El apogeo de Brujas. 1976

Brujas ejerce una extraña seducción sobre el viajero. La bruma suele acentuar el encanto melancólico de los canales y los puentes, de las plazuelas y las calles, de la arquitectura de piedra. Pero es el conjunto de la ciudad, sus proporciones, su mesura, su armonía, lo que envuelve al viajero y lo invita a una plácida contemplación. Un sentimiento nostálgico invade al que se acerca, durante el crepúsculo, al Lago de Amor, cerca del Bêguinage.

Pero no nos engañemos. Esa paz que aún conserva el casco viejo de Brujas -turbada solamente por el bullicio de los turistas- es el fruto de varios siglos de estancamiento, roto sólo en los últimos tiempos.

Georges Rodenbach, el poeta y novelista belga, pudo titular una de sus novelas Bruges, la Morte, precisamente aquélla en que se proponía evocar “la ciudad como un personaje esencial”, porque la calma provinciana adquiría en Brujas esa monotonía que sólo se advierte en las ciudades dormidas. Resabio de esa paz de los últimos siglos es la que aún ahora prevalece en la ciudad actual, despertada primero por el turismo y ahora por un vasto proyecto de reactivación.

Hubo empero, un largo período en que Brujas no fue una ciudad tranquila ni estancada. Fue, desde el siglo XII, un centro comercial de intensa actividad que se convirtió, en el siglo siguiente, en uno de los más prósperos del mundo. Emporio lanero, se desarrollaron alrededor de esa actividad principal otras innumerables que hicieron de Brujas una plaza mercantil quizá tan importante como Venecia, y, sin lugar a dudas, la más importante al norte de los Alpes. En los lugares hoy más sosegados se veían entonces grupos numerosos de gentes de los más varios orígenes, afanados en sus negocios, cambiando diversas monedas, calculando los riesgos de los viajes marítimos que concluían en Damme o en L´Ecluse, pero que empezaban en tierras remotas: en Bergen, en Lübeck, en Londres, o acaso en Venecia o en Génova. La riqueza concurría hacia Brujas, como concurrían los más finos productos que podían adquirirse en el mundo. Era un signo de distinción, en el siglo XIV, especialmente entre los caballeros, vestirse a la moda de Brujas.

La agitación que se advertía en los mercados, en los muelles o en las oficinas de los comerciantes y banqueros, fue acentuada durante el siglo XIV por una agitación menos pacífica, nacida de los enfrentamientos sociales y políticos. Más que agitada, la vida de Brujas estuvo sometida por entonces a constantes convulsiones. Ya en 1127, el asesinato del conde Carlos el Bueno reveló la presencia de grupos burgueses y populares que buscaban participar en el poder. La ciudad era pequeña: 86 hectáreas, nada más, encerraba el muro que se construyó por entonces.

El movimiento comercial contribuyó a que la población creciera y a que se extendiera la ciudad. Pero también a que se acentuaran los conflictos. La burguesía y el pueblo desafiaron al conde de Flandes, y aun se atrevieron a desafiar al rey de Francia. Así, se produjo en 1302 la irrupción popular conocida como “maitines de Brujas”, en la que el pueblo masacró a la guarnición; hazaña que perfeccionó derrotando a los caballeros franceses en la batalla de Courtrai.

Desde ese momento hasta 1382, la prosperidad mercantil y la inquietud social fueron en aumento. Brujas crecía, crecía la riqueza y crecían al mismo tiempo las inquietudes de los distintos grupos que luchaban por el poder. Las gentes de los oficios pudieron sobreponerse a los grandes burgueses y nuevas combinaciones políticas dieron diversa fisonomía al gobierno democrático de que gozaba la ciudad a la sombra del poder condal. Por entonces ya se ornaba la gran plaza de Brujas con el edificio del mercado, en el que se destacaba su airosa torre. El Hospital de San Juan había sido ampliado y se trabajaba en la construcción o ampliación de las iglesias de San Salvador y de Nuestra Señora, así como de la capilla de la Santa Sangre. Una crisis social y política cambiaría la fisonomía de Brujas. Las luchas de los obreros tejedores con los de otros oficios condujeron a tal anarquía que el conde Luis de Male llamó en su auxilio a un ejército franco borgoñón que sometió a los insurrectos, después de vencerlos en la batalla de Roosebeke, en 1382.

Desde entonces el poder estuvo en manos de la alta burguesía. Así ocurrió, sobre todo, cuando los duques de Borgoña heredaron el condado de Flandes. Felipe el Atrevido estableció un nuevo régimen municipal en 1399, y dejó gobernar a las clases ricas, a las que respaldó con su autoridad y su fuerza. En verdad, Brujas fue casi la capital de los duques que la hicieron famosa por el fasto de su corte y la magnificencia de sus fiestas, en tanto que los ricos burgueses la llenaron de ricas mansiones.

En Brujas instituyó el duque Felipe el Bueno la orden del Toison d´Or en 1430, y allí celebró en 1430 sus nupcias con Isabel de Portugal, a quién sólo conocía a través del retrato que hiciera su pintor de corte, Jan van Eyck. La fiesta fue tan suntuosa que se la creyó insuperable. Pero su hijo Carlos el Temerario quiso que fueran más suntuosas aún las que se celebraron con motivo de sus bodas con Margarita de York. Fue tarea difícil lograrlo, pero Olivier de la Marche, a quién confiaron la dirección, lo lograría. Cortejos, representaciones, festines, mascaradas, pantomimas, desfiles de animales exóticos, a todo se apeló, dentro de un decorado tan atrevido que fue necesario modificar el palacio de los duques y agregarle una inmensa sala de casi cincuenta metros de largo.

El propio Olivier de la Marche ha dejado en su crónica el minucioso relato de lo que pasó durante esa semana que empezó el 3 de julio de 1468. Sería imposible siquiera resumirlo. Pero acaso valga la pena señalar que en el cortejo que desfiló el día de la boda formaban los grupos de ricos mercaderes extranjeros que vivían en Brujas: venecianos, españoles, orientales, genoveses, ingleses, alemanes y tantos otros. Así era Brujas: cosmopolita y suntuosa, agitada y febril. En ella hallarían reposo los restos de Carlos el Temerario en la suntuosa tumba de la Iglesia de Nuestra Señora, junto a la de su hija María de Borgaña.

La paz vino después, cuando el comercio se desvió de su ruta, porque hasta el puerto de L´Ecluse fue inutilizado por las arenas. Pero también por muchas cosas más. Amberes recogió su herencia por algún tiempo, y luego Amsterdam. Desde entonces Brujas empezó a conocer el encanto y la melancolía de la paz. Para muchos fue ya, antes que Rodenbach la bautizara, Brujas, la Muerta.