Israel: experiencia. 1958

He aquí que debo dar un testimonio de Israel. El tiempo ha comenzado a decantar las impresiones, y ha dejado como residuo el vago sentimiento de una experiencia personal intransferible. Es como si fuera otro modo de vida en un país que se parece al mío. Son hombres que se parecen a los míos, pero a quienes transfigura un diferente sentido de la existencia. Son iguales y distintos. Este descubrimiento de la diversidad radical en la semejanza constituye el secreto de esa experiencia, humana, social, histórica.

Durante ocho días recorrí buena parte del territorio de Israel y observé —en un extraño estado de tensión— la vida y los lugares, los hombres y las cosas. Las explicaciones de mis acompañantes se superponían a mis observaciones directas como un acompañamiento a una melodía. El hecho —lugares, cosas, personas— golpeaba el espíritu como una realidad inocultable, superior y más densa que toda glosa sobre su contenido. Recorrí el valle de Sarón desde Ramla hasta Hadera; crucé la Galilea indescriptible, en la que la reminiscencia se hace paisaje; bordeé el Jordán; descansé en la mágica Safad de los cabalistas; atravesé la costa desde San Juan de Acre hasta Ashcalon; me interné en el blanquecino desierto de Negev y, dejando Bersheeva, llegué hasta el silencioso lugar de Sodoma, a orillas del mar Muerto; en la Universidad de Jerusalén hablé sobre el espíritu judío y la crisis de la cultura medieval; en Tel Aviv visité las organizaciones obreras y en Haifa los institutos técnicos; en las fronteras me interné en los kibutzim para observar la vida rural, los sistemas cooperativos y la defensa contra los agresores agazapados. Todo sin detenerme a meditar, urgido por el tiempo y porque cada nuevo objeto desplazaba al anterior en el monopolio de la atención. Luego abandoné el país y volé hasta Istambul, donde, por primera vez, pude detenerme a reflexionar sobre lo que había visto. En realidad, sobre lo que había vivido, porque las impresiones se incorporaban resueltamente como una experiencia definitiva. Entonces comencé a comprender que había permanecido enajenado durante una semana, volcado hacia un mundo inesperado y sorpresivo. El examen de esa inusitada experiencia comenzó en Istambul —cuatro horas después de haber dejado el aeropuerto de Lyda— y aun continúa cada vez que el recuerdo —imborrable— me trae una ráfaga de memorias. Fué un examen de Israel, y algo así como un examen de conciencia, de mí mismo y del mundo de mis experiencias, humanas, sociales, históricas. Por haber comenzado donde comenzó, conserva algo de extraño a mí mismo.

Istambul es un buen lugar para meditar sobre la experiencia israelí. Desde el ventanal del comedor del hotel se divisaba el Bósforo, claro de atmósfera y poblado de imágenes de todo tiempo indisolublemente entrecruzadas. El recuerdo de Balduino apenas podía desplazar la fisonomía de los oficiales de la Sexta Flota que almorzaban en la mesa de al lado. La sospecha de Troya obsedía la mirada. Pero al marchar hacia Santa Sofía me hallé sumido en la apretada muchedumbre del Cuerno de Oro. Entre el puente de Gálata y la Mezquita Azul estaba la realidad de un mundo abigarrado, que se asociaba al recuerdo de San Juan de Acre, de las aldeas árabes que había visitado. Era ese mundo lo que confería al nuevo Israel el carácter de una mágica creación.

En el recuerdo prevalece el impacto de la creación. Antes del nuevo Israel era la vieja Palestina, la tierra milenaria aprisionada por el pasado. La mula y el buey tiraban del arado de madera y el innovar parecía sacrílego. Sólo el oleoducto de Haifa. Luego sobrevino la creación.

Israel no puede ser juzgado desapasionadamente. Nadie más crítico de sí mismo, por lo demás, que el hombre de Israel. A cada instante se advierte la mirada inquisitiva que descubre el error, la mente despierta que imagina rectificaciones, la voluntad decidida que emprende la renovación. Pero no prevalece el recuerdo del error sino el de la creación. Mejor, el del espíritu creador, sin vacilaciones ni temores, seguro de lo que en definitiva busca, seguro de cuál es la tierra prometida y de lo que hay que asentar sobre ella. Lo nuevo es sólido, está asentado con firmeza, aunque nadie dude que habrá que reemplazarlo pronto por algo más nuevo aún; pero está firme, como primer avatar de lo eterno. Nada tan patente como la alegría y el orgullo que suscita la certidumbre de una ilimitada capacidad creadora.

Pero esta creación israelí no supone ruptura. Quizá en esto consista el extraño prodigio que llama la atención del viajero. Israel ha resuelto, de hecho, el supuesto dilema entre tradición y creación. Repetidamente vuelve a mi memoria una imagen que me pareció reveladora. A la orilla de un camino, bajo una higuera centenaria envuelta en un aura patriarcal, un campesino vestido de overalls descansa sentado sobre un inmenso tractor que ha estado roturando la tierra. Algo advierte que no hay contradicción ni ruptura. En la misma tradición de Job está inserta esta renovación de los medios legitimada por la inconmovible persistencia de los fines. El tractor, como todos los recursos técnicos, despierta un inexpresable optimismo. Es el que cubre las casas de emergencia en las aldeas recién construidas para recibir a los esperados inmigrantes. Serán millares y centenares de millares. La tierra es pequeña y el trabajo es duro. Pero se aguarda con optimismo y esperanza a estos nuevos conmilitones que formarán tras los nuevos Macabeos; hay preparados para ellos un techo y un arma, una escuela, un hospital, una fábrica, todo servido por la más evolucionada de las técnicas, todo puesto al servicio de una idea milenaria que no se desnaturaliza con el vestido propio de cada tiempo.

El Tecnión de Haifa o el Instituto Weitzman de Rehovot prueban la inquietud por los problemas técnicos o científicos. Hay que obtener el mejor provecho de la tierra prometida para que el nuevo hogar no defraude a quienes esperan acogerse a su protección. La técnica es la mayor esperanza, pero es una técnica sometida. En los espíritus están claramente diseñadas las obras de los días para una faena sin término, tan larga como la larga faena del pasado. El pasado es el que predetermina los fines, pero para todos es claro que nada se opone a la perpetua renovación de los medios. Por eso es posible ser fiel al pasado sin detener el impulso creador. El pasado no es un refugio nostálgico, sino un estímulo vital. No es una fuente de inhibiciones, sino un inagotable semillero de inspiraciones nuevas. El juego de encontrar fragmentos de cerámica hace arqueólogos a los niños, y una niebla arqueológica envuelve la indecisa proyección del pasado en el futuro. En los testimonios del tiempo, que son los testimonios de la lucha incesante, parece arraigar la convicción de la continuidad inextinguible.

Israel quiere estar fundado en la justicia. Pero la justicia no es sólo la de las Tablas ni la de la Alianza; ni la de Samuel, ni la de los Macabeos. La justicia, como la técnica, asume las formas del tiempo. La reconquista de la tierra prometida sabe a justicia histórica, milenaria, una justicia de la que todos son ejecutores y todos responsables. El triunfo de una justicia arrastra el compromiso de luchar por las otras justicias: la que debe presidir las relaciones entre los hombres, y entre los hombres y los bienes. Hay una militancia colectiva por toda suerte de batallas, pero acaso la más resuelta sea esta que se dirige hacia el ajuste de las relaciones entre hombres y bienes. La responsabilidad social constituye la más vigorosa de las fuerzas creadoras. País de esfuerzos crecientes e inevitables, el trabajo constituye una dignidad suprema. Hoy la justicia, como la técnica, perpetúa los fines milenarios y reverdece bajo las nuevas formas y los nuevos vestidos del tiempo.

Israel está enclavado en un mundo anacrónico. Su enemigo no es el pueblo que lo rodea, sino el sistema en que se organiza. El ejemplo israelí es una denuncia de las circunstancias en que tuvo que comenzar su creación, que son las mismas que siguen vigentes hoy a su alrededor. Es el ejemplo de una creación pertinaz, infatigable, lograda contra todos los vientos. Es consistente, porque es moderna y eterna a un tiempo. El viajero descubre en los ojos del transeúnte que su creación ha de durar contra todos los vientos.