El estado y las facciones en la Antigüedad. 1938

INTRODUCCIÓN

El Estado antiguo, considerado como el conjunto de las formas políticas, históricamente dadas en el mundo heleno- romano, ha sido objeto —desde el Renacimiento— de una investigación prolongada y sabia, tanto como de comentarios intencionadamente dirigidos, en el campo puro de la especulación teórica y en el campo de la acción práctica. La consideración del aspecto político ha predominado en la historiografía moderna hasta el siglo XIX, y la historia de Grecia y de Roma ha proporcionado a políticos y moralistas un material inmenso —la Historia por antonomasia— sobre el cual se han sacado conclusiones de interés contemporáneo, o proposiciones de pretendido valor universal, o normas para el establecimiento de sistemas éticos y políticos. Los Comentarios sobre las Décadas de Tito Livio de Maquiavelo, el Bruto de Quevedo, o la Grandeza y decadencia de los romanos de Montesquieu, son los ejemplos más altos de esta tendencia.

En el campo de la investigación sistemática, Fustel de Coulanges señala —con La cité antique, publicada en 1864— una etapa precisa. Sobre la base de la investigación del material literario, Fustel nos da una visión arquitecturada del conjunto institucional heleno-romano y de la evolución social y política del Estado antiguo. Ulteriormente, el conocimiento del mundo antiguo se ha enriquecido con un inmenso material arqueológico y epigráfico y la investigación se ha hecho, en consecuencia, más amplia y más especializada. Junto a la investigación de los fenómenos políticos, se ha desarrollado intensamente la de los fenómenos económicos y sociales, y esta consideración, así como la consideración diferenciada de la Historia de Grecia y la de Roma, ha repercutido después sobre la investigación del Estado, haciéndola más compleja, menos susceptible de ser reducida a esquemas, más comprensiva de lo distinto. Es así como en la historiografía de los últimos tiempos, la consideración del Estado griego o romano, más que por lograr formas jurídicas esquemáticas, se esfuerza por mostrar el proceso vivo de creación de esas mismas formas y el proceso vivo de su transformación.[1]

El objeto de estas lecciones no será el estudio de la totalidad de los aspectos que presenta el problema del Estado antiguo. Su tema concreto ha de ser la puntualización —pues su brevedad no permitirá llegar a más— de las relaciones entre las formas del Estado teóricamente considerado y los procesos históricos reales, de los cuales son aquéllas el resultado. En estos procesos será la consideración de los conflictos de las facciones lo que se tratará más detenidamente, tratando de descubrir cómo se los encuentra subyacentes en las formas del Estado constituido.

La palabra Estado se usará en adelante en un sentido relativizado, entendiéndolo como formas jurídicas cambiantes, como formas históricas. Esto tiene particular importancia cuando analizamos las fuentes antiguas. En ellas encontraremos, en efecto, dos expresiones, Polis o Respublica, que expresan lo que traducimos por Estado. Pero será necesario tener muy presente que en ellas no encontramos el valor absoluto que desde el siglo XVIII tiene para nosotros la palabra Estado. Polis o Respublica son, en efecto, el Estado, pero nada más que las formas históricas del Estado que con esas palabras se definen.

El Estado está en contacto permanente con grupos sociales o políticos de tendencias concordantes o divergentes. Con un término moderno suele llamárselos “partidos”, y esta designación se usará en el transcurso de estas lecciones cuando convenga. Pero para determinadas situaciones la expresión resultará insuficientemente precisa. Cuando un grupo social se consolida y pierde de vista su situación dentro del Estado para actuar exclusivamente atendiendo a sus intereses doctrinarios o prácticos, ese grupo social ya no es un partido: lo definimos como “facción”, deduciendo ante todo de esa expresión el sentido peyorativo que algunas fuentes —Cicerón, por ejemplo— le dan. La facción es entonces un grupo político-social que encarna intereses económicos y sociales muy definidos y concretos, que antepone el interés de la facción —generalmente como grupo internacional — a los intereses de cada Estado, y que aporta un cierto tipo de política realista destinada a facilitar el logro de sus fines.[2]

I. EL ESTADO EN LAS FUENTES ANTIGUAS

La investigación de las relaciones entre el Estado y las facciones encuentra en las fuentes literarias materiales considerables y significativos. Por una parte hallamos los que nos proporcionan las fuentes filosóficas cuando procuran exponer, en forma sistemática, la concepción de la estructura del Estado; no tenemos allí, generalmente, sino una interpretación estática del Estado, considerado como formas jurídicas. Por otra, en cambio, poseemos los que nos dan las fuentes históricas; en ellos encontramos el Estado en acción, ejercitando el conjunto de sus resortes, violando o corrigiendo las formas constitucionales, construyendo históricamente el Estado. El examen de unos y otros nos proporcionará el conocimiento de las rutas por las cuales deberá realizarse esta investigación.

LA EXPOSICIÓN SISTEMÁTICA DE LA CONCEPCIÓN DEL ESTADO

El Estado es la preocupación por excelencia del griego y del romano. Si en los últimos siglos del imperio se anula progresivamente el espíritu público, en los periodos espiritualmente más fértiles se lo encontraba vivo y presente en la conciencia heleno-romana, como para constituir el tema del Estado un problema fundamental. El problema público se da originariamente, en el pensamiento griego, fundido con el problema ético, y si ulteriormente no abandona un esencial contacto con él, en la esfera cognoscitiva adquiere cierta autonomía. Desde entonces, el problema político formará parte del repertorio de los grandes temas de meditación para el griego, como para el romano después. Se proyecta sobre la oratoria y sobre el teatro, pero se expresa fundamentalmente en un tipo de investigación meticulosa sobre problemas básicos: el origen de la sociedad y del Estado, la naturaleza del vínculo político, la naturaleza del derecho y de la ley, etc. Llega, finalmente, a postular normas y aun a estructurar un Estado ideal en el que no se dé ninguna de las circunstancias históricas, de aquellas en las que la investigación política había descubierto el germen de los conflictos sociales.

El origen natural de la sociedad y del Estado

Cuando el pensamiento político griego quiere remontarse a una explicación más remota —casi última— de los fenómenos sociales, se enfrenta con el problema primero de la naturaleza del vínculo social. Es Aristóteles, en la Política, quien descubre y estudia esta faz del problema.

Frente a las tesis contractualistas de los sofistas, que provenían de un individualismo radical, Aristóteles sostiene la existencia de una naturaleza social en el hombre. Podrían suponerse seres infrahumanos o suprahumanos, pero el ser humano, en tanto que tal, es esencialmente un ser gregario.[3] De aquí ciertas formas elementales de convivencia: la relación de varón y mujer, esencialmente biológica pero que lleva en potencia la familia como base de la estructura social, y la relación de amo y esclavo, base de la estructura económica de la familia y, ulteriormente, de la sociedad.[4] Es pues la realización de incitaciones elementales lo que lleva a las formas básicas de la vida social.

Etapa posterior, pero de naturaleza similar, es la agrupación de las familias para la constitución de la aldea.[5] La finalidad de esta formación es una mejor satisfacción de las necesidades colectivas por la cooperación recíproca; supone, pues, una diversificación de las aptitudes. Pero cuando esa diversificación es completa sucede que un grupo de aldeas se reúnen entre sí para integrar una ciudad: en ella se da el Estado como forma política suprema. La última etapa del proceso histórico se cumple así cuando una acabada diversidad funcional permite a un grupo de individuos constituidos en una ciudad bastarse a sí mismos. Esta noción de soberanía económica y social define, para Aristóteles, el Estado.

El vínculo que crea el Estado es de distinta naturaleza del que crea la familia o la aldea: sólo se forma históricamente, después de aquellas etapas. Pero “en el orden de la Naturaleza” el Estado preexiste con respecto a estas formas, como el todo con respecto a las partes.[6] El Estado es, pues, dado en la naturaleza humana como la forma en que han de realizarse los valores propios de la humanidad como género.

El carácter natural de la sociedad política condiciona su ulterior desenvolvimiento, sujetándolo a una ley biológica: como los organismos, los Estados tienen un ciclo regular y es inevitable que recorran todas sus etapas. Este carácter de la evolución social y política es descrito en sus aspectos típicos por Polibio y glosado ulteriormente por Cicerón.

El origen contractual del Estado

La sofística parte de una estructura atómica de la sociedad y se pregunta cómo con esos elementos humanos dispersos puede llegarse a los Estados históricos. El hombre ha vivido solo, defendiendo su existencia y su libertad, en constante lucha con sus semejantes. Un día descubre que este bello ideal individualista es imposible y transige con el régimen que impone la vida social, con la sujeción a normas, con la creación de un poder regulador: el Estado.

Los beneficiarios de este nuevo régimen resultan los débiles, que forman la mayoría, porque son los que no podrían mantener ni su existencia ni su libertad por su solo esfuerzo. Ellos hacen la ley para defenderse entre todos de los fuertes que intentan la constante reivindicación de sus derechos como tales.[7] Los fuertes son los sacrificados, los que en un Estado anárquico habrían podido triunfar y a quienes un Estado regulado somete por el imperio de la mayoría y del interés colectivo.

Para llegar a esa ley, a esa limitación de la libre espontaneidad individual, ha sido necesario un proceso de experiencia de lucha: después se llega al acuerdo, a la delimitación de los derechos, al contrato.[8]

El conjunto de normas y de convenciones que reglan la vida de los individuos en sociedad, para precaverse de los “fuertes según la naturaleza”, constituyen el Estado. El Estado es entonces un producto convencional y las cláusulas de que se compone el acuerdo sobre el cual se basa son siempre revisables. De aquí que, según esta posición, la revolución constituya un proceso latente dentro de cada sociedad. Es así inevitable y permanente, pero es, al mismo tiempo, legítima.

La revolución proviene entonces de la naturaleza convencional del Estado. Si el Estado se ha logrado por un acuerdo defensivo, su estructura jurídica resguarda no la totalidad de los derechos sino los de aquel grupo que lo ha impuesto. El Estado pretende, pues, ser un árbitro, pero no puede desprenderse de las influencias originarias que lo condicionan: el Estado aristocrático hará leyes aristocráticas, el Estado democrático hará leyes democráticas[9] y cada uno llamará justicia al respeto por estas leyes. Esta relativización de la ley y de la justicia implica su determinación histórica, su discusión, y supone, al ser formulada, un pesimismo con respecto a la función reguladora y objetiva del Estado. La ley no vale sino mientras se quiere que sea respetada[10] y, cada cierto tiempo, sus términos deben adaptarse a la presión de los diversos grupos actuantes.

La posición contractual no define sino el proceso formal por el cual se logra la constitución del Estado regulador: como la aristotélica, es una posición sociológica, no histórica. El proceso formal indicado resulta irreductible al esquema real conocido de los Estados empíricos.

El origen legal de las formas históricas del Estado

Cuando en vez de encarar los problemas políticos desde el punto de vista de sus estructuras formales y de sus orígenes, el pensamiento teórico antiguo quería partir de las estructuras estatales empíricas, el problema se hacía mucho más complejo. Ninguna de las realidades históricas conocidas se ajustaba a los esquemas ideales y, por otra parte, el conocimiento de aquéllas era sumamente limitado.

Según la característica vía intelectual griega, la solución de la cuestión planteada se obtuvo por una rápida generalización de la realidad inmediata. Dos hechos históricos proporcionaron el material empírico. Por una parte, la organización de las colonias, realizada desde el punto de vista legal por magistrados enviados desde las metrópolis con un poder emanado de éstas, y que redactaban los cuerpos legales sobre la base de la tradición jurídica de su patria, de la contemplación de las situaciones de emergencia creadas por la colonización, y por las modalidades particulares de su posición espiritual ante los problemas sociales, económicos y políticos. Por otra, las revoluciones provocadas desde el siglo VII por la aparición de una economía predominantemente monetaria en las ciudades griegas, que habían terminado, en algunos casos, con la sanción de constituciones de transacción o francamente revolucionarias, que la tradición —en algunos casos exactamente— atribuía a la omnisapiencia de un legislador.

Sobre este material empírico, el pensamiento griego formuló un deterninismo legal de tipo idealista, según el cual el Estado es el resultado de la ley, la cual es, a su vez, el producto depurado de la razón humana, expresado por un legislador de caracteres que exceden lo meramente humano.

Esta concepción del demiurgo político tenía antecedentes orientales. Hamurabi, Zoroastro o Moisés, delineaban ya la figura del legislador inspirado por la divinidad, semidivino él mismo, que en un momento dado proporciona las fórmulas de la justicia a su pueblo. En una situación semejante coloca el griego la figura de Dracón o de Licurgo, como el romano la de Rómulo, la de Numa o la de Servio. El legislador no podría, con los poderes de su investidura humana, sobreponerse a todos los intereses que lo rodean. Algo debe haber que eleve al legislador por encima de sus gobernantes, y el griego o el romano, como antes el oriental, le atribuye un origen divino. No es necesario suponer que él mismo haya sido un dios: basta con suponerle “una virtud casi divina”[11] como a Licurgo, o una inspiración de los dioses como a Numa.[12] Esta naturaleza le daba una autoridad indiscutida y daba al tipo histórico del legislador una fisonomía peculiar: todo legislador, histórico o ideal, la poseería, en la leyenda, en mayor o menor grado.

La inspiración divina se denotaba en el legislador antiguo por el vuelo de su inteligencia y por el predominio de la razón por encima de todas las demás facultades. La razón era un don divino hecho al hombre y su exaltación en el sabio no podía señalar sino una predilección de los dioses. Quizás en este sentido fuera necesario entender la semidivinidad del legislador griego o romano.

La obra del legislador, aquella en que se expresa ese predominio del logos, es la ley. La ley es un producto puro de la razón.[13] No se entremezclan en ella ni los impulsos de la voluntad ni el influjo de la pasión. Del predominio de la razón saca la ley su imperio, su objetividad y su equidistancia de los intereses en lucha. De allí, pues, su papel regulador de las sociedades.

Cada uno de los Estados empíricos se rige por una constitución; esta constitución es la obra de un legislador o es acaso labor anónima de grupos inspirados sabiamente. De su sanción proviene la vida de ese Estado —no como nación pero sí como ente político— y de sus virtudes y defectos provienen los aciertos y los errores de la vida de la comunidad. Así, la legislación de Licurgo previó cuantas dificultades podían esperar a Lacedemonia, y de sus previsiones provinieron sus aciertos. Generalizando esta conclusión obtenida con respecto al origen de los Estados empíricos, el griego supone en la raíz de cada proceso histórico un Estado de anarquía o un proceso de disolución detenidos por un acto legal. Después, el esquema se repite en la explicación de la grandeza de Roma dada por Polibio y por Cicerón, atribuyendo a la sabiduría de la obra jurídica el equilibrio de las fuerzas sociales dentro del Estado y su colaboración en el mismo.[14] En oposición a la doctrina contractual, el método de esta corriente es eminentemente historicista, y se da con rigor teórico en Platón, Aristóteles, Polibio y Cicerón, en tanto que se lo encuentra aplicado en casi todos los historiadores.

LOS ELEMENTOS PARA LA INVESTIGACIÓN DE LAS RELACIONES ENTRE EL ESTADO LAS FACCIONES

Si en la exposición sistemática del origen del Estado por los filósofos antiguos no encontramos un cuerpo de afirmaciones categóricas con respecto al papel que cumplen las facciones en la formación de las estructuras jurídicas del Estado, toda la fundación de su pensamiento implica una serie de supuestos que sólo se explican por el análisis de algunos elementos económicos y sociales que han configurado el papel histórico de la facción. Para poder señalar cómo los expositores del Estado antiguo han descubierto la presencia de dichos elementos en la génesis de la estructura estatal, será necesario sistematizar algunas observaciones aisladas en unos casos, y extraer, en otros, de ciertos conceptos, un significado tácito. Podrían encontrarse datos valiosísimos en muchos textos antiguos —Demóstenes, Eurípides, Salustio, por ejemplo— pero será necesario limitarse a señalarlos en las exposiciones orgánicas del problema: Platón y Aristóteles, por una parte, y Polibio y Cicerón, por otra.

Platón y Aristóteles

El examen del pensamiento de su tiempo sobre los problemas políticos, tanto como el análisis de la realidad, lleva a los filósofos griegos a establecer una fundamentación económica del Estado. Esta fundamentación económica puede llegar a determinar la vida del Estado o puede quedar como la base en que se apoya una estructura destinada a fines más altos que los puramente económicos. Pero en la base de la organización estatal aparece una ordenación de los factores económicos que —en mayor o menor escala— actúa sobre la ordenación del Estado.[15]

Factores económicos preponderantes considera Aristóteles la extensión del territorio, su naturaleza, su riqueza, la proximidad del mar,[16] y más importantes aún considera, como Faleas de Calcedonia y en cierto modo como Platón, la existencia de la propiedad privada;[17] pero donde lo económico incide vivamente sobre la organización del Estado es en la determinación de las clases sociales. Tanto para Aristóteles como para Platón, las clases sociales están directamente determinadas por sus intereses económicos. Aristóteles encuentra que las tres clases del Estado ideal de Platón no coinciden con lo que exige una sociedad evolucionada: a una diferenciación progresiva de la vida social y económica corresponde un mayor número de clases, que él lleva hasta ocho.[18] Pero, analizando la realidad, Platón es más certero. Platón establece en su Estado ideal tres clases —trabajadores, guerreros y magistrados— porque pretende que esas clases no estén económicamente determinadas; pero cuando analiza el panorama de los Estados históricos reduce las clases sociales a dos grupos antagónicos, ricos y pobres, dentro de los cuales cabe una distinción más fina, pero que, evidentemente, se agrupan así en cuanto valores de importancia social.[19] Aristóteles coincide con Platón cuando polariza las formas de gobierno en dos: democracia y oligarquía,[20] y acentúa aún más su coincidencia cuando, en otro pasaje, nos explica cuál es el verdadero sentido de estas dos formas, sólo en apariencia diferenciadas por el número de personas que detentan el poder: “La verdadera diferencia entre la oligarquía y la democracia —dice—[21] está en la riqueza y en la pobreza”.

Para ambos pensadores, el estado normal de estas clases es la situación de lucha. Platón las halla así en el Estado real y describe los caracteres por los cuales las luchas de partidos se nos aparecen como luchas de facciones, en el sentido que le hemos dado a esta palabra.[22] Aristóteles encuentra este conflicto en todas partes donde una clase media “más poderosa que las otras”[23] no interpone su autoridad moderadora entre ellas. Unas veces la oposición de las clases extremas se mantiene en latencia; otras hace crisis y la guerra civil estalla con los caracteres de violencia y de odio que la definen. Entonces las facciones recurren a sus vinculaciones internacionales y se constituyen dos frentes antagónicos irreductibles.[24]

La facción triunfante se apodera del Estado. Desde ese momento la forma de gobierno será la que responda a su ideología: una oligarquía o una democracia, según que el grupo predominante sea el de los ricos o el de los pobres.[25] Las formas de gobierno, sin embargo, son más: Aristóteles dice que son tantas como combinaciones son posibles de superioridad y de inferioridad entre las partes del Estado,[26] porque el Estado, aun cuando pretende siempre ser considerado como un poder objetivamente regulador, no puede prescindir nunca de los intereses de la facción que le dio origen. La forma de gobierno no es, pues, una mera cuestión formal, sino que esconde tras sí un arduo problema; porque lo que se llama formas de gobierno son formas estables de equilibrio entre facciones, que éstas adoptan al asumir el poder. Las formas de gobierno son, pues, regímenes del Estado según los grupos sociales predominantes.

De aquí surge una cuestión importante. El Estado puede ser considerado como un valor absoluto, asimilable a nuestro concepto de “nación”, o puede ser considerado como un orden jurídico cambiante. Aristóteles usa los dos significados, pero adopta preferentemente el segundo. El Estado es otro cuando se altera el régimen de distribución de las magistraturas, “como el coro que, figurando ya en la comedia, ya en la tragedia, nos parece otro, aunque frecuentemente se componga de los mismos hombres”.[27] Según la forma de gobierno que adopte, el Estado variará porque aquel cambio no es sino la expresión jurídica de una transformación más profunda de la sociedad. Tras ese cambio será necesario observar el juego de las facciones cuya lucha por el predominio ha determinado un triunfador y un régimen que le es peculiar.

La facción dominante, al establecer determinada forma de gobierno, puede tener —nos dice Aristóteles—[28] dos fines. Por una parte puede proponerse el bien de la totalidad de los ciudadanos por encima de los intereses encontrados. Constituirá entonces una forma pura: será una realeza o una aristocracia o un verdadero régimen constitucional. Por otra, puede proponerse gobernar para sus adictos, imponer por la fuerza su concepción política, buscar el apoyo de los grupos extranjeros de ideología semejante, arrasar con cuantos obstáculos encuentre en el ejercicio de su plan, y gobernar, en una palabra, no para la totalidad de los ciudadanos, sino para los intereses de la facción. A estas segundas formas las llama Aristóteles formas corrompidas: son tiranías, u oligarquías o democracias.

Si se quisiera definir las formas corrompidas de gobierno, se descubriría en ellas un rasgo común: el predominio del espíritu de facción que tiende a imponer su ideología con prescindencia de los intereses de la nación. Tiranía, oligarquía y democracia se nos presentan, en efecto, como regímenes propios de etapas críticas, en los cuales la facción dominante atiende más al problema de su estabilidad en el poder que no a los que plantean el gobierno y el bien de la sociedad. Platón define cómo se llega a esta situación, explicando que cada forma de gobierno lleva en sí su propio germen de destrucción.[29] A cada forma le corresponde una determinada manera de acción, una forma peculiar de seleccionar los hombres en cuyas manos se entrega el Estado, un cierto conjunto de normas características; pero a medida que transcurre su acción se advierte que le es propio también un cierto vicio, una especie de deformación que va implícita en ella y que se deriva, precisamente, de las modalidades que presentaba su acción. Entonces cada forma desemboca en otra —la forma corrompida de Aristóteles— en la cual subsisten los principios formales pero donde hacen crisis ciertos principios de fondo.

La posibilidad de conjurar esta declinación de los regímenes hacia la política de facción apareció en los filósofos griegos —y luego en los romanos— con evidente claridad. Bastaba, para lograrlo, con representar todos los intereses en forma equilibrada para que cada uno se preocupara de mantener el todo a fin de proteger su porción de derecho. Este principio dio lugar a la teoría de los regímenes mixtos. Aristóteles elogia el régimen ateniense por ser “una feliz mezcla de las otras formas de gobierno”[30] y hace en otro lugar la teoría de los regímenes mixtos,[31] a propósito de la constitución de Lacedemonia, elogiada por esa circunstancia. La grandeza de Esparta sería, pues, el resultado de la canalización de los intereses de las diversas clases en otros tantos engranajes del cuerpo político, cada uno de los cuales impide que los otros deriven desde su forma pura hacia las formas impuras determinadas por el predominio de los intereses de clase. Sobre semejante razonamiento elogiarán Polibio y Cicerón la constitución romana. Los regímenes mixtos se conciben, pues, como regímenes de conciliación nacional en los cuales se sepultan —organizándolos— los intereses encontrados de las facciones.

Polibio y Cicerón

El orbe al cual tiene que adaptar Polibio el pensamiento político griego es mucho más vasto que el que atraía la meditación de Platón o la de Aristóteles. La ciudad-Estado, sobre la cual reposaba aquella especulación, había quebrado desde los tiempos mismos del estagirita, y, sobre la base del individualismo postulado por las escuelas postaristotélicas, se constituía poco a poco la noción de imperio. Trasladar a este nuevo tipo estatal los conceptos de la ciencia política griega es el papel de Polibio de Megalopolis, miembro distinguido de los grupos aristocráticos de la Liga Aquea y que, en Roma, se vincula con la familia de los Escipiones y con su grupo intelectual y político.

Polibio entiende las formas de gobierno en el sentido platónico. Cada una de ellas responde a una situación histórica, creada por la lucha de las facciones y por el triunfo de una de ellas. El curso del gobierno muestra un periodo de acción destinado a lograr el bien del Estado —de acuerdo con la ideología predominante— y un periodo cuya acción sólo se encuentra dirigida por la necesidad de defender su situación de facción en el poder. Pero Polibio dinamiza este concepto. Para él, el ciclo de las formas puras y las formas corrompidas se organiza según una “ley natural”,[32] de acuerdo con la cual ha de regirse la vida de todo Estado, pues el Estado es un producto natural —en el sentido aristotélico— y como tal debe ajustarse a un proceso determinado. Esta dinámica social es caracterizada con precisión por Polibio, con elementos sacados, seguramente, de los cuadros que da Platón, a lo largo del libro VIII de la República, de los fenómenos de crisis políticas. Lo característico de la formulación de Polibio es el tono fuertemente naturalista que atribuye al proceso, y, como consecuencia, el carácter de determinación rigurosa que le asigna. Los Estados no pueden, en efecto, evadirse de ese ciclo y sus etapas deberán recorrerse una a una, porque cada una de ellas lleva preformada la otra en sí misma.[33] Cicerón, que también admite este proceso en el desarrollo de los Estados, no lo define como un determinismo natural sino más bien como animado por ciertas determinaciones psicológicas, basadas en algunos principios de validez universal entrevistos en la conducta humana.[34]

Lo que define el momento de crisis en una forma de gobierno es la acentuación de ciertas modalidades propias de cada una de ellas. El grupo dominante adopta un tono político —el espíritu de facción— y gobierna con él. Las notas distintivas del espíritu de facción han sido muy finamente percibidas por Polibio y por Cicerón. Polibio, por su posición política, percibió con distinta intensidad los aspectos revolucionarios y demagógicos de las facciones democráticas y los de las facciones oligárquicas. En la acción de las primeras, señaló las consecuencias funestas de la legislación de deudas,[35] que fue uno de los tópicos característicos de la propaganda popular, y las de la legislación agraria[36] que pertenecía al mismo tipo de acción política.

Con tal motivo plantea Polibio el significado de la institución del tribunado. Elemento originariamente revolucionario en la vida social romana, el tribunado ha sido progresivamente amoldado al orden jurídico, en un proceso que Cicerón describe con suma precisión.[37] Cada cierto tiempo, los grupos populares echan mano de aquella arma, ahora enriquecida con los resortes que le da su carácter institucional, y procuran movilizarla en el sentido de las reivindicaciones democráticas. Polibio acusa en este elemento constitucional un aspecto criticable dentro del admirable equilibrio de la constitución romana; cegado por sus intereses de partido, Polibio insiste desproporcionadamente sobre él, pero, al hacerlo, nos señala un aspecto dinámico de la estructura del Estado romano. La facción se vale en un momento dado de aquellos recursos que había consentido en no usar, haciéndolos salir del equilibrio en que actuaban para obrar con su antigua libertad. En este momento la facción ha abandonado la política de conciliación en virtud de la cual había concedido la limitación de su fuerza autónoma, y ha vuelto a actuar como facción.[38] Polibio, al criticarlo, nos muestra vivamente el funcionamiento de las diversas partes del Estado, no sólo cuando subsiste en ellos el acuerdo establecido, sino cuando se desintegra en los elementos que lo formaban.

En Cicerón las preferencias políticas son menos categóricas. La percepción del espíritu de facción es más amplia y alcanza a discriminar lo característico de los grupos oligárquicos tanto como lo de los democráticos.[39] Las situaciones de crisis se le aparecen a Cicerón como implícitas en todos los momentos de disgregación social y son características de los regímenes corrompidos. Cuando los grupos sociales vuelven a perseguir un ideal de totalización por encima de los propósitos de la facción, éstas se organizan dentro de un orden jurídico.

El Estado es, por excelencia, un orden jurídico. Cicerón nos lo presenta como un conjunto de normas positivas respaldadas por una concepción de fondo que les da vida. El Estado no existe sino cuando los intereses encontrados de las facciones se estructuran en una relación constitucional, equilibrada y justa, y sólo subsiste mientras el interés común consiste en que dicho equilibrio perdure.

El orden jurídico no puede existir mientras el Estado sea el resultado de un régimen impuesto por una facción, es decir, mientras una forma de gobierno configure el Estado como un Estado de clase. El orden jurídico sólo se logra, pues, con un régimen mixto en el que los distintos intereses se encuadren dentro de las distintas magistraturas, colaborando en una labor de auténtico bien general. El conjunto de la asamblea tribal, el senado y el consulado muestran, para los dos tratadistas, un ejemplo consumado de este equilibrio. Los regímenes democráticos, aristocráticos y monárquicos encuentran allí una representación moderada. Tras de esa vaga representación, los intereses de ricos y pobres encuentran en dichos órganos constitucionales sus representaciones formales. Canalizar todas las corrientes sociales en los órganos del Estado es el lema de los regímenes mixtos. Las tendencias subversivas que antes estaban permanentemente agazapadas fuera del régimen constitucional y atentando contra él, encuentran ahora la posibilidad de expresar sus aspiraciones en los órganos constitucionales. Las antiguas magistraturas revolucionarias se adaptan poco a poco a los cuadros legales, y la represión de los aristócratas y de los ricos se ejerce ahora por los mismos medios. Una teoría perfecta de las jurisdicciones aseguraba el funcionamiento de este maravilloso mecanismo. La realidad enseñó a Polibio y a Cicerón que tan perfecto engranaje sólo se apoyaba en la voluntad transaccional de todos y que no pudo servir de freno cuando recrudeció el espíritu de facción.

LA FORMACIÓN DEL ESTADO IDEAL

La observación de los Estados empíricos muestra a Platón la básica raigambre económica que les es propia, el espíritu de facción que predomina en ellos, y su naturaleza efímera, proveniente de estas circunstancias. Platón imagina las correcciones posibles del Estado histórico. O puede mejorárselo por la acción del legislador, rey-filósofo de extremada sabiduría y autoridad,[40] o puede corregírselo por la acción de la ley, de acuerdo con la concepción de la misma que se caracterizó antes.[41] Pero ninguno de los dos paliativos es seguro y el origen espurio del Estado obstaculiza su perfeccionamiento.

Esta actitud se estructura lógicamente dentro del pensamiento platónico. Los Estados históricos no son sino proyecciones del Estado ideal, de la idea de Estado, concepción paradigmática en contraste con la cual la realidad evidencia su imperfección. Platón plantea entonces la realidad del Estado ideal, creándolo desde el principio, instaurando en él un orden ejemplar construido desde sus cimientos. Esta intención se considerará menos irreal si se recuerda la situación en que se habían creado las colonias griegas. Las ciudades-Estado que se fundaban en Sicilia o en el Ponto Euxino eran organizadas como sociedades políticas desde sus cimientos, atendiendo seguramente a la tradición jurídica y social de la metrópoli, pero contemplando situaciones nuevas y practicando allí nuevos principios. En una empresa semejante podría suponerse realizado el Estado ideal de Platón, mente colonizadora, interesada por la América griega que constituía el Mediterráneo occidental.

La preocupación fundamental para Platón es que el Estado ideal no se apoye —como el Estado histórico— en una estructura económica. El Estado debe realizar un orden ético y su organización debe dirigirse hacia ese fin. Los grupos que lo integren no podrán, pues, ser clases económico-sociales, determinadas por el nacimiento o por la condición económico-social, sino grupos vocacionales, en los que cada individuo realice la función para la que está predominantemente dotado.

Para clasificarlos, recurre Platón a la similitud del cuerpo social con el alma humana. Las tres partes que componen ésta —razón, ánimo, apetitos— caracterizan los tres grupos de que se compone el cuerpo social. Aquellos en quienes predominan los apetitos, en quienes el ser físico constituye el rasgo fundamental, constituyen la clase de los productores, de los trabajadores del campo, de los artesanos, de los comerciantes, de aquellos, en fin, que desarrollan la vida económica de la comunidad. Toda esta actividad está dirigida por el Estado, y el Estado es su destinatario, encargándose de su distribución ulterior entre todos los miembros de la comunidad. De tal modo queda eliminada la propiedad privada en general, y las preocupaciones por los intereses materiales por parte de las clases superiormente dotadas. Constituyen la segunda clase aquellos ciudadanos en quienes predomina el ánimo o el valor y cuya función en el Estado es la guerra. La clase de los guerreros atiende exclusivamente a la defensa del territorio. No tiene preocupaciones económicas ni familiares que la inhiban y sí sólo el cultivo de su cuerpo y el culto de su valor. Por encima de ellos se encuentra el grupo de los magistrados, los ciudadanos más perfectos, en quienes predomina la razón, y que llegan a la madurez con la madurez de sus años.

Estas tres clases realizan el ideal del Estado, sobresaliendo en el ejercicio de su particular vocación y completándose en la realización de un ideal ético propio de la comunidad. El régimen que resulta de esta ordenación de las clases es un régimen aristocrático, basado fundamentalmente en el predominio de los mejores, en el sentido de la sabiduría y la virtud. Estas virtudes del grupo dirigente se expresan esencialmente en la conservación de los principios éticos sobre los cuales se funda este Estado excepcional. Sus preocupaciones fundamentales serán, pues, el mantenimiento del régimen de comunidad de bienes, mujeres e hijos, destinado a mantener lo que más le importa a Platón en su Estado, que es la unidad orgánica, y la educación sistemática, a cargo del Estado, cuya misión fundamental es el descubrimiento y el cultivo de las vocaciones con el fin de su clasificación en las filas del Estado. Con el cumplimiento de estas normas, la seguridad y la perduración del Estado quedan garantizadas.

El Estado ideal platónico es, pues, la forma última del Estado, su idea pura. Hasta ella no llega, pues, el conflicto de los grupos que la realidad conforma según los intereses económicos y sociales. Pero en la mente de Platón sólo pudo ser concebido, precisamente, porque la observación empírica mostraba el Estado histórico como estructurado sobre la base de aquellos intereses y del espíritu de facción que crean.

II. LOS PROCESOS HISTÓRICOS REALES EN LA FORMACIÓN DE LOS ESTADOS ANTIGUOS

A la visión que del Estado nos dan las fuentes antiguas, la investigación histórica opone la que puede obtenerse del conocimiento directo de las instituciones en que se expresa. Por debajo de éstas puede, a veces, reconstruirse el proceso de su formación y de su desenvolvimiento, y esta imagen de los Estados históricos reales contrasta con la que de ellos nos proporcionan las fuentes político-filosóficas. Si en los teóricos del Estado hemos podido sorprender una captación aguda de los fenómenos que distinguimos como fenómenos de facción, en los procesos históricos reales descubriremos los elementos empíricos en que pudo apoyarse aquella inducción y los elementos para una investigación rigurosa de los orígenes del Estado.

EL ESTADO OLIGÁRQUICO GRIEGO

El principio de desigualdad caracteriza al Estado oligárquico griego. La ciudadanía se presenta allí dividida en dos grupos, de los cuales uno posee la totalidad de los derechos y otro tan sólo un derecho restringido. El grupo de ciudadanos de pleno derecho es el que inviste el poder, integra las asambleas, ocupa las magistraturas. El Estado está, pues, regido por unos pocos, oligoi, cuyo privilegio se establece de muy diversas maneras.

Originariamente, los “pocos” que poseen la totalidad de los derechos son los conquistadores o sus descendientes. Esta situación histórica se crea en Grecia a raíz de la conquista aquea primero y de la conquista doria después.[42] Sobre una población autóctona —o, quizá, asentada sólo desde un milenio antes en el territorio—[43] los invasores arios que las fuentes llamarán los aqueos se establecen como minorías dominantes: son los ciudadanos del mundo homérico, asentados en sus ciudades como conquistadores; por debajo de ellos encontramos una población sometida de la cual la tradición recoge escasos datos.[44] Hacia el siglo XII, una nueva ola aria —los dorios— se introduce en la Grecia central y en el Peloponeso. Sobre los primitivos núcleos micénicos, los nuevos conquistadores se instalan como señores. El principio de raza se establece como criterio único y definitivo para la clasificación de los ciudadanos, y los dorios se apropian, con el territorio, de la tradición militar y conquistadora de las antiguas minorías dominantes. Los dorios dominan el Peloponeso. En Argos, en Corinto, en Esparta, los guerreros dorios ocupan las ciudadelas y las tierras de cultivo, y la conquista establece un poder de hecho indiscutible. Cuando, poco a poco, se transforma ese poder de hecho en un conjunto de principios jurídicos, los que tienen el derecho de integrar el cuerpo de la ciudadanía son los que pueden hacer valer su raza doria.

Por debajo de la minoría doria, la tradición guarda el recuerdo de una población sometida que, cuando se organiza como clase dominada, recobra su estructura de raza vencida. Lo vemos en Corinto, en el movimiento triunfante de Kipselos,[45] en Sycione, con la dinastía de los Ortagóridas,[46] en Tesalia, en la clase de los penestes,[47] en Esparta, en donde la legislación establece explícitamente el derecho del dorio de explotar a la población sometida.[48]

Este proceso, por el cual las razas se transforman en clases, es característico de la época. Lo encontramos con caracteres semejantes en la Grecia de Asia[49] y se extiende lo suficiente como para poder afirmar que fue un proceso uniforme. A partir de la estabilización de la conquista, la ciudadanía se divide en ciudadanos de pleno derecho y ciudadanos por naturaleza, sin derecho alguno. Dentro de cada grupo habrá subdivisiones, pero serán esos dos los que polarizarán los conflictos. Clases sociales, ocultan bajo este nuevo aspecto los viejos rencores de raza.

Es, pues, la clase privilegiada la que constituye el Estado oligárquico. La define, ante todo, la posesión de la tierra, obtenida por el derecho de ocupación y distribuida entre los genos del grupo conquistador. Los genos dorios se reparten toda la tierra laborable de la ciudad.[50] Si los antiguos habitantes se han refugiado en las zonas alejadas, en la perioikis, el conquistador lo tolera; después, reconoce el derecho de esa población de poseer tierras en esa zona. Pero son tierras distantes.[51] En Esparta constituían la perioikis las regiones más alejadas de la Mesenia, del cabo Maleo, del monte Parnón.[52] Las poblaciones no privilegiadas pueden obtenerlas, pero su rendimiento es escaso y, además, también allí tienen que soportar la competencia del privilegiado que compra y acumula. Por eso, con el tiempo, van abandonando la aspiración a una vida rural y se agrupan en poblados industriales o comerciales. La tierra cívica, en cambio, la politiké kóra, es exclusividad del privilegiado, quien obtiene de ella un alto rendimiento y una categoría social, que deriva de la posesión.

Originariamente, la propiedad de la tierra no era privada en sentido estricto. En el caso de Esparta, aun en época histórica, el kleros era propiedad del Estado, quien se reservaba su dominio, prohibiendo, en consecuencia, su fraccionamiento y su enajenación.[53] Esa tierra no se entregó, en los primeros tiempos, a cada ciudadano. La población doria conservó largo tiempo su estructura gentilicia originaria, y la transportó a la ciudad. La tierra conquistada se distribuyó entonces por genos y sólo mediante un proceso largo y lento el ciudadano llegó a ser poseedor por sí solo.

La organización gentilicia era propia de las poblaciones aqueas y dorias. Los dorios la conservaron fuertemente en las ciudades en que dominaron y el pertenecer a una de las tribus gentilicias era lo que diferenciaba al miembro activo del Estado del que no lo era. Un largo proceso debía permitir luego la disolución lenta de los genos. Sobre la base de la propiedad indivisa y de una rigurosa cohesión entre sus miembros, establecida por la themis, la justicia gentilicia, el genos constituía el elemento social por excelencia. Cuando la reunión de los genos integró la ciudad, la monarquía sólo gobernaba por intermedio de los jefes de genos , que la tradición nos muestra —por la magnitud de su poder y por su autonomía— como verdaderos reyezuelos.[54]

Poco a poco, la necesidad de incorporar al Estado nuevas olas inmigradas así como nuevas clases, antes totalmente desposeídas y ahora colaboradoras, plantea la exigencia de establecer un nuevo régimen que admita la coexistencia de los genos con otros grupos no gentilicios.[55] Por estas etapas se llega progresivamente a la ciudadanía;[56] ulteriormente, necesidades económicas alteran la estructura del genos por la desmembración de la propiedad, o por la aparición de la riqueza. La riqueza procura entonces destruir la solidaridad gentilicia que conspira contra el orden ciudadano y procura reemplazar la rigurosa themis, derecho familiar estricto, por otro derecho de carácter más amplio, diké.[57] A este proceso corresponde el tipo de legislación draconiana, cuya severidad estaba impuesta por el propósito de derivar hacia el Estado el control de la pena, hasta ese momento privativo del genos .[58]

La clase no privilegiada se halla, originariamente, fuera del Estado. De la población vencida, una parte ha huido buscando nuevas tierras en que avecinarse; otra, ha escapado hacia las montañas vecinas y baja poco a poco, a medida que se van estableciendo relaciones comerciales o posibilidades de trabajo libre; una última ha quedado en la ciudad y su destino será trabajar para sus amos en una situación variable de dependencia servil.

Para la clase no privilegiada no hay garantías ni derechos; solamente hay deberes y cargas. Los que pueden evadirse de la servidumbre directa se instalan como colonos libres, pero su número es escaso y su suerte misérrima.[59] Más fácil resulta la vida de los que abandonan la tierra y buscan el comercio o la pequeña industria para medrar; algunos de entre ellos llegarán a la riqueza y muchos a una medianía que en la tierra no hubieran encontrado jamás. Los no privilegiados sólo tienen cargas militares auxiliares; los puestos de honor corresponden a los privilegiados. En las magistraturas ocurre lo mismo. Ni siquiera en el ágora se encuentran estos pobladores cuya única misión es obedecer.

Pero la clase que usufructuaba el poder en los Estados oligárquicos se encontró abocada —a partir del siglo VIII— a una grave decisión sobre su destino económico y social. En algunas ciudades había comenzado un proceso de expansión colonizadora trasmarina que debía producir profundas alteraciones en el mundo griego. Calcis, Corinto, Paros, Rodas, Mileto, Efeso, habían sido las iniciadoras. Sus aristocracias, sin abandonar sus propiedades raíces y sin renunciar a sus beneficios, habían comenzado a explotar otras vetas de nuevas posibilidades. Se las ve así dedicadas a la colonización, al comercio de la alfarería o de los metales, a la industrialización metalúrgica, a la exportación de vinos y de aceites.[60]

En un corto espacio de tiempo, las minorías dominantes dejan de ser exclusivamente terratenientes y agregan a sus recursos económicos y sociales los que pone en sus manos la explotación capitalista. No es imprescindible que se trate de las mismas personas. Pero como la riqueza se constituía sobre la base de los bienes raíces, fueron solamente los poseedores los que originariamente se lanzaron a la aventura de la colonización o del comercio. En las filas oligárquicas se reconocen ahora estos dos sectores; el de los poseedores de tierras y el de los poseedores de fortunas.[61] Por una o por otra razón se pertenecía al número de los oligoi.

Frente a esta situación, debieron decidir las oligarquías de toda Grecia entre aferrarse a su régimen económico rural o sumarse a la aventura colonizadora y comercial. La segunda de estas posibilidades era cautivante por sus posibilidades desconocidas; pero era también, para las oligarquías celosas de sus privilegios, un riesgo inmenso. Las ciudades marítimas del Asia menor —Kymé, Focea, Magnesia, Efeso, Mileto— eran las más interesadas por la colonización y se lanzaron rápidamente al mar; Calcis y Eretria en Eubea, Egina, Corinto, Megara, Atenas, se adhirieron a esa nueva actividad y en corto plazo su poderío creció enormemente. Sus colonias se extendían por Sicilia, Magna Grecia, el Ponto Euxino y la Grecia septentrional; las rutas cubrían, además de esas zonas, las regiones del Egipto y Siria. Pero a este poderío económico debería corresponder, a breve plazo, una larga serie de conmociones sociales y políticas. La actividad colonizadora y comercial había sido iniciada por los oligarcas, pero fueron seguidos en ella por gente del común, periecos, campesinos libres que abandonaban sus tierras misérrimas, pequeños industriales, segundones desposeídos, gente toda, en fin, que sólo tenía que ganar en la aventura. Junto a los oligarcas que agregaban su dinero a su capital raíz, apareció el grupo de los que no poseían ni el nacimiento ni la tierra, pero que hacían gala de una fortuna cuantiosa y exigían los derechos a que su fortuna les hacía aspirar.[62] De esta clase, que ahora integraba el panorama social de las ciudades cuyas oligarquías se habían lanzado a los mares, debían partir las rebeliones que desencadenaron los movimientos sociales y las guerras civiles que llenan la historia de Grecia durante los siglos VII y VI.

Esta perspectiva fue la que apartó de esta nueva tendencia económica a algunas ciudades oligárquicas cuidadosas de sus privilegios. El auge del dinero y la certeza de los peligros que acarreaba la confrontación de las dos economías llevó a algunas ciudades a cerrarse a todo contacto extranjero. Eran preferentemente comarcas rurales y mediterráneas, pero fueron también Tesalia y Creta.[63] Como Creta, Esparta se repliega sobre sí misma en un proceso acelerado —en el cual cobra gran importancia la figura de Eforo Xilón—[64], destinado a dar solidez a su estructura social y política y a sustraerla del plan en que se desenvolvía toda Grecia. En situación semejante encontramos a las regiones predominantemente agrícolas; en Elide, en Beocia y en Tesalia, un tipo de vida agrícola de caracteres muy primitivos y un propósito deliberado de las oligarquías dominantes, consiguen mantener la tradicional estructura económica y militar. Conocemos los esfuerzos de Esparta por aislarse de la contaminación exterior:[65] colocada por sus ambiciones políticas en contacto con toda Grecia, el mantenimiento de su régimen fue el resultado de la voluntad desesperada de su oligarquía por mantener la situación económica que la sustentaba. Para Elide o para Tesalia, la perduración de ese régimen era menos difícil, porque su aislamiento con respecto al resto del mundo griego era real y sus oligarquías no tuvieron sino que perseverar en un estilo de vida poco contaminado.

El desarrollo histórico de estos Estados oligárquicos es uniforme y autónomo con respecto a las grandes líneas de la evolución económica y social de Grecia. Para el resto de los Estados griegos, el proceso que comienza con la adopción de una política colonizadora y comercial, termina a la larga con una transformación de las oligarquías en timocracias. Este cambio se opera en forma revolucionaria en muchas ciudades de Grecia. Una vez iniciado, el curso que ha de seguir no puede precisarse detalladamente; unas veces la ciudad ha derivado hacia un régimen plutocrático que perdura largo tiempo y en otras ha derivado luego hacia una democracia. En ambas, los grupos oligárquicos han mantenido permanentemente su aspiración a la restauración del régimen. En los Estados democráticos, las hetairias oligárquicas se encuentran en permanente acecho: al menor decaimiento de los grupos democráticos o al menor asomo de apoyo por parte de las potencias oligárquicas los grupos de esa tendencia se lanzan a la conquista del poder. En la Grecia del siglo v y de los siglos subsiguientes los grupos oligárquicos eran laconizantes, partidarios de regímenes similares al de Esparta, cuya constitución alababan como lo hacían Jenofonte o Platón. Igualmente eran de tipo aristocratizante los grupos pitagóricos, desarrollados preferentemente en Sicilia y en Magna Grecia.

Los Estados oligárquicos se organizan según un principio de selección creciente. Todos los ciudadanos de pleno derecho forman, en Esparta, en la Apella, asamblea general del Estado; los que se reúnen en ese cuerpo son los Espartanos, los descendientes de los conquistadores, los que se llaman entre sí los “iguales”. Sin embargo, ya en el siglo VI la Apella espartana carecía de significación política. Los resortes del Estado estaban en manos de una pequeña asamblea,[66] constituida por una oligarquía dentro de la oligarquía, y de la cual estaba ausente la mayoría de los ciudadanos espartanos.

El cuerpo consultivo de mayor jerarquía era en Esparta —como en Creta— la Gerusia. Como en todos los Estados oligárquicos, la Gerusia espartana se componía de ancianos calificados, en pequeño número, y en sus manos estaba el destino de la nación.[67] Si ya la pequeña asamblea representaba una aristocracia dentro de otra, la Gerusia era más responsable en la medida en que era representante genuina de un grupo más restringido. En lo ejecutivo, ese grupo delegaba su función de inspección —en Esparta— en los Eforos, colocados cerca de los reyes.

Lo más característico de este engranaje institucional es aquel principio de selección dentro de los oligarcas. Si los espartanos en general constituían los “iguales”, una diferenciación creciente, involuntaria, había destruido aquella pretendida igualdad. Por debajo del nivel medio encontrábanse en Esparta los “inferiores”, los que habían merecido la atimia, o los que no podían pagar su cuota para la comida común;[68] allí estaban también los segundones que no poseían un kleros, y el conjunto de estos ciudadanos no podía sino constituir un grupo disminuido socialmente. Pero por encima del nivel medio estaban aquellos que habían comprado tierras en la perioikis, que se habían enriquecido y que operaban a veces por medio de terceros. Los “iguales” eran, pues, sólo iguales ante la ley, y eso en tanto que las instituciones mantuvieron su pureza. Cuando la Apella dejó de tener real significación legislativa y fue reemplazada por un órgano más seguro para el grupo oligárquico, las instituciones reflejaron en Esparta la situación creada por el desarrollo histórico-social.

El régimen oligárquico constituye así la forma primera en que el Estado griego se organiza, sobre la base de la conquista. Un proceso posterior transforma en doctrina del Estado lo que no había sido sino política de facción. En el transcurso de la historia política de Grecia, y después de la aparición de los regímenes democráticos, la doctrina del gobierno oligárquico resumirá las aspiraciones de grupos dispersos por todas las ciudades griegas, que encontrarán en Esparta un ejemplo vivo y un auxilio poderoso para sus intentos de restauración minoritaria.

LOS TIRANOS GRIEGOS

Después de que las oligarquías de ciertas ciudades se deciden a abandonar su régimen rural para intentar la colonización de las tierras remotas, las fuerzas económicas y sociales desencadenadas no podrán ya ser detenidas.

Desde el Cáucaso hasta las Columnas de Hércules, las costas marítimas se ven sembradas de ciudades y de factorías, cada una de las cuales era el centro de una zona de influencia. Estas regiones eran al mismo tiempo centros de producción y mercados. En cuanto a los cereales, en especial, el occidente y el oriente crean nuevas fuentes de abastecimiento capaces de proveer a las zonas más densamente pobladas del mundo mediterráneo; como mercados para las industrias —más desarrolladas en las metrópolis— estas nuevas provincias económicas tuvieron también enorme importancia.

La colonización suponía, naturalmente, una movilización de capitales que, originariamente, sólo pudieron efectuar los poseedores de bienes inmuebles. Los oligarcas, en efecto, se lanzaron, en muchas ciudades, a la aventura colonizadora; pero a su lado comenzaron a trabajar gran cantidad de aventureros sin fortuna; desposeídos, o segundones, o pequeños operarios y comerciantes que preferían probar fortuna en nuevas empresas a esperar inútilmente en su patria mejor suerte. La aventura colonial significó para muchos de ellos la riqueza: su magnitud daba cabida a oligarcas y desposeídos por igual y el resultado homologó también a ambos.

Pero no sólo tuvo importancia la colonización por haber creado nuevos ricos. Las fortunas muebles actuaron de inmediato sobre las metrópolis, provocando graves alteraciones económicas, modificando no sólo el valor, sino también la significación de la propiedad raíz, hasta ese momento único cartabón para la determinación de las fortunas y de las posiciones rurales. Frente a la propiedad raíz, los nuevos ricos ostentan su riqueza en dinero, y aun cuando sus poseedores fueran originariamente los mismos miembros de la oligarquía, sus intereses los unen ahora a los nuevos ricos no oligarcas,[69] agentes o competidores; estos vínculos que se establecen —antes inverosímiles— debían probar muy pronto su solidez.

Pero la fortuna mueble no sólo creó una clase de ricos, sin distinción de origen. Los ricos movilizaron sus capitales en empresas industriales y comerciales y en ellas comenzó a formarse un proletariado que alcanzó un número considerable. La navegación, el comercio y la industria exigieron gran cantidad de asalariados de diversa categoría, que fueron reclutados entre la población libre; los intermediarios, los agentes comerciales, los burócratas, como los operarios y los marineros, constituyeron inmediatamente un importante grupo económico-social con nuevas perspectivas y nuevas aspiraciones. Toda esta población fue sustraída a un medio rural miserable, sin porvenir y sin posibilidades, pero el hecho más importante desde el punto de vista político-social es que sobre esta inmensa multitud no habían de tener ya más imperio los grandes terratenientes, sino estos nuevos amos —los ricos— que podían ofrecerle nuevas e inesperadas posibilidades de vida.

Este proletariado no rural estaba, así, indisolublemente unido a la clase de los ricos. Cuando los ricos exigieron la homologación de sus rentas a las que provenían de las explotaciones inmobiliarias[70] y —cuando una vez logrado— pidieron el libre acceso a las funciones públicas, el proletariado urbano se unió a sus demandas, respaldando, con su número y su organización, sus pretensiones. Los ricos supieron aprovechar este apoyo e incluyeron en sus demandas las demandas de los desposeídos; y no sólo las del proletariado urbano sino también las del proletariado rural, tan enemigo como ellos de las oligarquías rurales. Una larga lucha —sorda unas veces, abierta otras— dio al fin la victoria a este conglomerado político-social en muchas ciudades griegas; a su frente figuró, generalmente, un personaje poderoso, jefe popular, miembro del grupo rico, a quien se hacía bandera de todas las reivindicaciones: la tradición griega lo llamó con el nombre bárbaro de “tirano”.[71]

Según las fuentes aristocratizantes —por las cuales la conocemos— la tiranía fue la forma de gobierno más execrable.[72] La tiranía era, en efecto, la negación de la libertad y del orden jurídico; pero es necesario definir qué libertad y qué orden jurídico era el que se violaba. La tiranía no aparece en Grecia sino a raíz de ciertos fenómenos económicos muy concretos y sus derivaciones sociales. Durante los siglos VII y VI, los tiranos transforman la fisonomía del mundo griego. Kipselos en Corinto, Ortágoras en Sycione, Polícrates en Samos, Teágenes en Megara, Trasíbulo en Mileto, Pisístrato en Atenas, como tantos otros en otras ciudades comerciales,[73] asumen la responsabilidad de llevar a su fin un proceso desencadenado por los oligarcas. Llegados al poder, los más urgentes problemas de las clases más humildes entran en una vía de solución: se afrontan los problemas de la tierra,[74] los de las deudas, y, sobre todo, los que plantea la necesidad de trabajo. Simultáneamente, los tiranos cumplen su misión específica defendiendo los intereses de los ricos no oligarcas, desconociendo los privilegios, orientando al Estado hacia una protección de cierto tipo de actividades. Si bien es cierto que atienden a procurar el libre acceso a las magistraturas de los desposeídos, también lo es que este control de Estado a que se aspira está destinado, fundamentalmente, a respaldar el creciente desarrollo de la industria y del comercio.

Los tiranos se vinculan al proceso de expansión helénica no sólo por el curso de los acontecimientos en que se originan sino también por la consecuencia con que aplican su autoridad a la solución de los problemas contemporáneos. El control de los mercados, de la industria, de las fuerzas económicas en general, constituye la primera preocupación de estos señores no controlados sino por sus propios compromisos.

Estos dos puntos fundamentales de su política definen la naturaleza del complejo social en que se apoya, integrado fundamentalmente por dos elementos cuyos intereses inmediatos se combinan circunstancialmente. Pero esta coincidencia no dura largo tiempo. En una segunda generación, los nuevos tiranos olvidan el calor popular que los respaldaba y su tiranía deriva hacia una autocracia.[75] Es entonces cuando la libertad se transforma en una fuerza política de combate y, unas veces para dar lugar nuevamente a la oligarquía, otras para constituir una democracia, la tiranía es derribada.

El retorno de las oligarquías no significó generalmente sino el comienzo de nuevas luchas. Pero cuando fue la democracia moderada quien derribó a la tiranía, esta etapa del desenvolvimiento político de las ciudades griegas se estructura orgánicamente, preparando y cimentando ciertas circunstandas sociales para su ulterior integración en un orden jurídico. Los intereses que había movilizado en forma revolucionaria y tumultuosa debían encontrar luego su canalización en los órganos del Estado y sólo revolucionariamente podían ser olvidados: las democracias cumplieron la primera de las posibilidades y las restauraciones oligárquicas la última.

EL ESTADO DEMOCRÁTICO GRIEGO

El desarrollo crematístico —que había producido el hecho histórico-social del tirano— había significado, para las ciudades griegas en que se había dado, un despertar de la conciencia social. La multitud, que en los Estados oligárquicos se mantenía ajena a toda preocupación por los intereses de la comunidad, ingresaba ahora a ella llena de fervor por el bien público; eran los colonos liberados de hipotecas y de señoríos; eran los ricos comerciantes que aspiraban a que el Estado reconociera su significación económica y política; eran, en fin, los miembros de las clases urbanas más humildes, adheridos a la política de los caudillos populares que movilizaban, en un sentido unitario, los intereses de todos los grupos no privilegiados.

Esta movilización de la conciencia social griega había sido producida, en última instancia, por el desarrollo de la fortuna mueble. Frente a los tradicionales derechos que da la posesión de la tierra, la fortuna plantea sus nuevas exigencias. El primer paso es la transformación del régimen gentilicio en un régimen censitario,[76] que agrupe a los ciudadanos según las rentas de sus tierras y no de acuerdo al nacimiento.

A esta transformación corresponde un nuevo avance de los ricos, que se lanzan sobre las tierras disponibles, y buscan, por medio de alianzas, el ingreso a las familias eupátridas. En una etapa posterior se homologan las rentas mobiliarias a las inmobiliarias, y entonces la revolución plutocrática está cumplida. Los demiurgos, en lugar de verse agrupados en la última clase censitaria —la de los que no obtenían de sus tierras la renta mínima— se reparten ahora por las diversas clases según el monto de sus fortunas.[77]

Esta transformación significaba, a corto plazo, el fin de la oligarquía. Lo único que podía salvarla, después de haber perdido todos sus privilegios legales, era el prestigio de cada uno de los genos allí donde había sido poderoso. Para ahogar esta última posibilidad de la oligarquía, la democracia establece el principio de la filiación local. Los nombres cuya sola enunciación llenaba de atávico respeto al colono humilde, no se pronunciarán más; cada ciudadano agregará a su nombre tan sólo la indicación geográfica. Pero no bastaba. La filiación suponía al mismo tiempo el establecimiento de circunscripciones territoriales, de acuerdo con las cuales se agruparan los ciudadanos. En Atenas, Clístenes fue radical; no sólo estableció la filiación local de los ciudadanos sino que destruyó la unidad de las circunscripciones, haciendo constar filé de tres tritias, cada una de las cuales correspondía a una distinta región del Ática.[78] Con este procedimiento se evitaba definitivamente la posibilidad de una presión oligárquica ejercida dentro de las formas democráticas, y se condenaba a los componentes de aquellos grupos a abandonar su estructura gentilicia para fundirse individualmente en la polis.

Este relegamiento de los antiguos oligarcas correspondía a la implantación de un gobierno democrático. El gobierno del demos parecía realizarse, pues, nada más que con la exclusión de los tiranos y de los oligarcas.

Originariamente, demos significa tan sólo el lugar geográfico en que un grupo de genos se ínstala, unificados en una polis. Por extensión, significó también ese conjunto de ciudadanos que constituían la ciudad.[79] Pero ya en Homero, en algunos pasajes, sorprendemos esa palabra usada para significar la muchedumbre por oposición a los señores.[80] La palabra se irá cargando después, progresivamente, de este significado: de allí que Aristóteles defina la democracia como forma impura de gobierno porque no atiende a la totalidad de la comunidad sino tan sólo al demos, en cuyo concepto no entra gran parte de los miembros de la comunidad.[81]

Demos no es, pues, un concepto preciso; no define una clase social sino un conglomerado social, coincidente en ciertas tendencias políticas, pero escindido, en su seno, en grupos diversos económica y socialmente. Forman un grupo importante por su poder y su influencia aquellos ricos que en cada generación ingresan por su propio esfuerzo a la riqueza; si es lógico suponer que los ricos de varias generaciones no desdeñarían el contacto con los grupos eupátridas, de rancia nobleza y de inextinguible prestigio, estos otros no pueden hacerla y, en consecuencia, no se desprenden de su grupo originario. En el régimen democrático, por otra parte, encuentran el reconocimiento de sus derechos, y las cargas que representan las liturgias significan al mismo tiempo un honor y un reconocimiento de cierta dignidad.[82]

Junto a los enriquecidos, el demos comprendía una clase media urbana y rural. Este grupo se constituía con los poseedores de pequeñas fortunas, invertidas en bienes raíces o en explotaciones comerciales e industriales: eran los pequeños colonos y los comerciantes, cuya actividad mantenía el valor comercial de las ciudades y aseguraba un desenvolvimiento económico capaz de ofrecer posibilidades a las clases más desheredadas. Este último grupo era el elemento más considerable del demos. Lo integraban no sólo los desheredados, sino todos aquellos que vivían de su trabajo cotidiano, los marineros, los operarios de los talleres, los jornaleros de los campos y de la ciudad. Por las características del régimen democrático, su número significaba un valor que el demos utilizaba sabiamente. Adheridos a determinadas direcciones políticas, estos grupos constituían factores decisivos en las votaciones y los conductores de la política los estimaban particularmente. Algunas veces la ciudad retribuía la asistencia de los ciudadanos a la asamblea, partiendo del principio de que había inhibición de concurrir para aquellos que vivían de su jornal diario, y que no era democrático que así fuera.[83] Pero la solución hallada repercutió, a veces, sobre los grupos más humildes, estimulando un tipo profesional de asistente a las asambleas, que había de ser, con el tiempo, séquito de los demagogos.[84]

Pero estos grupos sociales y económicos que un análisis de nuestros datos puede mostrarnos, no existían para las leyes de los Estados democráticos, sino en cuanto se adaptaban a las clases censitarias, y a los efectos de la determinación de los cargos a que cada uno podía aspirar. En cuanto a su situación social, el Estado no reconocía sino ciudadanos.

Para ser considerado ciudadano el Estado democrático sólo exigía ser hijo de padres libres. El principio de igualdad ante la ley que sostenía le impedía tener cualquier otra exigencia. En un momento dado, el joven se incorporaba al Estado cumpliendo ciertas formalidades legales,[85] y se agrupaba con los jóvenes de su mismo demo. Desde ese momento, con la sola limitación que se establecía para el acceso de los thetes a las magistraturas, el ciudadano quedaba frente al Estado en la situación única que éste reconocía.

Con la consolidación de la doctrina democrática, el demos volvió a ser considerado como el conjunto de los ciudadanos que integran el Estado. Su extensión no coincide con la de ninguna de las clases ni hay en el seno del Estado quien se agrupe en otro conjunto que éste. Si, en la práctica, el Estado democrático desconfiaba del oligarca y hostigaba al rico con cargas públicas muy fuertes,[86] en la doctrina jurídica el Estado postulaba la igualdad del ciudadano ante la ley, la isonomía. Esta declaración básica define el Estado democrático como un Estado constituido sobre un compromiso entre sectores muy vastos. La facción sobre la cual se constituye se amplía día a día por la expansión comercial griega, por la amplitud de sus miras políticas, y por un sentido radical de la justicia que subyace en su doctrina social y política. Si, en la práctica, esta afirmación de igualdad humana se detenía en la esclavitud, en la teoría este mismo fenómeno entró a discutirse, sobre la base del distingo sofístico entre naturaleza y ley.[87] La esclavitud fue afirmada como una ley, es decir, como el producto de una convención, con lo cual se postulaba una igualdad básica en la naturaleza, ulteriormente deformada. Esta afirmación debió de tener mucha resonancia para que Aristóteles dedicara largas páginas de su Política a defender la legitimidad de esa institución.[88] Fuera de este sector, la democracia griega sostiene vivamente la igualdad humana, rechazando la posibilidad de tolerar grupos privilegiados o grupos degradados. Los grupos que subyacen en la noción de demos entran por igual en la organización política y se disuelven en ella. Auténtico régimen democrático, los más humildes encuentran en el número la compensación de su pobreza, e imponen en el Estado una política de permanente auxilio a los necesitados.[89] En un momento dado, la teórica o caja destinada a sufragar los gastos de las funciones destinadas al pueblo insume enorme parte de las rentas de Atenas, mientras que para equipar los trirremes el Estado recurría a los ricos, obligándolos a costearlos privadamente.

A esta concepción de la igualdad corresponde una concepción pareja de la libertad. Derivada de una posición ética, la concepción de la libertad debía trascender al plano del derecho y de la política. En el campo del derecho fue necesaria para la democracia la conquista de la libertad individual, susceptible de ser perdida por deudas, y sujeta, en consecuencia, a un complejo sistema de relaciones económicas y sociales con los poderosos. Una vez lograda, la libertad política constituyó la nueva aspiración; en los Estados democráticos se alcanzó con la admisión de los thetes en la eclesia con pleno uso de sus derechos políticos.

Reunidos en asamblea, los ciudadanos poseían el máximo de libertad: la asamblea era soberana.[90] Pero no era sólo la mera soberanía formal, expresada en el hecho de que sus decisiones constituían la más alta expresión del Estado; era también una soberanía consciente de la posibilidad de sus propios excesos; para contrarrestarlos, la asamblea procuraba impedir que la libertad de cada ciudadano la encarrilara torpemente por apresuramiento o por inconsciencia; contaba para ello con resortes apropiados, como la acusación de ilegalidad —grafé paranomon—, destinada a castigar a quien, aprovechando su prestigio ante la asamblea, le hiciera resolver lo que estaba en contra de su interés auténtico y perdurable.[91] El único límite de la libertad individual, era, pues, el que imponía la libertad y la seguridad del Estado. A la luz de esta directiva fundamental debe explicarse la condenación a Sócrates.[92]

La eclesia era la más auténtica institución del Estado democrático. Tenían cabida en ella todos los ciudadanos sin excepción y sus decisiones eran ley. Para que el cuerpo pudiera finalmente resolverse por sí o por no —teniendo en cuenta que no era un cuerpo representativo, sino integrado por la totalidad de los ciudadanos— las cuestiones iban a la eclesia sólo después de una cuidadosa elaboración formal efectuada por otro cuerpo destacado de su seno y elegido por sorteo; la decisión final correspondía a la asamblea, en donde los oradores procuraban influir con sus argumentos en el ánimo de los ciudadanos.

Si el orador es la figura más significativa de la eclesia democrática en sus buenas épocas, el demagogo lo es en los momentos de crisis institucionales. El demagogo no lo es tanto por defender de cierta manera los intereses de ciertos partidos, como por su intento de dislocar el demos para oponer, dentro de él, los grupos más humildes a los grupos medios y aun ricos. Este intento de los demagogos nos llega deformado por la tradición[93] y es difícil descubrir allí su verdadero sentido. El demagogo es siempre un elemento peligroso para el Estado democrático; constituido éste sobre un compromiso social de base muy amplia, la escisión de algunos elementos —y en especial del elemento popular— significaba un peligro de fractura del bloque. Este peligro se acentúa en los momentos de crisis. En las épocas normales, el demagogo ha procurado, a veces con éxito, quebrar el prestigio ascendente de algunos grupos antidemocráticos. Pero fuera de esa acción positiva, el resto de su obra sólo ha significado un intento de política personal, que el griego ha repudiado categóricamente en los Estados democráticos. La quiebra del régimen ha de sobrevenir, precisamente, cuando los prestigios personales impuestos se adentren en la conciencia ciudadana.

Para evitar que en su propio seno se estimulen los prestigios personales, el Estado democrático utiliza los recursos más diversos. Ante todo establece como principio general para la designación de magistrados el del sorteo; excepto el caso de cargos estrictamente técnicos, todos los cargos públicos se llenan por la suerte, de tal manera que no hay posibilidad de organización de listas de partidos ni de ninguna otra forma de acción previa. Para estos funcionarios así elegidos —como para los designados por votación— la duración de sus funciones es efímera. Sin contar con la duración de los cargos del pritaneo, para las magistraturas comunes se instituye la anualidad y aun dentro de este plazo, cierta rotación del ejercicio efectivo de la función.[94] Pero todavía queda otro recurso cuando, a pesar de estas precauciones, aparece una figura que amenaza con polarizar el entusiasmo y el apoyo de las masas: en esos casos el Estado lo destierra,[95] aun sin otro delito, porque para el Estado democrático el prestigio personal excesivo, aun involuntario, constituye delito.

Esta política es típica de las democracias griegas. No existiendo en su base minorías interesadas en el usufructo exclusivo del poder, sino clases medias que procuran el mantenimiento del equilibrio entre sectores que podrían ser igualmente enemigos, el Estado democrático se esforzaba por satisfacer a la mayoría, sin alejar ni oprimir a las minorías. Cuando la democracia era vencida y conseguía luego volver al poder,[96] su política era relativamente clemente y conciliadora. Cuando establecía vínculos con otras democracias, su intención era generalmente defensiva y no agresiva, a diferencia de otros regímenes.[97]

Como el Estado oligárquico, el Estado democrático constituyó un polo de la política griega, con grupos partidarios en toda Grecia y cuya significación panhelénica se acrecentó con el triunfo de Atenas: fue la capital ática un ejemplo y un estímulo para todas las ciudades griegas.

El Estado autocrático helenístico

Al finalizar el siglo IV —precisamente cuando Aristóteles escribía su Política, verdadera teoría del Estado-ciudad— Macedonia va ultimando en todo el mundo mediterráneo griego, y muy especialmente en la Grecia continental, un proceso de aniquilamiento de laPolítica estructura de la ciudad como Estado soberano. Sus primeras etapas hay que buscarlas en pleno siglo V, cuando las dos potencias de mayor poder y prestigio disputan la hegemonía sobre toda la Grecia. Porque la aventura macedónica no es sino el desenlace de la lucha por el predominio, entablada entre los Estados más importantes, y en cuyo desarrollo se fue insinuando cada vez con mayor nitidez una marcha hacia la unificación.

La unificación, en efecto, se planteó originariamente como un problema de predominio, cuya obtención significaba, para una ciudad, poseer el control de la política panhelénica y aun de la exterior, el control del régimen marítimo, del desarrollo comercial e industrial; para lograrlo, el Estado hegemónico procuraba imponer su superioridad militar, y, por intermedio de ésta, imponer, en las ciudades sometidas a su hegemonía, las facciones solidarias con su régimen interior y con sus intereses generales.

En esta lucha compitieron primeramente Atenas y Esparta, en la guerra del Peloponeso. El triunfo de Esparta significó la transformación del régimen político de todas las ciudades griegas dominadas —comenzando por Atenas— y la organización del imperio espartano; su inspirador fue Lisandro[98] y sólo las contingencias de la política interior espartana, movida por los intereses de su estrecha oligarquía, hicieron fracasar el intento del general victorioso.[99] Pero con el fracaso de su ensayo imperial Esparta debilitó su propio régimen y no pudo impedir la lenta restauración del poderío ateniense.[100] A su sombra creció un nuevo aspirante a la hegemonía, Tebas, temible enemigo militar después de Pelópidas y de Epaminondas. La batalla de Leuctra significó para Esparta la quiebra de su poderío militar y Tebas procuró herirla en su propio territorio, consiguiéndolo con la separación de Arcadia y de Mesenia del control espartano.[101] Pero la empresa era superior a sus fuerzas y la batalla de Mantinea terminó con su poderío y con su organizador: en 362, había visto Grecia aniquilarse tres potencias hegemónicas.

Mientras tanto elaboraba Macedonia su poder militar. Con Filipo —formado al lado de los generales tebanos— comienza a trascender sus fronteras y entra en contacto con las potencias griegas, ahora debilitadas. El ensayo termina favorablemente para Macedonia en Anfípolis y en la guerra sagrada, y Filipo prueba allí su propio poderío.

Desde ese momento la política griega cambia de rumbo. En lugar de intentar la unificación por la hegemonía, Filipo traslada a Grecia su propia concepción macedónica —semibárbara— de la política y procura instaurar en ella una autocracia de hecho sutilmente encubierta por el respeto de ciertas formas. Su propósito, sin embargo, era harto difícil de conseguir. Una larga tradición de autonomía daba a los Estados griegos una fortaleza extraordinaria en la resistencia y Filipo no intentó la conquista abierta; en cambio, estimuló la formación, en cada ciudad, de minorías promacedónicas, encargadas de facilitar la lenta intromisión del autócrata en la política de las ciudades griegas, y de abrir luego sus puertas al ejército.[102] A pesar de que estas facciones crearon, por contraste, las violentas facciones antimacedónicas, Filipo logró, a la larga, su objetivo. Macedonia obtuvo, con Filipo primero y con Alejandro después, el control de toda Grecia. Esparta intentó en un momento dado oponerse —ayudada por Persia— al dominio macedónico, pero la represión fue categórica, y Alejandro, procurando salvar los últimos reparos formales que una larga tradición de libertad política hacía surgir entre los griegos, logró poco a poco establecer un sólido régimen de hecho.[103]

Pero el proceso desencadenado se apoyaba en ciertos caracteres fundamentales de la época y siguió aceleradamente su curso. Con los sucesores de Alejandro el régimen autocrático se desprendió de los reparos y las limitaciones que aún soportaba y su política adquirió un tono más firme. En Grecia propia [la Grecia actual], donde el recuerdo de la tradicional libertad era más fuerte, se mantenía, en pleno siglo III, Demetrio Poliorcetes [rey de Macedonia] y ejercitaba su autoridad omnímoda:[104] era lógico, pues, que el resto del mundo griego, más vecino a otros tipos de autoridad menos controlada, se entregara de inmediato a las nuevas autocracias.

El régimen que se extiende por el Mediterráneo griego con Alejandro reconocía algunos antecedentes históricos. El poder personal había sido conocido por toda Grecia durante el largo periodo de disturbios sociales que se extiende a través de los siglos VII y VI; los tiranos habían dominado en casi todas las ciudades y aun en algunas de ellas habían constituido dinastías que se perpetuaron por generaciones. Después, si bien en casi toda la Grecia propia había desaparecido tal tipo de poder, en otros lugares del mundo mediterráneo, como en Sicilia,[105] se había conservado un tipo perdurable de político de semejantes características. En la Grecia del Asia, el poder autocrático se robustecía con el contacto de la monarquía persa que tanta importancia —primero por contraste, después por influencia— había tenido en la política griega.[106] Constitutivamente enemiga de la libertad, que no podía entender, la monarquía persa había acogido a cuantos emigraban de Grecia.[107] Su apoyo a estos políticos fue diversámente eficaz, pero su acción fue igualmente deletérea con respecto a las democracias —y aun a las oligarquías— porque precisaba poco a poco la naturaleza de una institución autocrática, establecía normas y precedentes, y proporcionó luego a los conquistadores poblaciones ancestralmente acostumbradas a la mansedumbre, que les hicieron gustar el sabor exótico de la sumisión incondicional. Esta población asiática deformó la sensibilidad política de los generales de Alejandro y creó en ellos un temperamento dictatorial y absolutista, inconcebible aun en los macedónicos. La naturaleza del poder real de tipo oriental —definida en el libro de Samuel—[108] suponía el olvido de todas las prácticas políticas que habían sustentado los Estados griegos. Con la influencia de la doctrina y de la práctica política oriental, ejercida sobre un terreno preparado por la tradición tiránica y estimulado por un Estado militar, aquella otra tradición fue rápidamente olvidada y reemplazada por regímenes militarizados y autocráticos; era lo “moderno”, desde los comienzos del siglo III.

Lo que caracteriza al Estado autocrático griego es, ante todo, su básica estructura militar. De su origen macedónico, el Estado autocrático conserva la tradición guerrera, la organización civil y política. El ejército constituye el elemento fundamental del Estado, porque es el instrumento esencial para la realización de una voluntad imperial, voluntad de expansión y de conquista, que se desarrolla enormemente en Grecia a partir del siglo IV por razones económicas.

El área a que aspira el imperio macedónico es el Mediterráneo oriental. Pero el Mediterráneo oriental no es en ese momento una unidad racial, ni cultural, ni racional; es, exclusivamente, una unidad económica. Para integrar esa unidad económica, subdividida políticamente en innumerables partes, el Estado autocrático emprende la conquista. Un fenómeno económico —la concentración capitalista, a que se aludirá más adelante— empujaba a la realización de esta unidad, que permitía así liberar de la multiplicidad de controles a las fuerzas económicas. Las rutas de navegación, tanto como las rutas de las caravanas o las simples rutas terrestres, quedaban ahora incluidas en un solo dominio político, en cuyo ámbito un capitalismo internacional se desenvolvía en óptimas condiciones.

Este imperativo económico coincidía —como correspondiendo a una misma concepción del mundo— con un imperativo moral. Era el que sustentaban las escuelas pos-aristotélicas, coincidentes en postular un abandono de las preocupaciones exteriores y una ataraxia con respecto al mundo.[109] A esta posición correspondía, también, una actitud negativa contra todo sentimiento localista y una exaltación de la humanidad, de la fraternidad humana, por encima de las fronteras, producto de determinaciones interesadas y circunstanciales. La idea de imperio se acercaba más a esta concepción que no la estrecha idea de la ciudad-Estado.

Sobre la base de esta tendencia a la prescindencia política, las autocracias procedían libremente, exentas de todo control. Una concepción realista de la política daba a su acción exterior un carácter distinto al usual hasta allí en el mundo griego. El derecho de conquista era indiscutible y autorizaba las anexiones más ilógicas, en tanto que los tratados no tenían ninguna validez y se transformaban en documentos para cuya violación sólo se esperaba la ocasión propicia; la violación, como mentira oficial, y la maniobra diplomática, eran armas corrientes y de uso común en todos los Estados autocráticos. Para completar su arsenal de recursos, los autócratas usaban la traición, estimulada en los grupos enemigos, pagada generosamente, y utilizada sin escrúpulo tanto en las operaciones diplomáticas como en las militares. A la ayuda de traidores se debió la entrada en gran cantidad de ciudades, muchos éxitos militares rápidos y muchos triunfos importantes en el curso de negociaciones de paz.

Una política semejante se usaba con respecto a las alianzas. Si los tratados eran documentos sin valor, fue porque el régimen de las alianzas era permanentemente revisable, de acuerdo más a las conveniencias circunstanciales que no a los compromisos contraídos. Estas alianzas no conocían limitaciones morales ni imperativos de lealtad. En la búsqueda de alianzas, el distingo de griegos y bárbaros no tenía ya valor, después del triunfo de la política de Alejandro destinada a romper aquella oposición tradicional. En anchos frentes, nuevas alianzas reemplazaban a las viejas fraternidades históricas, creando un clima de oportunismo y de desconfianza propicio para acrecentar el prestigio de los autócratas cínicos y astutos, cuya grandeza reposaba en una mezcla de sublimidad y de miseria.

El desprecio por los formalismos no fue, sin embargo, absoluto. Después de conquistado aquello a que se aspiraba —una ciudad, un territorio, una supremacía cualquiera— el autócrata se esfuerza por legitimizar su autoridad. Es una legitimación a posteriori guiada por el propósito deliberado de apoyar en el derecho lo que sólo se justifica por la fuerza, y cuya finalidad es establecer un nuevo orden jurídico que reemplace y anule el anterior.

El poder de hecho que Filipo posee por la fuerza de sus ejércitos no le basta. Filipo quiere un poder legítimo, al que no tiene derecho, pero que exige. Así obtiene el que le entrega la Anfictionía de Delfos, dándole el más respetado de los poderes. Después del congreso de Corinto, su poder es más vasto: no se conforma con ser el general de los ejércitos victoriosos sino que aspira al título de “estratega-autocrator” de la Liga, que lo autoriza a respaldar su política con el voto de todas las ciudades griegas. Otras veces la legitimación es más solemne. Alejandro exige de cada país conquistado la consagración de su autoridad según el ceremonial del país, y no rehúye la investidura religiosa allí donde el ritual lo exige. Gracias a eso es recibido como libertador y su dominio sobre los pueblos más diversos apenas se ve amenazado.[110]

La política interior de las autocracias se rige según principios semejantes. Un hecho económico la configura en sus líneas generales: la concentración de los capitales financieros; sus poseedores constituyen pequeños grupos poderosísimos, cuyas ramificaciones se extendían a todos los extremos del mundo mediterráneo, y que se apoyaban, preferentemente, en explotaciones de tipo comercial y marítimo. Este capitalismo mediterráneo —centralizado en pocas manos— controlaba toda la vida económica del mundo griego con la sola limitación que le imponía la soberanía política y militar de cada Estado. Una vez unificado en el imperio, el mundo mediterráneo ofrece a este capital internacional una mayor facilidad de acción y el movimiento de concentración capitalista corre sus últimas etapas. Pero a este enriquecimiento de unos pocos corresponde no sólo la progresiva desaparición de los pequeños industriales y propietarios, sino también la pauperización acelerada de las masas humildes. Las posibilidades de vida económica autónoma disminuyen y es forzoso incorporarse a la muchedumbre de los asalariados que trabajan para los grandes grupos financieros, sea en la navegación, sea en el comercio o aun en la agricultura. El ejército ofrece también oportunidad de ganancia al hombre solo, y esta circunstancia, que contribuye a crear los grandes ejércitos de mercenarios propios de la época,[111] explica, además, la disminución alarmante de la natalidad.[112]

Las consecuencias sociales de estos hechos son notables y sus efectos inmediatos. Al abandono de toda preocupación por la política, de toda esperanza de solución por el Estado-ciudad de los problemas, corresponde —en este clima económico— el crecimiento de los ejércitos de desocupados y descontentos, cuyas aspiraciones sociales exceden ahora toda restricción legal. A esta actitud revolucionaria —expresada en muchas insurrecciones—[113] corresponde un movimiento teórico, en las filosofías postaristotélicas, que procura fundar la legitimidad de su exigencia.[114] Pero este movimiento social no consiguió imponer ninguna de sus aspiraciones; en cambio, constituyó un elemento sumamente importante para la estructuración y el mantenimiento de las autocracias, que explotaban los grandes temas demagógicos y obtenían así el apoyo popular —parcial o unánime— para actuar contra los enemigos de sus propósitos dictatoriales o contra las potencias rivales.

Esta actitud se complementaba con la que el autócrata adoptaba frente a la política interior de la ciudad. La lucha política, la libre oposición de los diversos grupos, no existía, en estos regímenes, dentro de la legalidad. Por sobre los intereses de los partidos, el autócrata elevaba un tema político variable —los intereses económicos, el peligro exterior, la unión sagrada— y en nombre de él se oponía a toda exteriorización de opiniones, admitiendo solamente la solidaridad con la política del autócrata. Frente a la posibilidad de escisiones en la opinión pública y de la consiguiente formación de partidos, la actitud del autócrata es radical; la unión de los ciudadanos es condición indispensable para la felicidad colectiva y para el mantenimiento de su poder y el autócrata exige la deposición de las intransigencias de partido.[115] Automáticamente, el autócrata se opone así a la vieja antinomia de democracia y oligarquía y a la continuación de la política de facción. En la práctica, no siempre es la misma la actitud del autócrata; si, en general, su actitud es de oposición a los viejos partidos, con mayor frecuencia se vale de los oligarcas que de los demócratas, cuando tiene que elegir grupos para delegar poderes o encomendar funciones de gobierno o control.

Pero las ciudades, más celosas de su régimen que de su interés momentáneo, comprendieron que la autocracia era un peligro que amenazaba algo más que la estructura político-social. Los más grandes enemigos de la autocracia aparecen como defensores de la ciudad-Estado como tipo de asociación política. Como Demóstenes y como Aristóteles, la opinión conservadora griega se adhirió no tanto a una tendencia más o menos tradicional de la política, sino a esta actitud general que colocaba la organización ciudadana como la forma genuina de la vida política griega. Es en este sentido como deben entenderse los conceptos de “libertad” y de “patriotismo” en Demóstenes, frente a una posición nacional, como la propuesta por Isócrates,[116] o una posición intemacionalista como la adoptada por los autócratas.

El Estado patricio-plebeyo romano

Las dos descripciones fundamentales que poseemos del Estado romano, la de Polibio y la de Cicerón, nos lo presentan en el momento de su más completo equilibrio, y, en cierto modo, idealizado en el sentido de su perfección institucional. Polibio mismo nos dice que esa perfección corresponde a un momento ya pasado de la historia de Roma[117] y Cicerón —muchos años después— nos confirma que la sabia organización que describe Platón en La República y en Las Leyes pertenece a un tiempo más lejano, cuyo recuerdo ha borrado la turbulenta realidad del periodo que corre desde Tiberio Graco hasta Farsalia.

Este Estado que allí se nos describe es exactamente el Estado patricio-plebeyo. Apenas se encuentra allí el reflejo institucional de las graves alteraciones políticas y sociales de que son contemporáneos ambos autores, y el pasado mismo de la ciudad imperial ha sido tergiversado para que desemboque naturalmente en ese régimen equilibrado y estático. El conjunto institucional que nos ofrecen las dos fuentes corresponde así a un momento histórico preciso, al cual se llega sólo después de un larguísimo proceso, y que en seguida se deforma por la fuerza de nuevas corrientes sociales y económicas implícitas en él. Podría fijarse la sanción de la ley Hortensia como el momento en que termina el ciclo de su estabilización. El momento en que comienza, en cambio, es para nosotros muy oscuro y se confunde con los orígenes mismos de la ciudad, tan llenos de incógnitas todavía.

El núcleo romano del Palatino constituía, sin duda, un Estado cerrado. La tradición conserva un recuerdo coherente y verosímil del conjunto de instituciones que reglaban su vida civil y política, que nos autoriza a admitir la existencia de un Estado patricio, es decir, de un cuerpo político al que sólo los patricios tenían acceso.[118] Sus órganos eran una asamblea reunida por Curias, un senado y un doble consulado. Muy diverso en su composición étnica,[119] este grupo social mantenía una organización política unitaria y cerrada: a su alrededor, una población sometida constituía una clientela adherida a cada una de las gens que lo integraban; más allá, un grupo social de origen oscuro y muy discutido —la plebe—[120] ocupaba las alturas vecinas y, sobre todo, el Aventino, cuya ladera formaba la costa del Tiber.

Este grupo es, seguramente, muy heterogéneo; vive adherido a la ciudad del Palatino y depende de ella económica y socialmente; pero los lazos que unen los dos grupos son imprecisos y sujetos a transformaciones. El grupo dominador del Palatino aprovecha la actividad comercial y agrícola del grupo sometido, pero intenta, además, reducirlo a la situación en que se encuentran sus clientes.

Para impedir que se cumpla este propósito, y para impedir el sometimiento de hecho, el grupo del Aventino comienza a organizarse. Tiene sus jefes y sus cuadros: en un momento dado, ante la violencia de la opresión económica y social del grupo dominador, se levanta y provoca, seguramente, gravísimos conflictos. La tradición, sobre la base de asimilaciones a hechos posteriores, nos habla de una secesión del grupo plebeyo; aun cuando no puede probarse, es verosímil el recurso; en todo caso, la plebe organizada podía aspirar a constituir otro Estado y aun parece que de hecho lo constituye.[121]

Las fuentes nos muestran, de inmediato, la aparición de una política de conciliación por ambos bandos.[122] Grupos patricios coinciden con grupos plebeyos en la necesidad de una transacción: son los patricios más preocupados por una política ventajista que por la inviolabilidad de sus privilegios de clase, y, seguramente, los grupos comerciantes de la plebe.[123] Correlativamente, grupos intransigentes aparecen en los dos sectores: con ellos se relacionan las secesiones posteriores de la plebe[124] y el episodio de Coriolano.[125] Es, sin embargo, la política de los grupos moderados y conciliadores la que se afianza y se impone.

La historia interna de Roma durante los siglos V y IV, es, en efecto, un proceso de integración de estos dos elementos sociales. En un principio, se trata solamente de la exigencia, por parte de los plebeyos, de una mejora en su situación económica y social. Para lograrlo, bastaba asegurarse la libertad individual, contra la amenaza de la esclavitud o la prisión e imponer el principio del derecho del plebeyo a participar en el reparto del ager publicus.

La puja por la obtención de esta ventaja obligó a la plebe a una organización estricta. La tradición nos dice que la plebe exigió de los patricios el reconocimiento de sus tribunos, defensores de la plebe ante los magistrados patricios, y, en general, ante los jefes militares;[126] poco a poco, en efecto, los patricios admiten la existencia de la plebe como estructura jurídica y los tribunos se transforman en los funcionarios ejecutores de su voluntad. Así organizados, los plebeyos exigen, como complemento indispensable de sus conquistas, la objetivización de las normas jurídicas en un cuerpo estricto: el decemvirato se crea entonces para proceder a la compilación de las disposiciones legales, arrancadas al secreto interesado de los patricios.[127]

Apoyada en las exigencias de la guerra exterior y en el propio poderío creciente, la plebe abandona ahora el plano de las demandas mínimas y se lanza a la conquista de las posiciones políticas. Un proceso interno de la plebe explica este fenómeno. La fracción colaboracionista de la plebe comienza poco a poco a alejarse de sus antiguos compañeros de clase; múltiples oportunidades les ofrecen ahora la posibilidad de enriquecerse considerablemente y a esta riqueza corresponde una creciente ambición de poderío; esta fracción se halla más cerca de la fracción complaciente de los patricios que no de los más humildes de los desheredados, que exigen el cumplimiento de viejas promesas: de acuerdo con aquéllos o, por lo menos, forzando su complacencia, este grupo plebeyo, que comienza a abandonar la política unitaria de su clase, posterga las antiguas reivindicaciones de mejoras económicas y sociales y comienza a aspirar a las magistraturas. Naturalmente, si espera vencer la resistencia patricia en sus sectores más débiles sabe que no debe perder el apoyo del resto de la plebe, a quien asocia a su política incluyendo sus exigencias económicas aun cuando ya se insinúa la divergencia de sus intereses. En esta forma, la plebe consigue la restauración del consulado, la legitimación de los matrimonios entre patricios y plebeyos, y el acceso de los plebeyos al consulado. Para exigir su ingreso a las demás magistraturas, los plebeyos aguardan situaciones propicias.

Pero mientras tanto, los ciudadanos siguen sometidos a la misma organización primitiva; en los comicios centuriados —que poco a poco habían ocupado el lugar preferente dentro de los comicios romanos— sólo existía una classis, y los que no pertenecían a ella se entremezclaban en la infra classem, sin distinción alguna. Es seguramente en el transcurso del siglo IV —y según algunos historiadores quizás en el siglo III—[128] cuando se cumple la organización centurial que la tradición llama de Servio Tulio. Una organización en tribus y en centurias asegura una clasificación timocrática de los ciudadanos y, como consecuencia, desaloja de su lugar privilegiado a los comicios por centurias, reemplazándolos por los comicios tribales, en donde predominaba la plebe rural, clase estimulada por la política del Estado patricio-plebeyo que se estructuraba lentamente. Los comicios tribales producían decisiones —los plebiscitos— que no tenían fuerza legal sino cuando obtenían la auctoritas patrum; un largo proceso debía liberar a los comicios tribales de esta tutela del senado; cuando la organización tribal estuvo cumplida, la plebe exigió la más absoluta libertad para tomar decisiones en la asamblea por tribus: por la ley Hortensia de 287, los plebiscitos adquieren valor legal y el largo proceso de incorporación de los plebeyos al Estado, en condiciones de gravitar en él, se cumple así constituyendo un régimen de equilibrio entre las viejas fuerzas dominantes y el nuevo elemento incorporado.[129]

La tradición latina insiste en subrayar el aspecto contractual del proceso por el que se llega a la constitución patricio-plebeya. Un desarrollo singular ha diversificado en ambos grupos los elementos sociales y ha conformado, en ambos, un tipo de tendencia transaccional que se proyecta en la vida política. Fuera de esos grupos, subsisten en cada uno de los sectores los elementos irreductibles, reacios a toda claudicación doctrinaria o práctica. La censura de Apio Claudio ha intentado realizar una política radical, oponiéndose al juego de las concesiones recíprocas, típico de los grupos moderados de ambos sectores.[130] Por su parte, los grupos extremos de la plebe subsisten; transitoriamente anulados, renacen y se organizan con algunos tribunos como Flaminius[131] o como aquel otro que hizo apresar a los cónsules Licinio Lúculo y Postumio Albinio,[132] que quieren devolver a la plebe su antigua homogeneidad, destruida hábilmente por los patricios, concediendo a la plebe rica privilegios políticos que la plebe humilde no podía aprovechar porque perduraba su antigua sujeción en lo económico y en lo social.

Con la sanción de la ley Hortensia se llega, en lo fundamental, a la estructuración del régimen mixto que tanto elogiarían Polibio y Cicerón. Lo integraban ciertas instituciones que por su origen, naturaleza y función representaban a aquellos sectores sobre cuya coincidencia se basaba el Estado.

La asamblea de las tribus obtiene, con la sanción de la ley Hortensia, categoría de cuerpo legislativo por excelencia. Si en la práctica dejaba al senado la jurisdicción provincial y militar, nada había que lo obligara a hacerlo y fue, precisamente, característico de las épocas críticas la reivindicación de tal derecho.[133] Sus disposiciones abarcaron casi todas las materias, y cuando el senado intentó forzar la política romana, lo hizo solamente dentro de esa convención, sin intentar recobrar su antigua jurisdicción legislativa. La asamblea se integraba con los ciudadanos reunidos según las tribus, de tal modo, que, como había 4 tribus urbanas contra 31 tribus rústicas, prevalecían en su seno los propietarios y colonos libres, quedando en minoría el proletariado urbano. Los grupos patricios procuraban actuar sobre los comicios forzando las conciencias por medio de dádivas o de juegos, en forma tal de adquirir el voto sin violar las formas legales; el plan de Apio Claudio, en cambio, fue mezclar el proletariado urbano con las tribus rústicas para actuar sobre ellas directamente, contando con ese elemento social que quedaba fuera del acuerdo establecido entre los grupos moderados de patricios y plebeyos.

Consecuente con el mismo plan, Apio Claudio quiere hacer entrar en el senado a libertos incondicionales de sus antiguos señores. La finalidad era devolver al senado su antigua energía, sobre la base de la acción de los grupos patricios intransigentes. Era necesario para ello sacar del senado los elementos provenientes de la nobilitas, que llegaban a él por haber ejercido alguna magistratura y que eran los defensores encarnizados del régimen. Este senado disminuido y respetuoso de la asamblea tribal, fiel representante del equilibrio de los grupos moderados, resultaba un cuerpo desvirtuado para los grupos patricios extremos; de aquí el proyecto de Apio Claudio de controlar los dos cuerpos para aniquilar el entendimiento patricio-plebeyo: su fracaso probó la fortaleza del régimen.

A la sombra de este régimen de coalición, la diversificación de la plebe se acentúa y se demarca precisamente. La plebe rica, a la que interesaban las concesiones políticas y que se entendía con la fracción patricia transigente, comenzó poco a poco a integrar la clase de los antiguos magistrados —la nobilitas— y constituyó un grupo coherente y solidario en sus intereses económicos. Poco a poco, el crecimiento de una economía cada vez más desarrollada pone en sus manos mayores recursos y fortalece su situación; para proteger aquellos intereses, la clase de los ricos —los caballeros— se adhiere cada vez más sólidamente a sus privilegios políticos y aspira a otros nuevos. Especulando con este interés, los grupos patricios conceden parte de lo que se les pide y logran, en cambio, disolver el conglomerado plebeyo, cuyas reivindicaciones extremas eran tan peligrosas. Para conseguir el mismo fin, el patriciado, por un proceso muy sutil, procura quitar al tribunado su carácter combativo e incorporarlo poco a poco al conjunto de las magistraturas.[134] Una vez conseguido, la plebe pierde su organización —por cuya fuerza había conseguido todas sus conquistas— y se encuentra ahora fundida en la organización política de la ciudad, en donde los patricios conservan el control de la vida económica y social en grado tal como para poder fácilmente regular las libertades políticas que habían otorgado.

La quiebra del régimen político-plebeyo se inicia en el momento en que nuevos jefes —guiados por un propósito imperialista y “moderno”— quieren devolver a la plebe su antigua unidad, iniciando un acercamiento entre los grupos plebeyos ricos y los humildes y postulando de nuevo una política secesionista y revolucionaria contra el acuerdo patricio-plebeyo, exhibido como una traición. La plebe polarizada adquiere por un momento una clara conciencia de clase[135] y abre una lucha franca contra el patriciado; pero el patriciado contesta uniéndose también y entregando su control, como clase, a los más intransigentes. Se inicia así una lucha que sólo servirá para probar que sobre ese esquema de patricios y plebeyos no se podía ya —en el siglo II— resolver el problema social de Roma; de esa lucha había de salir la clase de los caballeros, definida frente a la clase senatorial, a la que absorbe poco a poco, y frente a las clases pobres, sobre las que impone ahora su nuevo poderío.

EL Estado cesariano

El fracaso de la política de Cayo Graco, basada en un plan de acercamiento de los sectores diversificados de la plebe, significaba que toda una tradición social y económica auténticamente romana estaba en crisis; la política oportunista de los caballeros y su acercamiento desconfiado a los optimates, después de la muerte del tribuno, confirmó aquel fracaso y da la pauta para la comprensión de los acontecimientos que habían de desarrollarse en el periodo subsiguiente y que debían culminar en la lucha por el poder político-militar.

La plebe, entendida en el sentido histórico con que aparecía en la tradición romana y con los caracteres de grupo autónomo desde el punto de vista religioso y racial, no tenía, al finalizar el siglo II, un valor presente y activo; podría afirmarse que el poder y la acción que la habían caracterizado hasta hacía poco tiempo, se habían diluido progresivamente en un orden económico y social, provocado por el contacto de la estructura latina con las vigorosas influencias del mundo helenístico.

Aun sin definirse, las nuevas relaciones sociales y políticas comenzaban a buscar nuevos cauces. Por entre la posición de patricios y plebeyos comienza a aparecer una nueva fuerza, formada en el ejercicio del dominio imperial, y que crecía bajo el signo del capital internacional. Originariamente componían esta fuerza exclusivamente elementos que habían desertado de la plebe para incorporarse a las nuevas actividades que la conquista permitía; son los caballeros, equites, originariamente definidos por la concesión de caballo público y después caracterizados por la posesión de una determinada renta.[136] Los equites constituyen una clase de caracteres definidos mientras perdura en Roma la tradicional consideración preeminente por la actividad rural; pero el prestigio del dinero y el desarrollo de las fortunas hacen tambalear esta honrosa y ascética tradición y arrastran a las clases patricias hacia un tipo de actividades nuevo y prometedor; en un momento dado, prescripciones legales se oponen a la intervención de los senadores en empresas comerciales o financieras;[137] pero son burladas mediante la intervención directa de libertos o socios complacientes.[138] En ese momento, la clase de los caballeros entra en una crisis de la que ha de salir acrecentada en prestigio y en categoría; en su transcurso, sus integrantes se vinculan estrechamente con el orden senatorial y esconden, muchas veces, los intereses de los patricios; sus intereses no coinciden exactamente con ninguna de las viejas clases antagónicas sino que polarizan los de cierto número de individuos, que sobreponen su beneficio personal a las viejas determinaciones de clase. La clase de los caballeros resulta, pues, inasible: en el plan de Cayo Graco se presuponía el mantenimiento de su antigua raíz plebeya; pero, después de su fracaso, se hizo evidente que se iban entremezclando con ella nuevas influencias, e iban adquiriendo, en consecuencia, nuevas características; poco tiempo después, ya en época de Catilina, podrá definirse el capitalismo como una fuerza sui generis que se descuaja del viejo tronco romano, y que se desentiende de los problemas que la antinomia de patricios y plebeyos planteaba en la vida social.

La formación de este capitalismo ha sido el producto de una lenta transformación de la vida económica romana. Paralelamente, se ha producido una disolución progresiva del viejo campesinado libre, el crecimiento de una urbe urbana muy numerosa, y la aparición de nuevas y diversas posibilidades de vida dependientes de esta nueva actividad económica traída por el capitalismo. Esta dependencia ha polarizado amplios sectores de la plebe en un grupo que se opone al capital en la misma medida en que es subsidiario de él. Sus centros más poderosos son las ciudades, pero sus intereses lo vinculan a los grupos rurales que se sienten estrangulados por el creciente poderío del capitalismo que controla toda la actividad económica.[139]

Esta plebe siente crecer su impotencia política. Después de Saturnino, la lucha fundamental se da entre caballeros y optimates; los capitalistas se resguardan bajo la máscara de la democracia y con ella se oponen al senado, mientras el proletariado es desalojado cada vez más ásperamente hacia una situación de clientela política y social, de la que después le será imposible salir. Esta lucha tiene para los caballeros la ventaja de que pueden, poco a poco, absorber individualmente a sus enemigos, en la medida en que Roma se vuelve hacia el Mediterráneo oriental y hacia su economía internacional. En su ventaja tiene además la posibilidad de atraer hacia su causa, cada cierto tiempo, fracciones de la plebe que no perciben la verdadera naturaleza de esta democracia, o que prefieren a este nuevo amo. Es este conglomerado el que con Mario se opone a los optimates y el que provoca la desesperada reacción de Sila.

La restauración de Sila es, en efecto, el supremo esfuerzo de los optimates por aniquilar las pretensiones políticas de los grupos plutocráticos. Para conseguirlo, Sila se basa en su fuerza militar y en el apoyo que le prestan las viejas tradiciones romanas. Pero en el fondo de la concepción silana se debatía un simplismo suicida; no bastaba con negar las nuevas realidades para que no existieran, y fue muy pronto cuando se comprobó que era efímero el orden restaurado por el dictador. Su derrumbe no fue la obra de un intento revolucionario concretamente dirigido hacia tal fin: los que prepararon Lépido y Sertorio fracasaron y solamente la progresiva canalización de las fuerzas activas impusieron a Pompeyo y a Craso su adhesión a las renacientes fuerzas democráticas, con cuyo auxilio se derogaron las disposiciones básicas de la constitución silana. Este fracaso no aleccionó a los senatoriales intransigentes, quienes no abandonaron su actitud; con Catón el menor —ya en los tiempos definitorios de Julio César— los encontramos por última vez jugando su destino como clase dominadora. Pero su función debía ya ser sólo anecdótica en la historia social y política de Roma. Cada vez más, los términos se polarizaban alrededor de la aventura imperial y los elementos de verdadero valor en la vida política se circunscribían más alrededor del capital y del ejército.

Fue necesario previamente, sin embargo, afrontar otro problema. La situación de la ciudad imperial en sus relaciones con el imperio, y, sobre todo, con Italia, exigió una solución, largo tiempo demorada y sólo aceptada ante la gravedad de los conflictos que se derivaron de su postergación. Planteada la situación de los itálicos por Cayo Graco, fue Druso, en el año 91, quien planeó las medidas definitivas. Una concepción estrecha del problema hizo aparecer la reforma propuesta como peligrosa, y Druso fue asesinado. La guerra de los itálicos comenzó entonces, y sólo fue sofocada por Sila tras duro esfuerzo. Pero la sublevación sirvió para demostrar que el estatuto de Italia era impostergable y se afrontó la situación concediendo el derecho de ciudadanía a los itálicos.

Pero no bastaba, para responder a las exigencias del imperio, con resolver este problema. Otros elementos más importantes pugnaban por lograr en el Estado el papel que parecía corresponderles.[140] Capital y ejército eran, en efecto, las dos fuerzas que importaban fundamentalmente a Roma desde el momento en que decide lanzarse a la formación de un gran imperio. Si pudo subsistir con su antigua estructura rural mientras el área dominada fue próxima y limitada al occidente, la lejanía de las nuevas regiones, su singular naturaleza económica, cultural y social, ponían a Roma en la necesidad de ajustar sus resortes para no enterrar en oriente el prestigio de su conquista occidental.

El ajuste exigía ante todo la transformación de su ejército. Las viejas legiones de campesinos se trocaron poco a poco en los cuerpos de mercenarios, que, en inmenso número, se apretaban alrededor de sus jefes porque —plebe al fin— sólo esperaban de sus generales, interesados en su solidaridad, el remedio de su miseria. Proporcionalmente crecieron los mandos militares en duración, autonomía y prestigio, y el control de los órganos políticos romanos resultó cada vez menos exigente y más ilusorio.

Pero el poderío militar y la política conquistadora exigieron la libre expansión del capital en las provincias como fenómenos nacidos de la misma causa. Las ventajas proporcionadas por Cayo Graco a la clase capitalista, arrebatadas por Sila, son devueltas luego a los caballeros, quienes sólo volverán a sufrir restricciones importantes con César.[141] Pero esta fluctuación de la protección y del control oficial sólo obraba en una pequeña medida sobre la acción del capitalismo en provincias; en realidad, excepto en los negocios de excepción, la acción del capital se encontraba libremente desarrollada, con las únicas limitaciones que los intereses recíprocos imponían a comerciantes y gobernadores.

Resueltos estos tres problemas, la expansión imperial no se vio trabada y las nuevas fuerzas de Roma comenzaron a desarrollarse con un ritmo acelerado.

Al promediar el siglo I, el capitalismo imperialista y el ejército se presentan unidos contra los optimates: el Estado tradicional resulta coercitivo para los caballeros que operan en las provincias y para los generales que aseguran el poderío romano en ellas. Esta alianza —simbolizada en el triunvirato integrado por César y Craso como jefes del partido demócrata y Pompeyo, el general que acababa de organizar el oriente sobre la base de su autoridad militar y de los intereses capitalistas— era puramente negativa y no tenía sentido sino como oposición de las fuerzas “modernas” contra los grupos ultraconservadores de los optimates. Pero el consulado de César del 59, producto de este acuerdo, no deja ya duda sobre lo que significa el antiguo catilinario: admitidas las exigencias de Pompeyo, el resto de su política está destinada a construir para sí mismo un poder militar y a asentar su política indiscutiblemente popular.[142]

El consulado del año 59 significa para los capitalistas —hasta ese momento amparados en la fácil política llamada democrática— una verdadera sorpresa; llevada hasta sus extremos, la política popular no es sino la vieja política tribunicia y la de Catilina. El problema se torna entonces más grave. Si le preocupa la lucha contra los optimates por la posesión del completo control del Estado, mucho más vital le resulta la aparición de una política clasista, destinada a defender los intereses de la plebe que, puesto que no exigía reivindicaciones políticas sino solamente concesiones económicas y sociales, sólo podía dirigirse contra los ricos. El pleito se aclara radicalmente entonces. Contra la plebe, o mejor dicho, contra una política realista, de base militar, y destinada a provocar una defensa de los intereses proletarios, se unen automáticamente los optimates con los caballeros y con Pompeyo. El poder de César crece en Galia y en la misma medida se definen sus planes y los de sus enemigos. El conglomerado unido bajo la inspiración civil de Cicerón y el mando militar de Pompeyo se coloca en una actitud intransigente y César, militarmente seguro, rompe, en el Rubicon, con los últimos reparos formales.

Mientras termina en sucesivas campañas de aniquilar la resistencia del conglomerado que se le opone —Farsalia, Thapsus, Munda— César comienza a estructurar su Estado. Una actitud premeditada le hace romper con aquellas instituciones que más exactamente representan al Estado patricio-plebeyo, tan desvirtuado en el transcurso de los cien años anteriores a él; el senado es subvertido en su composición y rebajado en su valor institucional;[143] el consulado olvidado o reducido a una función meramente formal;[144] las otras magistraturas sometidas a su tutela, junto con los comicios centuriados.[145] Aun cuando sólo admite —de acuerdo a su carácter de autocracia militar— la autoridad de su voluntad, César se esfuerza por dar a los organismos plebeyos el máximo de autoridad, al mismo tiempo que afianzaba su papel en ellos, mediante la obtención de la autoridad del tribuno.[146] Esta consideración formal, que definía su política y la señalaba, daba un cierto carácter legal a las disposiciones de su voluntad, expresadas mediante plebiscitos. Pero en el fondo, César no lo consideraba imprescindible, y en general evitaba todo formalismo. Una conciencia muy clara de sus propósitos daba a sus decisiones un carácter perentorio y ejecutivo. Había en su poder lo característico de la autocracia, regido, eso sí, por un sentido de justicia social y de reivindicación de las tradicionales exigencias de la plebe.[147]

Como en las autocracias helenísticas, César se apresura a elevarse por encima de las luchas de partidos y pone una idea de reconstrucción nacional y popular por encima de toda querella política. Los centros de acción política democrática son disueltos,[148] y la libre discusión de su política, controlada y restringida; la oposición no existe como fuerza organizada y un proceso acelerado despoja a todos los antiguos resortes gubernamentales de sus posibilidades de acción.

Si en la despiadada persecución del senado, de los comicios centuriados y de las magistraturas curules, podía advertirse el sentido de facción que inspiraba su política, una confirmación indirecta podría encontrarse en su acción positiva. Una oposición clara y justa a la acción del capital en provincias marca, ante todo, la amplia visión imperial que caracteriza la política de César;[149] por primera vez, las provincias son consideradas como partes del imperio y no como fuentes de beneficios para Roma. Con la llamada lex Iulia municipalis se da un estatuto riguroso y equitativo a Italia y con la reorganización de las provincias se fija un régimen capaz de asegurar su desarrollo económico sin autorizar la codicia de los funcionarios romanos.[150]

En su política interior se advierte la misma actitud equilibrada para satisfacer las exigencias de la plebe, pero canalizándolas con un sentido constructivo y sin perder de vista las necesidades del orden imperial. Una amplia repartición de tierras públicas y una sostenida preocupación por la capacitación de los humildes para proveer a sus necesidades con dignidad, aun a costa de situaciones creadas, caracteriza los comienzos de la acción social del dictador;[151] en el mismo sentido afronta la cuestión de las deudas, rebajándolas o restringiéndolas,[152] y el socorro del necesitado, en cuya solución adopta igualmente una actitud equidistante de la demagogia y de las exigencias del interés general.[153]

El Estado cesariano no llega, pues, a fijarse en instituciones de gobierno, si bien están latentes en él todas las características del principado; pero en cambio, su obra se cristaliza en una doble serie de normas; por una parte las destinadas a solucionar los problemas de las clases proletarias, antigua base de su política; por otra, las destinadas a estructurar el imperio, sobre la base del bienestar general y de un interés colectivo por el Estado que se sobreponga a los intereses de clase o de partido. De sus dos finalidades, la primera tuvo una validez efímera, gracias a la acción hábilmente negativa de Augusto; en la segunda, Augusto persiguió el asentamiento del imperio vinculándolo a los intereses de las clases económicamente poderosas y militarmente fuertes. Triunfó su política y el imperio se aseguró así más de cuatro siglos de vida.

EL Estado imperial romano

Se ha caracterizado la obra de Augusto —en oposición a la de César— como una vuelta a la tradición occidental y latina.[154] Frente al olvido voluntario de las formas jurídicas y al desprecio no disimulado por las convenciones y las normas de sus mayores, característicos de César, y que definen su poder como una autocracia de sentido oriental, Augusto orienta su política hacia una restauración de las instituciones y hacia un encuadramiento de las funciones del Princeps —a las que no pensaba renunciar— dentro del marco de la constitución tradicional. La escena del 13 de enero de 27 antes de J. C. es simbólica: Augusto devuelve al senado sus poderes extraordinarios y sólo acepta las atribuciones que puede tener dentro de la constitución.[155] Pero el momento elegido para deponer teóricamente su autoridad omnímoda, era, precisamente, el momento de la culminación de su poder personal de hecho: una sólida base militar, un prestigio político inmenso, una indiscutida autoridad personal, ponen a Augusto a cubierto de cualquier sorpresa en el senado y, a su magnánima renuncia, el senado responde con una entrega total de poderes, que a través del tiempo se va formalizando con la investidura de todas las magistraturas fundamentales.[156]

Seguramente ha sido la lección de los Idus de marzo la que enseñó al joven Octavio su línea política. El poder militar sobre cuya base actuaba Julio César, era el resultado de un proceso histórico muy concreto, que no era posible desviar sin grave riesgo. Había surgido como resultado del desarrollo imperialista, y estaba, en consecuencia, atado a otros fenómenos del mismo proceso, y, muy especialmente, al crecimiento del capital. Cuando la dictadura cesariana pone al servicio de viejas reivindicaciones populares la fuerza militar, se polariza contra ella un conglomerado de fuerzas que reconocen como divisa común la protección de los intereses de las clases ricas, en cuyo provecho se había realizado la conquista imperial. Premeditadamente olvidado de este hecho, César realiza la vieja aspiración de los grandes jefes populares, de Cayo Graco y de Catilina, sirviendo con la fuerza —como lo hiciera en su consulado del 59— los intereses de las clases populares. La coalición capitalista que arma el brazo de Bruto vuelve a poner el poder personal al servido de las fuerzas de cuyo desarrollo había surgido.[157]

Tras el efímero pasaje de Marco Antonio, Augusto se apodera con mano segura del poder. La lucha por su obtención llenó un importante periodo de su actividad, fechado desde el momento en que aparece reivindicando la herencia política de Julio César, hasta la batalla de Actium. Eliminados todos los competidores, Augusto se siente seguro de su autoridad personal indiscutida tanto como del apoyo militar que lo mantiene. A partir de ese momento, Augusto plantea los grandes problemas de Estado. El poder personal, ahora logrado para él, constituirá el instrumento de una organización general del imperio, concedido, sobre todo, en función de ciertos intereses. Para lograrlo en forma precisa, Augusto establece con carácter oficial una jerarquía social, en donde la clase senatorial y la clase ecuestre se distinguen exclusivamente por el monto de su renta.[158] Bajo los nombres equívocos de antiguas categorías sociales, Augusto clasifica a los poseedores de acuerdo con un estricto y único principio timocrático, ya que nada quedaba de las antiguas estructuras sociales.

De estas clases salían los funcionarios imperiales, y sus miembros gozaban de determinados privilegios oficialmente establecidos. Augusto comienza con ellos a crear una rigurosa centralización administrativa destinada a crear, por primera vez, un poder de control verdaderamente eficiente. Las provincias entran así en un plan general de gobierno, que separa las provincias pacificadas y de régimen regular de las provincias en donde todavía la acción de Roma se ejerce por intermedio de la fuerza militar; Italia es dividida igualmente en un cierto número de circunscripciones administrativas, y en Roma se fija el centro de la burocracia imperial. A su frente están hombres salidos de esas mismas clases privilegiadas, impuestas por Augusto y fieles al plan del emperador de devolver al cuerpo cívico romano el beneficio del imperio.[159]

Por debajo de esas dos clases privilegiadas —sólo separadas entre sí por el monto de las fortunas— queda agrupada una inmensa población, la plebe, que, cuando no formaba parte de los cuadros de trabajadores rurales o urbanos, constituía la masa de menesterosos o llenaba las filas de los ejércitos mercenarios. Esta plebe sólo influía en el manejo del Estado, cuando, integrando los ejércitos, pesaba con su presión tumultuosa en los momentos decisivos; normalmente, en cambio, su papel era absolutamente nulo en el Estado. El imperio adopta frente a la plebe una actitud indiferente; Augusto acrecienta el número de los que recibían beneficios del Estado —fijado por Julio César en 150.000 y llevado por él a 200.000— pero no se adopta una política precisa destinada a defender los intereses de la plebe o a procurar la canalización de ciertos problemas que indefectiblemente modificaban cada cierto tiempo su situación. En el transcurso del principado, alguna vez volvió la plebe a tener en los emperadores un protector eficaz, como Trajano,[160] pero la solución de los problemas básicos que le afectaban no volvió a ser tema de preocupación para el Estado romano.

Augusto ejercía su poder discrecional dentro de los marcos legales tradicionales. Basado en el ejercicio del poder tribunicio y del imperium proconsular, Augusto posee una autoridad omnímoda dentro de un orden legal. Una lex regia transmite al príncipe toda la potestas y el imperium del pueblo,[161] y por ella delega para siempre su soberanía. A este fundamento jurídico corresponde la desaparición de hecho de los comicios, quedando solamente como complemento de la autoridad del princeps el senado, constituido por los representantes de los grupos privilegiados en el Estado.

Senado y princeps representaban los dos elementos fundamentales del imperio; el elemento civil lo constituía el grupo poderoso económicamente, celoso de sus privilegios, y aliado del poder militar para la consecución y el mantenimiento del imperio; el elemento militar lo constituía el princeps como representante del ejército, impuesto generalmente por él y depuesto generalmente con su intervención. El equilibrio entre ambos representaba una dificultad que ya Augusto había entrevisto y que debía constituir la falla del régimen: el poder militar reivindicaría para sí el ejercicio de la fuerza y destruiría todo principio de diarquía, tal como lo postulaban las fuerzas económicas y sociales a quienes representaba el senado.

Esta posibilidad implícita en la organización imperial fue pronto convertida en realidad. El elemento militar comenzó ya en el siglo I a asaltar el Estado y provocó la terrible crisis del año 68.

Después de la muerte de Domiciano el senado consiguió imponer a uno de los suyos e iniciar así una época de gobierno civil, moderado y liberal, que cubre el transcurso del segundo siglo; al finalizar, el régimen del principado llega a su término. Después de Cómodo, el poderío militar vuelve a acentuarse y el imperio cae en sus manos; pero no era ése el peligro mayor; el imperio perdía ahora su vieja personalidad latina; el principio de Augusto de mantener el viejo hogar romano para impedir la disolución de la latinidad del imperio quebró definitivamente después del siglo II, cuando el oriente comienza a influir activamente en la organización imperial. A la influencia del mando militar se suma entonces la influencia de las autocracias orientales, y, muy en especial, del imperio parto, poderosísimo a partir del siglo III por la acción de una nueva dinastía. De esa acción conjunta, el antiguo principado sufrirá una influencia deletérea. Si el principado se había constituido con el compromiso del poder militar y el capital imperial, el segundo se verá ahora desalojado por aquél; lo que había sido solamente el instrumento de la conquista y de la explotación se convierte ahora en el factor predominante; el Estado imperial se desvirtúa progresivamente —aun a pesar de las excepciones— y desemboca en un régimen de fuerza que lleva implícita su propia destrucción. Cuando el imperio comienza a ceder posiciones fronterizas inicia la era de las desmembraciones que debe terminar definitivamente con la unidad política del imperio.

III. LAS FACCIONES Y LAS FORMAS ESTATALES

Un proceso histórico concreto conduce a cada una de las formas de Estado vigentes en el mundo heleno-romano. El resultado ha sido, pues, constituir ciertas estructuras más o menos duraderas, destinadas a transformar en situaciones de derecho lo que originariamente no eran sino situaciones de hecho. En rigor, ocurre que las situaciones de hecho, en efecto, logran establecer un orden jurídico indiscutido, cuya estabilidad se intenta asimilar a la estabilidad de la nación misma.

En el Estado, el orden jurídico se expresa en un conjunto de instituciones, históricamente determinables, en las que cristaliza el régimen económico y social que postulaban los grupos predominantes. Una observación atenta de las estructuras estatales permite descubrir —con las limitaciones que imponen las fuentes— qué grupos intervienen en su gestación y cuál ha sido el comportamiento de las facciones con respecto al Estado.

LA FACCIÓN POR DEBAJO DE LAS FORMAS ESTATALES

Cada forma de Estado corresponde a una aspiración político-social, de la que es portador un determinado grupo. Su realización se logra no sólo por la conquista del poder político, sino por la imposición de un determinado régimen institucional, en el que se legalizan ciertas relaciones, ciertos privilegios, buscados por el grupo dominante. El Estado adopta así una de las diversas formas de gobierno en que se esquematizan las relaciones entre los grupos permanentes de la sociedad, introduciendo en su conjunto legal e institucional las modificaciones particulares que —dentro del esquema general— exija la situación concreta que se afronta.

Pero en todo caso, lo típico e importante es la fidelidad del régimen institucional con respecto al tipo de conglomerado social que logra imponer su ideal político.

Este conglomerado social no es, generalmente, un partido político. Si dentro del engranaje de la vida normal los partidos actúan libremente y mantienen su estructura, el proceso que conduce hacia una transformación institucional cualquiera, por haber sido antes un proceso de transformaciones sociales, ha incluido en su acción modificadora al propio instrumento de su acción social y política. El partido político como tal se transforma también. Sus puntos de vista, imprecisos y espontáneos, sobre algunos problemas fundamentales de la comunidad, comienzan a concretarse en fórmulas cada vez más circunscritas y precisas a medida que se hace más verosímil su aplicación inmediata. Las modalidades de la acción se transforman también. En la periferia del partido político se constituyen los pequeños grupos de acción, cuya exigencia de realidad los pone en contacto con otros elementos sociales, que la masa de sus partidarios no considera como tales. El pequeño grupo de acción constituye alianzas con otros grupos, no buscándolas en los postulados básicos —porque en ese caso bastaría con la anexión al partido originario— sino tratando de establecer coaliciones con los que coinciden en las mismas fórmulas, aun conscientes de su radical diversidad de intenciones y de doctrina.

Las fórmulas prácticas, que originariamente eran, pues, resultado y expresión fiel de una voluntad anónima, se transforman entonces en convenciones equívocas y transaccionales, que permiten mantener el apoyo de los antiguos partidarios y contar, además, con la connivencia de otros elementos, fuertes en sentido económico, social o político.

Esta deformación del partido político hacia el conglomerado constituido sobre una fórmula práctica, equívoca y transaccional, lleva a la constitución de la facción. Con los caracteres que se señalarán más adelante, la facción —más eficaz prácticamente que el partido político— se apodera en un momento dado del poder e impone aquellas soluciones concretas e inmediatas. Detrás de ella, fuerzas económico- sociales ocultas se aseguran posiciones que no estaban previstas en el anhelo social originario, a cuyo calor se formó el partido político de cuyo seno debía salir la facción.

Cuando la facción llega al poder, su acción tiende a lograr la consolidación de sus posiciones mediante una estructuración institucional. Para comprender su íntimo sentido es necesario tener permanentemente presente el doble punto de vista de lo político y de lo económico-social. Las fórmulas en las cuales se concretaban los viejos ideales de partido o de clase, dan lugar a una determinada institución política, dentro de la cual el ejercicio de la acción ciudadana aparenta coincidir con la aspiración social originaria. Pero esa fórmula puede estar o no apoyada por una correspondiente transformación de la trama económico-social, y sólo en caso de estarlo aquella modificación altera seriamente la estructura político-social. La política de facción, en cambio, procura explotar el divorcio de lo político y lo económico- social. Mientras se da cumplimiento a la exigencia formal, que postulaba cierto tipo institucional, se posterga la modificación del fondo económico-social, para satisfacer la exigencia de los grupos generalmente más poderosos que la masa anónima y sólo coincidentes con ésta en aquellas transformaciones formales.

La historia de los Estados oligárquicos nos muestra un principio económico-social de selección creciente. Los oligarcas espartanos integran un cierto cuerpo institucional, de cuya voluntad depende el Estado; pero dentro de él, un proceso económico-social ha producido una selección de minorías entre los oligarcas. Un pequeño grupo sustrae sus atribuciones a los cuerpos donde se congrega la totalidad de los ciudadanos, y las deposita poco a poco en cuerpos más reducidos, en los que se refleja más fielmente esta nueva oligarquía dentro de la oligarquía. Este pequeño grupo, que desnaturaliza las instituciones, ha desnaturalizado previamente sus fundamentos económicos, haciendo posible el enriquecimiento de algunos y estableciendo contactos sospechosos para la mayoría. A esta política de facción corresponde otra, provocada por aquellos que ejercitan magistraturas ejecutivas y que aspiran a movilizar a las clases menospreciadas en el sentido de su política antioligárquica. En este sentido coincide la tradición de Rómulo con la historia de Agis o de Cleómenes.

El Estado patricio-plebeyo romano resulta de un acuerdo logrado sobre la base de una fórmula política e institucional. El acceso de los plebeyos a las magistraturas, que podía ser un arma para la plebe actuando como tal, sólo interesaba a los plebeyos enriquecidos, en tanto que eran otras reivindicaciones las que interesaban a la plebe desheredada; en efecto, el ejercicio del poder, así como la fuerza legal obtenida para los plebiscitos por la ley Hortensia de 287, pudieron ser las armas entregadas a los plebeyos para su liberación, pero el mantenimiento de ciertas situaciones económico-sociales impedía una acción segura y eficaz. Los optimates, que habían perdido el control de la legislación romana en el recinto de la curia, conservaban en cambio el control de los ciudadanos en las campañas tanto como en las ciudades. Circunstancialmente, podía la plebe organizarse y respaldar a un conductor enérgico y decidido para que realizara una política antisenatorial, pero una acción lenta y metódica permitía luego a los optimates anular o restringir aquellas conquistas. Sobre esta seguridad solamente se forma entre los optimates un grupo transaccional, que descubre la posibilidad de colaborar con cierto sector plebeyo para ceder algunas prerrogativas políticas, asegurándose en cambio la limitación de las aspiraciones económicas y sociales por parte de cierto sector de la plebe. El cuerpo jurídico que llamamos Estado patricio-plebeyo es el producto de la política de un conglomerado constituido sobre la desvirtuación de ciertas fórmulas institucionales, para responder a los intereses de los grupos aliados, coincidentes en abandonar una política de privilegios sociales o de aspiraciones intransigentes, en beneficio de la consecución de un statu quo económico y social. Reacción contra esta política transaccional es otra política de facción desarrollada por los optimates extremistas, encabezados por Apio Claudio, el Censor, aliados con la plebe más humilde, que renunciaba a todas sus conquistas políticas con tal de encontrar —aun en la situación de clientela— una solución a sus problemas económicos.

En los tipos estatales autocráticos, de base militar, puede observarse siempre un fenómeno social, de caracteres variables pero uniforme en su resultado: la formación de grandes masas militares mercenarias. Independientemente de otros procesos, puede afirmarse que es imprescindible la existencia de situaciones sociales que faciliten esta formación para que se den las autocracias militares de tipo imperial. La formación de una plebe paupérrima, generalmente incapaz de crear una familia, capaz en cambio de desarraigarse del suelo, es el resultado de un proceso de concentración capitalista y de concentración urbana. Capaz de crear esta situación social, este proceso también lo era de producir los elementos de la facción imperialista. Los jefes militares que aseguraban el dominio territorial, se aliaban a los grupos capitalistas que explotaban las nuevas provincias, y a veces, se daba en las mismas personas la organización financiera y el mando militar. Esta nueva facción se integraba con elementos desgajados indistintamente de todas las clases, porque su peculiaridad consistía en responder a un esquema nuevo, “moderno”, en donde se reduce a sólo dos términos —ricos y pobres— el problema social, originariamente más complejo.

Otro tipo autocrático —el que constituyen los tiranos griegos— proviene de un planteo semejante, pero se afronta con un sentido diverso y muy definido. La facción se constituye sobre la base de las clases no eupátridas, y se entrega en manos de los grupos ricos —enriquecidos en dinero, en el transcurso de la colonización o en el ejercicio de actividades derivadas de ellas— la alianza de ricos y pobres. La imposibilidad de una alianza de eupátridas y ricos impide que la facción se desvirtúe a corto plazo, pero impide también que el régimen de los tiranos fragüe en un régimen institucional. El régimen de los tiranos es, por eso, más fiel a sus principios y cumple, en consecuencia, su programa social y económico. Pero no pudiendo los ricos —integrantes de las nacientes dinastías— apoyarse en otra fuerza que no sea la de la masa popular, es ésta quien domina a corto plazo la situación, y del régimen de los tiranos se desprende casi siempre un régimen democrático. El régimen democrático es, en efecto, la estructura institucional en donde se canalizan y afirman las conquistas populares aseguradas por los tiranos y sólo en algunos casos se ven desvirtuadas en alguna medida por grupos ricos o aristocratizantes.

LOS CARACTERES DE LA FACCIÓN

Un análisis atento de la realidad social, objetivo y profundo, nos muestra que, por debajo de toda clase de agrupaciones creadas por la voluntad social del hombre, se hallan agrupaciones espontáneas, constituidas por todos aquellos individuos que se encuentran en semejantes condiciones con respecto a sus posibilidades de vida y con respecto a las posibilidades que poseen otros en su mismo medio. Estos grupos espontáneos, sin organización, sin estructura institucional, constituyen clases sociales cuyos caracteres varían profundamente con los lugares y con las épocas. El mundo heleno-romano presenta dos series de grupos con consistencia de clase social: uno determinado por el origen —étnico, social, a veces religioso— y otro determinado por la riqueza.

Cuando las clases sociales luchan en situación de relativa igualdad por la imposición de determinados regímenes, se las ve estructurarse de cierta manera, hasta constituir un cuerpo de existencia jurídica, unitario en sus resoluciones y en sus actitudes; con las clases sociales, o con elementos de ellas, se constituyen los partidos políticos, coincidentes en admitir la organización constitucional existente, como un marco tolerable dentro del cual se da la lucha por la imposición de determinadas direcciones políticas.

A veces los partidos políticos llegan a coincidir exactamente con una clase social y aspiran a integrar el Estado, con exclusión de todo otro elemento. A esta actitud corresponde un repudio de toda posición transaccional y aun del marco constitucional existente. Actitud netamente revolucionaria —verdaderamente revolucionaria—, su aspiración consiste, no en modificar la dirección impuesta a determinado régimen sino en modificar las relaciones establecidas entre los diversos elementos que integran la comunidad.

Otras veces, en cambio, el problema se plantea en otros términos. Un partido político o una clase social ha elaborado un ideal económico, social o político, para cuya consecución se considera impotente o cuya hora encuentra lejana. La elaboración ideal de este programa de reivindicaciones se concreta con el tiempo en una serie de fórmulas de cuyo contenido está muy seguro el grupo autor. Pero las exigencias de la acción ponen en manos de minorías directoras la ejecución del programa de reivindicaciones. Por un proceso lento y subterráneo, los medios se transforman en fines, y la imposición de aquellas fórmulas políticas o institucionales aparece como el punto fundamental del plan de acción; todo el contenido social y económico que les daba valor comienza entonces a perder sentido o urgencia, y la lucha se concentra alrededor de una exigencia de poder, de una exigencia política. Originariamente, esta exigencia era la condición indispensable para imponer nuevos rumbos económicos y sociales, pero las necesidades de la acción obligan a postergar esta segunda parte y es sólo la consecución de poder lo que moviliza al grupo político.

Planteada en estos términos, la lucha por el poder desnaturaliza su impulso primero; con olvido de los móviles que inspiraron esa exigencia, el grupo que encarna esa postura política establece conexiones con otros grupos de muy diversos intereses económicos y sociales, pero coincidentes en la aspiración a esa fórmula institucional por cualquier razón circunstancial. Este conglomerado constituye una facción.

La facción no es, pues, ni una clase social ni un partido político. Social y políticamente constituye un conglomerado, impreciso y de base equívoca, un poco consciente de su debilidad y de lo efímero de los lazos que lo sujetan. Sus vínculos no son sino compromisos circunstanciales que agrupan elementos heterogéneos alrededor de una acción concreta y determinada, en momentos en que frente a ella se estructura una alianza de semejantes caracteres para defender principios antitéticos.

Porque lo característico de la facción es ser polémica; no coincidiendo con una clase social ni con un partido político, falta a su base algo duradero y firme que garantice la perduración de sus respuestas a los problemas básicos de la convivencia. Sus respuestas, en consecuencia, son generalmente negativas y responden de manera radicalmente dispar a un problema que es común a las facciones opuestas. La polarización de las facciones se realiza alrededor de una cuestión que les es común: problemas económicos, sociales, políticos o religiosos, se plantean con caracteres de urgencia y el conglomerado se constituye en breve tiempo sobre la base de una solución excluyeme y radical. Esta coincidencia es pues una terrible oposición en el fondo y abre un abismo insalvable entre los dos grupos.

Lucha de facciones, en este sentido preciso, muchos hechos históricos pueden parecer para el observador fenómenos de otro carácter; unas veces se presentan como rivalidad de individuos, figuras prominentes en quienes encarnan las facciones pero sólo a condición de que las expresen con fidelidad; otras, como lucha de creencias o principios o simplemente de intereses, dinamizados por una voluntad directora. La lucha de las facciones es todo esto, pero es, además, otra cosa: no siendo la facción una entidad histórica permanente sino circunstancial y variable, lógico es que no pueda reducirse a un principio fijo el móvil de su acción.

En efecto, la facción actúa movida por un determinado interés, por un determinado principio, por una determinada orientación política. Pero todo eso ha dejado de fluir libremente del curso de la historia, del juego de los problemas vivos, para anquilosarse en un principio hermético, para expresarse en una fórmula estrecha, para sintetizarse en un esquema teórico. La facción tiene una concepción cerrada de la vida social y de los problemas contemporáneos; la solución no se deriva ya de situaciones reales planteadas, como anhelos espontáneos o como esperanzas inmediatas, sino que se expresa como resumen teórico extraído de una larga experiencia reducida a ideas, y que puede expresarse en fórmulas concretas y simples, destinadas a servir para una prédica eficaz y categórica. La facción organiza así su línea general. No hay hechos nuevos que puedan desvirtuar la posición tomada, y los nuevos clamores espontáneos de aquellos mismos que crearon este estado de inquietud social, suelen parecer contrarrevolucionarios o por lo menos imprudentes. La línea general proporciona un arma de fácil manejo para la propaganda, y la facción dedica a la propaganda un cuidado especial. Sobre la base de su claridad y de su sencillez es tarea fácil señalar al enemigo, al réprobo o al traidor.

Pero esta línea general sólo alude a aquel esquema social y político alrededor del cual se mueve la facción. En cuanto a su contenido vivo, en cuanto a la finalidad perseguida, en cuanto a los problemas que originariamente intentaba resolver esta actitud de la facción, el conglomerado que la integra no es rigurosamente unánime. La fórmula política permite la formación de frentes constituidos con elementos de diverso origen y sobre esa coincidencia se forma la facción. Mientras dura la lucha por el poder la facción se mantiene unida y solidaria. Basta el triunfo para que la facción se desmorone, porque los elementos que la integraban reivindican contenidos distintos para la acción de fondo, vinculada a problemas económicos y sociales.

Llegada al poder, en efecto, la facción hace una política destinada a imponer sus postulados y a hacer servir el Estado a los intereses de la facción: ninguna consideración por el enemigo o por el neutral y ninguna transacción después del triunfo. Este carácter hacía del gobierno de la facción un gobierno temible para los que no eran miembros de ella, y, muy especialmente, para los miembros de la facción adversa. Porque, en efecto, la facción no reconoce más obligaciones que las que tiene para con la facción misma, y las obligaciones que se derivarían de la nacionalidad son repudiadas u olvidadas. El vínculo de nacionalidad es en esos momentos muy inferior en prestigio al de facción, y se busca en cambio el contacto con los extranjeros que participan de posiciones semejantes frente a problemas políticos o sociales. De esta tendencia intemacionalista de las facciones proviene la formación de ligas o confederaciones, en las que los Estados de tendencia pareja se reúnen para auxiliarse mutuamente y asegurarse la estabilidad en el poder. En ese momento, la conexión entre facciones homologas es más estrecha y más profunda que todo vínculo nacional.

Por encima de toda preocupación nacional, la facción luchaba con todas las armas por su propio destino. Donde prevalece el espíritu de facción aparece el realismo político, basado en una concepción pesimista del hombre, a quien sólo es posible dominar como se domina a un irracional. Para imponer la línea general, para asegurar después la permanencia de las posiciones conquistadas, la facción recurre a una política de violencia libre de todo freno, recurre también a la dictadura, en la que se delega, aunque vigilándola de muy cerca, la función ejecutiva, y adopta, por sobre todas las cosas, una política de despreocupación con respecto a pactos y principios, admitiéndose como precepto único el interés de la facción.

Ajustando su acción a estos caracteres, la facción desarrolla una política que da el tono a una época y crea las circunstancias históricas y sociales que muy luego —en caso de que su obra haya sido duradera— se han de estructurar en un orden institucional, de pretendida validez universal y de cuyo origen se procura borrar cuanto alude a situaciones de fuerza provocadas por la lucha de las facciones.

LA FACCIÓN COMO CLASE DIRECTORA

Fiel a su naturaleza de conglomerado sin nexo íntimo, la facción se disgrega con el ejercicio del poder. Los diversos elementos que la integran exigen la satisfacción de sus demandas y uno entre todos elimina a los demás o se asegura el predominio. El proceso se presenta muy diverso, pero en su faz más frecuente aparece como una eliminación de los elementos extremistas, generalmente los más puros de la facción; los elementos revolucionarios quedan así fuera del grupo dirigente y los elementos más moderados son los que emprenden la tarea de fijar el contenido definitivo de la nueva política.

Preocupación primera de la facción en el poder es establecer el privilegio de Estado a favor de las concepciones que sostiene. La concepción que la facción sostiene del Estado, de la política y de sus contenidos económicos y sociales se transforma rápidamente en el patrimonio del Estado mismo y la facción defiende su pureza y castiga los ataques que se le infieren. El principio de Estado da entonces a la política de facción un carácter oficial y coloca automáticamente en situación desventajosa a todas las heterodoxias. Rápidamente, la política de facción se cristaliza en instituciones jurídicas de valor permanente, en las que, en mayor o menor medida, se refleja el contenido económico-social del grupo predominante dentro de la facción triunfadora.

A esta oficialización de un régimen político —con la consiguiente eliminación de muchos de los elementos tolerados primitivamente— corresponde la formación de nuevos fermentos revolucionarios. Frente a ellos la facción adopta una actitud enérgica e implacable. Sobre el prestigio del régimen triunfante, la facción condena los nuevos retoños, hijos de su propio plan revolucionario, con más energía que las viejas formas que intentan reaccionar. Transformada en clase dirigente, la facción intenta por todos los medios destruir el recuerdo del origen revolucionario de su autoridad y procura confundir la vigencia de su política con la existencia misma del Estado. Una vez asentada en el poder, su acción se destina a disolver su conglomerado en el conjunto de la nación misma. Esta labor supone el desmembramiento de la facción.

Para confundir el tipo político impuesto por la facción triunfante con el Estado mismo, la facción procura sobreponer a la noción de Estado como forma política la noción de Estado como nacionalidad y como soberanía. Para lograrlo desvirtúa sistemáticamente los orígenes, mediante una propaganda literaria oficial que produce una historiografía de facción. Sobre la base de una documentación capciosa la historiografía —interesada o no— establece una verdad oficial sobre los hechos y transforma la política de la facción en la política nacional por excelencia. Un análisis atento advierte, en los procesos históricos por los cuales se constituyen las diversas formas estatales, los elementos de facción, que quedan ocultos en los esquemas que las fuentes antiguas nos ofrecen para explicar su origen.

NOTAS

* El objeto de estas lecciones -dictadas en el Colegio Libre de Estudios Superiores [en 1936] y publicadas en “Cursos y Conferencias”- ha sido exponer un punto de vista rico en posibilidades para la comprensión del Estado antiguo: no pueden tener, en consecuencia, la pretensión de ahondar la investigación en cada una de las formas políticas que se analizan. El estudioso a quien le interese este problema puede utilizarlas como un plan de trabajo. Se agregan las referencias de las fuentes indispensables, así como la bibliografía más general, advirtiéndose que en las obras de Glotz y Cohen, Pais, Carcopino, Busolt y Swoboda, De Sanctis, Niese, etc., que más frecuentemente se citan, se hallará la bibliografía particular para cada tema, así como la discusión de casi todas las cuestiones planteadas.

1 Para el Estado griego: G. Busolt y H. Swoboda, Griechische Staatskunde, 1926; H. Swoboda, “Staatsaltertümer”, en Hermann, Lehrbuch der griechische Antiquitaten,6a ed., 1913; G. Glotz, La cité grecque; A. Croiset, Les démocraties antiques, 1909; Francotte, La polis grecque, 1907; Wilamowitz-Moellendorf, U Staat und Gesellschaft der Griechen, 1923. Para el Estado romano: T. Mommsen, Roemische Staatsrecht, 1887-1888; Willems, Droit public romain, 1910; Homo, Les institutions politiques romaines, 1927. Se consultarán también las historias de las ideas políticas de Dunning, Janet, Get tell, etc. Sobre el pensamiento político de los filósofos griegos, se consultará: Ueberweg, GeschichtedesPhilosophie; T. Gomperez, Griechische Denker, 1903-1909; Zeller, Die Philosophie der Griechen; Robmy La pensée grecque, 1923. Sobre los conflictos sociales y políticos se consultará principalmente el trabajo de R. von Pöhlmann, Geschichte der sozialen Frage und des Sozialismus in der antiken Welt, 1925.

2 Véase José Luis Romero, “Sobre el espíritu de facción”, en Sur, núm. 33, 1937. En las últimas lecciones se intenta caracterizar más precisamente esta noción.

3 Arist., Pol., i, i, 9.

4 Arist., Pol., i, i, 6.

5 Arist., Pol., i, i, 7.

6 Arist., Pol., i, i, 11.

7 Platón, Gorgias.

8 Platón, Rep., ii; Crit., Siso sat., (25 Sext., ix, 54); Anónimo de Giamblico.

9 Plat., Rep., i.

10 Plat., Pol., v.

11 Plat., Leyes, iii, xi.

12 Plut., Numa, iv.

13 Plat., Leyes, iv, vi. Arist., Pol., iii, xi, 4.

14 Pol., vi, IX y LIX.

15 Toda la preocupación del Estado ideal platónico es liberarse de la determinación económica que rige a los Estados empíricos.

16 Arist., Pol., iv, caps, iv-vii.

17 Arist., Pol., ii, cap. iv, passim.

18 Arist., Pol., vi, iii, 11-14.

19 Plat., Rep., iv y viii.

20 Arist,, Pol., vi, iii, 15.

21 Arist., Pol., iii, v, 7.

22 Plat., Rep., viii.

23 Arist., Pol., vi, ix, 18.

24 Arist., Pol., viii, viii, 18.

25 Arist., Pol., iii, v, 7.

26 Arist., Pol., vi, m, 3.

27 Arist., Pol., iii, i, 13.

28 Arist., Pol., vi, caps, i-iii.

29 Plat., Rep., viii.

30 Arist., Pol., ii, ix, 2.

31 Arist., Pol., ii, iii, 10-11.

32 Polibio, vi, ix.

33 Polibio, loc. cit.

34 Cic., Rep., lib. i, xxiv-xlv.

35 Polibio, xiii, i a.

36 Polibio, ii, xxi.

37 Cic., Leyes, lib. iii, x.

38 Polibio, vi, ix y xvi.

39 Cic., Rep., loc. cit.

40 Plat., Político, passim.

41 Plat., Leyes, passim.

42 Glotz, H. Gr., i, cap. iii, passim.

43 El movimiento de pueblos en cuyo transcurso se establece esa po-blación en el continente se fecha hacia el año 3000 a.C.: Glotz, op. cit, i, p. 68.

44 La tradición griega conocía muy oscuramente su pasado lejano. No tenía de Creta y de Micenas sino muy vagas nociones legendarias: Ilíada, ii, 649; iii, 233; xiii, 453; Odisea, xix, 172; Plutarco., Teseo, passim; Her., i, 171-173; iii, 122; Arist., Pol., ii, vii, 2.

45 Kipselos era hijo de una mujer de la familia doria de los Baquiades y de un Lapita; pertenecía, pues, a la raza eolia, predoria; Ilíada, vi, 154; Pind., Od, xiii, 68; Her., v, xcii; Tuc., iv, 42.

46 Ortágoras era, por su origen, un miembro de la cuarta tribu de Sycione, en donde las tres tribus dorias eran las privilegiadas. Como predorio, encarnaba el odio de razas contra sus señores conquistadores. Desde el cargo de polemarca, al que lo había llevado su talento militar, así como su popularidad, se apoderó del poder. Su descendiente Clístenes emprende una terrible campaña contra la minoría doria, destinada a desterrar su influencia racial y su organización oligárquica; Her., x, lxvii-viii.

47 Los penestes constituían la clase dominada en Tesalia; Arist., Pol., vi, 2-3.

48 Arist., loc. cit.; Plut., Lic., xxviii.

49 En Mileto, además de las cuatro tribus jonias, existían dos tribus subordinadas, los Boreis y los Oinopes, en las que se entremezclaba una población heterogénea. A comienzos del siglo iv comienza una larga lucha civil, en la cual a la Plutis se opone una facción compuesta por los desposeídos y a la cual se le llamaba con el nombre de una población indígena, los Gergithes. Plut., Quest. Gr., 32, p. 298 c.; Pöhlmann, Gesch. der soz. Frag., t. i, p. 133; Glotz, H. Gr, i, 277-278. En Samos, además de las cuatro tribus jonias, había dos o tres tribus para la población indígena. Rev. des Ét. Gr., t. xiii, 1900, p. 149; Glotz, op. cit., i, p. 279.

50 Polibio, vi, 45, 3; Plut., Lic., viii.

51 Sobre los perioikis espartanos, Glotz, op. cit., i, 352; Busolt, Griech. Staatskunde, t. ii, pp. 633 y ss.; sobre la perioikis en general, Guiraud, La propriété fonciére en Grèce, lib. ii, cap. ii, pp. 160 y ss.

52 Glotz, loc. cit.; Guiraud, loc. cit.

53 Arist., Pol., ii, 6, 10-11.

54 En Odisea, ii, 25 y ss., sorprende cómo durante la ausencia de Ulises no se ha convocado al agora nunca. Al desaparecer el jefe consagrado, cada genos recobra su autonomía.

55 Sobre los Thiases y los Orgeons atenienses, asociaciones de grupos prehelénicos, primero rechazados y luego incorporados al Estado, véase Filocoro, Fr. 94 en F. H. G., i, p. 399; Glotz, op. cit., pp. 395 y 414.

56 Fustel, La cité antique, lib. iii, caps, i-iv, passim.

57 Glotz, La ciudad griega, ed. esp., p. 12.

58 Glotz, H. Gr., i, p. 420.

59 Jen., Hell, vi, 1, 8, nos dice que en Tesalia por cada caballero que formaba el ejército solamente había dos hoplitas, de donde puede afirmarse que el número de esos colonos libres era muy escaso.

60 Plut., Sol., ii; Her., ii, 135.

61 En Mileto, por ejemplo, se reconocían como grupos diversos dentro de la Plutis, los que buscaban el “cuerno de Amaltea”, o sea, los que explo¬taban la tierra, los industriales y los aeinautai; véase Glotz, H. Gr., i, pp. 232 y ss. y 278; Ciudad griega, ed. esp., p. 88; Pöhlmann, op. cit., i, p. 133.

62 La irritación que produce en la nobleza tradicional el poderío y las exigencias de los nuevos ricos se refleja especialmente en los poetas. Theognis, 53 ss.;157; 173; 185 ss.; 349; 361; 662; 677 ss; Alceo, Fr 18-20; 49.

63 Arist., Pol., II, vi, i, passim; las noticias más seguras y completas que poseemos de la estructura social y política de Creta son las que nos dan las leyes de Gortina; véase Dareste-Haussoullier-Th. Reinach, Inscriptiones juridiques grecques, t.i, 3er. fasc., 1899, y Busolt, op. cit., t. ii, pp. 737 y ss.

64 Sobre Xilón, su existencia y su acción, Glotz, H. Gr., i, p. 373.

65 Plut., Lic., ix.

66 Jen., Hell, iii, 3; Glotz, op. cit., i, 364; Busolt, op. cit., t. ii, p. 693.

67 Plut., Lic., xxvi; Arist., Pol., ii, vi, 17 ss.

68 Sobre el complot de Kinadon, Jen., Hell, iii, 3; Fustel, op. cit., p. 410; Pöhlmann, op. cit., i, p. 349.

69 Las fuentes muestran a Solón como un caso típico de un eupátrida vinculado a los mesoi por sus intereses. Sobre el sentido de la legislación soloniana, José Luis Romero, “Imagen y realidad del legislador antiguo”, en Humanidades, xxv, 1936.

70 Esa reforma estaba cumplida en Atenas antes de Solón. Busolt, op. cit., t. ii, pp. 820-821.

71 Glotz, op. cit., i, 242-44; Euforion, fr. i (F H. G., t. iii, p. 72).

72 Arist., Pol., viii, ix, 2-9; Plat., Rep., viii, p. 566, a.

73 Algunos textos importantes para el estudio de la política de los tiranos son, para Kipselos de Corinto: Her., v, 92; para Teágenes de Megara: Arist., Pol., viii, iv, 5; para los Ortagóridas de Sycione, Her., v, 67 y ss.; para Pisístrato: Arist., Const. At., xv-xvi; Her., i, 59-64; Plut., Solón, xxix y ss.; para Polícrates: Her., iii, 40-41. Véase Burckhardt, Griechische Kultergeschichte, Kroner Verlag, 1902 t. i, p. 171, Die Tyrannis.

74 Glotz, op. cit., i, p. 449.

75 Sobre Periadro y sus sucesores: Her., v, 92; sobre los Pisistráditas: Arist., Const. At., xvii-xix; Her., v, 55.

76 Glotz, op. cit., i, p. 404, nota 108 y p. 414. Busolt, loc. cit.

77 Romero, La imagen .

78 Arist., Const. At., xxi; Her., v, 69.

79 Glotz, Ciudad griega, ed. esp., p. 45.

80 Ilíada, ii, 198; xii, 213; Odisea, ii, 239. En sentido contrario se expresa G. M. Calhoun, Classes and Masses in Homer (según P. Choché, nota en Rev. Historique, abril-junio de 1938).

81 Arist., Pol., iii, v, 4; vi, iv, 2.

82 Las cargas que se denominaban liturgias correspondían a la organización de un coro, a la gimnasiarquia o presidencia de la palestra, a la estiasis u hospitalidad, a la arquiteoria o presidencia de la diputación sagrada, y a la trierarquia o dotación y comando de un barco de guerra.

83 Después de 403 se comienza en Atenas a pagar la asistencia a la Asamblea Popular, como se hacía ya con la asistencia al Consejo y a los tribunales. Arist., Pol., vi, v, 5; crítica del sistema en Plat., Gorg., 515 c; Glotz, op. cit., ed. esp., pp. 418 y ss.

84 Una crítica de los demagogos en Aristófanes, Caballeros.

85 El ciudadano —en Atenas— debía haber sido oportunamente presentado en la fiesta de las Apaturias. Luego, al cumplir los 17 años, los miembros de la comunidad votaban su aceptación en ella sobre la base de la declaración del padre. Después de cumplir sus dos años de servicio militar, el joven comenzaba a gozar de sus derechos políticos; un juramento era lo que se le exigía como condición para su ingreso.

86 Eran las liturgias. Véase nota 85.

87 Plat., Gorgias, 484 a.

88 Arist., Pol., i, ii, passim.

89 Glotz, Ciudad griega, ed. esp., pp. 168 y ss.

90 Glotz, op. cit., p. 205; Busolt, op. cit., t. ii, pp. 986 y ss.

91 Glotz, op. cit., pp. 227 y ss.; Daremberg y Saglio, Dict. des Ant.: art. “Paranomón graphé”.

92 Una interesante justificación de la condenación de Sócrates, en A. Croiset, Démocraties antiques.

93 Cleón y Anito —demagogos típicos— nos llegan a través de una tradición interesada; tanto Aristófanes como Platón y Aristóteles tienen frente a ellos una actitud aristocratizante.

94 Arist., Const. At., xliii, 1-2; Her., vi, 110.

95 Arist., Const. At., xxii, i, y 4-8; Plut., Arist., vii.

96 Arist., Const. At., lxii, 4.

97 Plut., Lis., xiii.

98 Plut., Lis., loc. cit.

99 Plut., Lis., xix-xx.

100 En 377 se constituye la segunda confederación ateniense.

101 Isoc. Arquidamos. Jen., Hell, vi, 5.

102 Anfípolis, Pydna y Olinto fueron tomados por Filipo con la ayuda de traidores.

103 En rigor, la autoridad de Alejandro se basaba en la abstención política de Atenas, neutralizada sabiamente, y en la moderación de sus exigencias.

104 Plut., Demetrio, passim.

105 Plut., Dion. , passim; Timoleon, passim; Diod., xiii-xvi..

106 Recordar la evolución del significado de Persia desde Herodoto hasta la Ciropedia de Jenofonte.

107 El más significativo de todos fue el apoyo prestado a Hipias Pisistrátida.

108 i, Samuel, 8, 11.

109 Dióg. Laerc., vii, 1, x.

110 Para estudiar esta política se trabajará sobre los siguientes textos fundamentales: Plut., Demóstenes, Alejandro, Foción, Dion, Demetrio, Eumenes, Pirro; Demóstenes, passim; Arriano, Expediciones de Alej.; Cornelio, Eumenes; Justino, Hist.; Diodoro, y Polibio.

111 Véase un reciente trabajo de G. T. Griffith: The Mercenaries in the Hellenistic World, Cambridge, 1935.

112 Pol. H. G., xxxvii, iv.

113 Además de las insurrecciones de esclavos, se producen movimientos en donde los esclavos toman parte, y aun movimientos que han sido califi¬cados como “socialistas”. Véanse Pöhlman, op. cit., y Cicotti, El ocaso de la esclavitud en el mundo antiguo.

114 Sobre el pensamiento social de los estoicos, véanse Pöhlmann, op. cit., i, 98, y Guiraud, La propriété fonciére en Grèce.

115 Jouguet, El imperialismo macedónico, ed. esp., p. 154.

116 ?Isoc., Panegírico, Filippo .

117 Polibio, vi, lvii a.

118 Se discute la existencia de un Estado patricio: véase Binder, Die Plebs, p. 203, sobre la doctrina de Ihne. Admitido por Niebuhr, Mommsen, Fustel y después por Pais y De Sanctis, se explica -aun admitiendo el reparo de Ihne- si entendemos el tradicional Estado patricio exclusivamente como un orden jurídico y no como una realidad nacional histórica; el Estado patricio existía aun cuando coexistiera con una plebe que no tenía lugar en el Estado. Véase Niese, Grundriss der römischen Geschichte, 5o Auflage, 1923, pp. 35 y ss.

119 Pais, Hist, rom., t. i, p. 102.

120 El origen de la plebe es uno de los puntos más discutidos en la historiografía romana; una exposición minuciosa en Binder, Die Plebs; una información sucinta pero clara y útil, en Gustave Bloch, La plébe romaine; Etude sur quelques theories recentes, en Revue Historique, 1911, núms. 106 y 107.

121 Liv., ii, xxxii; iii, L; Dion, vi, passim; Plut., Coriolano, 6. Crítica en Pais, St. crit., t. ii; De Sanctis, t. ii, p. 5. E. Meyer, Der Ursprungdes Tribunats und die Gemeinde der vier Tribus, Kl. Schriften, t. i, p. 355.

122 La tesis colaboracionista se encuentra recogida por la tradición en el apólogo de Menenio Agrip, Liv. ii, xxxii, y Dionisio de Halicarnaso, vi, lxxxvi.

123 Sobre la diversificación de la plebe véanse, entre otros, Dion. Hal., xi, lii y ss.; Liv., vii, i; x, vi-vii.

124 Pais, op. cit., De Sanctis, op. cit.

125 Sobre Coriolano, Plut., Cor., passim; Liv., ii, xxxiv y ss.; Dion., vii y ss. El episodio de Coriolano, insuficientemente discutido, puede mostrar una faz sumamente interesante del fenómeno de las secesiones plebeyas, a las cuales se opone como una secesión patricia; véase Pais, St. crit., ii.

126 De Sanctis, op. cit., t. ii, cap. xiii, p. 25.

127 Sobre el decenvirato, véanse, entre otros, Liv., iii, xxxiii y ss.; Dion. Hal., x, 57 y ss.; xi, i y ss. Crítica del decenvirato en Pais, Hist. romaine, i, p. 109 y ss.; Homo, Inst. políticas romanas, ed. esp., p. 62; Binder, Die Plebs, pp. 488 y ss.; De Sanctis, ii, pp. 41 y ss.

128 Sobre la legislación de Servio Tulio, Liv., i, xlii y ss.; Dion. Hal., iv, 13 y ss.; Cic., Rep., ii, xxii; Polibio, vi, 23 y ss.; Pais, St. crit., i, 2a par., p. 485.

129 Periochae Liv., xi; Dion Casio, fr. 37.

130 Sobre Appius Claudius véanse, entre otros, Liv., ix, 29 y ss.; Diod., xx, 36; una crítica de la censura, en Pais, St. critica, iv, y un planteo interesante en Homo, Inst. políticas romanas, ed. esp., p. 79.

131 ?Pol., II, XXI.

132 Perioch. Liv., xlviii.

133 Es C. Graco quien hace legislar a la asamblea de las tribus sobre cuestiones provinciales.

134 Sobre la fecha del plebiscito Atinium se discute todavía; se lo fecha como contemporáneo de la segunda guerra púnica (Homo, Inst. pol. rom., ed. esp., p. 176) o como contemporáneo de los Gracos o quizá posterior (G. Bloch, Rep. Romaine, p. 109).

135 Sobre los Gracos, véanse, entre otros, Plut., Tib. Gr. y C. Gr.; Apiano, B. C., i. Sobre su acción, véase especialmente Carcopino, Autour des Gracques, París, 1928; De Sanctis, op. cit.; Bloch-Carcopino, Hist, rom., t. ii, 1a parte; Rosenberg, Hist. de la Rep. Romana; Niese, op. cit., pp. 169 y ss.

136 Véase Belot, Les chevaliers romains, París, 1866, y Daremberg y Saglio, art. “Equites“.

137 Livio, XXI, LXIII.

138 Plut., Cat, xxi.

139 Sobre este proceso véanse T. Frank, An Economic History of Rome, Baltimore, 1920; Weber, Die römische Agrargeschichte.

140 Véase Homo, op. cit., libro ii, passim.

141 Carcopino, Hist. rom., ii, 2a parte, p. 956.

142 Sobre el consulado de 59, Suet., César, xx y ss.; Plut., César, Dion Casio, XXXVIII; Apiano, Bellis civilibus . Véase Carcopino, op. cit., pp. 677 y ss.

143 Carcopino, op. cit., p. 931.

144 Dion Casio, xlii, sobre el consulado de Calenus y Vatinius; Suet., LXXX, sobre Quintus Maximus.

145 Dion Casio, xli, 43 y ss.; xlii, 17.

146 Dion Casio, xlii, 20, y xliv, 4.

147 Una caracterización precisa en Carcopino, op. cit., p. 936; véase la caracterización de Mommsen, Röm. Gesch., v, xi; la de Meyer, Caesar’s Monarchie und das Principat des Pompeius. Una visión del estado actual del problema en Gagé, “De César a Auguste”, en Rev. Hist., marzo-abril, 1936.

148 Suet., xlii.

149 Carcopino, op. cit., pp. 955 y ss.

150 Carcopino, op. cit., pp. 981 y ss.

151 Carcopino, op. cit., pp. 953 y ss.

152 Carcopino, op. cit., pp. 949 y ss.

153 Carcopino, op. cit., pp. 951 y ss. Véase también Mommsen, loc. cit.

154 Homo, H. romaine, París, Les Presses Universitaires, t. iii, p. 144; Meyer, op. cit.; Gagé, op. cit.

155 Res Gestae…, 6.

156 Res Gestae…, 4, 6, 7, 10; Suet., Aug., xvii, xxxi.

157 Meyer, “Kaiser Augustus”, en Kleine Schrifien, i, p. 423, da una interpretación interesante del gobierno de Augusto. Véase Gagé, op. cit.

158 Homo, op. cit., p. 146.

159 Sobre Mecenas y Agripa, Dion Casio, xlviii-xlix; Veleius Paterculus, ii, lxxix y ss., especialmente lxxxviii; Tac. An., i, ii.

160 Homo, op. cit., p. 437, sobre la Alimenta.

161 Ulp. Inst., i; Cód. Just., i, 17, 1, 7.