El apóstol y el mundo. 1947

. . . y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal.

SAN JUAN, XVII, 14 Y 15.

Quizá por un instante, alguna vez, pudo abatir el ánimo del hombre la contemplación del ancho mar, su horizonte lejano, la fuerza de sus aguas, y acaso alguna vez llegó a creer que no podría domar jamás sus furias. Mas si la historia existe es, sin duda, porque ese abatimiento fue sólo pasajero. Una experiencia renovada y aleccionadora fortaleció su espíritu, lo movió a sobreponerse al desaliento y le proporcionó, finalmente, la certidumbre de que podría vencer y dominar las fuerzas ciegas. La historia es muy antigua, pero debe ser cierta porque de lo contrario no seríamos lo que somos. La reflexión y la voluntad de Ulises podían acrecentar sus fuerzas hasta hacerlas iguales a las de Polifemo, el cíclope hecho un mar de furor y cegado por la astucia previsora del héroe. Esa misma experiencia enseñó al hombre a descubrir que lo que separaba el mar podía unirlo la frágil nave, obra de su ingenio, y cuantas veces lograba el mar vengar esa derrota devorando el bajel, volvía a construirlo, intrépido y tenaz, para oponer la fuerza de su ingenio a la fuerza de la naturaleza.

Del mismo modo, tampoco se ha arredrado el hombre ante el desconcertante espectáculo de las fuerzas desconocidas que parecen regir la vida histórica, enigma éste que ensombrece el enigma de la propia existencia del individuo. Frente al curso cambiante de las cosas, frente a la extraña fluctuación del destino de la comunidad y del destino del hombre, una y otra vez ha surgido la pregunta de cómo y quién los rige, y una y otra vez ha tentado el hombre la aventura intelectual de contestarla. Nace la teoría, y de ella se desprende una conducta. Pero muy luego muestra aquella respuesta su escasa correspondencia con la realidad, y es menester abandonarla. El enigma se venga del espíritu inquisitivo y el hombre naufraga entre sus altas olas. Y, sin embargo, como el náufrago que retorna al mar, volverá el hombre una y otra vez a acometer la empresa de disipar las sombras, de aclarar el misterio.

En el esforzado y constante ejercicio de esa reflexión sobre el destino de la comunidad y del individuo, el hombre ha aprendido a reconocer el mundo de la realidad histórico social como algo que, en su múltiple y variable complejidad, se enfrenta con él en cuanto ser capaz de comprender y obrar. De este cotejo no ha salido vencido sino por un momento. Luego ha crecido su soberbia y ha comenzado a acostumbrarse a comparar esas dos realidades, atribuyéndose él mismo misión de juez y de demiurgo.

Ciertamente, Ulises hubiera caído sin combate, víctima de su propio terror, de no haber sabido que poseía, para vencer al cíclope, otras armas mil veces más poderosas que su clava. Esas armas descubre también quien se enfrenta con el enigma de la vida histórica con decisión de esclarecerlo. “El mundo” del evangelista, la realidad que circunda y se opone al hombre, rinde su misterio ante su reflexión y su voluntad: esas son sus armas. Y desde que las descubre y se convence de que podrá valerse de ellas con eficacia, el hombre adopta frente al mundo la altanera actitud de quien no pertenece a él sino que está sobre él para comprenderlo y dominarlo, modificándolo a su guisa.

En rigor, no es esta la actitud unánime sino tan sólo la del hombre de reflexión y de voluntad, la del que no teme ser aborrecido porque espera ser alguna vez amado. También existe la del que se siente satisfecho con lo que le proporciona su contorno y sólo aspira a adaptarse lo más exactamente posible. Pero éste constituye el elemento pasivo de la historia, en tanto que aquél es el fermento vivificador. El hombre de reflexión y de voluntad es el que se desprende del contorno para contemplarlo a la distancia. Si se manifiesta frente al mundo animado por un vivo sentimiento de insatisfacción y, lejos de abandonarse, propugna una imagen ideal de la realidad en la que ésta debe trasmutarse, entonces el hombre de reflexión y de voluntad adopta la apariencia del apóstol, trémulo de verdad y de esperanza. A sus ojos, los que se han entregado satisfechos a la realidad carecen de significación y no son sino meras supervivencias; como diría el evangelista, son “del mundo”, en tanto que él lo ha abandonado ya para juzgarlo y condenarlo, celoso de la perfección entrevista en la imagen que ha forjado con su obstinada reflexión.

Empero, ¿qué es, con respecto a la realidad misma, la imagen cuya realización propugna el apóstol? Sin duda, abstracción pura en la que se han desvanecido los necesarios elementos de realidad para ceder el paso a los únicos valores que el apóstol estima, despreciando la específica complejidad de la histórico. Pero esa calidad de abstracción, sin embargo, no le resta, sino que por el contrario acrecienta su fuerza. Su perfección no tolera el cotejo con lo real, y estimula el deseo de alcanzarla. El apóstol no es solamente un reflexivo y no vacila en propugnar una conducta, una forma de acción merced a la cual la realidad, “el mundo”, pueda alcanzar la perfección soñada y tornarse otro mundo en el que no coexistan el bien y el mal, la verdad y el error, lo justo y lo injusto. Entonces su vida se hace apostolado, apartándose del mundo para sustraerse al mal, y su existencia adquiere un solo fin que es el triunfo de su verdad abstracta e imposible, una ver¬dad sin mácula. Insensible a las exigencias demasiado humanas del error, de la injusticia y del mal.

Según el aire de los tiempos, así es el aire del apóstol; pero esta coincidencia no alcanza más que a lo aparente porque el apóstol suele tener en lo profundo cierta raíz de eternidad que lo despreocupa del tiempo. Revestirá, según sea uso, el manto o la toga, la hopalanda del estudiante o el sayal del monje, la casaca del gentilhombre o la levita del burgués o la blusa del proletario; pero el apostolado borra en el apóstol todo signo de tiempo y de lugar y lo proyecta desde su circunstancia hacia lo futuro, porque su espíritu no puede concebir su misión sino bajo la forma de lo absoluto. Idéntico a sí mismo, renace bajo distintas vestiduras y se mantiene siempre idéntica su actitud frente al mundo.

Extraña fuerza la que anima a este hombre mortal que se ha atrevido a condenar sin temor ni clemencia la realidad que lo circunda. Con seguridad irrebatible ha negado su autenticidad y su significación; luego ha escombrado las ruinas y, sobre lo que quisiera que fuera ya la nada, ha levantado con la imaginación un edificio perfecto y puro de toda contaminación con lo que reprobaba. El apóstol niega heroicamente para reconstruir heroicamente. En su espíritu se esfuma lo que a los demás parece corpóreo y vivo, y no se agita más que una verdad inmensa y multiforme, en cuyos tentáculos caen para ser devoradas las formas inesperadas y cambiantes de la realidad. Frente a la réplica o la duda, su sorpresa sólo dura un instante: luego comienza a florecer su exégesis y, en su mente al menos, su verdad queda indemne y fortalecida, porque el apóstol no vive sino por su irrevocable convicción. A sus ojos, su verdad no es sólo perfecta e inmutable; hay también en su perfección una belleza que acentúa el contraste entre ella y la estructura informe de la realidad que lo circunda, de ese mundo en el que el apóstol vio una vez la huella de su verdad amada y se reconoció luego como incapaz de comprenderla y realizarla. Por eso la sirve con fervor y con heroísmo, sabiendo que sólo él puede salvarla.

De esa profunda e irrevocable convicción saca el apóstol la fuerza necesaria para difundir su ver¬dad. Pero su misión no concluye con la enseñanza. Para llegar a alcanzar la perfección que sueña, o mejor aun que ve con plena lucidez y nítidos contornos, el apóstol emprende una acción y arrastra tras de sí a los que comparten su esperanza; una acción decidida, a cara descubierta, sin matices ni concesiones, destinada a lograr la totalidad de lo que quiere porque sólo en la totalidad sin concesiones reside, a sus ojos, la perfección. No desconoce el enemigo ni subestima sus fuerzas, sino que, simplemente, se desentiende de ellos. Los fines que persigue están claramente representados en su espíritu, y está seguro de que llegará el día de la ira en que se desvanecerá todo lo falso para que pueda erguirse todo lo verdadero; por eso no busca la ocasional victoria sino el triunfo definitivo. Aspira a que sus fieles sean legión, pero una legión incontaminada, preservada del mal, con la que podrá un día destruirse todo para crear todo de nuevo, sobre la nada pura. Por eso el apóstol no se inquieta por discernir los medios que podrían conducirlo al triunfo; nada más ajeno a su espíritu que la destreza del estratego; si los fines de su apostolado están claros ante sus ojos, su misma actitud le veda consentir en que se busque el triunfo mediante concesiones a la realidad condenada. De allí proviene la rigidez de su predicación, su celo, su intolerancia, su firmeza. El apóstol sabe que alguna vez la realidad adoptará la forma de su imagen, porque está seguro de que su imagen es la verdad misma; y esta certidumbre alimenta su optimismo final, el gozo con que desencadena la contienda, la altanería con que se acerca al sacrificio. Su sino suele ser, ciertamente, inmolar su vida en holocausto de su verdad; pero el apóstol no es del mundo y la vida es nada más que del mundo. Y en su muerte, impávido, ve el apóstol el comienzo de una misión eterna.

La imagen del apóstol parece asimilarse siempre a la de Sócrates pedagógico o a la de Pablo iluminado. Pero es bien sabido que antes y después fueron sinnúmero aquellos en quienes se hizo carne el celo precursor y apostólico, movidos por una verdad desnuda que era a sus ojos perfecta e inconciliable con la realidad circundante, una verdad abstracta que se oponía a la que veían sus ojos como un universo a otro universo. Y esa verdad, sin embargo, solía haber nacido al¬rededor de un núcleo vivo arrancado del mundo inmediato.

Sin duda, la concepción de una realidad perfecta y la elaboración de una doctrina de la acción destinada a instaurarla provienen de procesos rigurosamente intelectuales; pero el punto de partida no es sino una cierta intuición de cierta forma o cierto plano de la realidad que aparece a los ojos del precursor o del apóstol como marcado por cierta nota peculiar. Si el mundo se derrumba o se condena por la persistencia del error, o por la ignorancia de la verdad revelada o por el primado de la injusticia, el apóstol afirma una forma ideal de existencia histórica redimida de esos males, y susceptible, a sus ojos, de tornarse realidad mediante determinada conducta que conduzca al aniquilamiento de lo existente y a su reemplazo por aquellas formas.

A partir de ese instante el hombre poseído por el sentimiento vehemente de su apostolado se lanza a la acción –catequesis o guerra santa– para imponer lo que en él es certeza y verdad. El apóstol no tolera reparos ni medidas conciliatorias. A su lado sólo admite, apretados codo con codo, a los que no conciben la duda, a los que están dispuestos a sacrificarse por la nueva ortodoxia. Porque el apóstol no puede concebir la posibilidad de que su verdad coexista con otras verdades y decide la lucha sin cuartel –incruenta o brutal– en¬tre los que están contra él y los que están con él. Unos son réprobos y otros elegidos; y si los últimos son los que se adhieren sin vacilación a la nueva ortodoxia, suele ocurrir que, no sin injusticia, agrupe el apóstol entre los primeros a los que niegan su verdad y a los que sólo la admiten en parte, incapaces para cegarse a las debilidades que descubren. Alguna vez, más tarde, llegará la hora de la conciliación, cuando se hayan vencido muchos obstáculos y cuando el político reemplace al apóstol en la acción. Pero, entretanto, la conciliación parece incompatible con el apostolado y la historia se divide en dos eras a los ojos del apóstol, anterior la una a su verdad y posterior a ella la otra.

Mientras la nueva verdad lucha por hacerse un lugar en el repertorio de ideas propio de la comunidad, perduran los tiempos del apóstol. Tal es la naturaleza humana, que sólo a cambio de esta intrépida intolerancia es posible abrir camino a un nuevo valor o a una nueva idea. El apóstol martillará en frío sobre las conciencias hasta que el mismo martillar produzca el necesario calor para que se fundan las ideas. La realidad inmediata es dura y fría, y frente a la nueva verdad levantará lo que en ella es ya maduro y acaso condenado y lo que es ya muerto y apenas sobrevive. Y el apóstol martillará día tras día sin que el hierro ceda.

Sin embargo, la misión del apóstol no es lograr que las ideas que defiende arraiguen profundamente en las conciencias: sus dotes no son las necesarias, ni su tiempo el propicio. Su misión es sólo conseguir que la nueva verdad exista y sobreviva al primer embate de la realidad, que tiende a destruirla; para eso sí son imprescindibles su celo, su intolerancia, su firmeza. Luego, quedará incorporada al mundo y parecerá lícita. Y un día quizá, comenzará a orientarse hacia el triunfo, sin que se haya cumplido el anhelo apostólico de que se levantara sobre la nada. Vencerá discurriendo a través de los múltiples meandros de la realidad, y para ese viaje necesitará de la maestría de quien sabe ceder, esquivar los escollos, y engañar a Escila y a Caribdis. Los tiempos del apóstol han terminado entonces, y acaso tendría que volver a inmolar su vida en holocausto de su verdad si quisiera reconquistarla de entre las manos de los que se llaman sus discípulos.