: un origen, una forma de vida, un accidente, una función, un paisaje. La creación urbana se manifiesta también, pues, instalando en la estructura ideológica un modelo interpretativo de la realidad: la ciudad simbólica, Trapalanda, Babilonia, Sodoma, Hiroshima.

Pero, aun así, no se agote la creación urbana. Por encima de la ciudad real y también de las experiencias que hacen de ella y quedan descantadas en símbolos interpretativos, la creación urbana se emancipa de toda constricción histórica y opera libremente en un plano racional, instalando en la estructura ideológica un modelo proyectivo de la realidad: la ciudad ideal, Utopía, la Ciudad del Sol, Sforzinda.

La creación urbana no se agota en la creación de una ciudad, sino en la de un mundo urbano. Sin duda la ciudad está incluida en una región, y la sociedad urbana forma parte de la sociedad global. Pero la integración más vigorosa, la que condiciona más vivamente la vida urbana, es su integración en el mundo urbano. La creación urbana de línea, con la ciudad misma, un sistema de relaciones, directas e indirectas, entre ciudades; acaso apoyado en el juego de correspondencias económicas y políticas, pero fundado, en lo profundo, en la coherencia de los grupos urbanos, de sus formas de vida y de sus formas de mentalidad.

El ordenamiento del mundo urbano significó la instauración de una red de focos activos de vida histórica. En esa red se compenetraron, se interfirieron y se neutralizaron múltiples matices propios de las distintas sociedades urbanas y revelados en sus acciones y creacio¬nes, en sus formas de vida y sus formas de mentalidad. Si cada ciudad tiene su propia estructura histórica, del juego recíproco de todas ellas nace una estructura secundaria, una compleja y difusa estructura del mundo urbano en su conjunto, sólo ocasionalmente institucionalizada dentro de ciertos ámbitos, pero vigorosamente operativa en la medida en que la coyuntura ofrece posibilidades reales.

La tendencia a constituir y consolidar esa estructura es tan vigorosa que sobrepasa los límites de las áreas institucionalizadas. Las ciudades se insertan en ellas, pero sobrepasan las determinaciones del área regional o política a la que pertenecen, y a veces, a las determinaciones de las áreas culturales y religiosas. El funcionamiento de la estructura histórica del mundo urbano es tan eficaz que, sobre el modelo de las que se han constituido espontáneamente, se inventan y crean otras cuya organización está programada junto con la creación de ciudades, hasta el punto de que ciudad y mundo urbano se trasforman en conceptos inseparables.

En el vasto mundo de la creación, la ciudad tiene un sitio. Es, quizá, una macrocreación, una creación compleja, una creación colectiva, una creación lenta y difusa. Pero es, ante todo, una creación, y una creación duradera y profunda. Una de las maneras de entender la significación de la ciudad en la vida histórica es ahondar el análisis de esta condición de cosa creada que le es propia.