Agustín Thierry y la visión de la Edad Media. 1944

Un espejismo ocasionado por el avance gigantesco que se produjo en el transcurso del siglo XIX en el campo de las ciencias históricas ha tornado borrosa la imagen de muchos espíritus preclaros, algunos de los cuales lograron poner un hito seguro en el fragoso camino de la investigación. Sin duda, muchas de las soluciones que ofrecieron para diversos problemas exigieron más tarde revisión y fueron superadas en las nuevas etapas: pero no es por eso menos injusto el olvido de su esfuerzo, porque no es lícito subestimar el significado que tiene en el proceso de la ciencia histórica –como en otras– el descubrimiento de un problema radical, el planteo de sus términos con claridad y con rigor, o aun el acabado desarrollo de una hipótesis equivocada, pero verosímil, que entorpecía el hallazgo del camino recto para el descubrimiento de la verdad.

De esta injusticia quiere escapar el pensamiento de nuestro tiempo, cuyo acentuado historicismo induce a una apreciación más exacta de la significación de cada etapa del conocimiento, midiéndola en su valor íntimo según la distancia entre los resultados y el punto de partida. Y si en todos los terrenos es justiciera –y al mismo tiempo instructiva– esta actitud, más aún lo es en el campo de la ciencia histórica, donde no es mucho lo que ha alcanzado categoría de inmutabilidad y es bastante lo que solo podrá perdurar como andamiaje transitorio para futuras certidumbres

De todas las etapas, acaso sea el romanticismo uno de los tiempos del pensamiento histórico que requieran más profunda atención. Fuera de lo que ha dejado como labor cumplida –y se cuenta entre ello alguna obra maestra– parece inagotable su caudal de intuiciones luminosas, de rutas indicadas y apenas recorridas, de acertados planteos para viejos problemas, sobre los que supo arrojar una luz renovadora y todavía señera. Más que una etapa cumplida en la historia del espí-ritu, parece el romanticismo histórico la aurora de una nueva era de posibilidades multiformes y no agotadas sino en brevísima medida.

Si hay injusticia en considerar al romanticismo histórico como un movimiento cumplido y superado, no la hay menos en la apreciación de algunas de las figuras que diseñaron, en cierta medida, su contenido. Nadie olvidaría a Chateaubriand o a Michelet; pero es frecuente atribuir una significación secundaria a un espíritu tan agudo y singular como Agustín Thierry. Ya señalaba Brunetière, a fines del siglo pasado, que no se le había hecho justicia al estudiarse la formación de las doctrinas románticas.

En el campo de la ciencia histórica el papel de Agustín Thierry fue, ciertamente, de extensa y variada significación, porque acaso fue él en quien se dió, más que en ningún otro historiador, la singular calidad de poseer tanta intuición como saber, tanta audacia como mesura, calidad gracias a la cual la virtualidad del desarrollo de su pensamiento equilibra o quizá sobrepasa el alcance de su labor. Aun sigue siendo útil volver a algunos de sus estudios sobre ciertos temas de la historia de Francia, pese a que puedan considerarse controvertidos o superados; pero sin duda resulta profundamente provechoso tornar a las páginas –densas y eruditas, mas vivificadas por la vehemencia del espíritu– que dedicara al análisis de las distintas interpretaciones de la edad media francesa. “Es cosa útil -decía en las Consideraciones sobre la historia de Francia– que de tiempo en tiempo un hombre de estudios concienzudos se dedique a reconocer lo sólido y lo débil y a hacer, por así decir, el balance de cada porción de la ciencia”. Haber advertido la dignidad de este tipo de investigación, pero, sobre todo, haber realizado en ese campo un vasto ensayo con profundidad y pulcritud, logrando con él iluminar una vasta zona del conocimiento, es mérito singular de Agustín Thierry.

En rigor, la necesidad de este examen historiográfico pareció clara a las más insignes figuras del romanticismo. Los poetas y los historiadores, los juristas y los filólogos, todos coincidieron en la reflexión acerca de cómo había sido entendido el pasado. Fueron Herder y Savigny, Novalis y Manzoni, los Schlegel y Chateaubriand, como tantos otros, quienes iniciaron esta labor, diversa en los métodos y en los territorios acotados así como desigual en los frutos. Todos ellos se enfrentaron, sin embargo, con el obscurecido mundo medieval, sobre el cual pesaba una sanción tan superficial como injustificada desde el Renacimiento, y trataron de alcanzar el fondo de su esencia íntima desbrozando el campo de falsas y convencionales interpre-taciones y de vigorosos prejuicios. Así surgía un nuevo haz de problemas que exigían una actitud específica y que debían configurar una nueva disciplina en el campo de la ciencia histórica.

En efecto, lo que se insinuaba no era sino cierta forma de la historia de la historiografía. Insinuada su problemática en campos diversos, fue Thierry quien le infundió –sin premeditación y sin sistema– cierta peculiar estructura, acorde con la naturaleza de la ciencia, en la que venía a integrarse. Y frente a su problema, en el manejo de las ideas más caras a su espíritu, Thierry esbozó una doctrina de lo que, un siglo más tarde, habría de llamarse sociología del saber.

El análisis historiográfico debía centrarse en las sucesivas interpretaciones de la historia social de Francia, en las que quería descubrir los preconceptos que les servían de hilo conductor para separar lo aprovechable de lo inútil y rechazar las apreciaciones de conjunto guiadas, no por el examen objetivo de los hechos, sino por las convicciones a priori.

Es cierto que coincidía entonces con otros espíritus representativos de la mentalidad romántica. El punto de partida de esas reflexiones fue en todos un problema vivísimo en Europa desde la Revolución Francesa. Los conflictos sociales que demostraron su antigua latencia y su profunda gravedad en la crisis de 1789, así como los problemas nacionales que suscitó la política imperial de Napoleón, trajeron al primer plano de la observación histórica la cuestión del origen de los pueblos de Europa, de su intransferible naturaleza acuñada en un proceso secular, de su composición social y étnica. Todo ello hundía sus raíces en el viejo mundo medieval, ignorado o vilipendiado, cuyo contenido parecía informe a la luz de la escasa investigación y las abundantes generalizaciones, y cuyo significado aparecía desvirtuado por los diversos sistemas his-tóricos enraizados en determinadas tendencias político-sociales.

La reacción había sido notable desde fines del siglo XVIII. Walter Scott y Chateaubriand habían lanzado los primeros embates para la reconquista de lo medieval, sublimando sus formas de vida y acentuando la significación de sus ideales. El contenido de la vida medieval, con sus formas puras de heroísmo y santidad, comenzaba a atraer y a subyugar los espí-ritus; y, entretanto, la reflexión ordenada en el campo de la ciencia histórica se apresuró a señalar que era en la Edad Media donde debía buscarse el secreto de lo que fue llamado el espíritu o el alma del pueblo.

El problema apasionó en Alemania y en Inglaterra, donde la actitud antinapoleónica y el espíritu de la restauración incitaban a negar una concepción de la vida que la Revolución Francesa proclamaba como forzosamente universal. Pero no apasionó menos en Francia, donde volvían a encontrarse el movimiento liberal y las tendencias conservadoras, durante el gobierno de la restau-ración, enfrentados en una lucha por el futuro. Así surgió, entre 1820 y 1830, una aguda preocupación por la historia, preocupación activa y militante que debía conducir a un fortalecimiento de las convicciones y las posiciones políticas. Y en las campañas perio-dísticas o en las lecciones vibrantes de la universidad, el historiador y el político se confundían tras las figuras de Thierry o de Guizot.

Después del establecimiento de la monarquía liberal –tras las jornadas de 1830–, el problema histórico en discusión, el del auténtico fondo nacional, el de la legitimidad de la tradición germánica y la romana, el de la supremacía de la nobleza o la burguesía, siguió apasionando, pero comenzó a estudiarse con menos apremio y más aplomo. Y como Guizot, Mignet o Thiers, Agustín Thierry dedicó sus esfuerzos a esclarecerlo. Mentalidad esencialmente histórica –más histórica, aunque menos filosófica, que Guizot–, el problema se presentó a sus ojos en toda su complejidad. Y junto a la exigencia de la inmediata investigación, Thierry ad-virtió que era imprescindible liquidar el conjunto de sistemas elaborados sobre la edad media francesa, cuyas conclusiones entorpecían la visión para hallar el camino recto. Así comenzaron los estudios sobre la historiografía francesa, que vieron luego la luz con los títulos de “Cartas sobre la historia de Francia” (1827) y “Consideraciones sobre la historia de Francia” (1840).

La labor no era fácil: Thierry logró, no sin esfuerzo, alcanzar un punto de partida, seguro en el campo de la ciencia histórica mediante la relativización de los juicios y la filiación de los criterios interpretativos y los juicios de valor; desde él podía poner en evidencia los supuestos sociales e ideológicos que daban consistencia a los diversos sistemas que pretendían explicar la edad media francesa, señalando a qué grupo social, a qué partido, a qué posición intelectual correspondía cada uno. Así quedaba realizado un ensayo de singular –y acaso olvidada– trascendencia, del que hoy puede decirse que constituye un esfuerzo señero en el campo de la consideración historiográfica de la ciencia histórica.

En este campo de la investigación de las ideas ejercita Thierry aquella profunda intuición historicista que le era peculiar y que era propia, además, de todo el movimiento romántico. Con clara percepción del contenido espiritual de cada época, Thierry analiza los diversos sistemas interpretativos de la edad media francesa, desde el Renacimiento hasta su tiempo. El pensamiento del siglo XVI le ofrecía el sistema de Francisco Hotman y el XVII el de Adriano de Valois, que Thierry estudia en su significado y en su validez interior; pero su atención se detiene con más calma en el siglo XVIII, cuando los intereses de la monarquía absolutista y de la burguesía ascendente comienzan a chocar con los de la no-bleza, que, no sin irritación, empieza a sentirse presionada por las dos fuerzas, en otro tiempo sometidas a su prepotencia, y obscurecida por ellas hasta en sus últimos reductos.

Thierry analiza entonces a fondo los sistemas encontrados del Conde de Boulainvilliers y del abate Dubos, representante el primero de la tesis feudal, y el se-gundo de la tesis burguesa. Afirmaba con acopio de documentos el Conde de Boulainvilliers que los francos habían realizado en el siglo V la conquista de la Galia romana, que nada había quedado de su antigua organización y que la antigua población había entrado en la categoría de los sometidos, sosteniendo, como consecuencia legítima, el derecho de la nobleza a mantener los privilegios que le correspondían como heredera de los conquistadores. Poco más tarde respondió el abate Dubos, con no menor número de elementos probatorios; creía poder afirmar que los francos no habían realizado una conquista en el sentido estricto del vocablo, que sólo habían entrado en la Galia llamados por el Imperio, del que heredaron luego la autoridad dentro de la misma organización, y que sólo más tarde, tras la crisis del imperio carolingio se había pro-ducido la diferenciación de clases, ilegítima y circunstancial.

Considerados como formas extremas en la interpretación de la edad media francesa, los dos sistemas se transformaron en doctrinas oficiales de los respectivos grupos sociales y provocaron múltiples observaciones y réplicas. Montesquieu se inclina, en “El espíritu de las leyes”, por el de Boulainvilliers, aun cuando señala sus puntos débiles terciando en la contienda, y más tarde Mably y la señorita de Lézardière tornan al tema con nuevos aportes de tex-tos y, sobre todo, con nuevos puntos de vista. Así desemboca Thierry en las últimas escaramuzas de la polémica entre los voceros de los dos grupos sociales, justamente en vísperas de la Revolución Francesa; allí aparece entonces el “¿Qué es el tercer Estado”, de Sieyès, en el que se advierte la extraordinaria significación del problema a través de sus repercusiones inmediatas.

Thierry hunde su mirada en los supuestos de cada sistema y aclara su contorno sociológico; pero, historiador él también, no le basta con eso y aborda el examen de los elementos probatorios que esgrime cada uno en su favor. Esos materiales, con sus posibilidades valiosas, le permiten, unidos a los que él mismo aporta, señalar, junto a la mera significación historiográfica de aquellos sistemas, cuáles son los puntos de vista que deberán considerarse como definitivamente descartados y en qué carriles habrá que poner la investigación para que desemboque en conclusiones firmes y objetivas.

De este modo su investigación se torna un experimento singularmente significativo; el valor de una investigación historiográfica queda asentado en sus posibilidades positivas, no sólo en cuanto descarta los elementos no estimables, sino también en cuanto enriquece el caudal de puntos de vista para la consideración histórica. En su doble faz de historia de las concepciones históricas y de andamiaje de la investigación positiva, la historia de la historiografía quedaba diseñada en su realización y en sus posibilidades.

Es lícito afirmar que es mucho lo que debe la clara comprensión de la Edad Media a Agustín Thierry. Poseyó –como hijo del romanticismo histórico– la singular calidad del iniciador, un poco aventurero de las ideas, unida a la firmeza del saber documentado. Fue, en cierto sentido, un precursor, acaso más que alguno de sus contemporáneos cuya obra parece más duradera. Pero sus intuiciones fructificaron cuando su recuerdo estaba obscurecido por aquel espejismo que provocó el extraordinario desarrollo de la ciencia histórica y no suele hacérsele la justicia debida. Acaso en esta revisión del torrentoso caudal de las ideas románticas –que ahora se inicia– aparezca su figura con el relieve que poseyó en su tiempo y guarda para el nuestro.